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La Opinión A Coruña

Opinión |Buenos días y buena suerte

Julio Llamazares, en el nombre del padre

La conversación que inicio con Julio Llamazares en A Coruña, poco antes de la presentación de su libro, El viaje de mi padre (Alfaguara), en la UNED, ante una audiencia notable, continúa dos días después a través del teléfono. Le he dicho que necesito hablar más, porque, como contaba aquí ayer, la historia de su padre en la batalla de Teruel me ha recordado mucho la de mi propio padre, que también hizo la guerra allí, aunque, como el suyo, casi nunca habló de ello, salvo algunas frases inconexas de vez en cuando.

Me dice Julio que nadie quiere hablar de una tragedia. «A mi padre le ofrecí volver a Teruel, ya en los últimos años de su vida, y ni siquiera me contestó», me dice. También lo cuenta en su libro, mientras pasea por una ciudad turolense sobre la que gravita una extraña sensación de vacío. «El amigo de mi padre, Saturnino, que le ayudó transportando por el frente aquella radio de fabricación italiana que se usaba para las transmisiones del ejército, recordaba bien los muertos en las calles, pero ni él ni mi padre quizás se percataron de las tumbas colectivas, como en los Pozos de Caudé, donde fueron arrojados centenares de fusilados en los primeros meses de la guerra».

El viaje de mi padre es, como creo que ha dicho Pilar Reyes, editora de Penguin, quizás el único libro que explica un viaje hacia la Guerra Civil, en realidad un doble viaje. En todas estas páginas, que son tan emocionantes y claras como quien bebe de un trago un vaso de agua pura, un texto sin ornamentos y artificios en el que late un lirismo controlado, Julio Llamazares combina la desolación del presente, la persistencia de los montes y los pueblos casi abandonados de esta España interior, con el peso formidable de la memoria. En Llamazares, la literatura crece desde la semilla de la memoria. Y aunque su padre apenas habló de la Guerra Civil, como tampoco habló el mío, a pesar de haber vivido ambos en primera línea la peor de las batallas en el invierno más frío del siglo, aquel febrero de 1938, resulta fácil sentir el horror de la tragedia, incluso el frío se apodera de inmediato del lector. Llamazares viaja por estas carreteras en pos de las huellas de la guerra (en realidad, en pos de las huellas, casi borradas por el paso del tiempo, de su padre) y lo hace en fechas similares a las de la contienda, aunque con temperaturas más templadas que las de aquel lejano y terrible invierno.

Pero el paisaje no miente. Las trincheras, algunas muy conocidas, como las de Rubielos, y otras que salpican el entorno de Teruel y que, al parecer, cuentan con visitantes, dice Julio Llamazares. Al escritor le cuesta encontrar a alguien que le hable de la Guerra, porque ya pocos testigos quedan, y los hijos o nietos prefieren hablar del presente, de la ausencia de futuro, de los pueblos cerrados o de las vías de tren clausuradas para siempre. La España vaciada se abre ante nosotros mientras el escritor imagina el ruido de la guerra, los disparos y los bombardeos que su padre oyó en aquellas tierras.

Es una reconstrucción del horror pasado a través del paisaje casi vacío del presente. Hablamos unos días antes de que se cumplan los 50 años de la muerte de Franco. Yo era un adolescente, pero de aquel día sí me acuerdo bien. Pienso en aquellos soldados en vagones destinados al ganado, en mi padre también, y le digo a Julio que, de pronto, algo me viene a la mente. Era aún un niño cuando mi padre me habló de «aquellos caballos que resbalaban en la nieve y de algunos que caían muertos». Sí, aquello fue la carga del general Monasterio, en Alfambra, la última carga a caballo de una guerra. Esa imagen, como un fogonazo, persistía en la memoria de mi padre. Julio Llamazares habla de aquel Stalingrado español, y yo pienso en cómo la nieve caería en Teruel, en palabras de Joyce, sobre los vivos y sobre los muertos.

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