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The Project Gutenberg eBook ofHalma

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Title: Halma

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: May 13, 2021 [eBook #65333]
Most recently updated: October 18, 2024

Language: Spanish

Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HALMA ***

Índice

Nota de transcripción


Cubierta del libro

p. 1

HALMA


p. 2Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


[p. 3]

NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

POR

B. PÉREZ GALDÓS


HALMA


10.000

Logotipo del editor

MADRID

SUCESORES DE HERNANDO

Arenal, 11

1913


p. 4

EST. TIP. DE LOS HIJOS DE TELLO

IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.

C. de San Francisco, 4


p. 5

HALMA


PRIMERA PARTE

I

Doy a mis lectores la mejor prueba de estimación sacrificándolesmi amor propio de erudito investigador de genealogías... vamos, queles perdono la vida, omitiendo aquí el larguísimo y enfadoso estudiode linajes, por donde he podido comprobar que doña Catalina de Artal,Xavierre, Iraeta y Merchán de Caracciolo, Condesa de Halma-Lautenberg,pertenece a la más empingorotada nobleza de Aragón y Castilla, y queentre sus antecesores figuran los Borjas, los Toledos, los Pignatellis,los Gurreas, y otros nombres ilustres. Explorando la selva genealógica,más bien que árbol, en que se entrelazan y confunden tan antiguos ypreclaros linajes, se descubre que, por el casamiento de doña Uriandade Galcerán con un príncipe italiano, en 1319, los Artalesp. 6 entroncan con los Gonzagas ylos Caracciolos. Por otro lado, si los Xavierres de Aragón apareceninjertos en los Guzmanes de Castilla, en la rama de los Iraetas correla savia de los Loyolas, y en la de los Moncadas de Cataluña la delos Borromeos de Milán. De lo cual resulta que la noble señora nosolo cuenta entre sus antepasados varones insignes por sus hazañasbélicas, sino santos gloriosos, venerados en los altares de toda lacristiandad.

Como he dado al buen lector mi palabra de no aburrirle, me guardopara mejor ocasión los mil y quinientos comprobantes que reuní,comiéndome el polvo de los archivos, para demostrar el parentesco dedoña Catalina con el antipapa don Pedro de Luna, Benedicto XIII. Buscabuscando, hallé también su entronque lejano con Papas legítimos, puesexistiendo una rama de los Artal y Ferrench que enlazó con las familiasitalianas de Aldobrandini y Odescalchi, resulta claro como la luz queson parientes lejanos de la Condesa los Pontífices Clemente VIII eInocencio XI.

De monarcas no se diga, pues el árbol aparece cuajado, comode un lozano fruto, de apellidos regios, y allí veis los Albrity Foix de Navarra, los Cerdas y Trastamaras de acá, y otros milnombres que a cien leguas trascienden a realeza, como los de Rohan,Bouillon, Lancasp. 7ter,Montmorency, etc... Fiel a mi compromiso, envaino mi erudición, yemprendo la reseña biográfica, designando a doña Catalina-María delRefugio-Aloysa-Tecla-Consolación-Leovigilda, etc... de Artal y Javierrecomo tercera hija de los señores Marqueses de Feramor. Huérfana depadre y madre a los siete años, quedó al cuidado del primogénito,actualmente Marqués de Feramor, y de su hermana doña María del CarmenIgnacia, Duquesa de Monterones. En 1890, casó con un joven agregado ala embajada alemana, el Conde de Halma-Lautenberg, matrimonio que hubode realizarse contra viento y marea, pues los hermanos de ella y todala familia se opusieron tenazmente por cuantos medios le sugerían suorgullo y terquedad. Querían desposarla con un individuo de la casade Muñoz Moreno-Isla, de nobleza mercantil, pero bien amasada conpatacones. Catalina, que desde muy niña mostraba increíbles ascos alvil metal, se prendó del diplomático alemán, que a su seductora figuraunía un desprecio hermosísimo de las materialidades de la existencia.Grandes trapisondas y disturbios hubo en la familia por la tiránicafirmeza de los hermanos mayores, y la resistencia heroica, hasta elmartirio, de la enamorada doncella. Casados al fin, no sin intervenciónjudicial, el esposo fue destinado a Bulgaria, de aquí a Constantinopla,yp. 8 allá le siguió doñaCatalina, rompiendo toda relación con sus hermanos. Calamidades,privaciones, desdichas sin fin la esperaban en Oriente, y al conocerlasla familia de acá, por referencias de diplomáticos extranjeros yespañoles, no veía en todo ello más que la mano de Dios castigandoduramente a Catalina de Artal por la amorosa demencia que la llevó aenlazarse con un advenedizo, de familia desconocida, hombre sin seso,desordenadísimo en sus ideas, desatado de nervios, y habitante aburridode las regiones imaginativas. Para colmo de infortunio, Carlos Federicoera pobre, con el título pelado, y sin más renta que su sueldo, peladotambién, pues la familia de Halma-Lautenberg, que desciende, segúnnoticias que tengo por fidedignas, del Landgrave de Turingia y Hesse,Hermann II, había venido tan a menos como cualquier familia de poracá, de las que, después de mil tumbos y vaivenes, caen a lo hondo delabismo social para no levantarse nunca.

Contratiempos mil, reveses de fortuna, escaseces y aun hambresefectivas padeció la infeliz doña Catalina en aquellas lejanas tierras,sin más consuelo que el amor de su esposo, que nunca le faltó, ni deél tuvo queja, pues Dios, al privarla de tantos bienes, concediolecon creces la paz conyugal. Tiernamente amada y amante, la íntimafelicidad de su matrimonio la comp.9pensaba de tanta desdicha del orden externo. Carlos Federicoera bueno, dulce, aunque medio loco según unos, y loco entero segúnotros. La mala opinión acerca de su gobierno cerebral debió trascenderhasta la Cancillería de Berlín, porque fue destituido de su cargo. Lajoven pareja se encontró a merced de la Divina voluntad, que sin dudaquería someter a durísima prueba el alma fuerte de la dama española,pues a los dos meses de la destitución, y cuando, en espera de recursospara venirse a Occidente, vivía obscuro y resignado el matrimonio enuna humilde casita de Pera, se le declaró al esposo una tisis, con tangraves caracteres, que no era difícil presagiar un desenlace fúnebre enbreve plazo.

Reveló entonces su temple finísimo el alma de Catalina de Artal,pues cobrando ánimos con aquel nuevo golpe, aventurose a pedir auxilioa sus hermanos de Madrid, que si al principio si hicieron un poco derogar, cedieron al fin, mirando más al decoro de la familia que a lacaridad cristiana. Con el mezquino socorro que le enviaron, pudo laheroína transportar a su pobre enfermo a la isla de Corfú, afamadapor la benignidad de su clima. Allí vivieron, si aquello era vivir,en un pie de milagrosa economía; supliendo con el cariño los recursosmateriales, y las comodidades con prodigios de inteligenp. 10cia, él resignado, ellavalerosa y sublime como enfermera, amantísima como esposa, diligenteen el manejo de la humilde casa, hasta que al fin Dios llamó a sí alinfeliz Conde de Halma en la madrugada del 8 de Septiembre, día de laNatividad de Nuestra Señora.


II

Refieran en buen hora los sufrimientos de Catalina de Artal enaquellos tristes días y en los que siguieron a la muerte de suadorado esposo, los que posean mística inspiración y estén avezadosa relatar vidas y muertes de mártires gloriosos. Yo no sé hacerlo, ydejando este trabajo a plumas expertas, que seguramente escribirán laedificante historia, no hago más que apuntar los hechos capitales,como antecedentes o fundamento de lo que me propongo referir. ¿Quépuedo decir del hondísimo dolor de la dama al ver expirar en susbrazos al que era su vida toda, amor primero, alegría última, únicobien terrestre de su alma? La opinión del mundo, que rara vez deja deequivocarse en sus precipitados y vanos juicios, había contrahecho lapersona moral del señor Conde, pintándole en los círculos de Madrid concolores de malicia. Pero al historiador de conciencia, bien enteradode sup. 11 asunto, toca elborrar toda falsedad con que los habladores y envidiosos ennegrecen unnoble carácter. Esto hago yo ahora, asegurando que Carlos Federico deHalma era un bendito, y que la investigación más rebuscona y pesimistano encontrará en su conducta, después de casado, ninguna tacha.Desbarato resueltamente la reputación que lenguas demasiado sueltas lehicieron en Madrid, y reconstruyo su verdadera personalidad de hombrerecto, leal, sincero, añadiendo a estas cualidades las que adquirió enla convivencia con su digna esposa.

No poca parte había tenido en la dudosa reputación del alemán,antes del casorio, la volubilidad de sus ideas, la ligereza de susjuicios, sus distracciones, que llegaron a formar un verdadero centónanecdótico, sus displicencias negras alternadas con hervores de locoentusiasmo por cualquier motivo de arte o amoríos, su prolijidadmachacona en las disputas, y un sinnúmero de manías, algunas de lascuales no le abandonaron hasta su muerte. Se calentaba la cabezapensando en la habitabilidad de todas las estrellas del cielo, chicasy grandes, y el que quisiera sacarle de sus casillas, no tenía másque poner en duda la infinita difusión de familias humanas por lainmensidad planetaria. Del absoluto menosprecio de toda religiónpositiva había pasado, poco antes de casarse, y por influencia delap. 12 angelical Catalina,a un ferviente ardor cristiano, más imaginativo que piadoso, sed delalma que apetecía, sin satisfacerse nunca, no devociones externas yprácticas litúrgicas, sino embriagueces de la fantasía, mirando más ala leyenda seductora que al dogma severo. En Oriente, la esposa logróponer algún orden en los descabellados entusiasmos de Carlos Federico,hasta que, atacado de cruelísima dolencia, tan difícil era combatiren él la fiebre abrasadora, como el espiritualismo delirante. Uno yotro fuego le consumían por igual, y creyérase que ambos, juntando susllamas, le redujeron a ceniza impalpable.

La noche misma de su muerte, refirió a su mujer, entre dos ataquesde disnea, un sueño que había tenido por la tarde, y como vieseCatalina en aquel relato una extraña lógica y cierta lucidez clásica,se afligió extremadamente, pensando que su pobre enfermo entreveía yalos horizontes del reino de la eterna verdad. Tanto sentido, tantasindéresis en la composición de un poemita fantástico, pues no otracosa era el bien relatado sueño, ¿qué podían significar sino que elpoeta se moría? Así fue en efecto. En los últimos minutos de vida selanzaba, con desbocada imaginación, a un proyecto de viaje por AsiaMenor y Palestina, con el doble objeto de visitar las ruinas de Troya,primero, y el paísp. 13de Galilea después. (Átense estos cabos.) En su pensamiento seentrelazaron dos nombres: Homero-Cristo. Y al querer dar la explicaciónde aquel abrazo histórico y poético, gimió, dio una gran voz... «¡ah!»y expiró...

Podría creerse que la muerte del Conde fue el último dolor de lainfortunada Catalina de Artal, y que tras aquella tribulación leconcedió el cielo días de descanso, ya que no de ventura. Pues nofue así. Sobre la tristeza de su viudez, y el recuerdo siempre vivodel pobre muerto, viose agobiada de calamidades de otro orden. Hastaentonces había conocido las humillaciones y escaseces indecorosasque lastimaban su dignidad de aristócrata. Pero a poco de enviudar,y residiendo aún en Corfú por no tener medios de trasladarse a otrositio, supo lo que es la miseria, la efectiva, horripilante miseria, ysufrió vejámenes que habrían abatido almas de peor temple que la suya.Alojada como de limosna en una casa inglesa primero, en una hosteríagriega después, Catalina de Artal se vio privada de alimento algunosdías, obligada a lavar su escasa ropa, a remendarse sus zapatos, y aprestar servicios que repugnaban a su delicado organismo. Pero todo lollevaba con paciencia, todo lo aceptaba por amor de Cristo, anhelandopurificarse con el sufrimiento. Como se le ofreciera una coyunturapropicia para salir de aquella sip.14tuación, quiso aprovecharla, más que por mejorar de vida, porencontrarse entre personas allegadas, en quienes emplear los cariñosque atesoraba su hermoso corazón. Llegose un día inopinadamente a laisla jónica un hermano de Carlos Federico, grande aficionado a losviajes marítimos, y que divagaba por el Archipiélago en un yate de unoscomerciantes del Pireo. Propúsole el tal llevarla a Rodas, donde eracónsul el Conde Ernesto de Lautenberg, tío suyo y del difunto esposo deCatalina, caballero muy bondadoso y corriente, a quien la infeliz damahabía conocido en Constantinopla.

Dejose llevar la viuda por Félix Mauricio (que así se nombraba sucuñado), atraída principalmente por la esperanza de vivir en compañíade la Condesa Ernesto de Lautenberg, señora húngara, muy simpática yque había demostrado a la española, en los breves días de su trato, unacordial adhesión. Salieron, pues, de Corfú en la embarcación griega,mal llamada yate, pues por su pequeñez y escaso tonelaje no era másque un balandro bonito, propio para regatas y excursiones cortas. Ibatripulado por jóvenesdilettantes de la mar. A causa del malgobierno y de la impericia del que hacía de capitán, no pudieron capearun furioso temporal que les cogió entre Zante y Cefalonia, y lanzadospor el viento y el oleaje hacia el golfo de Patrás, entraron dep. 15 arribada en Misolonghi congrandes averías. Días y días estuvieron allí, esperando buen tiempo,y lanzados de nuevo a la mar, llegaban siempre a donde no querían ir.Félix Mauricio y el amigote ateniense que capitaneaba la frágil nave,profesaban la teoría de que los temporales con vinoson menos,y empalmaban las turcas que era una maldición. De este modo y contales ansiedades y vicisitudes, navegando a merced de Neptuno, ysin arte para dominarle, fueron dando tumbos por toda la vuelta surdel Peloponeso. Como quien va describiendo eses por el laberinto decallejuelas de una ciudad tortuosa, tan pronto tropezaban en Candía,como en Cerigo (la antigua Cytheres); metiéronse a la buena de Diospor entre las Cícladas, tocando en Milo y Paros, luego recorrieron lasEspóradas, visitando Samos, Cos y otras hasta parar en Rodas, despuésde dos meses largos de endemoniada navegación.

Como todo se disponía en contra de los deseos de la infeliz viuda,resultó que el Conde Ernesto se había ido a Alemania con licencia, yque su esposa, la simpática y bonísima húngara, se había muerto tresmeses antes. Aceptó resignada la Condesa de Halma esta nueva decepción,y tratando con su cuñado de la necesidad de que la trasladase aCorinto o Atenas, desde donde podría comunicarse con su familia deMadrid,p. 16 y preparar suvuelta a España, contestole el joven en forma tan descarnada y grosera,que no pudo la señora, por más esfuerzos que hizo, poner su humildadpor encima de su orgullo en la réplica. Hallábanse en un fonduchopróximo al muelle. Renunció la dama la hospitalidad a bordo, que elcapitán del balandro le ofrecía, y enterada de que existía en Rodasun convento de la Orden Tercera, allá se dirigió volviendo la espaldapara siempre al Conde Félix Mauricio, y a sus insensatos compañeros deaventuras marítimas.

Gracias a los buenos franciscanos, la noble señora fue alojadadecorosamente, y empezaron las negociaciones para su regreso a la madrepatria. Dígase de paso, a fin de completar la información, que el talFélix Mauricio era lo peorcito de la familia Halma-Lautenberg. Habíapertenecido al cuerpo consular, sirviendo en Alicante y en Esmirna.Aquí casó con una griega rica, y abandonando la carrera se dedicó alcomercio de esponjas, con varia fortuna. Cuando le encontramos en elbalandro había logrado rehacerse de su primera quiebra. Su carácterviolento y quisquilloso, su exterior desagradable, y más que nada suinclinación irresistible a las libaciones alcohólicas, le hacían pocoestimable y estimado de propios y extraños. Una tarde, hallándosedoña Catalina platicando con elp.17 guardián del convento, vio al yate darse a la vela, y lehizo la señal de la cruz. Perdonó a la nave y a sus tripulantes, y diogracias a Dios por haber salido en bien de su peligrosísima aventurapor los mares de Grecia.

Los caritativos frailes lograron arreglar a la infortunadaCondesa su regreso a Occidente, y tomándole billete en elLloydAustriaco, la expidieron para Malta, donde otros religiosos de lamisma regla se encargarían de reexpedirla para Marsella, y de allí aBarcelona. Pero como elLloyd Austriaco no tocaba en Rodas,la viajera tuvo que hacer la travesía entre esta isla y el puntode escala, que era Esmirna, en una goleta turca que cargaba frutasy trigo. Nuevos contratiempos para la pobre señora Condesa, puesaquellos demonios de turcos hicieron la gracia de llevar un formidablecontrabando, y la goleta fue visitada en aguas de Quíos por un faluchode guerra, y apresada y detenida con todos sus pasajeros y tripulantes,hasta que el bajá de Esmirna decidiera el número de palos que lehabían de administrar al patrón. Entre tanto, pasaba doña Catalina milprivaciones y amarguras, pues allí no había frailes Franciscos quemirasen por ella. Y gracias que al fin logró verse a bordo del vaporaustriaco, el cual, para que en todo se cumpliese el sino de la damasin ventura, era un verdadero inválido. Recelabap. 18 ella de todo, del mar y del cielo, y de losdesmanes de la gentuza de varias razas orientales que en aquellasembarcaciones entra y sale de continuo. Pero ni el cielo, ni la mar, niel pasaje ocasionaron a la señora ningún disgusto. Fue la endiabladamáquina del vapor la que se encargó de interrumpir lastimosamentela navegación, rompiéndose en la demora de Candía. Quedose el buquecomo una boya, con el árbol de la hélice en dos pedazos, sin gobiernoel timón por rotura de los guardines. Dio al fin remolque un vaporinglés, y le llevó a Damieta; allí trasbordaron, pasando a Alejandría,donde, por variar, sufrieron un nuevo y penoso trasbordo con pérdidadel equipaje, y mojadura total de la ropa puesta. En rumbo para Malta,con divertimiento de Siroco fortísimo, golpes de mar, y por fin defiesta, a la entrada de La Valette, rotura de una de las palas de lahélice, retraso, peligro... En Malta, la dama errante fue atacada decalenturas intermitentes. Dos semanas de hospital, riesgo de muerte,consternación, abandono. Por fin, cumpliéndose en aquel triste caso lodeDios aprieta, pero no ahoga, Catalina de Halma puso el pie enMarsella en un estado deplorable por lo tocante a nutrición, vestidoy calzado, y cinco días después, los señores Marqueses de Feramorvieron entrar en su casa a una mujer que más bien parecía especp. 19tro, el rostro descarnado,como de la tierra comido, los ojos brillantes y febriles, las ropasdeshechas por el tiempo, el viento y la mar, roto el calzado...,lastimosa figura en verdad. Y como el señor Marqués, poseído deespanto, la mirase ceñudo y dijese:

—¿Quién es usted?

Hubo de contestarle Catalina:

—¿Pero de veras no me conoces? Soy tu hermana.


III

No dio su brazo a torcer la Condesa de Halma en las primerasexplicaciones y coloquios con sus hermanos, el Marqués de Feramor yla Duquesa de Monterones, es decir, que no se declaró arrepentida desu matrimonio, ni renegaba de este por los trabajos y desventuras sincuento que de su unión con el alemán se derivaron. La memoria de suesposo prevalecía en ella sobre todas las cosas, y no permitía quesus hermanos la menoscabaran con acusaciones, o chistes despiadados.Había venido a que la amparasen, dándole el resto de su legítima sialgo restaba, después de saldar cuentas con el jefe de la familia.Pero no se humillaba, ni al pedirlo y tomarlo, en caso de que se lodieran, había de abdicar su dignidad, achicándose moralmentep. 20 ante sus hermanos, ydándoles toda la razón en el negocio de su casamiento. No, no milveces. Si no le daban auxilio ni aun en calidad de limosna, no lefaltaría un convento de monjas en que meterse. Tampoco repugnaría elentrar en cualquiera de las Órdenes modernísimas que se consagrana cuidar ancianos, o a la asistencia de enfermos, que entre tantasCongregaciones, alguna habría que admitiese viudas sin dote. Replicolea esto gravemente su hermano que no se precipitase, y que por depronto no debía pensar más que en reponerse de tantos quebrantos ydesazones.

Cerca de un mes estuvo doña Catalina en la morada de su hermano sinver a nadie, ni recibir visitas, sin dejarse ver más que de la familia,y de la criada que la servía. De las ropas que le ofrecieron, no aceptómás que dos trajes negros, sencillísimos, haciendo voto de no usar entodo el resto de su vida vestido de color, ni de seda, ni galas deninguna especie. Modestia y aseo serían sus únicos adornos, y en verdadque nada cuadraba mejor a su rostro blanquísimo y a su figura escuetay melancólica. Como todo se ha de decir, aquí encaja bien el declararque doña Catalina no era hermosa, por lo menos, según el estilomundano de hermosura. Pero el paso de tantas desdichas había dejadoen su semblante una sombra plácida, y en sus ojos una expresiónp. 21 de beatitud que era el recreode cuantos la miraban. Tenía el pelo rubio tirando a bermejo, la narizun poco gruesa, el labio inferior demasiado saliente, la tez mate ylimpia, la mirada dulce y serena, la expresión total grave, la estaturatalluda, el cuerpo rígido, el continente ceremonioso. Algunos, que enaquellos días lograron verla, aseguraban hallarle cierto parecido condoña Juana la Loca, tal como nos han transmitido la imagen de estaseñora la leyenda y el pincel. Es caprichoso cuanto se diga de otrassemejanzas del orden espiritual, como no sea que la Condesa de Halmahablaba el alemán con la misma perfección y soltura que el español.

No era muy grato al señor Marqués aquel aislamiento monástico enque vivía su hermana, ni le hacían gracia sus propósitos de renunciarabsolutamente a la vida social. Aún podría, según él, aspirar a unsegundo matrimonio, que la indemnizara de las calamidades del primero;mas para esto era forzoso abandonar la tiesura de imagen hierática,las inflexiones compungidas, no vestirse como la viuda de un teniente,y frecuentar el trato de los amigos de la casa. De la misma opiniónera la Marquesa, y ambos la sermoneaban sobre este particular; perola firmeza con que defendía Catalina sus convicciones, manías o loque fuesen, les hizo comprender que nada conseguirían por el momento,yp. 22 que debían confiar altiempo y a las evoluciones lentas de la voluntad humana la solución deaquel problema de familia.

Aunque es persona muy conocida en Madrid, quiero decir algo ahoradel carácter del señor Marqués de Feramor, cuya corrección inglesaes ejemplo de tantos, y que si por su inteligencia, más sólida quebrillante, inspira admiración a muchos, a pocos o a nadie, hablando enplata, inspira simpatías. Y es que los caracteres exóticos, formadosen el molde anglosajón, no ligan bien o no funden con nuestra pastaindígena, amasada con harinas y leches diferentes. Don Francisco dePaula-Rodrigo-José de Calasanz-Carlos Alberto-María de la Regla-Facundode Artal y Javierre, demostró desde la edad más tierna aptitudes parala seriedad, contraviniendo los hábitos infantiles hasta el puntode que sus compañeritos le llamabanel viejo. Coleccionabasellos, cultivaba la hucha, y se limpiaba la ropita. Recogía delsuelo agujas y alfileres, y hasta tapones de corcho en buen uso. Secuenta que hacía cambalaches de tantas docenas de botones por un sellode Nicaragua, y que vendía los duplicados a precios escandalosos.Interno en los Escolapios, estos le tomaron afecto y le daban notasde sobresaliente en todos los exámenes, porque el chico sabía, y alládonde no llegaba su inteligencia, que no era escasa, llegap. 23ba su amor propio, que eraexcesivo. Contentísimo del niño, y queriendo hacer de él un verdaderoprócer, útil al Estado, y que fuese salvaguardia valiente de losintereses morales y materiales del país, su padre le mandó aeducar a Inglaterra. Era el señor Marqués anglómano de afición o desegunda mano, porque jamás pasó el canal de la Mancha, y solo por vagosconocimientos adquiridos en las tertulias sabía que de Albión son lasmejores máquinas y los mejores hombres de Estado.

Allá fue, pues, Paquito, bien recomendado, y le metieron en uno delos más famosos colegios de Cambridge, donde solo estuvo dos años,porque no hallándose su papá en las mejores condiciones pecuniarias,hubo de buscar para el chico educación menos dispendiosa. En unmodesto colegio de Peterborough dirigido por católicos, completó elprimogénito su educación, haciéndose un verdadero inglés por lasideas y los modales, por el pensamiento y la exterioridad social. EnPeterborough no había los refinados estudios clásicos de Oxford, nilos científicos de Cambridge; los muchachos se criaban en un mediode burguesía ilustrada, sabiendo muchas cosas útiles, y algunaselegantes, cultivando con moderación elhorse racing, elboat-racing, y con la suficiente práctica delawn-tennispara pasar en cualquier puep.24blo del continente por perfectas hechuras de Albión.

Hablaba el heredero de Feramor la lengua inglesa con todaperfección, y conocía bastante bien la literatura del país que habíasido su madre intelectual, prefiriendo los estudios políticos ehistóricos a los literarios, y siendo en los primeros más amigo deMacaulay que de Carlyle, en los segundos más devoto de Milton que deShakespeare. Tiraba siempre a la cepa latina. Al salir del colegio,consiguiole su padre un puesto en la embajada, para que por alláestuviese algunos años más empapándose bien en la savia británica. Enaquel periodo se despertaron y crecieron sus aficiones políticas, hastaconstituir una verdadera pasión; estudió muy a fondo el Parlamento,y sus prerrogativas, sus prácticas añejas, consolidadas por eltiempo, y no perdía discurso de los que en todo asunto de importanciapronunciaban aquellos maestros de la oratoria, tan distintos de losnuestros como lo es el fruto de la flor, o el tronco derecho y macizode la arbustería viciosa.

Ya frisaba don Francisco de Paula en los treinta años cuando pormuerte de su señor padre heredó el marquesado; vino a España, y alos diez meses casó con doña María de Consolación Ossorio de Moscosoy Sherman, de nobleza malagueña, mestiza de inglesa y española,jovenp. 25 de muchavirtud, menos bella que rica, y de una educación que por lo correctay perfilada a la usanza extranjera, no desmerecía de la de su esposo.Poco después casó la hermana mayor del Marqués con el Duque deMonterones. Catalina, que era la más joven, no fue Condesa de Halmahasta seis años después.

Pues, señor, con buen pie y mejor mano entró el decimoséptimoMarqués de Feramor en la vida social y aristocrática del pueblo a quehabía traído las luces inglesas y la ortodoxia parlamentaria del paísde John Bull. Afortunadísimo en su matrimonio, por ser Consuelo y élcomo cortados por la misma tijera, no lo fue menos en política, puesdesde que entró en el Senado representando una provincia levantina,empezó a distinguirse, como persona seria por los cuatro costados,que a refrescar venía nuestro envejecido parlamentarismo con sangre yaliento del país parlamentario por excelencia. Su oratoria era seca,ceñida, mate y sin efectos. Trataba los asuntos económicoscon una exactitud y un conocimiento que producían el vacío en losescaños. ¿Pero qué importaba esto? Al Parlamento se va a convencer,no a buscar aplausos; el Parlamento es cosa más seria que un circode gallos. Lo cierto era que en aquella soledad de los bancos rojos,Feramor tenía admiradores sinceros y hasta entusiastas, dos, tresyp. 26 hasta cinco senadoresmachuchos, que le oían con cierto arrobamiento, y luego salíanponiéndole en los cuernos de la luna:

—Así se tratan las cuestiones. Aquí, aquí, en este espejo tienen quemirarse todos: esto es lo bueno, lo inglésde la tía Javiera, lamarcaLondón legítima, de patente.


IV

Fuera del Senado, el Marqués tenía también su grupito deadmiradores, que le citaban de continuo como un modelo digno deimitación. Por él y por otros muy contados próceres, se decía lafrase de cajetín: «¡Ah, si toda nuestra nobleza fuera así, otro gallole cantara a este país!» El amanerado argumento de achacar nuestrasdesgracias políticas a no tener un patriciado a estilo inglés, conhábitos parlamentarios y verdadero poder político, llegaba a ser unacantinela insoportable.

Es muy digno de notarse que Feramor desmentía la vulgar creencia deque todo inglés de alta clase ha de ser caballista, y delirante porcualquiera de lossports que en Albión se usan. Para gloriasuya, no había importado del país serio, más que la seriedad, dejándosede lado allí del canal las chifladuras hípicas. Aunque algo y aun algosentendía de lo referente alturf, nop. 27 se ocupaba de ello sino con frialdad cortés,marcando siempre la distancia que media intelectualmente entre unhandicap y un discurso político, aunque sea ministerial.Y si era cazador, y de los buenos, no mostraba por esta aficiónuna preferencia sistemática y absorbente. Así los gustos como lasobligaciones existían en él en su valor propio y natural, y lainteligencia era siempre la maestra y el ama de todo. En el conciertode sus facultades dominaba la que Dios le había dado para que gobernasea las demás, la facultad de administrar, y mientras llegaba el caso dellevarle las cuentas a la Nación, llevaba las suyas con un acierto yuna nimiedad que eran un nuevo tema de aplauso para sus admiradores.«¡Un aristócrata que administra! ¡Oh, si hubiera muchos Feramor ennuestra grandeza, la nación no andaría tan de capa caída!»

La fortuna patrimonial del Marqués no era grande, porque su padrehabía puesto en práctica doctrinas que se daban de cachetes con laregularidad administrativa. Pero la riqueza aportada al matrimoniopor la Marquesa fortalecía considerablemente la casa, en la cualreinaba un orden perfecto, gastándose tan solo la mitad de las rentas.Vivían, pues, con decoro y modestia, sometidos gustosamente a unrégimen de previsión entre dos jalones, el de dep. 28lante fijando el límite de donde no debíapasar el lujo, para evitar despilfarros, el de atrás marcando la rayade la economía, para no llegar a la sordidez. A mayor abundamiento, laMarquesa, que parecía hecha a imagen y semejanza de su esposo, y quecon la convivencia se asimilaba prodigiosamente sus ideas, salió tanadministrativa y administradora como él, y le ayudaba a sostener aquelventuroso equilibrio. Ambos lucían en el gobierno de la casa, con unaperfecta entonación económica, si es permitido decirlo así. Diversaseran las opiniones mundanas sobre esta manera de vivir, pues si algunosles criticaban por no tener una cuadra de gran importancia hípica, comocorrespondía a los gustos ingleses del Marqués, otros le elogiaban sintasa por su excelente biblioteca, principalmente consagrada ¡oh!... aciencias morales y políticas. Su mesa era inferior a la biblioteca, ysuperior a la cuadra. Solo había cinco convidados un día por semana.

Expresadas las opiniones, conviene apuntar las hablillas, aunqueestas desdoren un poco la noble figura de los Feramor. Lenguas, queevidentemente eran malas, decían que el Marqués colocaba el sobrantede sus rentas a préstamo con réditos enormes, sacando de apuros a suscompañeros de grandeza, comprometidos en el juego, en elsporto en otros vicios. En esto lap.29 maledicencia no acertaba, como casi siempre sucede, pues lospréstamos del Marqués no eran de calidad extremadamente usuraria. Sereforzaba, sí, con buenas hipotecas, y cuando la garantía era floja yel reembolso problemático, sus principios económicos le aconsejabanaumentar prudencialmente los intereses. Ello es que si en rigor deverdad no debía ser llamado usurero, tampoco habría mayor injusticiaque aplicarle el calificativo de generoso. Ni la adulación que todolo puede, podía llamarle así. Los amigos más benévolos no acertabana descubrir en él un rasgo de desprendimiento, o un ejemplo de favordesinteresado. Era todo exactitud en el pensar, precisión matemática enlas acciones, como una máquina de vida social en la que se suprimieranlos movimientos de la manivela afectiva. No faltaba jamás a susdeberes, no se le podía coger en descuido de sus compromisos; perotampoco se le escapaba la sensiblería de hacer el bien por el bien.Siempre en guardia, y custodiándose a sí propio con llaves seguras quesolo él manejaba, no permitía nunca que la espontaneidad abriese suinterior de hierro, ni menos que mano profana penetrase en él.

Ved aquí por qué no gozaba de simpatías, y los que le admirabancomo el último modelo inglés de corte de personas, no le querían.Encontrábanle todos poco español, privado de lasp. 30 virtudes y de los defectos de la complejaraza peninsular. Habríanle querido menos reglamentado moralmente,menos exacto, y un poquitín perdido. Físicamente, era hermoso, perosin expresión, de facciones a las cuales no se podía poner la menortacha, rematadas por una corona negativa, es decir, por una calvaprecoz, lustrosa y limpia, que él consideraba como la más airosatapadera de la seriedad británica. Su trato fuera de casa era delicadoy fino, dentro de una elegante tibieza, y en la intimidad domésticaseco y autoritario, sin ninguna disonancia, pero también sin asomosde dulzura, como un preceptor o intendente, más que como padre yesposo. De la señora Marquesa, que no era más que elfeminismodel carácter de su marido, poco hay que decir. La asimilación habíallegado a ser tan perfecta, que pensaban y hablaban lo mismo, usandolas propias locuciones familiares. Ambos se expresaban en inglés connotable soltura. Y la asimilación no paraba en esto, pues ocurría enaquel matrimonio joven lo que en algunos viejos, reducidos por largaconvivencia a una sola persona con dos figuras distintas. El Marquésy la Marquesa se parecían físicamente; ¿qué digo se parecían? eraniguales, a pesar de señalarse ella por poco bonita y él por bastanteguapo; iguales el mirar, el respirar, los movimientos musculares delrostro,p. 31 el aire gravede la frente, el temblor imperceptible de las ventanillas de la nariz,la manera de llevar los quevedos, pues ambos eran miopes, la boca, lasonrisa de buena educación más que de bondad. Decía un guasón, amigo dela casa, que si uno de los dos se muriera, el superviviente sería viudode sí mismo.

Vivían en la casa patrimonial de los Feramor, en una de lasplazoletas irregulares próximas a San Justo, con vistas a la callede Segovia y al Viaducto por la parte de Poniente; casa vetusta,pero que con los remiendos y distribuciones hechas por el Marqués nohabía quedado mal. La parte baja, agrandada y mejorada notablemente,se dividía en dos cuartos de renta, y se alquilaron, el uno paralitografía, el otro para las oficinas de una Sacramental. El segundo,distribuido al principio en tres cuartos de alquiler, fue despuésanexionado a la casa para aposentar convenientemente a los niñosmayores, a la institutriz y a parte de la servidumbre. En aquel pisoescogió su habitación doña Catalina, no permitiendo que fuera amuebladacon lujo, sino más bien como celda de convento, a lo cual se opusieronlos Marqueses, enemigos declarados de toda exageración. La exageraciónles sacaba de quicio, y por tanto arreglaron la estancia modestamente,pero evitando la afectación de pobreza monástica.

p. 32Al mes de su regresoa Madrid, la triste viuda empezó a salir de aquel estupor dolorosoen que había venido. Ya tomaba gusto a la vida de familia, rompía lamelancólica solemnidad de su silencio, y se distraía algunos ratos enla sociedad inocente de sus sobrinitos, dándoles de comer, ayudandoa la institutriz, o bien recreándoles con cuentecillos y juegos queno fueran ruidosos. Nunca bajaba al comedor grande a la hora oficialde comida. O se la servía en su cuarto, o con la familia menuda, enel comedor de arriba. Su vida era simplísima, y de una regularidadconventual: se levantaba al romper el día, oía misa en el Sacramento oen San Justo, volvía sobre las ocho, rezaba o leía haciendo labor degancho, y el resto del día lo empleaba en repasar a los chiquillos lalección, volviendo de rato en rato a la misma tarea de la lectura, elgancho y el rezo. Su cuñada subía con frecuencia a darle conversacióny distraerla; su hermano rara vez remontaba su seriedad al segundopiso, y cuando tenía algo de interés que comunicarle la llamaba a sudespacho. Una mañana, después de preparar el discurso que había depronunciar aquella tarde en el Senado, extrayendo mil y mil datos derevistas y periódicos que trataban de la monserga económica, hablólargamente con su hermana de lo que se verá a continuación.


p. 33

V

—Y yo te pregunto, querida hermana: ¿vas a estar así toda la vida?¿No es ya bastante duelo? ¿No te hartas todavía de obscuridad, desilencio, de rezos monjiles y de ese quietismo, que al fin dará altraste con tu salud y hasta con tu vida?... ¿No respondes? Bueno.Conociendo tu terquedad, ese silencio me indica que aún tenemosmelancolías y soledades para un rato. ¡Ah! Catalina, ¿por qué no erescomo yo? ¿por qué no tienes un poco de sentido práctico, y das de manoa esas exageraciones? Ea, planteemos la cuestión en terreno despejado.¿Piensas consagrar absolutamente tu vida a las devociones, a lareligión, en una palabra?

—Sí —respondió la de Halma con lacónica firmeza.

—Bueno. Ya tenemos una afirmación, ya es algo, aunque sea undisparate. Vida religiosa: corriente. ¿Y tú lo has pensado bien? ¿Notemes que venga el desaliento, el cambio de ideas cuando ya sea tardepara el remedio?

—No.

—Corriente. Una negación tan rotunda ya es algo. Adelante... Luego,tu determinación es irrevocable; luego, te sientes con fuerzas paraafrontar esa vida, que yo soy el primero en alap. 34bar y enaltecer... esa vida, ¡ah! de la cualhallamos ejemplos tan hermosos en los tiempos pasados, pero que en lospresentes... ¡ah!... Resumiendo: que te propones ingresar en alguna delas Órdenes existentes, y acabar tu vida en un claustro. Perfectamente;pero aquí entro yo, aquí entra tu hermano mayor, el jefe actual de lafamilia, el cual tiene la suerte de ver las cosas con gran claridad,y de plantear todas las cuestiones en el terreno positivo. Yo tepregunto: ¿es tu deseo pertenecer a alguna de las Órdenes claustradasy reclusas, o a estas modernas, a la francesa, que persiguen finesesencialmente prácticos y sociales? Te lo pregunto, querida hermana,no porque piense oponerme a tu resolución en ninguno de los dos casos,sino para fijar bien los términos de la cuestión, y puntualizar tusrelaciones ulteriores con la familia bajo el punto de vista social yeconómico. Conviene tratar el tema de la dote, o sea de tu religiosidadbajo el aspecto de los intereses materiales... Porque si no fijamosbien... si no demarcamos bien...

Doña Catalina interrumpió con nerviosa impaciencia a su hermano, enel momento en que este acentuaba sus argumentaciones con los dos dedosíndices sobre el filo de la elegantísima mesa de su despacho.

—No te canses en tratar este asunto como sip. 35 fuera una discusión del Senado. Estoes sencillísimo; tanto, que yo sola puedo resolverlo sin consejoni auxilio de nadie. Quédense tus sabidurías para cosas de másimportancia. Yo tengo mis ideas...

Aquí la interrumpió él prontamente, apoderándose de la frase paracomentarla con cierta acritud:

—Eso es lo que yo temo, señora hermana; y cuando te oigo decir:«Tengo mis ideas», me echo a temblar, porque los hechos me prueban quetus ideas no son de una perfecta congruencia con la realidad.

—Ello es que las tengo, querido hermano —dijo la Condesa de Halmacon humildad—, y tú tienes las tuyas. Fácil es que no concuerden unascon otras. Pensamos, sentimos la vida de un modo muy distinto. Déjamea mí por mi camino, y sigue tú el tuyo. Quizás nos encontremos, quizásno. ¿Eso quién lo sabe? Cierto es que yo quiero hacer vida religiosa.No puedo decirte aún si entraré en las Órdenes antiguas, o en lasmodernas. Soy un poco lenta en mis resoluciones, y mis ideas han demadurar mucho para que yo me decida a ponerlas en práctica. Quizás tesorprenda con algún proyectillo que pase un poquito la línea de locomún. No sé. Cada cual tiene sus aspiraciones. Yo las tengo en miesfera, como tú en la tuya.

p. 36—Ya, ya —dijo elMarqués encontrando un fácil motivo de argumentación humorística—. Miseñora hermana pica alto. La fuerza de su humildad le sugiere ideas quese parecen al orgullo como una gota a otra gota. No encuentra dignasde su ardor religioso las Órdenes consagradas por el tiempo, y aspiraa eclipsar la gloria de las Teresas y Claras, fundando una nueva Reglamonástica para su recreo particular... Y yo pregunto: ¿corresponderánlas facultades intelectuales de mi querida hermana a la nobilísimaaspiración de su alma generosa? Me permito dudarlo... No me nieguesque has pensado en ello, Catalina, y que sueñas con la celebridad defundadora. Te lo he conocido en lo que callas, conversando conmigo,más que en lo que dices. Te lo he conocido en ciertas reticenciassorprendidas en ti, cuando de soslayo tratamos alguna vez del empleoque pensabas dar a los restos de tu legítima. Y ahora, hermana mía,abordo nuevamente la cuestión de intereses, asaltado de una duda. Yopregunto: ¿mi señora hermana, en el estado cerebral particularísimoque es producto infalible del misticismo, está en el caso de apreciarcon exactitud la cuantía de su legítima, después de los suplidos deOriente, que no hay para qué recordar ahora? Permítaseme dudarlo.

—Creo poder apreciarlo —dijo la de Halmap. 37 con firmeza—; aunque, según tú, me falta elsentido de las cosas materiales.

—No es caprichosa esa opinión mía, pues la fundo en una tristeexperiencia. Por no haber sabido a tiempo amaestrar la imaginación,esta te desfigura los hechos, te agranda todo lo que pertenece alconcepto ventajoso, y te empequeñece lo...

—¡Ay, no! —replicó la viuda con viveza—. ¿Piensas que la imaginaciónme empequeñece lo malo?... Di más bien lo contrario. Veo siempreconsiderablemente extendido todo aquello que me perjudica...

—Seguramente creerás que la parte de tu legítima que está en mipoder —dijo don Francisco de Paula con cierta conmiseración—, se elevaa una cifra fabulosa. Fuera de que la legítima era en sí bastante menorde lo que pudimos creer en vida de nuestro querido padre (que de Diosgoce), hay que tener en cuenta que tu disparatado casamiento más hasido para disminuirla que para aumentarla.

—Dejaremos esta cuestión para cuando sea más oportuno tratarla —dijodoña Catalina levantándose.

—Como quieras. Pero no te impacientes por subir a tu nido, y oyela observación que quiero hacerte respecto a tus proyectos de vidamonástica. Siéntate un momento más, y buenop. 38 será que atiendas ahora, más que otras veceslo hiciste, a las sanas advertencias de tu hermano, que a falta deotra sabiduría, tiene la de presentar las cuestiones en su aspectoserio. No te censuro que te lances con ardor a la vida religiosa ysanta. También eso, aunque con apariencias imaginativas, puede serpráctico, esencialmente práctico. Si tu conciencia, si tu corazónte impulsan por ese camino, síguelo, que tu carácter y los hábitosadquiridos no te permitirán quizás, o sin quizás, ir por otro. Miaprobación en toda regla. Cuanto pertenezca al orden de la piedad, ya los supremosintereses espirituales, me tendrá siempre enfavorable disposición. Pero concrétate a un papel puramente pasivo,pues no naciste tú para la iniciativa ni para la actividad, en suacepción más lata. Temo mucho a tus ambiciones de fundadora, y veoen peligro los reducidos intereses que constituyen tu legítima. Conellos se te podría constituir una dote decorosa, y si me apuran, unadote espléndida. Pero si en vez de concretarte a ser humilde oveja,como piden tu carácter débil y, permíteme que lo diga, tus cortosalcances, te quieres meter a pastora, no tienes ni para empezar. ¡Ah!vivimos en un siglo en que no se pueden desmentir las leyes económicas,querida hermana; y el que no tenga en cuenta las leyes económicas, seestrellaráp. 39 en todaempresa que acometa, aun aquellas del orden espiritual. Así como no sepuede hacer una tortilla sin romper huevos, no puede emprenderse cosaalguna sin capital. Hoy no se crean Órdenes o Congregaciones con elesfuerzo puro de la fe y del ejemplo edificante. Se necesita que elque funda, posea una fortuna que consagrar al servicio de Dios, o queencuentre protectores ricos y piadosos. Tú no los encontrarás para eseobjeto, si piensas buscar apoyo en la familia. Los parientes próximos,puedo citártelos uno por uno, no están en disposición de consagrar aun negocio tan problemático como la salvación de las almas propiasy ajenas sus apuradas rentas. De modo, que si te obstinas en llevaradelante un pensamiento demasiado ambicioso, no harás nada de provecho,y perderás en vanas tentativas lo poco que tienes. Nuestra época admitelos arrebatos místicos, pero con la razón siempre por delante; admitela caridad en grado heroico, pero con capital a la espalda, capitalpara todo, hasta para allanarle a la humanidad los caminos del Cielo.Tú no posees ni ese capital encefálico que se llama razón, ni esa razónsuprema de los actos colectivos, que se llama capital. Intenta algo quese salga de lo común, y verás como sale un despropósito. Siembra tupobre iniciativa, y cogerás cosecha de tristes desengaños.

p. 40—¿Has concluido?...¡Qué bien se explica el señor senador! —le dijo Catalina con gracejo—.¿Y si te dijera que no me has convencido? Me reñirías un poquitomás. ¿Y si al reñirme más, yo me permitiera el atrevimiento de nohacerte caso? Pero si no conoces mis ideas, ni mis planes, ¿para quélos criticas? Es una verdadera desdicha que seas tan parlamentario,porque a todo le das el giro de discusión de negocio grave, y tesale un debate político de cada dedo. Yo no discuto, ni critico, niparlamenteo nada. Lo que pienso hacer lo haré si puedo, y sino, no. ¿Ya te estás curando en salud, creyendo que voy a pedirte algoque no sea mío? Respira tranquilo, hombre práctico, apóstol del dogmaeconómico, y de las sacrosantas doctrinas del capital y la renta, y taly qué sé yo. Niégame que existe un capital más eficaz que el que seforma con el dinero y la razón.

—A ver... ¿qué?

—La fe... No te rías...

—Si no me río. Pues estaría bueno que yo me riera de la fe... no,querida y respetada hermana... Debo poner punto por hoy en estasdiscusiones. Sé que no he de convencerte. Yo digo: «terquedad, tunombre es Catalina de Halma...» Espero que otro será más afortunado queyo.

—¿Quién?

p. 41—Don Manuel...Nuestro buen amigo triunfará de tus manías.

En aquel punto entró en el despacho la Marquesa, que acababa dellegar de misa, y cogiendo al vuelo las últimas palabras, terció en eldebate, repitiendo, como un eco de su marido:

—Don Manuel, don Manuel te convencerá.


VI

Y como si las palabras de Consuelo fueran una evocación, apareció enla puerta, sin que antes se le sintieran los pasos, un clérigo alto yviejo, que sonriendo y con blanda vocecilla, decía:

—Don Manuel, sí, aquí está don Manuel, dispuesto a convencer a lamisma sinrazón... ¡Oh, mi señora doña Catalina!... A fe de ManuelFlórez que no esperaba tan grato encuentro, y pensaba, antes dealmorzar, darme una vueltecita por arriba.

—Hoy es día solemne —dijo el Marqués con su habitual cortesanía—;hoy tenemos a almorzar al señor don Manuel, y mi hermana, que sabecuánto se merece un amigo de tal calidad, quebranta su clausura, bajaal comedor y nos acompaña a la mesa.

—No merezco yo tanto... ¡Oh!

Doña Catalina quiso protestar sin ofender al venerable sacerdote;pero su voz fue ahogadap. 42por admoniciones cariñosas, y poco después pasaron los cuatro alcomedor. Por el camino decía el simpático Flórez a la Condesa deHalma:

—No está demás, mi buena y santa amiga, aflojar un poquito la cuerdade vez en cuando.

Con decir que la educación del Marqués y la de su esposa eraexquisita, se dice que en el curso del almuerzo no se habló más quede cosas gratas, en las cuales pudieran todos decir su palabra sinninguna violencia. Catalina estuvo melancólica y amable, don Manuelfestivo, el Marqués reservado, y Consuelo con todos fina y obsequiosa.Nada ocurrió, pues, que merezca especial mención. Dijeron algo depolítica, que Feramor trataba siempre con criterio muy elevado, huyendode las personalidades, cuatro palabras de literatura y academias, yun poco también del proceso del cura Nazarín, que por aquellos díasmonopolizaba la atención pública, y traía de coronilla a todos losperiodistas yreporters. Divididos los pareceres sobre aquellaextraña personalidad, unos le tenían por santo, otros por un demente,en cuyo cerebro se habían reunido con extraordinaria densidad loscorpúsculos insanos que flotan, por decirlo así, en la atmósferaintelectual de nuestro tiempo. Interrogado sobre tan peregrino caso,el bonísimo don Manuel dijo que aún no tenía datos suficientes paraformar criterio en aquel punto,p.43 y que se reservaba su opinión para cuando hubiese estudiado,con repetidas visitas y conferencias, al loco, santo, o lo que fuera.La de Halma no dijo esta boca es mía, ni aun demostró interés enun asunto, que por ser cosa que andaba en los periódicos, debió deparecerle de interés vano y pasajero.

Después del almuerzo, subieron don Manuel y doña Catalina alaposento de esta, y se entretuvieron largo rato charlando con loschiquillos y la institutriz, la cual era inglesa, de edad madura, conrostro de pájaro disecado, buena persona, que sabía su oficio y cumplíamuy bien, transmitiendo a las criaturas sus maneras finísimas, y sustópicos de ciencia fácil para uso de familias bien acomodadas. Cuatroeran los niños de los señores Marqueses, y a todos se les nombrabacon los diminutivos familiares, a la usanza inglesa. Alejandrito,el mayor (Sandy), despuntaba por su corrección de pequeñogentleman, y era un fiel trasunto de su papá, por lo comedido,lo económico, y la precocidad de las cosas prácticas. Seguía Catalinita(Kitty), ahijada de su tía del mismo nombre, monísima criatura,muy espiritual y un poquitín traviesa. Paquito (Frank) era unpoco abrutado, pero en él despuntaba una inteligencia sólida para lamecánica y... las obras públicas. Como que su juego preferido eraimitar el ferrocarril, hacienp.44do él de locomotora. Seguía Teresita, de tres años, a la cualllamabanThressie, gordinflona, comilona, y nada espiritual, porel momento. Se pirraba por chapotear en agua, lavar trapos, y otrasordinarias ocupaciones. Era la que más daba que hacer a lamiss,a quien llamabanDolly, que es lo mismo que Dorotea.

Fuéronse todos de paseo muy bien arregladitos, pastoreados por lainglesa, y solos ya la Condesa y don Manuel, se encerraron, quierodecir, que a solas estuvieron larguísimo tiempo, casi toda la tarde,charlando de cosas graves de religión y de beneficencia. No es posiblecontinuar en esta verídica narración sin afirmar que don Manuel Flórezera un sacerdote muy simpático: sus singulares prendas lo mismo ledaban prestigio y consideración en las clases altas, que popularidad enlas inferiores. Entre diversos linajes de personas andaba de continuo,codeándose con aristócratas, o alternando con la pobreza humilde,y arriba y abajo sabía emplear el lenguaje más propio para hacerseentender. En él eran de admirar, más que las virtudes hondas, lassuperficiales, porque si no carecía de austeridad y rectitud en susprincipios religiosos, lo que más en él resplandecía era la pulcritudesmerada de la persona, la dulzura, la benevolencia, y el lenguajeafectuoso, persuasivo y en algunos casos retórico de buen gusto. Lamap. 45licia pudo alguna veztratar de mancharle, arrojándole salpicaduras de lodo callejero; perosiempre salió limpio y puro de aquellos ataques por su constancia endespreciarlos y no darles ningún valor.

Nunca tuvo ambición eclesiástica. Hubiera podido ser obispo consolo dejarse querer de las muchas personas de gran influencia políticaque le trataban con intimidad. Pero creyó siempre que, mejor que en elgobierno de una diócesis, cumpliría su misión sacerdotal utilizandoen servicio de Dios la cualidad que este, en grado superior, le habíadado, el don de gentes. ¡Prodigiosa, inaudita cualidad, cuyos efectosen multitud de casos se revelaban! No era solo la palabra, ya graciosa,ya elocuente, familiar o grave según los casos; era la figura, losojos, el gesto, el alma flexible y escurridiza que se metía en elalma del amigo, del penitente, del hermano en Dios, y aun del enemigoempecatado. Podría creerse que tal cualidad serviría para lucir enel púlpito. Pues no señor. En su juventud había probado la oratoriasagrada con éxito dudoso. Predicador adocenado, pronto hubo de conocerque a ninguna parte iría por aquel camino. Su apostolado tenía porórgano la conversación, y el trato social era el campo inmenso dondedebía ganar sus grandes batallas.

Vivía Flórez con independencia, de la rentap. 46 de dos buenas fincas que heredó de suspadres en Piedrahita. No tenía, pues, que afanarse por lapícaraolla, ni que volver los ojos, como otros infelices, al palacioepiscopal, a las parroquias o al Ministerio de Gracia y Justicia. Diosle había hecho vitalicio el pan de cada día, poniéndole en condicionesde ejercer su ministerio con la eficacia que da... una alimentaciónperfecta. No le venía mal la independencia hasta para la conservaciónde su fácil ortodoxia, de su perfecta conformidad con el espíritu yla letra de cuanto enseña y practica la Santa Iglesia. Vestía conpulcritud y hasta con cierta elegancia dentro de la severidad del trajeeclesiástico, sin que en ello hubiera ni asomos de afectación, pues enél el aseo y la compostura eran cosa tan natural como el habla correctay la bondad de las acciones. Era elegante, por la misma razón porquecantan los pájaros y nadan los peces. Cada ser tiene su epidermispropia, producto combinado de la nutrición interior y del medioatmosférico. La ropa es como una segunda piel, en cuya composición ypátina tanta parte tiene lo de dentro como lo de fuera.

Importantísimo debía de ser lo que hablaron aquella tarde don Manuely doña Catalina, porque la encerrona fue larga. Despidiose el buensacerdote al fin, diciendo al coger su teja:

—Quedamos en eso..., ¿eh?

p. 47—Yo no diré nada, niharé nada.

—Corriente, mi buena y santa amiga. Si algo le dicen a usted,desentiéndase. Si sobreviene algún disgustillo, écheme la culpa. Notiene más que decir: «cosas de don Manuel».

—Perfectamente. Si consigo lo que deseo, a usted lo deberé todo, ysuya será la gloria.

—No, eso no: la gloria es de usted, quedamos en eso, en que lagloria es de usted. No soy más que el ejecutor o el auxiliar de unagrande, de una excelsa idea. Adiós, adiós.


VII

Bajó despacito las escaleras, fija la vista en los peldaños,mientras volteaba en su mente la grande, la excelsa idea, y en elportal se encontró a los señores Marqueses que regresaban de su paseoen coche.

—¿Todavía por aquí, don Manuel?

—¿Quiere quedarse a comer?

—Gracias mil. Ya saben que no como a estas horas. Mi chocolatito, ya la cama como un ángel. Consuelo, buenas tardes.

—¿Y cuándo tendremos el gusto de volver a verle por aquí? —lepreguntó el Marqués.

—Ese gusto lo tendrán ustedes mañana.

—El disgusto será de usted.

p. 48—Quizás... Pero enfin, mañana hablaremos. Abur, abur.

Requirió el manteo, y se fue, dejando a su buen amigo un tantocaviloso con aquel anuncio de conferencia, que debía de ser, se lodecía el corazón, alguna extravagancia de su señora hermana la Condesa.Preparose, pues, prejuzgando todos los órdenes, de razonamientoscon que podría embestirle don Manuel, y le aguardó tranquilo. Lasdiez no eran todavía cuando el sacerdote entró en la casa, y ambosen el despacho, sentaditos a uno y otro lado de la mesa, hablaronlargo tiempo. El Marqués, si le dejaban, era un águila para lasamplificaciones; pero Flórez sabía ser lacónico y contundente cuandoel caso lo exigía. La confianza autoritaria, de superior a inferior,con que le trataba, por haber sido su maestro antes de la partida deFeramor para Inglaterra, facilitaba mucho a don Manuel las fórmulas deconcisión.

—Ya, ya me lo figuraba —dijo el Marqués, oída la breve exposiciónque hizo don Manuel de su visita—. Desde que usted me indicó anoche...Bajaba usted de su cuarto, donde estuvo en cónclave con ella toda latarde... En seguida comprendí. Mi señora hermana desea que le entreguesu legítima.

—Exactamente.

—¿Y para eso tanto misterio, y conferenciasp. 49 tan largas entre usted y ella? ¿Por qué nome lo dice? ¿Acaso me niego a entregarle lo suyo? ¿Por ventura notengo mis cuentas bien claras, y mi conciencia muy tranquila, y todoslos asuntos tan en regla, que fácilmente podría contestar a cuantasobjeciones se me hicieran? Vea usted, vea usted...

Y diciendo esto sacó un legajo cuyo rótulo decía: «Cuenta de lascantidades suplidas a mi señora hermana Catalina...»

—Ya, ya —dijo el clérigo continuando de memoria la lectura delrótulo—. «Suplidos en Madrid cuando se casó... y después en Sophia,Constantinopla, Corfú...» Dame acá.

Y tomó los papeles, y sin dignarse pasar por ellos la vista, conresolución firme y calmosa empezó a romperlos, no pudiendo hacerlo contodo el legajo de una vez, por ser demasiado grueso.

—¡Qué hace usted, don Manuel! —exclamó el Marqués abalanzando sucuerpo por encima de la mesa, pero sin atreverse a quitarle al otro delas manos los papeles que rompía pausadamente, echando los pedazos enuna cestita próxima.

—Ya lo ves... Hago lo que tú harías si fueras como Dios y yoqueremos que seas, lo que harás seguramente si reflexionas en ello...Déjame, déjame que deshaga toda esta podredumbre...

—Pero...

p. 50—No hay pero quevalga. ¡Si has de concluir por aprobarlo, y ayudarme a romper los quequedan! Hijo mío, tengo de ti mejor idea de lo que parece, y aunquete empeñes en disimular tu buen corazón con esas apariencias deegoísmo que te impone la sociedad, no has de conseguirlo. Ya, ya estáscomprendiendo que debes entregarle a tu hermana su legítima íntegra, yque esa resta infame que tenías preparada no es propia de un caballerocristiano... como debes ser... como eres, lo digo y lo repito, comoeres.

—¡Don Manuel!

—Don Manuel te quiere mucho, y cuando te ve desfigurado por elegoísmo, que todo lo contamina, te rehace a su gusto... Yo quiero queseas conforme al tipo de caballero cristiano que quise formar en ticuando te llevaron a tierras de ingleses metalizados. No pongas esacara compungida, ni abras esos ojazos, Paco, amigo mío y discípuloamado. Los anticipos que hiciste a tu hermana son miserias... miseriaspara ti, que eres rico; y si retienes esas cantidades al entregarlesu legítima, rebajas tu dignidad, y te pones al nivel de la gente malnacida. Prueba que eres noble, no solo de nombre, sino de hechos, yperdónale a tu pobre hermana las limosnas que le hiciste, que si el nodar limosna es cosa fea, el reclamar la que se dio es cosa feísima,plebeya, vil.

p. 51—Permítame usted,mi querido Flórez —dijo el Marqués palideciendo, sin ningunas ganasde ceder, pero también sin ánimo para oponerse al rasgo de su amigo ymaestro—; permítame usted que le diga que no es esa la manera de tratarlas cuestiones de intereses. Discutamos...

—Eso es lo que tú quieres, discutir, porque en ello siempre llevasventaja. Pues yo aborrezco las discusiones; soy muy poco parlamentario.¿Y para qué habíamos de discutir? Ya han desaparecido en pedacitosmil tus famosas cuentas. Mía es la responsabilidad de este crimen delesa majestad... económica. Pero mi conciencia está tranquila, y aquídonde me ves, al romper tus papelotes he sentido en mi interior ungoce vivísimo. ¡Si tú eres bueno, si tú mismo no sabes lo bueno queeres! Ea, voy a echármelas de parlamentario. Discusión: planteo eldebate. Seré breve, muy breve. Escúchame. Tú eras rico, tu hermanapobre. Tú habías hecho un buen casamiento, bajo todos puntos de vista;tu hermana lo había hecho detestable. Tú eras feliz, ella desgraciada.¿Qué menos podías hacer que socorrerla en su miseria, cuando aún nopodías entregarle su legítima, por no estar ultimada la testamentaría?La socorriste, fuiste buen hermano, buen caballero, y ahora, cuandoella te pide la herencia de vuestro padre, te adep. 52lantas gallardamente y le dices: «Queridahermana, toma lo que te pertenece, y olvida los sinsabores que tecausé, como yo olvido los socorros que te di.» Esto hace un prócer,esto hace un caballero, esto hace el primogénito de una casa ilustreque hoy se encuentra en posesión de grandes riquezas.

—No me deja usted hablar... ¡Pero don Manuel de mi alma...!

—Si estoy yoen el uso de la palabra, como decís allá.Después hablará su señoría, que aún tengo mucho que decir... Sigo.Pues me figuro que tengo delante de mí a tu padre, o mejor aún, queel hombre que tienes frente a ti, no soy yo, sino aquel bonísimoaunque desordenado Pepe Artal, mi noble amigo. ¿Por qué me decidí aromperte todo este papelorio? Porque tenía la seguridad de que él lohubiera roto. No era yo, era él, quien lo rompía. Hago revivir anteti la imagen, más que la memoria, de tu padre, para que le imites eneste caso, aunque en otros me guardaría muy bien de presentártelocomo modelo. ¡Ah!... Paco mío, tu padre era un perdido... digo,tanto como un perdido no, era una mala cabeza, el desbarajuste, laimprevisión. Cabeza de trapo, corazón de oro. ¡Qué corazón el de PepeArtal! Era el caballero español, dispuesto a todas las barbaridadesimaginables; pero también generoso, verdaderap. 53mente noble y magnánimo. El pobrecito noconoció a los economistas ingleses, ni siquiera por el forro. Habíaoído hablar con grandes encarecimientos de los políticos de allá: LordPalmerston, Pitt, qué sé yo; pero él no les conocía más que yo a lossacerdotes de Confucio. Creía que todo lo bueno ha de traer una marcaque digaLondón, y se empeñó en que tú habías de entrar en elmundo social y político con esa etiqueta. Fuiste allá, volviste hechoun inglesote. Vales mucho, yo no lo niego. Serás capaz de arreglar laHacienda española... trabajo te mando... como has arreglado la tuya.Tienes grandes cualidades, algunas muy raras aquí, y que nos hacenmucha falta; pero careces de otras, quizás las más elementales...Pero yo, que te quiero tanto, tanto, te cojo, como se coge un muñecoo cualquier figurilla de materia blanda, y te retuerzo, y te doy unagran vuelta, hasta enderezar en ti lo que me parece torcido, y hacertea mi gusto... Conque se acabó el discurso. Quedamos en eso: en que leentregarás a tu hermana su legítima sin escatimarle las sumas con queacudiste a sus necesidades en los tiempos de su extrema pobreza...¿Estamos? Pues bien, ahora, yo que soy un gran embustero cuando el casollega, subiré a ver a Catalina, y le soltaré una mentira muy gorda,pero muy gorda...

—¡Qué!

p. 54—Que tú, por tupropia iniciativa, como saliendo de ti, ¿me entiendes? has tenido eserasgo. Que yo no te he dicho nada, que los papeles los rompiste tú,mejor, que ya los habías roto; en fin, yo me entiendo.

—¿Y eso dirá usted a mi hermana?

—Eso mismo, tal como lo oyes.

—Pues no lo creerá —dijo Feramor, sonriendo por primera vez despuésdel sofoco que acababa de pasar.

—Tanto peor para ella y para ti... Pero sí lo creerá. Basta que selo diga yo.

—Con muchos actos de veracidad como este...

—¡Pero si en rigor no es mentira lo que pienso contarle! ¡Si tú,al fin, sientes ya no haber tenido aquella espontaneidad, porque tucorazón se ha vuelto del lado de la esplendidez galana y noble! Y elaceptar ahora gozoso lo que antes no hiciste, es lo mismo que si lohubieras hecho, y llegas a creer que tú mismo rompiste las cuentas,y... Vaya, confiésame que te has penetrado de tu papel de caballeroy de buen hermano, y que estás contento de haberlo mostrado con unagallardísima acción. Confiésalo, di que sí, y con esa declaración mequedo yo más tranquilo, y no me remorderá la conciencia por el embusteque voy a encajarle a la Condesa...

—Hm...


p. 55

VIII

—Mire usted, mi querido don Manolo —dijo el Marqués sentándose,después de dar dos o tres vueltas por la estancia—. Sin esfuerzoalguno, y con solo una ligera indicación de usted o de ella misma,habría usted visto en mí eso que llama rasgo, si supiera yo que alentregar a mi hermana su legítima, daba un empleo útil a ese pequeñocapital... Déjeme usted seguir, que ahora me toca hablar a mí. ¡Puesno faltaba más sino que usted se lo dijera todo! Continúoen eluso de la palabra. Cúreme usted a mi hermana de sus manías defundadora...

—Pero ven acá, majadero, ¿acaso la fe es una enfermedad?

—Que hablo yo ahora: no se interrumpe al orador. Quítele ustedde la cabeza a mi señora hermana esas ideas y esos planes para cuyarealización no le ha dado Dios el cacumen que se necesita, y no solole entregaré gustoso lo que le pertenece, sin merma alguna, sino queañadiré algo, siempre que ella se humanice, dejándose de aspirar ala canonización, y vuelva al mundo, mirando por su propio interés ypor el de la familia. De buen grado daré todo el esplendor posiblea la posición que ella podríap.56 crearse, bien casándose con el viudo Muñoz Moreno-Isla, biencon...

—¡Paco, por Dios, no desbarres!... Sí, te interrumpo, no te dejohablar, no consiento que barbarices de ese modo. ¡Pero tonto, sisu grande espíritu la llama hacia cosas bien distintas de eso quellamas posición!... ¡Vaya una posición! ¡Si ella quiere la más altade todas, la que será siempre inaccesible para todos esos Casa-Muñozy demás traficantes ennoblecidos que se revuelcan en la vulgaridad,entre barreduras de plata y oro! ¡Buena está Catalina para vender laalegría de su alma, que consiste en estar siempre en Dios y con Dios,por el dinero de esos publicanos! ¡Divertida estaría tu hermana conesa gente, pues a trueque de poseer unas cuantas acciones del Banco,tendría que soportar a su lado noche y día al de Casa-Muñoz y oírledeciráccido,carnecería, y otros barbarismos! ¡Y deañadidura, tener por cuñada a la Josefita Muñoz, lareina de lastintas, como la llama no sé quién, y oírla y aguantarla y estarcerca de ella, cosa tremenda, porque es público y notorio que lehuele mal el aliento!... Yo no me he acercado... tate... Me lo handicho. Pues otra: la madre de esos tenía su tienda en la calle de laSal. ¡Dios misericordioso, las varas de sarga que me ha medido a míla buena señora para sotanas! ¡Y hoy sus hijos son Marqueses,p. 57 y en señal de finura sellevan la mano a la boca cuando les viene un eructo, y van a Paríscomo maletas para introducir en España la moda... de loshuevos alplato! ¡Y esa es la posición que quieres para tu hermana!

—No se puede con usted, mi buen don Manolo, cuando toma las cosasen solfa —replicó el Marqués festivamente—. Búrlese usted todo loque quiera; pero yo repito y sostengo que no hay otro medio, paracrear clases directoras en esta desquiciada sociedad, que cruzar laaristocracia de pergaminos con la de papel marquilla, dueña del dineroque fue de la Iglesia y de las casas vinculadas. Yo le aseguro austed...

—No me asegures nada... Tu hermana no quiere ser clase directoraen el sentido social. Puede serlo en otro mucho más elevado. Susdesgracias le han hecho aborrecer toda esa miseria dorada del mundo.Ningún amor terrestre puede sustituir en su alma al cariño que tuvo asu esposo. Ahí donde la ves, con todo ese aire de poquita cosa, es unaheroína cristiana. Fue buena esposa, mártir de sus deberes; la memoriadel pobre muerto es su consuelo, y la llama vivísima de fe que ardeen su alma se traduce en la ambición de consagrar su vida al bien desus semejantes, a aliviar en lo posible los males inmensos que nosrodean, y que vosotros los ricos, los prácticos, los parlamentarios,veis conp. 58 indiferencia,cuando no los escarnecéis, queriendo aplicar a su remedio las famosasleyes económicas, que vienen a ser como la receta del italiano contralas pulgas.

—Pero si yo no me opongo a que mi hermana sea piadosa... Accedoa que no se case, a que se dedique a la oración en la soledad de unclaustro. Soy creyente, bien lo sabe usted.

—Hm... ¡Creyente! Todos los señores prácticos, políticos yparlamentarios lo son por conveniencia, por decoro y exterioridad. Vancon vela a las procesiones, y cuando se arrodillan ante el Santísimo yven elevar la hostia, están pensando en que los cambios suben también,o bajan.

Dijo esto don Manuel nervioso, impaciente, levantándose y dandotumbos por el cuarto. De pronto entraSandy a pedir a su padrelos sellos que había recibido aquellos días, y el buen sacerdote,después de acariciarle, le dice:

—Corre al segundo, alma mía, y a tu tiíta Catalina que baje almomento, que tu papá y yo tenemos que hablarle.

Subió el chiquillo como una exhalación, y en el tiempo transcurridohasta que se presentó la Condesa, el Marqués hubo de parafrasearsus últimas afirmaciones para evitar que Flórez las interpretaratorcidamente. Era hombre práctico, y humillándose ante los hechosp. 59 consumados, quería quedarbien con todo el mundo.

—He querido decir, señor don Manuel, que no ha demostrado mihermana, hasta ahora, aptitudes para cosa tan grande, para una empresaque no solo requiere piedad, sino inteligencia, saber del mundo yde los negocios. Eso sostuve y sostengo. ¿Pero acaso el que no hayademostrado aptitudes, significa que no pueda adquirirlas cuando menosse piense? La fe hace milagros, ¿quién lo duda? La fe puede mucho.

—Según tú, los milagros los hace la santa economía.

—También. Y la inteligencia, y el método, y...

La entrada de su hermana le cortó la palabra. Antes de saludarla,don Manuel le alargó desde lejos los brazos, diciéndole con tantaseriedad como alegría:

—Venga usted acá, señora Condesa de Halma, y dé las gracias a suhermano, este noble hijo de su padre, esta gloria de los Artales yJavierres... El señor Marqués, no bien le indiqué los proyectos deusted, abrió, como quien dice, su corazón y su alma toda, inundada defe cristiana y de entusiasmo católico. Y nada... que disponga ustedde su legítima, sin merma alguna, que no hay cuentas, ni las hubo, nipuede haberlas entre dos hermanosp.60 que tanto se aman... que si no basta, él está dispuesto...

—Poco a poco, don Manuel... Yo...

—Sí, sí, quiere decir que no nos abandonará en caso de... En fin,se ha portado como quien es, como un prócer castellano, caballero dela fe de Cristo. Ya lo esperaba yo, que conozco la raza, y he lloradode satisfacción viendo cómo sus ideas a las mías respondieron, cómo sunoble corazón se inundó de regocijo ante los sublimes proyectos de subendita hermana. ¡Vivan los Artales y Javierres, cuyo blasón no tieneigual en nobleza, cuya historia está llena de actos magnánimos, devirtudes heroicas! ¡Viva la familia que cuenta más santos que príncipesen su árbol genealógico, y príncipes a centenares, y felicitémonostodos, y yo el primero, por la honra de ser amigo de tan ilustrespersonas!

—Bien, muy bien —dijo doña Catalina entre dos sonrisas, demostrandoen la frialdad con que pronunció aquellas palabras, que no aceptabacomo artículo de fe las del clérigo.

—No me opongo jamás —dijo Feramor tragando saliva, para ahogarcon ella la tumultuosa procesión que le andaba por dentro—, no meopongo a nada que sea razonable. Cuando lo espiritual se presentaen condiciones prácticas, soy el primero... ya se sabe... Misideasp. 61 generales,mis ideas políticas, concuerdan con todo lo que sea elfomentoy protección de los intereses religiosos. La fe es una fuerza,la mayor de las fuerzas, y con su ayuda, las demás fuerzas, orasociales, ora económicas, podrán realizar maravillas. Toda empresa demejora moral me tiene a su lado, porque no veo más camino parael perfeccionamiento humano que las creencias firmes, la misericordia,el perdón de las ofensas, la protección del fuerte al débil, lalimosna, la paz de las conciencias.

—¡Qué hermosas ideas! —dijo don Manuel con fingido entusiasmo—.¡Benditas sean las riquezas que atesoras, porque con ellas harás elbien de tus semejantes desvalidos! Si todos los ricos fueran como tú nohabría miseria, ¿verdad?, ni el problema social sería tan pavoroso.

Al llegar a este punto, el Marqués necesitaba violentarse mucho parano coger una silla y dejarla caer sobre la cabeza del ladino y maleantesacerdote. Pero su corrección social, como una conciencia más fuerteque la conciencia verdadera, se sobrepuso a su enojo, y ni un momentodesapareció de sus labios la sonrisa, que parecía esculpida, de labuena educación... ¡Ah, la buena educación! Era la segunda naturaleza,la visible, la que daba la cara al mundo, mientras la otra, laconstitutiva, rara vez salía de la clausura en que las bien estudiadasforp. 62mas urbanas latenían recluida. Prescindir de aquella segunda naturaleza para todoslos actos públicos y aun domésticos, era tan imposible como salir a lacalle en cueros, en pleno día. Los refinamientos de la educación, si enalgunos casos corrigen las asperezas nativas del ser, en otros suelenproducir hombres artificiales, que por la consecuencia de sus actos seconfunden con los verdaderos.

Apurando los inagotables recursos de su buena educación, de aquellafuerza en cierto modo creadora y plasmante que hace hombres o por lomenos estatuas vivas, el Marqués sostuvo el papel que le había impuestoel eclesiástico amigo de la casa, y terminó la conferencia diciendograciosamente a su hermana:

—Dispón de... eso cuando quieras. Estoy a tus órdenes. Y, como teha dicho muy bien don Manuel, entre nosotros, entre hermano y hermana,no se hable de cuentas, ni de anticipos... No, no me des las gracias.Es mi deber perdonarte una deuda insignificante. La fortuna me hafavorecido más que a ti; ¿qué digo la fortuna? Dios, que es quienda y quita las riquezas. Si a mí me las ha dado, es para que puedasconsagrarte... consagrarte...

No acabó el concepto, porque la buena educación, empleada atan altas dosis, hubo de agotarse... Para disimular la repentinaextinciónp. 63 de aquellafuerza, el Marqués no tuvo más remedio que fingir una tosecilla.

Y don Manuel, sacando una cajita de cartón, le dijo con buenasombra:

—Tome usted, señor parlamentario, una pastillita de las que yogasto.


p. 65

SEGUNDA PARTE


I

Véanse ahora los artificios que en la conducta del Marqués deFeramor determinaba su segunda naturaleza, el ser urbano y correcto,pues el impulso adquirido le llevó a distancias considerables de suverdadera índole interna, petrificada en el egoísmo. Aquella nochey las siguientes, platicando en su tertulia con las personas gravesde ambos sexos que a ella concurrían, indicó con discreta jactanciasu propósito de coadyuvar a las empresas religiosas de su hermanala Condesa. Verdad que todo esto era de dientes afuera. Hay quemanifestar que le incitaba a la expresión de tales ideas y otrassemejantes la atmósfera que reinaba en su tertulia, y que no era másque una prolongación del ambiente total. Porque en aquellos días,que no están muy lejanos, había venido sobre la sociedad una de esasrachas que temporalmente la agitan y conmueven, racha que entonces erareligiosa, como otras veces ha sido impía. El fep. 66nómeno se repite con segura periodicidad.Vienen vientos diferentes sobre la conciencia pública: a veces como unamoda de exaltaciones democráticas; a veces la moda del ideal contrario.En literatura también vienen y van estas ventoleras furibundas, queharían grandes estragos si no pasaran pronto. Sopla a veces un realismohuracanado que todo lo moja; a veces un terral clásico que todo loseca.

La religión no se libra de esta elasticidad atmosférica, que encierto modo es saludable, dígase lo que se quiera. Vienen altaspresiones de indiferentismo; siguen otras de piedad. En los días aque me refiero, la racha religiosa venía con fuerza, y en los salonesde Feramor se arremolinaba furibunda. Hablábase con preferencia deRoma y del Santo Padre; a cualquiera se le ocurrían frases felicespara ridiculizar a los incrédulos, o para encomiar las hermosurasdel simbolismo cristiano y de las artes auxiliares del culto;otros señalaban decadencia, síntomas de ruina moral en los paísesprotestantes. Sostenían estos la frecuencia de las conversiones alcatolicismo, y aquellos recordaban con encarecimiento las vidas desantos y fundadores, encontrándolas más bellas que las de los héroes dePlutarco. Se proyectaban viajes en cuadrilla para admirar catedralesy huronear monasterios derruidos, y los aficionados a la estéticarecop. 67nocían más talentoen los escritores ortodoxos que en los impíos o indiferentes. Algunosque nunca fueron beatos, enseñaban bajo la mundología una punta deoreja pietista, y los que lo eran se crecían y amenazaban comerse elmundo. De fuera, por el vehículo de la prensa, que siempre ha sidoextraordinariamente sensible a estas mudanzas atmosféricas, veníala racha, empujando más cada día, porque los periódicos tachados delibrepensadores y que lo eran realmente, al llegar Semana Santa, salíancon todas sus columnas abarrotadas de una santurronería que habríahecho palidecer de ira a los progresistas de hace treinta años. Lasseñoras, naturalmente, aventaban más y más la racha con el aire de susabanicos y con el aliento de su apasionada fraseología, hasta conseguirque se hinchara como tromba. Ignoraban que cuando se apaciguaranaquellos vientos, vendrían otros con nuevas ideas y pasiones nuevas.

Pues bien, en una atmósfera densa de revindicaciones religiosas,vertía el Marqués de Feramor sus ideas artificiales, que se llaman asípara diferenciarlas de las ideas verdaderas, encerraditas muy adentro,lejos del histrionismo seco de la buena educación. Se esforzaba enmostrarse contento por auxiliar a su hermana doña Catalina en lasformidables empresas cristianas que acometería muy pronto. ¡Oh,comop. 68 representantede las clases directoras, él estaba obligado a contribuir a cuantofavoreciera losgrandes intereses espirituales de la sociedad!No todo había de ser fomentar obras públicas, y defender como artículode fe la asociación mercantil. Había que mirar al más allá, enseñara las clases proletarias el olvidado camino del Cielo, y prepararla vuelta de los grandes ideales. De este modo daba alimento a suvanidad, preconizando en público lo que en su fuero interno detestaba,y hacía propósito de sacar partido de lo que tan contra su voluntad sefraguaba, en el piso segundo de su casa, entre la testaruda Condesa deHalma y el complaciente don Manuel Flórez.

Los concurrentes a su tertulia se veían obligados a mayoresalabanzas que las que constantemente le tributaban por su sentidoinglés, y su desprecio de las exageraciones. A excepción del Conde deMonte-Cármenes, equilibrista incorregible, que se ponía siempre en unjusto medio muy cómodo, equidistante del misticismo y de la impiedad,los amigos de Feramor le veían con gusto en aquel camino. Naturalmente,los hombres de capacidad intelectual y pecuniaria como él, estabanobligados a dar vigor al poder público, vigorizando elresortereligioso. El Marqués de Cícero no podía contener su entusiasmo;Jacinto Villalonga, que alp.69 conseguir la senaduría vitalicia se había constituido enadalid de los grandes principios, deploraba no ser rico para ayudar ala Condesa de Halma en sus empresas espirituales, que eran lo mismo queuna gran batalla dada a las revoluciones; los Trujillos, los Alberty Arnáiz, de la nobleza frescachona, opinaban que lostítulosdebían ponerse al frente del movimiento de regeneración; el Condede Casa-Bohío, Tellería de nacimiento, casado con una cubana rica,declaraba su conformidad y aprobación entusiasta... en nombre de Europay América. El general Morla no hacía más que repetir y confirmar susideas de toda la vida. Severiano Rodríguez cerdeaba un poco; perosin lanzarse resueltamente a la oposición, porque su urbanidad se lovedaba.

Pero el que con mayor vehemencia y aspavientos más enfáticos hizo laapología de losintereses espirituales, fue un tal José Antoniode Urrea, primo del Marqués, parásito en la casa por temporadas, hombreinconstante, ligero y de dudosa reputación. Más joven que Feramor, algose le parecía en lo físico, en lo moral poco, porque era la cabeza másdestornillada de la familia, y la mayor calamidad que pesaba sobreella. El Marqués le profesaba una antipatía que a veces era mortalodio, y había hecho los imposibles por mandarle a Cuba, a Filipip. 70nas, al fin del mundo, ylibrarse de sus furiosas acometidas en demanda de socorros pecuniarios.Las adulaciones del dichoso pariente le sacaban de quicio, porque trasellas venía siempre el golpe inexorable.

Verdaderamente, José Antonio de Urrea era más desgraciado queperverso. Huérfano en edad temprana y sin patrimonio, no tuvo quienle mandase a estudiar a Inglaterra ni a parte alguna. Los parientesricos quisieron darle carrera; empezó sucesivamente tres o cuatro,Infantería, Montes, Administración Militar, Telégrafos, y no llegó nia la mitad de ninguna. A los veintidós años, fue preciso conseguirleun destino. Feramor contaba por centenares los viajes al Ministeriopara pedir la reposición o el traslado. Ello es que le echaban de todaslas oficinas, porque, o no iba, o iba tarde, y no hacía más que fumar,dibujar caricaturas y enredar con los compañeros. Abandonado de susparientes, dedicábase a desconocidos negocios. Veíasele algún tiempobien vestido, gastando en coche y teatros, sin que nadie supiese dedónde salían aquellas misas. Tras un largo periodo de eclipse, aparecíami José Antonio hecho una lástima, enfermo, roto, muerto de hambre;pero con ideas de un gran negocio, que estudiaba y que seguramentesería su salvación. Feramor y su mujer, la Duquesa de Monterones y sumap. 71rido le compadecían,y haciéndole prometer la enmienda, se dejaban expoliar. El pícarose valía de mil graciosas artimañas para conquistar los corazones,principalmente los de las señoras; con el socorro que recogíarestauraba su ropa o la hacía nueva, y allá le teníais otra vez depunta en blanco, día y noche, de servilleta prendida, y amenizando lastertulias con su fácil ingenio.

Su inconstancia no era inferior a su desvergüenza: a vecesdesaparecía de las casas de Feramor y Monterones, y parasiteaba enotras, donde sin duda le pagaban con el plato sus amenidades, queno siempre eran de buen gusto. Ello es que en la mesa y tertulia dela parentela pagaba el trato con una adulación asfixiante, y en lascasas ajenas se vengaba de la humillación recibida hablando mal desu familia, ridiculizando el anglicanismo de su primo, las vanidadesde la Marquesa y de Ignacia Monterones. Tras esto solía venir otrolargo chapuzón en obscuridades desconocidas, para resurgir luegoarrepentido, implorando misericordia. En cuanto su primo le veía conel incensario en la mano, se echaba a temblar, porque las lisonjaseran siempre precursoras de un golpe despampanante con el mandoble,que manejaba como nadie. Y así, cuando le vio tan entusiasta de losideales religiosos, el Marqués se dijo: «Este viene armado esta noche.Preparémonos.»

p. 72En efecto,aprovechando una ocasión propicia, José Antonio le asaltó en un ángulodel billar, y allí, con alevosía, premeditación y ensañamiento,descargó sobre su cabeza el filo cortante, quedándose el Marqués tanaturdido del tremendo golpe, que no supo contestarle. El terriblesablista mostrose muy animado con la esperanza de un seguro negocio,para el cual reunía el capitalito necesario, y solo le faltaba unacantidad, una miseria, que su primo, su querido primo, su opulentoprimo y Mecenas le facilitaría al día siguiente... si podía ser por lamañana, mejor.


II

—¿Pero tú estás loco? ¡Que te dé mil pesetas! —le dijo la víctimaponiéndole la mano en el pecho, y apartándole de sí como un peso que sele venía encima—. ¡Vaya una historia! ¿Negocios tú...? Y qué es, ¿sepuede saber?

—Un negocio editorial, pero seguro, Paco; tan seguro, que ganaré conél en poco tiempo, unos cuantos miles de duros.

—Echa por esa boca. La historia de siempre. ¿Y con mil pesetasestableces una casa editorial?

—¿No me has oído? Tengo más; pero me falta ese pico.

p. 73—Lo que a ti te faltaes vergüenza —respondió el Marqués, que ante aquella calamidad de lafamilia se veía privado hasta de su buena educación—. Déjame en paz, ote echo de mi casa.

—Bueno, no es motivo para que te enfades. Me niegas el auxilio queyo, pobre industrial, vengo a pedirte. Y luego me decís: «Trabaja,trabaja, sé hombre, sienta la cabeza.» Pues señor, siento la cabeza, medescrismo trabajando; pero ¡ay! la pícara ley económica se interpone...¿El capital dónde está? Lo busco; encuentro parte; voy a mi opulentoprimo a que me lo complete, y mi opulento primo me echa de su casa, mecondena a la miseria, me ata las manos... Bien, Paco, bien... Siemprete querré, y te respetaré siempre...

—¡A fe que están los tiempos para poner dinero en empresaseditoriales..., precisamente cuando hemos convenido en dedicarlo a lasespirituales!

—Tú puedes atender a todo. Estás en el deber de fomentar lo de Diosy lo del César.

—Sí, sí, con la saca que me espera estos días. ¿Sabes que tengo quedar a mi hermana...?

—Lo sé. Le das lo suyo.

—Pero...

—Convenido; tu hermana está loca.

—Habla con más respeto.

p. 74—Loca perdida. Locurasublime, si quieres. Yo que tú, no le daba un cuarto. Lo sublime dejade serlo en cuanto le pones dinero encima. Dame a mí lo que te pido,que estoy bien cuerdo y bien pedestre, con mi trabajito metódico, y mishábitos de hombre previsor y ordenado.

En efecto, dígase porque es verdad, el pobre Urrea llevaba medioaño de vida totalmente contraria a la que le diera fama tan triste.Había conseguido dar forma práctica a su habilidad para la fotografía,y asociándose con un industrial muy activo, hizo una excursión porlas provincias andaluzas, y se trajo una colección de clichés demonumentos, que le valieron algunos cuartos. Esto le alentó. Fundóun periódico, estudiando la Zincografía y el Heliograbado; pero laendeblez de la parte literaria hizo fracasar la publicación. Con nuevoselementos intentaba la creación de otro semanario ilustrado, esperandoobtener considerables ganancias, y juntaba dinero para el materialindispensable y para los primeros gastos. El impresor le exigía, a másdel papel, una cantidad en fianza para responder de la composicióny tirada de los dos primeros números. Hablando de estas materias,metiéndose de lleno en la explicación técnica del negocio por ver siablandaba a su primo, afiló más el arma, llegando a fijar en dos milpesetas la suma que necesitaba.

p. 75—¡Dos mil!

—Sí, y tú me las vas a dar. Eres mejor de lo que tú mismo crees.

—No; si yo me tengo por inmejorable. Por serlo, no te doy las dosmil pesetas: sería lo mismo que tirarlas a la calle... Oye: una cosase me ocurre. Pídeselas a mi hermana, que ahora tiene dinero, o lotendrá pronto, y según dice don Manuel, lo dedica al socorro de lamiseria humana. Claro que tú, con tu flamante industria editorial,estás comprendido en esa humanidad miserable, a la cual piensa Catalinaredimir.

—Pues mira tú, no es mala idea... ¡Ah! tu hermana es una santa, unaheroína cristiana. Yo la admiro, y siempre que la veo, me dan ganas dearrodillarme delante y rezar... Mi palabra de honor... Pues sí, ¡famosaidea!

—Hazle comprender que la protección a las industrias nacientes ya los hombres emprendedores y formales como tú, debe contarse entrelas obras de misericordia, y que la caridad empieza por la familia...¿entiendes? ¡Quién sabe, hombre, quién sabe si...!

—No lo tomes a broma, que bien podría... Se intentará, hombre, seintentará. Catalina es realmente un ángel, y sus desgracias le dan unaextraordinaria penetración para comprender las ajenas. Bien mirado elasunto, debe cop. 76menzarsu campaña caritativa por mí, que la venero, que la idolatro; por mí,el más desgraciado de la familia, más que ella seguramente, más, más. Ycreo que, en conciencia, bien puedo pedirle tres mil pesetas.

—Sí... sube, hijo, sube.

—Pero, ¡ay! —exclamó Urrea desalentado súbitamente, llevándosela mano al cráneo—, no me acordaba de... ¡Ay, no puede ser, Pacode mi alma, no puede ser! ¡Qué tontos tú y yo! Claro que dejándosellevar mi prima de su magnánimo corazón, no habría caso. Pero como elque gobierna en su voluntad es esecongrio de don Manuel...Figúrate.

—No te permito hablar así de nuestro dignísimo amigo.

—Perdóname... No le ofendo. ¡Triste de mí! ¡Cuando digo que lamayoría de los males que afligen a la humanidad son de un origeneclesiástico!... ¡Ah! pues si yo cogiera libre a mi prima, quierodecir, en el libre ejercicio de su misericordia, créete que mis cuatromil pesetillas no habría quien me las quitara. Mi palabra...

—Veo que si no te las dan pronto, acabarás por pedir un millón.

—Se me ocurre una idea... Quizás podríamos... Hay que verlo. ¿Puedocontar contigo?

—¿Conmigo? ¿para qué?

p. 77—Para apoyarme, encaso de que ese reverendísimopercebe informe, como parecenatural, en contra de mi pretensión.

—Yo... ¿Cómo?

—Diciéndole a la señora Condesa de Halma que ya no soy lo que era,que me he corregido, que trabajo, que con mi pequeña industria doyde comer a multitud de familias indigentes, en fin, que defiendo arajatabla los grandes ideales cristianos, y que sería obra de caridadmuy meritoria auxiliarme con cinco mil...

—¡Calla, hombre, calla! Yo no puedo apoyarte. Creerán que me hevuelto loco. En todo caso, demuéstrame que tus propósitos de enmiendason verdaderos, y tus planes de trabajo cosa seria y decisiva.

Dijo esto el Marqués, pasando al salón próximo, como si por la fugaquisiera librarse de mosca tan importuna; pero el pariente pobre leseguía, cosido a sus faldones, desplegando la pertinaz voluntad deesos caracteres que no desmayan hasta no conseguir lo que se proponen.Minutos después, Feramor se sentó en un diván para hablar de políticacon Manolo Infante. El parásito hubo de agregarse con oficiosidadpegajosa; la conversación rodó insensiblemente hacia el terrenoperiodístico, y al instante Urrea se dejó caer con esta indirecta:

—Como yo consiga echar a la calle misSabatinas, veránustep. 78des. Cosa nueva, laactualidad presentada con arte ychic, precio fenomenal, digo,baratísimo; la parte literaria de primera, la heliografíaídem delienzo, en fin, un negocio que solo espera un poquitín de apoyopara enriquecer a alguien. El primer número, que ya está preparado,lo dedico al célebre apóstol de nuestros tiempos, el gran Nazarín, dequien presento noticias estupendas, la biografía completa, retratos deél y sus discípulas...

—Pero ese Nazarín, ¿qué es? —preguntó el Marqués a Manolo Infante—.Ya nos trae locos la prensa con la dichosa cuadrillanazarista,y el proceso, y lasinterviews... ¿Le has visto tú?

—No necesito verle —replicó Infante—, para pensar, como tu primo,que es el pillo más ingenioso que ha echado Dios al mundo.

—Poco a poco —dijo Urrea con el desparpajo que gastar solía paradesmentirse—. Yo no pienso tal cosa.

—Hace un rato nos contabas a Severiano y a mí que le habías visto,y charlado con él y sus compañeras, y que le tenías... son tuspalabras... por un impostor vulgarísimo.

—¿Eso dije?... Vamos, os revelaré todo el intríngulis de midiplomacia. Por desorientaros a ti y a Severiano os dije la opinióncorriente y vulgar, reservando para mi público la novedad, la sorpresa.Yo presento a Nazarín como resulp.79ta del sondeo que he hecho de su carácter, visitándole en elhospital uno y otro día.

—Y opinas que es un santo. Pues eso no es nuevo, porque no hafaltado quien lo haya sostenido ya.

—Pero no presentan los elementos de prueba que presentaré yo. Esun hombre extraordinario, un innovador, que predica con actos, no conpalabras, que apostoliza con la voluntad, no con la inteligencia, yque dejará, no se rían ustedes de lo que afirmo, un profundo surco ennuestro siglo.

—¡Pero si nos has dicho hace media hora que ni siquiera es loco,sino un aventurero que se hace el demente para vivir sobre el país!

—No me convenía hace media hora decirte mi verdadera opinión. Endiplomacia y en industria es permitido el engaño. Antes no me conveníapropagar la verdad; ahora me conviene.

—A este le entiendo yo mejor que nadie —dijo Feramor riendo—.Tiene sus planes, persigue su negocio, y repentinamente, un cambioatmosférico le hace cambiar de rumbo para llegar más pronto a dondese propone. Es muy astuto mi primo, y ahora quiere ponerse a bien conlos que dedican su dinero a los eternos ideales, a las campañas de lacaridad evangélica. ¿Es esto, sí o no? Y a propósito, Manolo, ¿sabestúp. 80 de alguien quequiera tomar parte en una empresa editorial, con tendencias religiosas,nota bene, con tendencias religiosas, haciendo un pequeñosacrificio de seis mil pesetas?

—Poco a poco... —dijo con viveza José Antonio—. La participaciónen los beneficios no puede darse sino aportando al negocio siete milpesetas.

Feramor e Infante rompieron a reír, y el otro, sin cortarse niabandonar el campo de su formidablesport, prosiguió de estemodo:

—A reír, a reír... Ya veremos quién se ríe el ultimo. Y volviendoami héroe, les enseñaré algunas pruebas de las diferentesfotografías que he podido sacarle en el Hospital... También tengo lasde sus compañeras. Verán.

Echando mano al bolsillo, mostró distintas pruebas fotográficas,obra suya, las cuales fueron examinadas con intensa curiosidad por lasdistintas personas que al instante formaron grupo.

—¿Conque este es el famoso Nazarín?... A ver, a ver...

—Digan ustedes si cabe en lo humano un rostro más inteligente.

—Parece moro.

—Lo que parece es una figura bíblica.

—¿Y esta mujer...?

—Vean, vean esa cabeza, y díganme si la imp. 81postura puede llegar jamás a esa idealbelleza.

—Bonito perfil. Pero aquí hay retoque.

—Más que laBeatrice del Dante, parece un Dante joven.

—Digan que es una pitonisa, con la inspiración pintada en susojos.

—O una Santa Clara.

—Eso no; no es figura medieval, es bíblica.

—Del Antiguo Testamento. No confundir...

—¿Y este? ¿Qué mico es este?

—Esa es Ándara... la monstruosa, porque en su rostro hay un guiñodel Infierno y otro del Cielo.

—¡Ándara!... ¡Jesús, qué endiablada fisonomía!

—Todo es extraño, sublimemente enigmático y misterioso en esafamilia, o dígase tribu... Pero fíjense, fíjense bien en la cara deNazarín. ¿Es Job, es Mahoma, es San Francisco, es Abelardo, es Pedro elErmitaño, es Isaías, es el propio Sem, hijo de Noé? ¡Enigma inmenso!

Desembuchaba estos calurosos encarecimientos el bueno de Urrea,como un viajante que enseña las muestras de los artículos que ofreceal comercio, y en tanto las fotografías corrían de mano en mano. Lasseñoras principalmente las arrebataban, y ponían en ellas su atencióncon una curiosidad intensísima, insaciable, febril.


p. 82

III

—Pero, amigo Urrea —dijo el Marqués de Cícero con sinceridadinfantil—, esto debe publicarse.

—Se publicará.

—¿Y el texto... cosa buena?

—¡Ah!...

—Pero es tan considerable el gasto —dijo Feramor—, que la empresaque ha tomado a su cargo la propaganda nazarista, solicita unasubvención de ocho mil pesetas.

—¡Oh!... No has exagerado, querido primo —manifestó Urrea—. Ytambién te aseguro, palabra de honor, que para hacerlo bien, a laaltura del asunto, no vendrían mal nueve mil.

—Chico, más vale que llegues de una vez a la cifra redonda: dos milduros.

—Para mil cosas baladís han dado eso, y mucho más, Mecenas que yoconozco. Palabra que sí. Lo que se pretende ahora está circunscritodentro de los términos de una modestia casi inverosímil: diez milpesetas. ¿Qué menos?

—No me parece mucho. Que se las dé a usted el Gobierno.

—O pedirla a las Sacramentales —dijo Manolo Infante—, que tienen lacontrata de la conducción a la vida inmortal.

p. 83—Mejor a las empresasfunerarias, porque el nazarismo hace propaganda de la muerte.

—Pues yo que usted, Urrea —indicó una dama que sabía tomar el pelocon suave mano—, pediría la subvención al gremio de constructores deimágenes y de pasos para la Semana Santa.

No se acobardaba el ingenioso aventurero por la rechifla graciosacon que los amigos de la casa acogían sus proyectos; antes bien,hallábase excitado, sentía en su mente audaces iniciativas y unapasmosa fecundidad de recursos para trabajar en aquel negocio. La ideasugerida por Feramor era felicísima. ¡Ah, si él pudiera maniobrar enterreno libre, es decir, en el bondadoso corazón de su prima! Peroaquel intruso y pegadizo don Manuel Flórez, tamiz por donde pasabantodos los pensamientos y actos de Catalina de Halma, le desconcertaba,infundiéndole la tormentosa duda del éxito. Para discurrir a susanchas sobre problema tan difícil, necesitaba estar solo, aguzar suingenio hasta lo increíble, prepararse, en fin, con todo el aparato deartimañas y sutilezas que, en su larga experiencia de aquella esgrima,le habían dado tantas victorias. Despreciando las burlas de que eraobjeto en casa de Feramor, salió de allí presuroso, sin despedirsede nadie; contra su costumbre, se fue a su casa, y en su reducidaalcop. 84ba se encerróa meditar el plan de ataque, tratando de prever las posiciones delenemigo para escoger bien el palmo de terreno en que embestirle debía.Al meterse en la cama, con los pies fríos y la cabeza caliente, sedijo: «No hay que achicarse: la timidez será mi fracaso. Concretandomi honrada petición a dos mil duros, podrían creer que es para vicios.Para que vean que es un negocio serio, un asunto en que median losgrandes intereses del espíritu humano, necesito correrme a tresmil.»

Durmiose a la madrugada, y si al principio soñó que don ManuelFlórez, al oír su demanda, le disparaba a quemarropa un cañón Hontoria,su sueño fue después optimista y placentero, porque se vio abrazadotiernamente por el dicho Flórez, mientras Catalina sacaba del bargueñouna arqueta gótica, y de ella muchos fajos de billetes de Banco, delos cuales daba una parte a Nazarín y otra a él: y como Nazarín eratodo abnegación y menosprecio de los bienes terrestres, le regalaba suparte sin mirarla siquiera. El movimiento pudoroso del apóstol mendigoal coger el dinero, prevaleció en la mente de Urrea aun después dehaber pasado de aquel sueño a otro bien distinto. Soñó que con partede aquel numerario compraba una mina de hierro, que en poco tiempo ledaba rendimientos fabulosos; con las ganancias de la mina comp. 85praba dos manzanas de casas, ymucho papel del Estado, y negociando por alto, llegaba a hacerse dueñode toda la red de ferrocarriles de España... aquí que no peco... y deFrancia e Inglaterra... Y a todas estas, Nazarín apartando de sí laresma de billetes con apostólica repugnancia.

Al romper el día, mientras cosas tan inauditas pasaban en el cerebrode un hombre dormido, don Manuel Flórez, que vivía en la misma calle,frente por frente al soñador Urrea, salía de su domicilio. Fue con vivopaso a decir su misa, entretuvo después un par de horas en esta y laotra iglesia, y a eso de las diez se dejó caer en la casa de Feramor.Entrando sin anunciarse en el despacho del Marqués, que trabajaba consu administrador y apoderado, le dijo:

—Querido Paco, quisiéramos que eso se ultimara pronto, si fueraposible, hoy.

—¿Pues no ha de ser posible? Hoy mismo, mi querido don Manolo. Muchaprisa tiene la redentora por entrar en funciones.

—La miseria humana, hijo mío, es la que tiene prisa, el hambrehumana, la sed y la desnudez humanas.

—Pues por mí no quede.

Terció el administrador, asegurando que ya estaba avisado el notariopara preparar la documentación, y que si terminaba aquel día, enelp. 86 siguiente quedaríahecha la entrega de la legítima de la señora Condesa, parte en fincas ovalores, parte en dinero contante.

—Perfectamente —dijo el buen sacerdote acariciándose una mano conotra—. Y ya que estás hoy de vena de amabilidad...

—¿Pero no se sienta, don Manuel?

—No; me voy en seguida. Digo que ya que te encuentro en vena deconcesiones, me atrevo a hacerte presente un antojito de tu hermana,cosa insignificante; verás...

—Acabe usted pronto, que ya empiezo a sentir escalofrío.

—¿Por qué, hijo de mi alma?

—Porque podría ser que para redimir a la pobrecita humanidad, nole bastase su legítima, y en nombre del Dios Uno y Trino me pidiesetambién la mía... y podría suceder que usted se empeñase en que se ladiera.

—Vamos, no bromees. Lo que te pide es que le adjudiques la torrede Zaportela, en Aragón. En esa casona destartalada pasó ella partede su infancia con tu tía doña Rudesinda. Tiene recuerdos...; en fin,que para nada te sirve a ti ese nidal de lagartijas, y ella tiene elcapricho de restaurarlo, y...

—Es que la casa de Zaportela y dos predios adyacentes se los tengodados en usufructo a los Urreas, los tíos de este perdido de JoséAntop. 87nio, pedigüeñosinsaciables como él, que practican la mendicidad por el terror. Si lesecho de allí, son capaces de quemarme todas las casas que tengo enAragón.

—Bueno, pues en vez de Zaportela, le darás el castillo dePedralba en esta provincia, término de San Agustín; ya sabes... uncaserón viejo, con una torre, y no sé qué ruinas de un monasteriocisterciense... Conque no hay que vacilar, hijo mío, y agradéceme queabra anchos horizontes a tu generosidad. Eres un ángel, y el perfectotipo del caballero cristiano.

—Basta, basta. No necesita usted emplear la lisonja paradesvalijarme. Eso se arreglará. Particípele usted a su discípula que nollore por el castillo. Pedralba será suyo.

—Se lo participarás tú, porque yo no subo hasta la tarde —dijoFlórez mirando su reloj—. Tengo mucha prisa. A las once he de ver alseñor Vicario; y a las doce me esperan en Gracia y Justicia para ir ala Nunciatura... Bueno, señor, bueno.

—¿Qué más?

—Nada más. ¿Te parece poco?

—Creí que me iba usted a pedir el coche para todos esos viajes.

—No pensaba pedírtelo; pero lo tomo si me lo das. Está Madridperdido de barros. Bueno, señor, bueno.

p. 88Poco después salíagozoso y vivaracho el buen don Manolo, y en el portal, ¡zás! JoséAntonio de Urrea que entraba. Quedose el joven como quien ve visiones,y no acertaba ni a saludar al respetable limosnero de la casa.

—¡Pepillo, dichosos los ojos!... ¡Ven acá, hijo mío, dame un abrazo!—le dijo el clérigo con efusión—. ¿Pero qué tienes? Te has puestopálido. ¿Estás enfermo?... Tiemblas.

—No señor... La emoción... Cabalmente venía pensando en usted—replicó Urrea besándole la mano—. ¿Cree usted que ver, después detanto tiempo, a este amigo venerable, a este ángel tutelar de toda lafamilia, no es cosa que impresiona?

—Calla, calla, zalamero.

—Deme usted a besar otra vez esas manos.

—Basta, basta. Ya sé, ya sé que estás muy corregido. Sé quetrabajas, que has sentado la cabeza. Ya era tiempo, hijo mío.

—¿Quién se lo ha dicho a usted? —preguntole Urrea con cierta alarma,temiendo las ironías de su primo Feramor.

—Me lo han dicho... ¿A ti qué te importa? Tus primas, las deHinestrosa me lo han dicho, ea.

—Soy otro hombre. ¡Y qué bueno es ser bueno, don Manuel! ¡Quéhermosura es una conciencia tranquila, una pobreza honrada, y unaconp. 89ducta normal,ordenada y perfectamente correcta! ¡Qué descanso la pureza de lasintenciones, la sujeción de los deseos, la adaptación de nuestros gocesa la medida de la realidad! ¡Qué consuelo tan grande vivir en armoníacon todo el mundo, y sentirse querido, respetado!...

—Sí, hijo mío, sí.

—Verdad que mi vida es azarosa, pues no puedo prescindir de ciertoshábitos de decencia, y careciendo de bienes de fortuna, el pan decada día, mi queridísimo don Manuel, representa para mí esfuerzoshercúleos.

—Dios bendecirá tu trabajo. Adelante por ese camino. Persiste en tusideas; ten constancia, valor, confianza en ti mismo.

—Así lo haré. Descuide.

—¿Vas a ver a Consuelo?

—No, voy a visitar a Halma.

Con esta brevedad familiar,Halma, nombraba comúnmente elparásito a su prima.

—Bien, bien. ¡Acompañar a los desgraciados, endulzar su tristeza conpalabras de consuelo! La pobrecita te lo agradecerá mucho. Hazme elfavor de decirle que no puedo ir hasta la tarde... ¡ah! y que eso, yasabe lo que es, quedará ultimado mañana. Anda, anda, hijo mío. Y que elSeñor te conserve en esa buena disposición. Adiós...

Volvió a besarle la mano, y después de acomp. 90pañarle a entrar en el coche, subió elgran Urrea, más que gozoso, ebrio de entusiasmo y felicidad, porquelas cosas se le deparaban mejor de lo que en los desenfrenos de suoptimismo hubiera podido imaginar. Primer golpetazo de la suerte:encontrarse a don Manuel Flórez en aquel pie de increíble benevolencia,enterado ya de sus nuevas costumbres laboriosas. Segundo golpetazo:saber que hasta la tarde no iría el susodicho a la débil fortaleza,amenazada de un terrible asedio. Cierto que el enemigo podíapresentarse a última hora con un socorro formidable, ideas y autoridadde refresco; pero también podía suceder que llegase tarde, y que,arrancada por el sitiador una promesa, la egregia dama no tuviera másremedio que cumplirla. El hombre se creció moral y hasta físicamenteal subir la escalera, derecho al cuarto segundo. Se sentía impetuoso,audacísimo, invencible, y sobre todo grande, enorme. Creía tocar con sucabeza en el tramo alto de la escalera, y que las puertas no teníanbastante hueco para darle entrada. Sin duda la Providencia Divinase ponía de su parte. ¡Qué bien había hecho aquella mañana en rezaral Padre Eterno, a la Virgen y a San Antonio bendito, implorando sueficaz auxilio! ¡Qué diantre! ¿No era él un pobre, no era un triste,un mísero? ¿Pues qué hacía más que pedir una limosna, y proporp. 91cionar a las buenas almas elejercicio de la más hermosa de las virtudes, la caridad?

«Fuera timideces, fuera mezquindades que podrían comprometer eléxito —se dijo al traspasar la puerta, soberbio y arrogante, como uncampeón que anhela engrandecer los peligros para que sea mayor lagloria de vencerlos—. Allá van los hombres valientes. Le pido... pst...veinte mil pesetas.»


IV

Siempre que entraba don Manuel, después de larga ausencia de mediodía o día entero, en el cuarto de su noble amiga la Condesa de Halma,encontrábala sumergida en una melancolía profunda y tenebrosa, comonadadora que bucea en una cisterna. Abierto sobre la falda el libro delaCiudad de Dios, de San Agustín, o alguna otra obra mística;apoyada la mejilla en la mano derecha, el codo del mismo lado sostenidoen la mano izquierda y esta en la rodilla derecha, que se elevaba portener el pie sobre un taburete, parecía un Dante pensativo, revolviendoen su mente los círculos negros del Infierno, o los luminosos delParaíso. Viéndola en tales tristezas anegada, silenciosa y ceñuda,procuraba don Manuel alegrarle los ánimos con su grata conversación,y unas veces lo conseguía y otras no.p. 92 Pues aquella tarde ¿cuál no sería lasorpresa del simpático Flórez al encontrar a su ilustre amiga en unestado de inquietud placentera? No daba crédito a sus ojos viéndolaen pie, corriendo de un lado a otro de la estancia, como si arreglaray pusiera en orden los libros y objetos de devoción que en variosestantillos tenía. Y lo más extraño era que en su rostro resplandecíanla animación, la vida. Sus ojos, siempre apagados, brillaban con fulgorde fiebre; sus mejillas, siempre macilentas, habían tomado un rosadotinte, como si volviera de un paseo por el campo, harta de sol y deaire.

—¿Qué tiene usted, mi noble y santa amiga? —le preguntó elsacerdote—. ¿Qué le pasa?

—Nada, no me pasa nada. Estoy contenta. ¿Esto es pasar algo?

—Sí... Me alegro mucho de verla tan gozosa. No conviene dejar caerel espíritu en la tristeza. La virtud es por naturaleza alegre, y laconciencia pura se regocija en sí misma...

—Siéntese usted si gusta, y déjeme a mí en pie. Siento unainexplicable necesidad de andar, de moverme. De repente, la quietud haempezado a serme molesta.

—La he recomendado a usted un ejercicio prudencial. La virtud norequiere precisamente la postración sedentaria, que hasta puede llegara ser un vicio y llamarse pereza.

p. 93—Y ahora mepreguntará usted el motivo o razón de este contento que en míobserva.

—En efecto, señora mía, se lo pregunto a usted.

—Y yo le respondo que no lo sé; que no puedo explicar qué pasa estatarde en mi alma. Veremos si llego a darme cuenta de ello. Y ahora, voya interrogar yo. Dígame: ¿quién es Nazarín?

Quedose un rato suspenso el buen Flórez, y miró el rostro de laCondesa como quien quiere descifrar un obscuro acertijo.

—Pues Nazarín... —murmuró.

—¿Qué hombre es ese? ¿Le conoce usted?

—Sí, señora.

—¿De ahora, o le conoce usted hace tiempo?

—Es un sacerdote, manchego, de mediana edad. Hace dos o tres años,no recuerdo bien la fecha, tuve ocasión de tratarle en la sacristía deSan Cayetano. Pareciome un hombre excelente, de costumbres purísimas,humilde, de no común inteligencia, parco de palabras... Después me leencontré alguna que otra vez en la calle; hablamos. El infeliz parecíadisgustado; revelaba una pobreza honda, sin quejarse de ella. Creí quesu cortedad de genio y su extremada delicadeza le tenían en tal estado,y le aconsejé que se sacudiera, procurando adquirir un poco de donde gentes. Después le he vistop.94 incluido en un proceso escandaloso, y su nombre arrastradopor la vía pública. Francamente, me supo muy mal que un sacerdoteviniese a tal situación, ya fuese por debilidad de carácter, ya porverdadera malicia. Supe que estaba en el hospital, convaleciente de untifus agudísimo, y, ¿qué cree usted?... me fui a verle. Yo soy así: megusta enterarme por mí mismo. Le vi, hablamos largamente, y...

—¿Opina usted como casi todo el mundo, que es un pobre loco?

—Esa es la opinión general.

—Pero la de usted, la de usted es la que yo quiero saber.

—La mía no tiene importancia. Expertos facultativos le hanexaminado, profesores de enfermedades mentales y nerviosas.

—Pero usted tiene bastante entendimiento para no necesitar delos juicios ajenos para formar el suyo. Dígame lo que piensa, enconciencia, de ese hombre. ¿Es un pillo?

—Creo que no.

—¿Firmemente que no?

—Sostengo con plena convicción que no es un malvado.

—Luego es un loco.

—No me atrevo a decir tanto.

—Luego, es un hombre de miras elevadas, un hombre que...

p. 95—Tampoco afirmoeso.

—Luego, usted no ha podido formar una opinión concreta.

—No señora, no he podido. Y, créame usted, ha sido para mí el talNazarín objeto de grandes confusiones.

—¿Cómo no me había hablado de eso, don Manuel?

—Porque no pensaba que tal asunto mereciera fijar la atención de laseñora Condesa.

—¿Sabe usted que anda por ahí un libro que trata de Nazarín, enel cual se cuenta cómo salió a sus peregrinaciones, cómo encontróprosélitos, cómo realizó actos de verdadero heroísmo y de sublimecaridad?

—He leído ese libro, que me regaló su autor, con una dedicatoria muyexpresiva. Pero no me fío de lo que allí se cuenta, por ser obra másbien imaginativa que histórica. Los escritores del día, antes procurandeleitar con la fantasía que instruir con la verdad.

—¿Puedo yo leer ese libro?

—Seguramente. Pero sin olvidar que es novela.

—Entonces prefiero otra cosa.

—¿Qué?

—Ver al propio Nazarín. El sujeto vivo dará más luz que una historiacualquiera, aun suponiendo que no fuese fantástica, y tan solo esp. 96crita para entretenimiento delos desocupados.

—¿Ver a Nazarín? ¿Dónde?

—En cualquier parte. En el hospital..., aquí.

—Eso me parece más grave. Con todo, no digo que no.

—Diga usted que sí, y acabaremos más pronto. Ahora, punto y aparte:hablemos de otra cosa.

—Pues a otra cosa —repitió Flórez, algo caviloso por el repentinosalto de la tristeza al contento en el ánimo de la ilustre señora—.Ya sabe usted que mañana se hará la entrega de la legítima. Ya hemossalido de eso.

—¡Gracias a Dios! Mucho tengo que agradecer también a mi hermano—dijo Catalina sentándose algo fatigada, cual si sus excitados nerviosentraran en sedación—. Si he de decirle a usted la verdad, veo conabsoluta indiferencia la llegada de ese dinero a mis pobres manos.

—La persona que mira al cielo —dijo el cura entornando los ojuelospara ver mejor el rostro de su amiga—, se acostumbra mejor que otras adespreciar los bienes terrenales.

—Y respecto al empleo que debemos dar a ese capitalito, yahablaremos despacio.

—Si no recuerdo mal, ya hemos hablado bastante. Convinimos en queusted fundaría, en pleno campo y lejos del bullicio, un instituto decaridad, con rentas propias...

p. 97—Y que antes, sereservaría una suma para repartirla entre los necesitados.

—Sí; pero eso es difícil, porque no tendríamos ni para empezar.La caridad debe hacerse con método, apoyándose en el criterio de laIglesia, y favoreciendo los planes de la misma. No vale dar limosna sinton ni son. Falta saber a quién se da, y cómo se da.

—¿Sabe usted, mi buen don Manuel, que no entiendo bien eso?

—Se lo expliqué a usted con toda latitud ayer mismo.

—Pues lo he olvidado. Pero no hay que repetirlo. Ya lo comprenderécuando tenga la cabeza más serena.

De repente, el buen clérigo se dio un golpe en la frente, como siquisiera matar un mosquito que le picaba, y exclamó:

—¡Ah, ya caigo, ya, ya!

—¿Qué?

—Nada, que mientras hablábamos, me devanaba yo los sesos pensandoquién habría estado aquí hoy de visita. Y ahora me ha venidosúbitamente a la memoria.

—Mi primo Pepe Antonio de Urrea.

—Le encontré en el portal: él entraba, yo salía. Me han dicho que eshombre corregido.

—Así parece... ¡pobrecillo! Me ha conmovido contándome sus apurospara ganarse la vida con un rudo trabajo.

p. 98—Y seguramente le hapedido a usted dinero para sus empresas.

—Sí...

—Y le ha hablado a usted de Nazarín.

—Exactamente.

—Pero no puedo encontrar la relación entre Nazarín y los conflictospecuniarios del descendiente de los Urreas.

—Le he prometido estudiar su petición, y resolverla de acuerdo conusted.

—Lo menos le habrá pedido a usted dos o tres mil reales.

—Algo más: cinco mil duros.

—¡Ave María purísima!... ¡San Antonio bendito!

—Crea usted que me reí, y desde que me habló de esto, empecé asentirme alegre. Los apuros de un hombre por cosa que tan poco vale,como es el dinero, me causan alegría. Es como el rechazo de todo loque yo he sufrido por el maldito dinero, en los días terribles enque me hacía tanta falta. Y ahora que en nada de mi propio interéspuedo emplearlo, pues perdí el bien de mi vida, ahora que tengo bajotierra los restos del que era mi único amor, y considero en el cielosu alma, me alegra el gemido de los que piden dinero con apremiantenecesidad, y al ver que lo tengo, me alegro más. Experimento, créalousted, como un secreto anhelo dep.99 venganza..., sí, quiero vengarme de mi destino, que a tantasprivaciones me sujetó, y tantas amarguras me hizo pasar... Y cuandose acerca a mí un desgraciado pidiéndome aquello que yo no pude tenercuando lo necesitaba, y que poseo ahora que no lo necesito...

—Se venga usted... negándoselo.

—No señor, dándoselo... Es una venganza en la cual confundo a midestino y al mismo dinero, materia vil y despreciable, cuyo repartono debe someterse a ninguna regla de orden y gobierno. Las leyeseconómicas de mi hermano me parecen una de las más infames invencionesdel egoísmo humano.

—¿De modo que usted, señora mía, cree que para despreciar al dineroy castigarlo por su vileza, debe dársele al primer loquinario que lopide sin que sepamos en qué lo ha de emplear?

—Creo que el empleo final de la moneda es siempre el mismo, desea quien se diere. Caiga donde caiga, va a satisfacer necesidades.El manirroto, el disipado, el vicioso mismo, lo hacen pasar a otrasmanos, que lo aprovechan en lo que debe aprovecharse. Lance usted unpuñado de billetes a la calle, o entrégueselo al primer perdido quepase, al primer ladrón que lo solicite, y ese dinero, como van todaslas aguas a los ríos, y los ríos al mar, irá a cumplir su objetop. 100 en el mar inmenso de lamiseria humana. Cerca o lejos, aquí o allá, con ese dinero arrojadopor usted a la calle se vestirá alguien, alguien matará su hambre y sused. El resultado final de toda donación de numerario es siempre elmismo.

—Señora mía —dijo don Manuel un poco aturdido—. No seamosparadójicos..., no seamos sofísticos. Si usted me permite que lacontradiga, que le haga una demostración clara de su error en esamateria...

El hombre no podía expresarse bien. Estaba sofocadísimo, sentíacalor, y se abanicaba con su teja.


V

—Por más que usted diga —prosiguió la Condesa—, yo creo que lalimosna consiste esencialmente en dar lo que se tiene al que no lotiene, sea quien fuera, y empléelo en lo que lo empleare. Imagine ustedlas aplicaciones más abominables que se pueden dar al dinero, el juego,la bebida, el libertinaje. Siempre resultará que corriendo, corriendo,y después de satisfacer necesidades ilegítimas, va a satisfacer laslegítimas. ¡Dar a los pobres, nada más que a los pobres! Sobre que nose sabe nunca quiénes son los verdaderos pobres, todo lo que se da vaap. 101 parar a ellos porun camino o por otro. Lo que importa es la efusión del alma, la piedad,al desprendernos de una suma que tenemos y que otro nos pide.

—¿Y usted siente esa efusión del alma al dar a su primo el auxilioque solicita?

—Sí señor; la siento, porque veo tras su petición un mundo denecesidades abrumadoras, de martirios horribles, en que igualmentegimen el alma y el cuerpo. Veo la falta de alimento, la estrechez de lavivienda, la persecución de los acreedores, la vida angustiosa, llenade humillaciones y vergüenzas ocultas, la disparidad terrible entre losmedios de existencia y el nombre retumbante que se lleva en el mundo.Yo creo que en mi primo son ciertos los propósitos de enmienda; perodemos de barato que no lo sean; admitamos que nos engaña, que es unperdido, un tronera lleno de vicios, entre los cuales descuella el dela postulación a diestro y siniestro. ¿Y qué hará usted para sacarledel infierno de esa vida? ¿Predicarle? Nada se conseguirá mientras nose le ponga en condiciones de variar de conducta, y por más que ustedse devane los sesos, no hallará otra manera de redención que darle loque no tiene, porque su mala vida no es más que el resultado fatal,inevitable, de la pobreza.

—¿Según eso, señora mía —dijo el sacerdotep. 102 con cierta severidad—, usted piensa darle aJosé Antonio los cinco mil duros que le pide?

—Sí señor, he resuelto dárselos, y así se lo he prometido. Mipalabra es oro. Pero...

—¿Pero qué?...

—¡Oh! aún falta lo mejor. Para que vea usted que no soy paradójicani sofista, se los doy y no se los doy.

—¿Se los presta usted?

—Tampoco. Se los doy en una forma que usted ha de aprobarseguramente. Le adjudico la cantidad, quedando esta en mis arcas, adisposición de sus administradores.

—Que son...

—Usted y yo. Nosotros nos encargamos de arreglarle una casa decente,de asegurarle la subsistencia durante el tiempo que se determinará,y, por añadidura, le pagamos sus deudas, le rompemos esas cadenasinfames que le condenan en vida a un horrible infierno, le libramosde la vergüenza del sablazo, de la humillación de carecer de todo.Completaremos nuestra obra dándole medios de trabajar en esa empresaque dice trae entre manos, especulación que conviene estudiardetenidamente para ver si en efecto es tal que en ella puede formarseun hombre honrado. Vamos, ¿qué me dice de esta forma de practicarla caridad? ¿Cree usted que hay otra manera de traer al buen caminoap. 103 un hombre lleno dedefectos, desquiciado, empedernido en mil hábitos perniciosos?

—Contesto, señora mía, que en principio aplaudo su pensamiento.Respecto a la práctica... no sé... Dígame usted: ¿José Antonio aceptael auxilio en la forma y condiciones que usted acaba de indicarme?

—El pobrecillo se echó a llorar. Bien conocí que sus lágrimasbrotaban del corazón. «Eres la Providencia misma —me decía—, y realizasel sueño de mi vida; tú me salvas, tú me redimes, tú haces de mí otrohombre, y por ti, Halma, bien puedo decir que vuelvo a nacer.» Ydiciendo esto me besaba las manos.

—Y yo también se las beso a usted ahora —dijo don Manuel, haciéndolocon verdadero enternecimiento—. Es usted una santa... a su manera,quiero decir que cada día saca usted una nueva forma de santidad. Debodecirle, en conciencia, que en estas cosas, la originalidad suele serun poquitín peligrosa, pero hasta ahora vamos bien, y que siga el Señorinspirándole esas benditas iniciativas.

—Me complace que usted apruebe mi plan —dijo Catalina, excitada porel aplauso—, y que se compadezca de ese desgraciado primo mío, el cual,claramente lo veo, tiene más viciada la cabeza que el corazón. Ciertoque es la informalidad andando, que no acaba cuando se pone ap. 104 enjaretar embustes, que porprocurarse el pan de cada día, comete mil bajezas. Por eso mismo, porser un enfermo del alma, le está perfectamente indicada la medicina dela caridad tutelar y educativa. ¿No estoy en lo cierto?

—Sí, señora mía —replicaba Flórez entornando los párpados yafirmando con la cabeza.

—La caridad se ha de ejercer en toda clase de enfermos y en todaclase de miserables, y este Urreíta es un pobre de solemnidad...detres capas, un desgraciado, cuyas angustias parten los corazones.Él me lo decía, haciéndome reír y llorar al mismo tiempo: «Queridaprima, el último de los pordioseros es un millonario comparado conmigo.Recoge zoquetes de pan y peladuras de patatas; pero se lo come en paz,y su espíritu vive con la serenidad y la alegría del pájaro, que alamanecer canta saludando al día... Hasta los ciegos que andan por ahítocando la flauta o el violín son menos desdichados que yo. Envidio alos vendedores de periódicos, a los mozos de cuerda, y a los pocerosde la Villa. Todos comen su bazofia sin comerse al propio tiempo lavergüenza, que es amarga como la hiel.» ¡Pobrecillo de mi alma! Nopuedo menos de considerarle, señor don Manuel, como un niño mañoso aquien hay que educar. Le haremos todo el bien posible, sin escatimarlos azotes. Porque eso sí, mucha caridad, pero mucho rigor.

p. 105—Eso, eso; y siconseguimos su enmienda, habremos hecho una obra meritoria y grande—dijo suspirando el sacerdote, que si al principio sintió su poquitode resquemor ante la hermosa iniciativa de su discípula, no tardó enapropiarse las ideas de ella, con la mira de vigorizarlas y recobrar deeste modo su magisterio.

—Y nadie me quita de la cabeza —prosiguió Halma— que el corazónde Pepe es bueno, y que hay en él, aunque por muy escondido no sevea, materia abundante para obtener la verdadera virtud. De niño eraun ángel. Somos de la misma edad, y juntos vivimos algún tiempo enZaportela: su madre, mi tía Rudesinda, me quería locamente, y comoyo era endeblilla y enfermucha, me llevaba consigo al campo para queme repusiera. Pepe Antonio y yo pasábamos largas temporadas hechosunos salvajes, corriendo por praderas y sembrados, declarando laguerra a los pobres grillos, y comiéndonos, no solo la fruta madura,sino la verde. Pues mire usted: yo era mucho más traviesa que PepeAntonio, yo solía tener malicias, inocentes, eso sí, pero malicias, yél no, él parecía un santito en agraz, y no es que fuera hipócrita,no; era la bondad misma, la pureza y la abnegación. Un día, delantede mí, se quitó la camisita para dársela a un niño pobre. Todo lodaba,p. 106 no era glotón,ni avaricioso, ni envidiosillo, como todos los chicos. Mis faltas lastomaba para sí, y se dejaba castigar para que no me castigaran. Luego,tomó camino tan diferente del mío, que estuvimos sin vernos muchísimotiempo. Cuando volvimos a encontrarnos, ya era él un hombre, y hacíaen Madrid una vida de vértigo y desorden. La orfandad, la miseriavergonzante corrompieron aquella alma buena, que parecía creada para elbien.

—¡Qué cabeza la mía, señora Condesa! —dijo don Manuel, que con ungesto renegaba de su flaca memoria—. ¿Pues no se me había olvidadodarle la buena noticia?... Esos recuerdos infantiles de Zaportela mehacen recordar que el señor Marqués ha convenido conmigo en adjudicar austed, no esa finca, sino otra mejor, el castillo de Pedralba, en estaprovincia. ¡Tanto le dije, que...!

—¡Oh, qué dicha!... ¿Pero es cierto? ¡Pedralba nada menos! Tieneusted razón, mi hermano es la misma bondad, y yo no sé cómo agradecerletantos beneficios. De niña, también viví en Pedralba: no puede ustedfigurarse el cariño que tengo a las viejas y carcomidas piedras delcastillo, que de tal no tiene más que el nombre.

—Y la propiedad de esa finca sin duda facilita los proyectos defundación... ¿No es eso, señora Condesa?

p. 107Doña Catalinano contestó, y su meditación silenciosa llenó nuevamente de receloel espíritu del buen sacerdote. La pregunta que antecede había sidoformulada por Flórez con objeto de explorar el pensamiento de su nobleamiga, el cual cada día se concentraba más, arrojando de súbito algunaclaridad esplendorosa, que al propio tiempo que deslumbraba al buenmaestro, le ponía en gran confusión. Tras largo silencio, la Condesareanudó el diálogo diciendo:

—Quedamos en eso.

—En que... sí... en que Pedralba puede servir de base...

—No pensaba yo en Pedralba. Lo que digo es que usted no se opone aque vea yo a ese que llaman Nazarín.

—¡Ah!... sí... en efecto... Pues, sí, no hay inconveniente...

—¿Usted no se atreve a afirmar si es loco o santo?

—Al menos, hasta ahora...

—Pues yo quiero saberlo, me conviene saberlo con certeza.

—Espero llegar a la certidumbre con solo tratarle un poco; analizarsus ideas y someter a un examen prolijo sus acciones.

—Y aunque para mi convencimiento me baste el dictamen de usted,¿será impropio, será impertinente que yo misma le vea y le hable,p. 108 si no por otro motivo, porsatisfacer una curiosidad que me inquieta?

—No creo improcedente que usted aprecie por si misma su estadocerebral —repuso el clérigo, midiendo bien las palabras—. Pero antesconviene que le examine yo, que hablemos despacio. Luego determinaremosen qué sitio y ocasión puede usted satisfacer su curiosidad.

—Perfectamente... Pero prontito, don Manuel.

—Mañana mismo le haré una visita en el hospital. Ea, es muy tarde,y usted va a comer, y yo a mi casa. Es de noche. Adiós, amiga mía, y adescansar. Descanse no solo el cuerpo sino el pensamiento, que hartotrabaja en idear cosas grandes. Adiós... Hasta mañana.


VI

Retirose don Manuel bien embozadito en su luenga pañosa, porqueapretaba el frío, y meditabundo y un poco descontento de sí, por elcamino se decía: «Esta doña Catalina es el demonio... ¡qué barbaridad!Quiero decir que es un ángel, un ser extraordinario. Ya no me quedaduda. Tiene mucho más talento que yo, sabe más que yo, y descubre cosasque nadie ve, que si al principio parecen disparates, bien examinadasresultan con toda la hermosura y toda la grandeza de Dios. Cada díasale con una nop. 109vedad.¡Y qué ideas, Dios mío! ¿Que me reservará para mañana?»

Esto decía, sintiendo un poquitín la humillación del maestro que seve convertido en educando. Pero como era tan buena persona, y no dejabaentrar nunca en su alma la ruin envidia, y además estimaba cordialmentea la Condesa, en vez de enojarse neciamente por el gradual desgaste desu autoridad, se apropiaba las ideas de la discípula, y haciéndolassuyas las presentaba de nuevo en forma metódica y sistemática, con locual creía resultar a los ojos de ella, y aun a los suyos propios,como el verdadero inspirador, siendo en verdad el inspirado. Hombreflexible, creado para las adaptaciones sociales, y para aplicar ydefender la santa doctrina según el medio y las ocasiones en que lecorrespondía actuar; bastante sagaz para conocer lo bueno donde quieraque saliese, y bastante práctico para saber aprovecharlo, obraba comoobran siempre los caracteres de su complexión y hechura, no poniéndosefrente a ninguna fuerza que creen útil, sino dejándose llevar por dichafuerza, con tanto estudio y picardía en la postura, que parezca que ladirigen y conducen.

Metiose el buen clérigo en su casa pensando en la correcciónde Urrea, y pues la señora confiaba en su ayuda para lograrla,hacía propósito de adelantarse a ella en el desarrollo dep. 110 aquel pensamiento,de hacerlo suyo, agregándole pormenores que lo harían de seguromás eficaz. Pero lo que le desconcertaba era no saber qué nuevasinvenciones sacaría de su inspirado caletre la Condesa, pues a lo mejorsalía por donde menos se esperaba. Las iniciativas de él casi nuncacuajaban; las de ella venían con tal fuerza, que al punto conquistabanal maestro, y no había más remedio que seguirlas, componiéndolas yretocándolas después para conservar las preeminencias exteriores delpoder gobernante. En suma, que si al principio Halma parecía unareina constitucional a la moderna, que reinaba y no gobernaba, pocoa poco iba sacando los pies de las alforjas, y picando en absolutasoberana. Mas era tan buena, tan discreta y piadosa, que se arreglabahabilidosamente para dejar a su ministro las satisfacciones y aun lacreencia de la iniciativa gubernamental.

—Bueno, Señor, bueno —decía don Manuel poniéndose ante su cena,tan frugal como bien condimentada—. Y esto de querer avistarse con eldesdichado Nazarín, ¿para qué será? ¿Qué objeto lleva, qué ideas lemueven, qué planes acaricia? No lo entiendo. Pero allá veremos pordónde sale, y quiera Dios que sea por un registro fácil de entender, ymás fácil de manejar.

A la misma hora que el respetabilísimo Flóp. 111rez cenaba, pero no aquel día, sino pasadosdos o tres, José Antonio de Urrea comía con su primo Feramor en casade los Duques de Monterones. Fácil es comprender de qué hablarían, alencontrarse solos en el salón, poco antes de la comida.

—No lo creo, aunque me lo jures —le decía el Marqués, sin podercontener la risa—. Tú estás soñando, Pepe, o quieres burlarte de mí.¿Y dices que te lanzaste a fijar tu petición en la fabulosa cantidadde...?

—Cinco mil duros. Y aún creo que me quedé corto. Entré en la místicacelda decidido a plantear el negociosobre la base de los cuatromil... Claro, las bromas o pesadas o no darlas... Y en el curso de laconferencia, viendo las buenas disposiciones de Halma, me arranquéa los cinco mil. Éxito completo. ¡Ah! bien puedo decir ahora que tuhermana es una santa; pero así como suena, ¡una santa!... todo locontrario de ti, que eres el Sumo Pontífice del egoísmo. ¡Qué bondad,qué dulzura, qué penetración, qué talento sutil para comprender lascircunstancias en que yo vivo! Sostengo que ella tiene más talentoque tú, y que es mucho más práctica, sublimemente práctica. Laindulgencia noble con que iba puntualizando mis miserias, mis accionesindecorosas, me llegó al alma, Paco, porque al propio tiempo que mereñía dulcep. 112mente pormi conducta, la disculpaba, atribuyéndola, más que a perversión moral,al inexorable despotismo de la necesidad, del hábito... ¡Oh, qué mujer,qué alma grande y hermosa! Cree que me hizo llorar... mi palabra quesí. Llegué a figurarme que era un chiquillo, que me regañaban por latravesura de romper un juguete de precio, prometiéndome comprarme otro.En fin, que el cielo se ha abierto al fin para mí, después de haberllamado a su puerta inútilmente tanto tiempo. Estoy salvado, Paco; tuhermana me salva... Creo en la Providencia, en Dios... Soy feliz, seréotro hombre, gracias a ella, a ese ángel con más talento que todos losArtales y Feramor de este siglo y de todos los pasados siglos, amén.

—Pues te doy mi enhorabuena —le dijo el Marqués con sorna—. ¿Vescomo acerté, al indicarte...? Me daba el corazón que mi hermana segastaría su dinero en la regeneración de los perdidos de la familia.Obra laudable, a fe.

—Si te burlas, peor para ti.

—No me burlo. Ahora, lo que importa es que tu honradez esté a laaltura de la virtud de Catalina, so pena de que resulte una santidad nosolo inútil, sino merecedora del manicomio antes que de los altares.

—No temas nada. En primer lugar, no me dan el dinero a mí, lo que enverdad no me imp. 113porta.Mejor, mejor es así. No me lo dan; lodedican a la grande yhermosa obra de remediar las penas del primer desdichado del mundo, yde socorrer la miseria más angustiosa y lacerante que alumbran el sol yla luna.

Después de la comida, excitado el hombre por la nutrición abundantey la copiosa bebida, volvió a charlar con su primo mientras fumaban,y se enterneció al referir las bondades de Halma. Colmaba también deelogios a don Manuel Flórez, llamándole padre de los pobres, apóstolde gentiles, lumbrera de la caridad, y al fin, charla que te charla,por entre los entusiasmos del hombre extraviado, deseoso de redención,asomó el cinismo del aventurero arbitrista.

—Tengo además otro proyectillo. A ver qué te parece. Tu hermanaadoraba a su marido, aquel pobrebesugo alemán, que vino aquí aque le matáramos el hambre. La memoria de Carlos Federico es su únicapasión mundana, y su espíritu se alimenta de la idea del muerto, comoplanta que vive de lo que extraen las raíces. Hablando conmigo, sedejó decir que su mayor gusto sería transportar a España el cuerpo,que debe de estar incorrupto, de su esposo querido, para sepultarseella con él, naturalmente, cuando se la lleve Dios... Pues bien; se meha ocurrido proponerle la traída del difunto...p. 114 Vamos, que le contrato la conducción de lascenizas preciosas por cinco mil duros, siendo de mi cuenta todos losgastos, embarque, transportes por ferrocarril, aduanas... porque lasmomias también pagan derechos. ¿Qué te parece?

—Que es una contrata como otra cualquiera. Redacta tu pliego decondiciones, estudia el asunto...

—Se pueden ganar un par de mil duros... palabra que sí. Me planto enCorfú, hago la exhumación, y me comprometo a traerlo decorosamente, conuna cuadrilla de frailes franciscanos, que vengan cantando responsospor toda la travesía. Y me encargo de asegurar el féretro, de envasarloconvenientemente, y de hacer la entrega en el punto de España que elladesigne. He de percibir a toca teja dos mil duros antes de partir paraCorfú, y tres mil en el acto de entregar la santa reliquia.

—¡Pobre hermana mía! —exclamó el Marqués, viendo súbitamente lasextravagancias de su primo bajo el aspecto serio y peligroso—. Esto lepasa por querer gobernarse sola, desconociendo su incapacidad. Ya verá,ya verá... José Antonio, te prevengo que si continúas inspirando a midesgraciada hermana esas que no sé si son tonterías o locuras, tendréque intervenir como jefe de la familia.

p. 115Dejole con lapalabra en la boca, mascullando el cigarro. «Te desprecio —murmuróUrrea viéndole partir—, egoistón, eterno inglés de la humanidaddesvalida, usurero... Shylock disfrazado de aristócrata...»

No tardó en circular en la tertulia de Monterones la noticia de laredención del perdido con los dineros y la piedad de Catalina de Halma,y los despiadados comentarios que sobre ello se hicieron, no soloherían a la noble señora, sino a su respetable maestro espiritual.

—Porque yo me explico todo —decía la Duquesa—; me explicolas debilidades de mi pobre hermana, cuya cabeza se destornillólastimosamente desde antes de casarse; me explico las audacias dePepe Antonio; lo que no entiendo es que don Manuel autorice talesdespropósitos.

Consuelo Feramor, que no hacía buenas migas con su hermana política,y censuraba sin piedad su retraimiento, tachándolo de mojigatería yorgullo, llegó a decir a su marido:

—La culpa la tienes tú... y algo le toca al angelical don Manuel.¡Pues si fuera cierto lo que me dijeron hoy en casa de Cerdañola! No,no puede ser... Lo cuento como chiste. Pues que Catalina ha suplicado aFlórez que le traiga a Nazarín... Esto sería demasiado, ¿verdad? Peroqué sé yo... lo creo, me inclino a creerlo. Un entendimientop. 116 soliviantado que sedispara, ¿a qué tonterías, a qué extravagancias no llegará?

—Dejémosla disponer de su dinero como guste —dijo la de San Salomó,menos intransigente que sus amigas, sin duda por no ser de la familia—,y alabemos a Catalina de Halma, si nos da lo que a pedirle vamos. Yno hay que diferir nuestro sablazo, señoras mías. Podría suceder quellegáramos tarde, y encontráramos agotado el filón. Reunámonos mañana,plantémonos allá las tres, levantados en alto los terribles alfanjes deoro... y ¡zás!

Consuelo Feramor, María Ignacia Monterones y la Marquesa de SanSalomó eran al modo de presidentas, vicepresidentas o secretariasen estas o las otras Juntas benéficas señoriles que reúnen fondos,ya por medio de limosnas, ya con el señuelo de funciones teatrales,rifas y kermessas, para socorrer a los pobres de tal o cuál distrito,edificar capillas, o atender al inconmensurable montón de víctimasque los desatados elementos o nuestras desdichas públicas acumulan decontinuo sobre la infeliz España. No hay que decir que las tres cayeronsobre la solitaria y triste viuda con el furor de piedad que desplegarsolían en semejantes casos. Recibiólas Catalina con atento agasajo yfinísimas demostraciones de amistad; pero con la misma urbanidad serenaque empleó en las cortesanías,p.117 negoles el socorro que solicitaban. En redondo, en seco: quecada cual debía entenderse a solas para practicar la caridad.

Salieron desconcertadas, confusas, rabiosas, y en el paroxismo de suira, Consuelo dijo a su marido:

—Si no fuera ella quien es, y nosotros quien somos, creería yo quela residencia natural de tu hermana era un santo manicomio.


VII

Feramor las calmaba, haciéndoles ver cuánta impertinencia revelabasu enojo, pues cada cual es dueño de hacer el bien, si lo hace, enla forma que más le acomode. Con su claro talento, su fácil palabra,mitad en serio, mitad en broma, logró poner las cosas en su punto,demostrando que si Catalina, por su exagerado individualismo y lasalvaje independencia que iba descubriendo, podía merecer censura, nomerecía execración, ni menos ser condenada a perpetuo encierro en unacasa de orates. Pero si Feramor lograba calmar los ánimos, creando unasituación de relativa tolerancia, muy del gusto y del género inglés,no así don Manuel Flórez, el cual, cuando cayeron sobre él furibundaslas tres damas, pidiéndole explicaciones de la increíble conducta dela Condesa, no sabía qué contestar, ni por dónde salir: tales eransup. 118 confusión yazoramiento. En los días siguientes le traían loco, con preguntas,comentarios y mortificantes indagatorias.

—Pero dígame, don Manuel, ¿lo de la corrección de José Antonio, fueidea de usted?

—De ella..., mía no... La que no comprenda que es una ideahermosísima, que no cuente conmigo para nada.

—Hermosísima, y sobre todo práctica.

—Hemos de ver eso. La silba que se llevará don Manuel, si lacorrección fracasa, se ha de oír en Pekín.

—Y sepamos otra cosa: ¿es también de usted el pensamiento de traer aNazarín?

—Sí señora, mío es —dijo valientemente y tragando saliva el buensacerdote, decidido a corroborar siempre las ideas de doña Catalinapara no perder su autoridad—. Si no comprenden la delicadeza, el noblefin que encierra, peor para ustedes.

—Pues mire usted, no lo comprendemos, y yo lo declaro, aunqueusted nos tenga por... indoctas. Somos muy bárbaras, queridísimo donManuel.

—¿Pero es cierto que traerán a casa a ese pobre demente?... ocriminal... vaya usted a saber —dijo Consuelo escandalizada.

—¡Oh! yo voto porque venga —manifestó la de San Salomó, y las mismasdemostracionesp. 119 hizola Duquesa—. Yo rabio por ver al famoso mendigo y apóstol Nazarín.

—Sí, que le traigan. Y que avisen con tiempo para invitar a todasnuestras amigas.

—Y veremos también a Beatriz, la mística mostolense, de quien decíaun periódico que era una especie de Eloísa sin Abelardo.

—El Abelardo es Nazarín... Y que venga también Ándara. Queremos vertoda la tribu. Sí, don Manuel, que vengan todos.

—Como no se trata de satisfacer una insana curiosidad, no les veránustedes.

—Pues nos oponemos a que entren en casa.

—No, no. Lo que haremos es reconocer y proclamar el delicadopensamiento de Catalina, si los traen y nos permiten verles yhablar con ellos... Pero que conste: ha de venir también Ándara.Ese tipo de travesura procaz y temeridad heroica, me interesaextraordinariamente.

—Hablaremos con ellos, nos explicarán su doctrina.

—Les daremos una merienda.

—Ea, basta —dijo Flórez incomodándose—. No vendrán. Las mujeresnazaristas, no se ha pensado en traerlas. Él, el desdichado sacerdotemelancólico y errabundo, no vendrá tampoco, sencillamente porque noquiere venir.

—¡Ah! nuestro gozo en un pozo.

p. 120—Entonces, iráCatalina a verles al hospital. Me parece muy inconveniente.

—Me parece una necedad formidable.

—Menos pareceres y más juicio, señoras mías. Lo que dispongaestecura en asuntos para los cuales no debe faltarle competencia,al menos por su edad, ya que no por su saber, no debe ser discutidoni menos ridiculizado por mis buenas amigas, alguna de las cuales(lo decía por la de Monterones) recibió de estas manos el agua delbautismo. Conque no digo más por hoy.

Con esta admonición, en que advirtieron las tres damas un marcadoacento de severidad y amargura, cosa muy rara en don Manuel, que era unalmíbar en el trato social, especialmente con señoras, se reprimieron,dando a sus críticas un tono puramente amistoso. Pasaron algunos días,en los cuales no tuvo Flórez ocasión de sacar las disciplinas; peroal ser puesto en práctica el plan de corrección del pobre Urrea, lashablillas recrudecieron. ¡Santo Cristo! Cuando se corrió la voz dequele ponían casa a José Antonio, de que doña Catalina lecuidaba la ropa, y don Manuel andaba por todo Madrid a la husma delos usureros que desollaban vivo al primo de Feramor, levantose untumulto tan imponente, que el bueno de Flórez tuvo que plantarse. Todolo consentía, menos que su aup.121toridad fuese puesta en solfa. Que se hicieran comentariosmás o menos discretos de sus acciones, no le importaba; pero quesus acciones se desfiguraran maliciosamente, no podía quedar sincorrectivo. Fue, ¿y qué hizo? Convocó a las tres damas que eran cabezade motín, y les echó un sermón por todo lo serio, dejándolas, si noconvencidas, calladas, y con pocas ganas de meterse en vidas ajenas.Retirose el buen limosnero a su casa, fatigado de aquellas luchasa que la genial iniciativa de la Condesa le comprometía, rompiendola placidez fácil de su religioso gobierno, y al introducirse en lacama, después de sus rezos, o entreverando el rezo con la meditaciónprofana, se decía: «¡Cuánto mejor que esta buena señora siguieralos caminos ya hechos y despejados, en vez de empeñarse en abrirlosnuevos, desbrozando la trocha salvaje! ¡Cuánto más cómodo para todosque acataralo establecido, y se echara en brazos de los queya tienen perfectamente organizados los servicios de caridad, lasJuntas de damas, las archicofradías, las hermandades, mis colectas paraescuelas, mis...! ¡Cuánto mejor abrazarsea lo establecido,Señor, que...!»

A pesar de los pesares, don Manuel dormía como un bendito. No asíJosé Antonio, que en la casa frontera (calle del Olivar) se pasaba lasnoches en claro, por causa de la exaltación dep. 122 su felicidad, pues la onda venturosa,cuando viene con fuerza, se parece a la onda del infortunio en quequita el sueño y aun el apetito. Tan grande novedad era para él verdefinitivamente resuelto el problema alimenticio, no vivir mañanay tarde discurriendo en qué rama posarse para comer, que el mismoasombro de su dicha le tenía como en ascuas, receloso de su destino.¡Le parecía tan inverosímil ser amo de su casa, es decir, estar enseguras paces con el casero, ver un principio de arreglo en las cosasnecesarias para vivir; tener en su comedor loza modesta, pero loza alfin, en vez de los dos o tres platos rotos que eran su único ajuar;encontrarse los armarios surtidos de ropa blanca, que la misma Catalinacon solícita mano materna había puesto allí! Todo esto era como unsueño, como un pasaje fantástico de lasMil y una noches. Temíadespertar, y que tantos bienes desaparecieran en un restregar de ojos,volviéndole a la tristísima realidad de su vida anterior. Y para colmode ventura, podría consagrarse seriamente a un trabajo fácil y muy desu gusto, la zincografía, pues ya le iban a disponer local y aparatos apropósito. ¡Qué dicha, qué gloria, qué divina lotería! ¿Con qué lengua,con qué voces bendeciría a su celestial Providencia, la santa y amorosaHalma?

Su nueva vida apartó al parásito de los sip. 123tios que ordinariamente frecuentaba, sindejar de concurrir alguna noche a las casas de sus parientes. Y, alconocer allí los comentarios zumbones que del nobilísimo acto de suprima se hacían, perdió el hombre los estribos, cruzó palabras agriascon el Duque de Monterones y con dos o tres sujetos más, cuyas esposaso hermanas se habían permitido ridiculizar a la Condesa, y seguramente,si él fuera otro y en más le estimaran, de sus destempladas expresioneshubiera resultado algún lance. Feramor le calmaba, pues sus principiosde buena educación repugnaban aquella forma violenta, y hasta ciertopunto española, de tratar asunto tan delicado. Cuanto menos se hablarade ello, mejor. Pero Urrea estimaba el silencio como una complicidadcobarde con los murmuradores, y quería, por el contrario, hablar hastaque le oyeran los sordos, proclamar a gritos, no solo la inmaculadavirtud de Catalina, sino su talento, y la superioridad de sus ideas,que aquel vulgo elegante y corrompido no podría comprender nunca.Feramor le dijo con gravedad:

—La forma, mi querido José Antonio, es cosa de suma importanciaen la vida social, y no es posible desconocer su valor positivo, sinexponerse a gravísimos males. Todo se puede hacer haciéndolo bien; nadaes factible con malas formas.

Retirose Urrea maldiciendo a su primo, ap. 124 quien llamabael hombre de cartulinaBristol, y a la mañana siguiente muy temprano se fue a ver a laCondesa, hacia la cual una atracción invencible le arrastraba en cuerpoy alma. El agradecimiento vivísimo se transformaba en una adhesióncaballeresca, en un cariño fraternal o filial, que así debe llamárselepara expresar bien su pureza, en el deseo de serle útil, y prestarlealgún servicio proporcionado a la inmensidad del bien que de la ilustreseñora había recibido. Pero siempre que a ella se acercaba, sentíaseagobiado de tristeza, porque su conciencia le acusaba de agraviosinferidos anteriormente a la generosa viuda, y aquel día hizo propósitofirme de descargar su alma de aquel peso, confesando a su bienhechoralos pecados que contra ella había cometido. Encontróla dobladillando,con la ayuda de su criada Prudencia, las sábanas y ropa de comedorque faltaban para completar el ajuar del perdis redimido. RetirosePrudencia, y prima y primo hablaron lo que sigue:


VIII

—Halma, de hoy no pasa que yo tenga contigo una explicación. Miconciencia me lo pide, me lo exige. Gracias a ti, no solo tengo casay cama en que dormir, y platos en que comer,p. 125 sino conciencia. Esta me abruma: siempreque vengo, me digo: «De esta vez, se lo confieso.» Y siempre me faltavalor. Pero lo que es hoy, querida prima, hoy, o canto o reviento.

—¿Pero qué es eso, José Antonio, has hecho alguna cosainconveniente?

—No, no: no temas que yo falte a lo tratado. Mi corrección es tancierta como que ahora vivimos tú y yo. Trátase de pecadillos antiguos,que no tienen en sí mucha gravedad, quiero decir, sí la tienen por sercontra ti. Cualquier falta cometida contra ti es gravísima. Yo quieroconfesarlos hoy... Verás...

—Pero, hijo, vale más que se lo cuentes a un confesor. Por mí, tuspecadillos están perdonados. Falta que Dios te los perdone.

—Yo no tengo que buscar más perdón que el tuyo.

—Eso... casi casi es una irreverencia.

—Tú eres mi confesor, mi altar; tú eres mi santa, mi VirgenSantísima, mi...

—Calla, y no digas más desatinos. Pareces un chiquillo.

—Lo soy. Tú me has vuelto a la infancia, a la inocencia, a la edadaquella venturosa en que correteábamos los dos por los andurrialesde Zaportela. Soy y quiero ser un niño, y como niño, a ti, queeres como mi madre, te confieso mis horribles pecados. Atiende. Loprimero...p. 126 cuando tuhermano me sugirió la idea de pedirte socorro, yo no tenía más objetoque darte lo que llamamos un sablazo, ni más intención que emplear tudinero en pagar algunas deudas apremiantes, quizás en probar fortuna aljuego para sacar cantidad mayor. Pues cuando tu hermano me lo indicó,yo dije que tú estabas loca. ¡Ya ves qué insolencia!

—¿Y no es más que eso? —dijo Catalina riendo, y rasgando a tirón ungran pedazo de lienzo, de modo que su risa y el estridor de la tela seconfundían—. Pues con muchas abominaciones como esa, tu rinconcito enel Infierno no hay quien te lo quite.

—Es más, es mucho más —añadió Urrea suspirando fuerte—. Dije tambiénque tú eras tonta.

—¡Bah, bah!

—¡Llamarte tonta a ti, que eres la misma inteligencia...! El tontoes él, tu hermano, con la tiesura planchada de su alma inglesa, él,incapaz de nada grande, ni de un rasgo de sensibilidad...

—Eh... caballero; está usted pecando en el mismo confesonario. Porun lado se sincera, y por otro se carga con nuevas culpas, haciendojuicios temerarios.

—Pues no digo nada de tu hermano. Sabrás que también hablé pestesdel bonísimo don Manuel, y le llamécongrio, y...

p. 127—Ja, ja... deseguro que te lo perdonará si lo sabe.

—Y después, una noche que comí en casa de Monterones, hablamostu hermano y yo. Siempre que estoy a su lado, me siento con malosinstintos, no puedo resistir las ganas de chafar su pulcra educacióninglesa, como la felpa planchada y lisa de los sombreros de copa. Megusta cepillarla a contrapelo, expresar conceptos que le contraríeny le hieran. Pues con esa intención, y sin ánimo de ofenderte, dijeque yo pensaba contratar contigo, en cinco mil duros, la conducción aEspaña de las cenizas de tu querido esposo, y añadí mil tonterías... Teadvierto, en descargo mío, que había bebido más de la cuenta... Lo peorfue que no hablé del pobre Carlos Federico con el respeto que merece sumemoria. Mi palabra que no.

—Eso es un poquito más grave —dijo Halma con severidad, fijos losojos en su costura—; pero te lo perdono también, puesto que declarasque no sabías lo que hablabas, y que no tenías intención de agraviarme.¿Qué más?

—Por ahora nada más. ¿Te parece poco? Me quedo muy tranquilo,después de habértelo confesado. Y ahora vamos a otra cosa. ¿Sabes quetu hermana y tu cuñadita, y todo el enjambre de amigas te criticanacerbamente, por no haber correspondido a sus cuestaciones comop. 128 ellas esperaban, y queademás te ponen en solfa a ti y a don Manuel por lo que estáis haciendopor mí?

—¿Y qué? No me afano por eso. Les perdono cuanto digan de mi, ya seaimpertinencia sin malicia, ya malicia verdadera.

—No se detienen en la línea del chiste más o menos discreto, sinoque la traspasan, llegando a ofenderte con apreciaciones calumniosas.La de San Salomó dice que eres una hipócrita, y que las visitas que mehas hecho estas mañanas para arreglarme el cuarto, no pertenecen alorden de la beneficencia domiciliaria.

—Todo eso es para mí —dijo la viuda con augusta serenidad—, lo mismoque el ruido del viento entre las tejas de la casa... Dios conocemi interior, y ante Él expongo mi conciencia como realmente es. Losjuicios de los hombres para mí no existen.

—¡Oh, yo no tengo esa virtud! ¡Claro, cómo he de tener esa que estan difícil, si otras muy fáciles no las puedo tener! Lo que yo sientoes furor de venganza al oír tales infamias. Sería feliz si pudieraretorcerle el pescuezo a la bribona que tal piensa y dice.

—¡Oh, por Dios, Pepe, no sigas por ese camino, si no quiereslastimarme, y perder en absoluto mi estimación!

—Anoche tuve dos o tres agarradas en lasp. 129 casas de Monterones y de Cerdañola pordefenderte, porque para mí no hay mayor gloria que poner tu nombre ytus actos por encima de cuanto hay en el mundo. Yo me pelearía con todoel que no te confesase como la virtud más grande y pura que conocenMadrid y España entera; y haría morder el polvo al que pusiese en dudatu santidad, tu honestidad, tu entendimiento soberano.

—¡Jesús, cállate por Dios, y no disparates más, primo! ¿Estásloco?

—Y si te conviene probarlo, dime quién te ha ofendido en tudignidad, en tu honor, o siquiera en tu amor propio, para aplastarlecontra el suelo como un reptil, Catalina, para hacerle polvo...

Decía esto en pie, accionando con calor y énfasis de personajeheroico. Su prima, después de romper un hilo con los dientes, mirándoleasustada, le calmó con una franca y placentera sonrisa.

—Dije que eras un niño, y ahora lo pareces más que nunca. Nadieme ha ofendido en mi dignidad ni en mi honor; pero aunque alguienme ofendiera, no consentiría yo que tú hicieses por mí el paladínen esa forma criminal y anticristiana. Estoy pasmada de tu falta decristianismo. ¿Pero de dónde sales tú, desdichado? ¿En qué mundo desoberbia y de errores has vip.130vido? Primo mío, si quieres que yo te proteja y mirepor ti hasta hacerte persona regular, no me traigas acá bravatascaballerescas. ¡Matar! ¿Crees tú que puedo yo estimar a quien hieraa su semejante por un dicho, por una opinión, ni aun por un hechoofensivo? No, José Antonio, eso conmigo no te vale. Ahoga esossentimientos de crueldad, de venganza, y de desprecio de las leyesdivinas. Si no, no te quiero, no podré quererte, no serás nunca el niñobueno, con el cual quiero hacer un hombre... mejor.

Desbordábanse en el alma de Urrea la gratitud y el afecto filial, yreconociendo que Halma hablaba conforme a sus cristianos sentimientos,replicó manifestando su incondicional sumisión a cuanto la dama pensaray resolviera. Despidiose, porque tenía que ver y escoger aquel mismodía unos aparatos para su industria, y preguntando a su protectora sidebía volver por la tarde, díjole ella que no solo se lo permitía, sinoque le rogaba que volviese después de comer.

A poco de salir Urrea entró don Manuel Flórez, el cual, después deinformar a la soberana de los pasos dados para recoger cuentecillas ypagarés del primo pobre, le dijo que había visto a Nazarín; pero queaún no podía formar juicio definitivo de aquel hombre sin semejante.Por cierto que el Marqués, con quien habladop. 131 había del propio asunto (y esto se lodijo Flórez a la Condesa en la forma más delicada), no encontrabapertinente que el infeliz sacerdote manchego fuese llevado a su casa,porque siendo el tal, en aquellos días, objeto de las indagacionesinformativas de los noticieros de la prensa, si estos se enteraban deque había sido conducido a la casa de Feramor, armarían un alborotoque a él no le gustaba. Por respeto de su casa, por consideración almismo apóstol vagabundo, a quien él sabía respetar también, no eraprocedente, no era correcto, no era oportuno..., pues...

—Mi hermano tiene razón —dijo Halma, anticipándose al consejo de sucanciller—. No es conveniente, mientras no se calme el rebullicio delpúblico. Desista usted, pues, por ahora...

—No, si ya he desistido —replicó don Manuel, queriendo hacer constarsu iniciativa.

Y sin hablar cosa de más provecho, se retiró. Después de anochecido,cuando la viuda acababa de comer, entró José Antonio, y movido denerviosa impaciencia, no aguardó mucho tiempo para decirle:

—Vengo furioso, querida prima. ¿Sabes que abajo hacen mil catálogos,y se permiten indicaciones ridículamente maliciosas...? Aciértame porqué... Dicen que anoche saliste con tu criada a eso de las nueve,y que no volviste hasta muy tarde. Están lop. 132cas. Es mucho cuento que no puedas tú saliry entrar cuando gustes. Y puesto que a esa hora no hay novenas, nisermón, ni Cuarenta Horas, ni costumbre de pasear, ni tú frecuentaslos teatros, aquí tienes a tres señoras de alta alcurnia devanándoselos sesos por averiguar a qué sitio, que no sea iglesia, ni paseo, niteatro, puede ir una dama virtuosa entre nueve y diez de la noche.

—Déjalas que digan lo que quieran. Con eso se entretienen laspobres. En medio de su frivolidad, y del tumulto que las rodea,¡se aburren tanto!... Pues sí, anoche salimos. ¿Sabes a qué horaregresamos? Ya habían dado las once.

Y volviéndose a su criada, que recogía la costura, le dijo:

—Prudencia, no recojas. Esta noche te quedas aquí cosiendo. Mi primome acompañará.

—¿Sales también esta noche? —le dijo el de Urrea estupefacto.

—Sí, y te llevo de rodrigón, por si tuviera algún mal encuentro.¿Por qué pones esa cara? Prudencia, mi abrigo, mi mantilla.

En un momento se dispuso para salir. Cogiendo un lío de ropa, bienenvuelta dentro de un pañuelo prendido con alfileres, lo entregó asu primo, y sin tomarle el brazo, bajaron y salieron a la calle. Aexcepción del portero, nadie les vio salir.

p. 133—Aunque no es muylejos —dijo Catalina guiando hacia Puerta Cerrada—, como los pisosestán malísimos, tomaremos un coche, si te parece.

Así lo hicieron, y la Condesa dio las señas: San Blas, 3.

—¿Sabes a quién vi cuando pasábamos frente a San Justo? —le dijoUrrea, no bien empezó a rodar el pesetero—. Pues a Perico Morla. Sinduda iba a tu casa. Se paró para mirarnos. Ese llevará el cuento aConsuelo.

—Déjale que lleve todos los cuentos que quiera.

—Y de seguro ha venido en acecho hasta Puerta Cerrada, y nos havisto entrar en el simón. Verás qué pronto da la noticia, que será lanovedad de esta noche.

—Bien. ¿A ti te importa algo?

—¿A mí? Absolutamente nada. Palabra...

—Pues a mí tampoco...

—Lo que más me ha inquietado al ver a Morla, dejándome muy mal saborde boca, es que... ¿Quieres que te lo diga?

—Sí, hombre, dímelo.

—Pues que le debo doce duros. Ya se me había olvidado...

—¡Ah! pues recuérdamelo mañana para mandárselos, es decir, para quese los mandes tú.

No tardaron en llegar al término de su viap. 134je, que era una casa de apariencia bastantemediana, con estrecho portal y una escalera sucia, desquiciada ybulliciosa. Desde los descansos veíase un patio de corredores, y enestos, arriba y abajo, multitud de puertas entornadas, por las cualessalía ruido de voces, claridad y tufo de petróleo, olores de cenaspobres. Subieron Catalina y su acompañante al tercero, y cuando seaproximaban a la puerta, Urrea lanzó una exclamación, diciendo:

—¡Ah! ya sé a dónde vamos, prima. Desde que entré por el portal, mepareció reconocer la casa. Pero no caía; ¡qué confusión! no daba en locierto. Ya sé, ya sé. Como que aquí estuve yo la semana pasada con losperiodistas. Aquí vive Beatriz, la discípula de Nazarín.

—Es verdad. Llama.


p. 135

TERCERA PARTE


I

Si don Manuel Flórez inició sus visitas al místico vagabundo, donNazario Zaharín, por complacer a su señora y soberana, la Condesa deHalma-Lautenberg, pronto hubo de repetirlas por cuenta y satisfacciónde sí mismo, porque, la verdad sea dicha, el misterioso apóstol árabemanchego le encantaba, y cuanto más le veía, más quería verle y gozarde su sencillez hermosa, de la serenidad de su espíritu, expresadacon palabra fácil y concisa. Y cada vez salía el buen presbíterosocial más confuso, porque la persona del asendereado clérigo se ibacreciendo a sus ojos, y al fin en tales proporciones le veía, queno acertaba a formular un juicio terminante. «Yo no sé si es santo,pero lo que es a pureza de conciencia no le gana nadie. Desde luegole declararía yo digno de canonización, si su conducta al lanzarsea correr aventuras por los caminos no me ofreciera un punto negro,la rebeldía al superior... De todo lo cualp. 136 voy coligiendo que en este hombre benditoexisten confundidas y amalgamadas las dos naturalezas, el santo y elloco, sin que sea fácil separar una de otra, ni marcar entre las dosuna línea divisoria. Es singular ese hombre, y en mis largos años nohe visto un caso igual, ni siquiera que remotamente se le asemeje. Heconocido sacerdotes ejemplarísimos, seglares de gran virtud; sin ir máslejos, yo mismo, que bien puedo, acá para mí, sin modestia, ofrecermecomo ejemplo de clérigos intachables... Pero ni los que he conocido, niyo mismo, salimos de ciertos límites... ¿Por qué será, Dios Poderoso?¿Será porque este maniobra en libertad, y nosotros vivimos atados pormil lazos que comprimen nuestras ideas y nuestros actos, no dejándolaspasar de las dimensiones establecidas? No sé, no sé...» Y con esteno sé,no sé, Flórez expresaba la turbación y las dudasde su espíritu.

Por aquellos días acreció el tumulto periodístico, por estar próximoa sentenciarse el proceso en que metidos andaban don Nazario y Ándara,y menudeaban las interrogaciones, que llamaninterviews; losreporters no dejaban en paz a ninguna de las celebridades de laruidosa causa, y al paso que estimulaban con picantes relaciones lacuriosidad del público, se desvivían por darle pasto abundante un día yotro, rebuscando incidentes en la vida privada dep. 137 los héroes de aquel drama o comedia.Echábase Flórez al cuerpo la escalera que conduce a los pisos altos delHospital, cuando sintió tras sí voces alegres, y dos jóvenes que conpaso vivo subían de dos en dos peldaños le alcanzaron antes de llegaral tercero.

—Señor don Manuel, aunque usted no quiera... ¿Cómo va ese valor?

—No tan bien como ustedes... —contestó el sacerdote parándose, máspara tomar aliento que para contestar al saludo. Y después de mirarlesfijamente y de reconocerles, añadió con severidad—: ¿Con que otra vezaquí los señores periodistas?... ¡Pero, hombre, no han mareado yabastante a ese pobre señor! Francamente, me parece el delirio de lapublicidad.

—Qué quiere usted, don Manuel. La fiera nos pide más carne, másnoticias, y no hay otro remedio que dárselas —dijo el primero de losdos, vivaracho y simpático.

—Agotado tenemos ya el filón —indicó el segundo—; pero como esforzoso servir al público diariamente, ayer le di yo reseña exacta delo que come Nazarín, y una interesante noticia de los malos partos quetuvo su madre.

—Pero, hijos míos —dijo Flórez con más bondad que enojo—, vuestrainformación nos va a volver locos a todos. Habéis dicho mil cosasinconvenientes, otras que no le importan a nadie.p. 138 Yo no sé cómo estos pobrecitos presosaguantan vuestro fuego graneado de preguntas, y no os mandan a paseocien veces al día.

—Servimos al público.

—¿Pero no sería mejor que le sirvierais dirigiéndole, que dejándoosarrastrar por su novelería caprichosa y malsana?

—¡Ah, don Manuel! No somos nosotros, pobresreporters, losque encendemos la hoguera. Nos mandan llevar cuanto combustible seencuentra; troncos bien secos si los hay; si no, leña verde, para queestalle, y hasta paja, si no encontramos otra cosa.

—Bueno, señor, bueno.

—Pues ayer, mi querido don Manuel —dijo el vivaracho, mostrando unperiódico—, me sacó usted de un gran apuro. No sabiendo qué escribir,me metí con usted. Vea, vea lo que le digo: «Le visita diariamente elvenerable sacerdote don Manuel Flórez, que sostiene con el procesadoempeñadas controversias sobre puntos sutilísimos de teología y de altamoral...»

—¡Jesús!... ¡Mayor mentira! ¡Pero si no hemos hablado nada deteología, ni...! Y además, ya os he dicho que no teníais que mentarmea mí para nada. Yo vengo aquí a cumplir mis deberes cristianos deconsolar al triste, y dar un buen consejo al que lo ha menester.

—Es usted un santo, don Manuel. ¡Pues mep. 139nudo bombito le doy aquí, más abajo!Vea...

—Ninguna falta me hacen a mí vuestros bombitos, y os agradeceríamucho que no sacarais mi nombre en esta contradanza informativa.

—Déjeme que se lo lea. Digo: «Aquel venerable y ejemplar sacerdote,que es el primero en acudir, allí donde hay miserias que socorrer, ygrandes amarguras que mitigar con el inefable consuelo de la piedadcristiana; aquel varón respetabilísimo, cuya modestia corre parejascon su virtud, cuya actividad en servicio de los grandes idealesreligiosos...»

—Basta, basta... No quiero oír más.

Llegaron al corredor alto que da vuelta al inmenso patio, y elvivaracho se adelantó diciendo:

—Me temo que hoy tenga el apóstol mucha gente, y que no podamoshablarle.

—Pero si esto es un escándalo —dijo don Manuel—. Aquí viene, enbusca de satisfacciones de la curiosidad, un público no menos numerosoque el que va a los teatros y a las carreras de caballos. Al pobreNazarín le volverían loco si ya no lo estuviera, y como es hombre queno sabe negarse a nadie, ni ser descortés y altanero, que casos hay enque la descortesía y un poquitín de soberbia no están de más, resultaque los que venimos a consolarle y a poner algún concierto en susideas, no podemos realizar este fin.

p. 140Arrimáronse a unaventana el sacerdote y el segundo periodista, a echar un cigarrillo,mientras el primero entraba en la celda de Nazarín. Flórez sacó sustenacillas de plata, pues no fumaba sin este adminículo, y el otro, aldarle lumbre, le habló así:

—Dígame, señor de Flórez, ¿usted qué opina del resultado delproceso? ¿Cree usted que el tribunal verá en este hombre uncriminal?

—Hijo, no sé. Poco entiendo de Jurisprudencia criminal.

—Pues ayer en el Congreso —prosiguió el otro con gravedad—, me dijoa mí mismo don Antonio Cánovas del Castillo... Palabras textuales:«Condenar a Nazarín sería la mayor de las iniquidades.»

—Lo mismo creo.

—Pero los pareceres están divididos, aunque la mayoría de la opiniónes favorable a la inculpabilidad del apóstol. Yo le digo a usted laverdad. A mí me tiene medio conquistado. A poco más, voy a la redaccióndescalzo, abandono la casa de huéspedes, y me paso la noche en el huecode una puerta... Nada, que me seduce ese hombre, que me atrae.

—Su humildad llevada al extremo, su conformidad absoluta con ladesgracia —afirmó el sacerdote pensativo, mirando al suelo, y quitandola ceniza del cigarro con el dedo meñique—p. 141, son, hay que reconocerlo, una fuerzacolosal para el proselitismo. Todos los que padecen sentirán laformidable atracción.

—Pues no hay tanta gente como yo creía —dijo el otrochico dela prensa volviendo presuroso—. Está un actor..., no me acuerdode su nombre... que quiere estudiar el tipo del Cristo para lasrepresentaciones de laPasión y Muerte, en no sé qué teatro.También tenemos ahí a los pintores Sorolla y Moreno Carbonero, quequieren hacer una cabeza de estudio, y José Antonio de Urrea, quepretende volver a fotografiarle.

—Pues ya le cayó que hacer al pobre don Nazario —dijo Flórezmohíno—. Entraremos dentro de un ratito, y procuraremos despejar lacelda. Y ustedes, caballeritos, ¿se largarán pronto?

—¡Oh, sí! tenemos que ver a Ándara. ¿Viene usted, señor don Manuel?Le llevamos en coche.

—Gracias.

—Pues Ándara es deliciosa: más fea que una noche de truenos; perocon un talento para las réplicas, y una viveza, y una energía decarácter, que le dejan a uno pasmado.

—Y una fe en Nazarín que vale cualquier cosa. Si la ponen en unaparrilla para que reniegue de su maestro, morirá tostada, escupiendosangre a sus verdugos y proclamando a Nazarín, como ella dice, elpreferente de todos los santos de la tierra y del cielo,¡caraifa!

p. 142Llegaron otros dosdel oficio, y saludando cortésmente al buen eclesiástico, formarontodos corrillo junto a un ventanón de la galería.

—Parece esto la antesala de un ministro —dijo uno de los queacababan de llegar, llamado Zárate, hombre muy leído, según generalopinión, quiere decirse, que leía mucho.

—O de un soberano del antiguo régimen. Aquí estamos aguardando quesalga la tanda que está dentro.

—Pero falta un chambelán que ponga orden en estas audiencias.

—Pues hoy —dijo Zárate echándose hacia atrás el sombrero—, no mevoy sin interrogarle sobre las concomitancias que veo entre el idealnazarista...

—¿Y qué?

—Y el misticismo ruso.

—¡Hombre, por Dios!

—Yo veo un parentesco estrecho, una filiación directa entreaquellas y estas florescencias espiritualistas, que no son más que unamanifestación más de la soberbia humana.


II

—Pues ayer —manifestó el vivaracho—, le interrogué yo sobre eso delrusismo. Se mostró sorprendido, y me dijo que sus actos son laexp. 143presión de susideas, y estas le vienen de Dios; que no conoce la literatura rusa másque de oídas, y que siendo una la humanidad, los sentimientos humanosno están demarcados dentro de secciones geográficas, por medio delíneas que se llaman fronteras. Aseguró después que para él las ideasde nacionalidad, de raza, son secundarias, como lo es esa ampliacióndel sentimiento del hogar que llamamos patriotismo. Todo eso lo tienenuestro don Nazario por caprichoso y convencional. Él no mira más que alo fundamental, por donde viene a encontrar naturalísimo que en Orientey Occidente haya almas que sientan lo mismo, y plumas que escribancosas semejantes.

—Si es lo que yo digo —indicó el que había entrado con Zárate—.Ese es un tío muy largo, pero muy largo... No hay quien me apee dela opinión que formé de él el primer día. Estamos aquí haciéndolela corte al patriarca de los tumbones, y popularizando al Mesíasde la gorronería... ¡Oh! convengamos en que hace su papel con unhistrionismo perfecto, y que ha sabido llevar hasta lo sublime elcarácter del farsante aventurero y vagabundo. Yo sostengo que estetipo es la condensación más acabada del españolismo en todas susfases... sin negar que lo muy español pueda ser también muy ruso...entendámonos.

p. 144—Pero vengan acá,señores míos —dijo don Manuel atrayendo con su gesto y con sus palabrasla atención benévola y cortés de toda aquella tropa—. Perdónenme simeto baza en sus discusiones. Piense cada cual de este desdichadoNazarín lo que quiera. Pero al demonio se le ocurre ir a buscar lafiliación de las ideas de este hombre nada menos que a la Rusia. Handicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de tan lejoslo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en elaire y en el habla? ¿Pues qué, señores, la abnegación, el amor dela pobreza, el desprecio de los bienes materiales, la paciencia, elsacrificio, el anhelo de no ser nada, frutos naturales de esta tierra,como lo demuestran la historia y la literatura, que debéis conocer,han de ser traídos de países extranjeros? ¡Importación mística,cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo! No seanustedes ligeros, y aprendan a conocer dónde viven, y a enterarse desu abolengo. Es como si fuéramos los castellanos a buscar garbanzos alas orillas del Don, y los andaluces a pedir aceitunas a los chinos.Recuerden que están en el país del misticismo, que lo respiramos,que lo comemos, que lo llevamos en el último glóbulo de la sangre,y que somos místicos a raja tabla, y como tales nos conducimos sindarnos cuenta de ello. No vayan tan lejos ap. 145 indagar la filiación de nuestro Nazarín,que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la santidady la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizás vienen a seruna misma cosa, pues aquí es místico el hombre político, no se rían,que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes;es místico el soldado, que no anhela más que batirse, y se bate sincomer; es místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerioespiritual; místico el maestro de escuela que, muerto de hambre, enseñaa leer a los niños; son místicos y caballerescos el labrador, elmarinero, el menestral, y hasta vosotros, pues vagáis por el campo delas ideas, adorando una Dulcinea que no existe, o buscando un más allá,que no encontráis, porque habéis dado en la extraña aberración de sermísticos sin ser religiosos. He dicho.

Celebraron los buenoschicos el discurso del venerabledon Manuel, y cuando alguno, con el respeto debido, a contestarlese disponía, llegaron nuevos visitantes, dos damas y dos caballerosaristocráticos, que anhelaban conocer a Nazarín, y tres o cuatropersonas más, gente literaria o política, que ya le había visto ydeseaba sondearle de nuevo, porque entre sí traían grande y enmarañadadiscusión sobre si era un tunante muy largo o un sencillote con lacabeza trastornada.

p. 146—¿Qué? ¿no podemosverle? —dijo sobresaltada una de las damas.

—Habrá que esperar a que salgan los que están dentro... la pintura,señora, la fotografía y las artes del diseño.

—¿Y qué? —preguntó a los periodistas uno de los de oficio literarioque acababa de entrar.

—¿Saben ustedes si ha leído el librito de su nombre que anda porahí?

—Lo ha leído —replicó uno de los que llegaron con Flórez—, y diceque el autor, movido de su afán de novelar los hechos, le enaltecedemasiado, encomiando con exceso acciones comunes, que no pertenecen alorden del heroísmo, ni aun al de la virtud extraordinaria.

—A mí me aseguró que no se reconoce en el héroe humanitario deVillamanta, que él se tiene por un hombre vulgarísimo, y no por unpersonaje poemático o novelesco.

—Y dice también que en su reyerta con los bandidos en la cárcel deMóstoles, no le costó tanto trabajo vencer su ira como en el libro sedice; que la venció al instante y con mediano esfuerzo.

—Pues para mí —manifestó el caballero aristocrático—, el libroes un tejido de mentiras. Toda la escena de Nazarín con el señor dela Coreja, la tengo por invención del escritor, porque don Pedro deBelmonte es primo mío, le cop.147nozco bien, y sé que en ningún caso pudo sentar a su mesa almendigo haraposo. Esta no cuela. Que mi primo cogiera una estaca, yle moliera los huesos, y le plantara en medio del camino, después desoltarle los perros, muy natural, muy verosímil. Está en carácter; esees su genio; no puede esperarse otra cosa de su desatinada locura. Peroagasajarle, ponerse a hablar con él del Papa y del Verbo divino, eso nolo creo, eso no es verdad, es falsear a mi primo Belmonte. ¡Figúrenseustedes que fui la semana pasada a la Coreja, y a poco de entrar ensu casa tuve que salir escapado en busca de la pareja de la Guardiacivil!

En esto vieron salir a Urrea de la celda, seguido de los pintores ydel cómico.

—Ea, ya tenemos aquí al chambelán, que viene a anunciarnos que SuExcelencia nos espera.

Pero el chambelán traía muy distintas órdenes.

—Señores —les dijo—, tengo el sentimiento de participarles que elamigo Nazarín les suplica por mi conducto que le dejen solo. Sientefatiga, y si no me engaño, tiene bastante fiebre. Le he tomado elpulso. Necesita descanso, quietud, silencio.

El efecto de estas palabras fue desastroso. Las dos damas no teníanconsuelo.

—¿Pero no podremos verle, siquiera un instante?

p. 148—Me ha suplicadoque, por hoy, le libre del vértigo de las visitas.

—Y hace bien en cerrar la puerta —declaró Flórez—. No sé cómoaguanta tanta impertinencia. Ea, señores, estamos de más aquí.

—Poco a poco —dijo Urrea—. La orden tiene una excepción. Supo queestá aquí don Manuel, y ha manifestado deseos de verle. Pase usted;pero solo.

—¡Ay! nosotras... podríamos pasar también, hablarle un ratito...—indicó una de las damas.

—¡Oh!, no... sin duda quiere confesarse. Vámonos.

—¡Qué fastidio!... ¡Volveremos otro día! Yo quiero verle. Díganmeustedes, señores periodistas: ¿cómo es Nazarín? ¿Es cierto que surostro tiene tal expresión, que desconcierta a cuantos le miran? ¿Ycómo está vestido? ¿Qué dice? ¿Ríe o llora? ¿Habla con los que levisitan, les echa la bendición, o no hace más que mirarles?

Contestaban los buenoschicos a estas preguntas, excitandola curiosidad de las nobles señoras, en vez de calmarla. Inconsolablesellas por el chasco sufrido, y no pudiendo anegar sus ojos, sedientosde aquella gran novedad, en la fisonomía del apóstol errante, losclavaban en la puerta. ¡Ah! detrás de aquella puerta estaba...Volverían a la mañana siguiente.

Entró don Manuel, y desfilaron por las escap. 149leras abajo todos los demás. Alguno propusoa las aristócratas llevarlas a ver a Ándara. Pero después de unaespontánea conformidad con esta idea, una de las dos reflexionó ydijo:

—¡Imposible! ¿Está usted loco? ¡Nosotras entrar en la Galera!

Luego fue apuntada la idea de visitar a Beatriz, y esto no pareciótan mal a las dos señoras. Sí, sí, podrían ver a la mística vagabunday soñadora. Dividióse el grupo en la calle, y unos se dirigieron a lainmediata de San Blas, y los otros a la remota de Quiñones.

Salió Ándara al locutorio, y lo primero que le preguntaron loschicos fue si había leído el libro tituladoNazarín.

—Me lo leyeron —replicó la presa—, porque a mí me estorba lo negro.¡Ay, qué mentironas dice! Yo que ustedes, pondría en el papel que elescribiente de ese libro es un embustero, y le avergonzaría,para que se fuera con sus papas a otra parte. ¿Pues no dice que yopegué fuego a la casa?

—Tú también lo dijiste al principio; pero ahora, ausente de tu señorNazarín, que no te permite mentir, has arreglado con tu defensor, quees hombre listo, esa salidita del fuego casual. El hecho queda por lomenos dudoso, y la pena será relativamente corta.

—¡Que fuede casual, ¡ea!... ¡Caraifa con los niñosde la prensa! Yo al principio no supe lop. 150 que decía. Se me derramó el condenadopetróleo... Quedeme a obscuras... Encendí un misto, y vele ahí todoardiendo... ¿Que no lo creen? Asícosta... ¿Y quién me lodesmiente? ¿Quién me prueba que fue de voluntad? Si alguno de ustedeses el que ha escrito ese arrastrado libro, arrastrado le vea yo, ¡malajo!

—¿Sabes que te estás volviendo otra vez muy mal hablada?

—Desde que no está con el apóstol, ha vuelto a sus mañas.

—Ándara, nosotros somos tus amigos, y te queremos mucho. Pero sidices expresiones feas, se lo contaremos a don Nazario, y verás,verás.

—No, no se lo digan. Es la costumbre de antes, que sale... Pero unapalabra mala, dicha sin pensar, no hace pecado. Es que me encalabrinocuando me hablan del maldito libraco. ¡Miren que decir ese desgalichaoautor que yo parezco un palo vestido! Fea soy, digo, lo que es bonita,no soy ahora, como lo era antes, aunque sea mala comparación... pero notan fea que me tenga miedo la gente. Él será un esperpento, y en susescrituras quiere hacer conmigo unadesageración. ¿Verdad que notanto?

—Tienes razón, no tanto, Andarilla. Otra cosa: ¿Deseas mucho ver atu maestro?

—¡Ay, no me lo diga! ¡Verle! ¡Qué diera yo por verle, por oírsu voz!... Créanme, señoresp.151 de la prensa, y pueden ponerlo en el papel, si les viene amano. Por verle daría yo la salud que ahora tengo, y la que tendré enmuchos años. Me conformaría con estar en esta cárcel o en un presidiotoda mi vida, si supiera que le había de ver todos los días, aunque nofuera más que un cuarto de hora.

—Eso es querer, Ándara.

—Esto es querer, y creer en él, pues no ha mandado Dios al mundootro que se le parezca... lo digo y lo sostengo, aunque me claven encruz para que cante otra cosa. Que me desuellen viva para que diga queno le quiero, y ayudando yo misma a que me arranquen el pellejo, diréque es mi padre, y mi señor, y mi todo.

—¡Bien, brava Ándara!

—Nos contó Beatriz que ella le ve en espíritu, y siempre que quierele hace revivir en su imaginación...

—Esa es muysoñona. Yo, como más bruta que mi hermanaBeatriz, ¡bendita sea! no le veo cuando quiero, sino cuando él quieredejarse ver.

—¡Hola, hola! Explícanos eso.

—No seanmateriales, y compréndanlo sin más explicadera. Porlas noches, cuando me tumbo en mi jergón, en medio de unas obscuridadescomo las del alma de Caín, si he sido buena por el día, si no he tenidopensamientosp. 152 malos,abro los ojos, y en lo más negro de lo negro, veo una claridad, y enella mi Nazarín que pasa... no hace más que pasar y mirarme sin decirnada... Pero por los ojos que me pone, entiendo lo que quiere hablarme.Unas veces me riñe unas miajas, otras me dice que está contento demí.

—Pues si le ves esta noche, no es mala peluca la que te echa.

—¿Por qué?

—Por esa mentira tan gorda de que el incendio de la casa fuede casual.

—¡Eh, que no es mentira!... Mentira lo que dice el libro, tocante aque quisezajumar el cuarto... ¡Vaya, que ya es por demás tantaconferencia! Lárguense al periódico, que allá tendrán que plumear.

—Antes hemos de preguntarte otra cosa, ¡caraifa!

—No respondo más.

—¿A que sí? ¿La Beatriz viene a verte?

—Dos veces por semana. Ayer me trajo un vestido, que le dio para míuna señora de la grandeza.

—¡Hola, hola!... Noticia. ¿No te dijo el nombre de esa señora?

Y todos ellos sacaron papel y lápiz.

—Sí; pero no me acuerdo. Era un nombre muy bonito... así como...Señor, ¿cómo era?

p. 153—Haz memoria,Andarilla. ¿Sería la Condesa de Halma?

—Esa misma... Bien decía yo que era cosa buena... pues... del almasantísima.

—Bien, Ándara... te dejamos ya, caraifa.

—Adiós... adiós.


III

En mal hora se metió don Manuel Flórez en conferencias deexploración espiritual con el apóstol andante, porque siempre salíade la celda medio trastornado, ya creyendo ver en Nazarín la mayorperfección a que puede llegar alma de cristiano, ya viéndole yjuzgándole como un ser dislocado, completamente fuera del ambientesocial en que vivía. «No puede ser, Señor, no puede ser —se decía elbuen viejo, dándose palmadas en el cráneo, ya retirado en su vivienda,y descansando de los trajines del día—. Cada tiempo trae su forma yestilos de santidad. No nos disloquemos, Señor, no nos desviemos denuestra agrupación planetaria, si no queremos ser bólido errante,perdido por los espacios. Lo que yo digo: la locura no es más que eso,o mejor dicho, es precisamente eso, el escape por la tangente... y estehombre, con toda su virtud, que hay que reconocer, ha tomado muchafuerza, y se escap. 154pa,se dispara fuera de la órbita... ¡Qué lástima, Señor, qué lástima!Porque... lo digo con verdad... difícilmente se encontraría un espíritude mayor rectitud, de mayor pureza... Pero ha tomado la doctrina en susentido más riguroso, por lo más estrecho, por donde duele, y... nosé, no sé... Él cree que el equivocado soy yo, y yo que el equivocadoes él. Él dice que procede conforme a razón, y con plena concienciade ajustarse a la ley de Cristo, y yo digo... No, Señor, yo no digonada, no sé, he perdido los papeles; este hombre me ha trastornado, hallenado mi cabeza de confusión. No, no vuelvo a verle más. La sinrazónes contagiosa... Un loco hace mil. No más, no más.»

Y a pesar de esto, volvía, pues siempre le quedaba algún puntilloque dilucidar, o seno escondido que reconocer en el pensamientodel peregrino. Volvía, y a nueva conferencia, nueva turbación ydesconcierto del buen clérigo social. Se creerá que es exageraciónlo que se cuenta, pero es la verdad pura. Don Manuel llegó a perderel apetito, cosa de extraordinaria novedad en él, dormía mal, yse desmejoró su rostro. Creyeron sus amigos que había dado elbajón repentino de la aproximación a los setenta, y no faltó quienatribuyese a una causa moral la pérdida de aquel excelso aplomo queera su característica. Quizás su bondad se rep. 155sintió de haber encontrado una bondadsuperior, o que tal le pareciera, y como vivía en la rutina de notratar más que inferiores, en el terreno de conciencia, el repentinoencuentro de un ser, ante el cual alguna de las energías de su almatenía que hacer reverencia, le puso quizás de mal talante, aunque sinllegar, ni por asomo, a las tristezas de la envidia, pues era incapazde este odioso sentimiento. ¿Consistiría tal vez en que el tratosocial, las consideraciones y aun lisonjas de que era objeto, habíanllegado a formar en su alma la concreción de amor propio (de la cuallos caracteres más dueños de sí no pueden librarse), y el conocimientoy trato de Nazarín rebajaron un poquito el concepto de su propio valermoral? Con independencia de la humillación y desprecio de sí mismo queimpone la idea cristiana, todo ser conserva un poder de apreciacióno evaluación psíquica, por el cual, sin darse cuenta de ello, a sípropio se estima y tasa. Sin duda Flórez empezó a conocer que se habíatasado en algo más de lo que realmente valía. Como era recto y noble,acababa por conformarse diciéndose: «Bueno, Señor, bueno. Yo creí serde lo mejorcito, y ahora resulta que hay quien me da quince y raya.Pues reconozca yo mi insignificancia, o mi inferioridad manifiesta, yalabada sea la perfección donde quiera que se encuentre.»

p. 156El buen señorno podía pensar en otra cosa, y la fijeza de tal idea iba socavandosu salud. A veces se pasaba las noches en habilidosos distingos yparalelos, anhelando engrandecer el concepto propio, sin rebajarexcesivamente el ajeno: «Él es bueno, yo también. No digamos santos,porque la santidad en nuestros tiempos ¿dónde está? Yo soy social,él individual; mi esfera es el mundo de los ricos, la suya el delos pobres. En ambas esferas se sirve a Dios, ¡vaya! Él fortificasu alma en la soledad, yo en el bullicio; yunque por yunque, no sédecir cuál es el mejor. Cierto es que si miramos a la doctrina pura ya su aplicación a nuestras acciones, él aparece con ventaja, yo condesventaja; pero miremos a los resultados prácticos de una y otra formade ejercer el ministerio, y entonces, ¿cómo dudar que la supremacíaestá de la parte acá? Y por último, Señor, él se va del seguro, él secorre de lo posible a lo imposible, en él la virtud se permite hacersus escapatorias al campo de la extravagancia, y...»

Elevando los brazos, y mirando al techo de su alcoba, en la cualse paseaba para entretener el insomnio, añadía: «Señor, Señor, llevara la práctica la doctrina en todo su rigor y pureza, no puede ser, nopuede ser. Para ello sería precisa la destrucción de todo lo existente.Pues qué, Jesús mío, ¿tu Santa Iglesia no vive enp. 157 la civilización? ¿Adónde vamos a pararsi...? No, no, no hay que pensarlo... Digo que no puede ser... Señor,¿verdad que no puede ser?»

Como pasaban días y días sin que Catalina le interrogase sobre elexamen o estudio psicológico del apóstol vagabundo, creyó del casodon Manuel tomar la iniciativa en aquel asunto, que más valía dar suopinión antes que la dama por sí misma y por otros caminos llegase aformarla. Todo lo temía de su talento agudo, afinado por una voluntadpersistente.

—¿Y qué? —le preguntó Halma, demostrando menos curiosidad de la queFlórez esperaba.

—Empiezo por declarar —dijo don Manuel con solemnidad sincera, lamano puesta sobre su corazón—, que no conozco alma más bella que la deldesventurado sacerdote, a quien la ley ha perseguido por vagancia y porhaber dado amparo y protección a una mujer criminal. Si del estado desu entendimiento tengo aún mis dudas, de su conciencia, de su intenciónpura y rectamente cristiana, no puedo dudar. Quiero decir, señora mía,que encuentro una disconformidad irreductible entre la conciencia yel intellectus de ese singular hombre, y que si yo hallara manera deconciliar una con otro, tendría que declarar a Nazarín el ser másperfecto que ha podido formarse dentro del molde humano.

p. 158—Según eso, ustedsigue viendo en él las dos naturalezas, el santo y el loco, y ni sabesepararlas, ni fundirlas, porque locura y santidad no pueden ser lomismo.

—Exactamente.

—Bien podría deducirse de todo ello que, en nuestra imperfectísimacomprensión de las cosas del alma, no sabemos lo que es locura, nosabemos lo que es santidad.

—¡No sé, no sé! —exclamó el limosnero extraordinariamente turbado,llevándose las manos a la cabeza.

—Serénese, don Manuel. ¿Será que usted, en su larga vida, nuncase ha visto delante de un problema semejante? Contésteme ahora: ¿elbuen Nazarín practica la doctrina de Cristo tal como los Evangeliossantísimos nos la enseñan?

—Sí señora.

—Y a pesar de esto, la conducta del buen hombre nos parecedesconcertada... porque nuestras ideas así nos lo imponen. Sicreyéramos otra cosa, debiéramos imitarle, renunciar a todo, abrazandoel estado de absoluta pobreza.

—Sí señora.

—Y eso no puede ser. Hay algo dentro de nosotros mismos, y en laatmósfera que respiramos y en el mundo que nos rodea, que nos dice queno puede ser.

p. 159—Sí... puede ser...pero no puede ser... Ser no ser... He aquí, señora, la gran duda.

—Sigo preguntando. ¿Nazarín es humilde?

—Humildísimo. Asombra ver su tranquilidad ante los resultadosprobables del proceso. Si le condenan a presidio, lo acepta gozoso,lo mismo que si le hicieran subir al cadalso. Si le encierran en unmanicomio, en el manicomio entrará y vivirá sin protesta. No se quejade la ley, ni de los jueces, ni de sus acusadores, ni de la opinión,que con tan distintos criterios le juzga.

—Y en el caso de que saliera libre, ¿se sometería al superioreclesiástico, sacrificando su independencia al rigor de ladisciplina?

—También. Pues esto es lo admirable. Dice que si le absuelvenlibremente, se someterá y que...

—¿Qué más?... Sigo yo contando, pues usted, mi señor don Manuel,no tiene hoy la palabra tan expedita como de costumbre. Dice tambiénel buen Nazarín que cuando se encuentre libre, persistirá en elcumplimiento del voto de pobreza que ha hecho al Señor.

—Cosa imposible, así tan en absoluto, pues la mendicidad, fuera delas Órdenes que la practican por su instituto, es contraria al decoroeclesiástico.

—Y dice más...

p. 160—¿Pero cómo sabeusted...?

—Dice también que el mayor anhelo de su alma es que le devuelvanlas licencias para poder celebrar... y que se irá a vivir al presidioa donde sea destinado elSacrílego, si se lo permiten lasleyes penitenciarias, o si no, en la misma población, con objeto deverle diariamente. Está comprometido a conducir al cielo el alma deaquel criminal, y la conducirá. Los mismos propósitos tiene respectoa Ándara, y su mayor gozo sería que los encierros a que ambosdelincuentes fuesen destinados, radicaran en la misma ciudad. Si no,compartiría su tiempo entre la vecindad de Ándara y la proximidad delSacrílego, llevándose consigo a Beatriz, sin temor alguno de sercensurado y escarnecido por la compañía de una mujer.

—Tales son sus ideas, sí señora... Tan cierto es ello como que ustedtiene algo de zahorí —dijo don Manuel, sin disimular su asombro—. ¿Perousted..., acaso, le ha visto, le ha oído...?

—No; pero veo a Beatriz, de quien soy amiga, y amiga del alma. No hequerido decírselo hasta que no viniera una coyuntura propicia.

—¡Ah!... Me parece bien... Beatriz, la discípula...

—Pues bien, señor don Manuel de mi alma, esas ideas y propósitos deldon Nazario bastardean un poco aquella pureza del alma de que mep. 161 hablaba hace un rato. Laextrema humildad, ¿no se da la mano con el orgullo?

—Tal vez, tal vez.

—Por lo cual yo, más decidida que usted, sin duda porque soy másignorante, veo bien patente la locura de ese santo varón... ¿Es un locosanto, o un santo loco?...

—Locura... santidad... —murmuraba Flórez mirando al suelo, la cabezasostenida por ambas manos, los codos apoyados en las rodillas, contodas las señales en rostro y acento de una hondísima turbación.


IV

No pudieron detenerse, como deseaban, en buscar la explicaciónde aquel contrasentido, porque entró Urrea con noticias frescas,que hacían revivir el interés del asunto nazarista. Según contó eljoven reformado, por los periodistas se sabía ya la sentencia delTribunal, que se publicaría sin tardanza. No encontraba la Sala en donNazario Zaharín culpabilidad: la vagancia, el abandono de sus deberessacerdotales, la sugestión ejercida sobre mendigos y criminales noeran más que un resultado del lastimoso estado mental del clérigo,y como en ninguno de sus actos se veía la instigación al delito,sino que, por el contrario, sus desvaríosp. 162 tendían a un fin noble y cristiano, sele absolvía libremente. Resultando del informe de los facultativosque repetidas veces le habían examinado, que los actos del apóstolerrante eran inconscientes, por hallarse atacado demelancolíareligiosa, forma deneurosis epiléptica, se le entregaba alpoder eclesiástico para que cuidase de su curación y custodia en unAsilo religioso, o donde lo tuviere por conveniente.

Don Manuel y Catalina guardaron profundo silencio al oír esta parteinteresantísima de la sentencia.

—A Beatriz se la absuelve libremente —prosiguió Urrea—, porque nadaresulta contra ella, y la pena que merecía por vagancia, se estimacumplida con las dos semanas que sufrió de prisión correccional.

Ándara salía peor librada, aunque no tan mal como al principio secreyó. De sus primeras declaraciones, y de las de Nazarín, resultabaautora del incendio de la casa número 3 de la calle de las Amazonas.Pero su abogado, hombre muy despierto, había conducido el asunto conrara habilidad, demostrando que lo depuesto por Nazarín no tenía ningúnvalor testifical, por hallarse este en pleno delirio pietista, presade la monomanía del sacrificio y de la muerte. Ándara, en sus primerasdeclaraciones, había obedecido, según su defensor, a una influenciahipnótica del falso apósp.163tol. Ampliado el juicio, y sustentada la no intencionalidaddel incendio, el Tribunal admitió la prueba, condenándola, por lesionesa laTiñosa, a catorce meses de reclusión penitenciaria. Lacausa delSacrílego no tenía nada que ver con la de la vaganciay desafueros nazaristas. Aún no se había sentenciado, y por bien quesaliera, sus catorce o quince años de presidio no se los quitaba nadie,porque eran muchas y muy atroces sus audacias para llevarse la plata yvasos sagrados de las iglesias.

—Ya ve usted —dijo al fin Catalina a su amigo y limosnero—, cómo elTribunal, haciendo suya la opinión de los facultativos, da por ciertoque el santo varón no tiene la cabeza en regla.

—Y sin cabeza no hay conciencia —indicó el sacerdote con ciertaalegría, como si entreviera una solución a sus dudas.

—Con todo —añadió la Condesa—, no debemos aceptar ese criterio comodefinitivo. Se equivocan los Tribunales, se equivocan los médicos. Noafirmemos nada, y sigamos, mi señor don Manuel, en nuestras dudas.

—Sigamos, sí, en nuestras dudas —repitió el sacerdote, para quienera ya un descanso no pensar por cuenta propia.

—Y mis dudas —añadió Halma—, van a ser el punto de partida pararesolver la cuestión, porp.164que si no dudáramos, no nos propondríamos, como nosproponemos ahora, llegar a la verdad.

—Sí señora —dijo Flórez, hablando como una máquina.

—La sentencia del Tribunal, que yo esperaba, me abre camino paraponer en ejecución un pensamiento que hace días me corre por elmagín.

—¡Un pensamiento! A ver... —murmuró don Manuel perplejo, admirandode antemano y temiendo al propio tiempo las iniciativas de su ilustreamiga.

—Yo, digo, nosotros, sabremos al fin si nuestro pobre peregrino essanto, o es demente. Espero que podremos reconocer en él uno de losdos estados, con exclusión del otro. Y en el caso de que existieranjuntamente santidad y locura, en ese caso...

—Arrancaremos la locura para echarla al fuego, como hierba malanacida en medio del trigo —dijo don Manuel—, conservando pura e intactala santidad.

—Y si existieran juntas y confundidas, en una misma planta —agregóHalma—, respetaríamos este fenómeno incomprensible, y nos quedaríamostristes y desconsolados, pero con nuestra conciencia tranquila.

Flórez miraba al suelo, y Urrea no quitaba los ojos de su prima,cuyas palabras deletreabap.165 en los labios de ella, al mismo tiempo que las oía. Despuésde una mediana pausa, y queriendo adelantarse al pensamiento de laseñora, dijo el sacerdote:

—Pues para llegar a ese conocimiento y a esa separación, señora mía,tendríamos que... digo, veríamos de...

—No, si por más que usted discurra, no puede adivinar lo que hepensado, lo que haremos, si Dios me ayuda, y creo que me ayudará, puesla sentencia que acabamos de saber viene, como de molde, a favorecermi pensamiento, obra magna, don Manuel, una empresa de caridad que hade merecer su aprobación. Verá usted —añadió después de otra pausita,aproximando su silla baja al sillón del limosnero—. Pues, señor, ahorala ley civil le dice a la eclesiástica: yo, apoyada en la opinión dela ciencia, he debido declarar y declaro que ese hombre está loco.Como su locura es inofensiva, monomanía pietista nada más, que noexige custodia ni vigilancia muy rigurosas, renuncio a albergarle enmis casas de orates, donde tengo a los furiosos, a los lunáticos,casos mil de las innumerables clases de desorden mental. Ahí tienesa ese hombre; encárgate tú, Iglesia, de cuidarle, y, si puedes, dedevolver el equilibrio a su entendimiento. Es pacífico, es bueno, esde dulce condición en su desvarío. No te será difícil restap. 166blecer en él el hombre deconducta ejemplar, el sacerdote sumiso y obediente...

—Y le cogemos —dijo Flórez—, y le mandamos a un convento deCapuchinos, o a una de las hospederías religiosas, que existen paraestos casos, y le tenemos allí un año, dos, tres, al cabo de loscuales, estará lo mismo que entró.

—Quiere decir que no le cuidarán, que no le observarán, mirando porsu existencia y por su razón con el interés paternal que se debe a unalma como la suya, buena, piadosa, a un alma de Dios...

—No digo que...

—Pero nada de esto pasará —afirmó la Condesa, levantándose nerviosa,y cogiendo el bastón de Urrea para reforzar el gesto decidido con queacentuaba la palabra.

—¿Pues qué se hará, señora?

—A usted, mi señor don Manuel, le corresponderá la gloria mundana deesta prueba, si, como creo, Dios la corona con un éxito feliz.

—¿Y qué tengo yo que hacer, señora mía? —preguntó el eclesiásticoun poco molesto, pues no le caía en gracia aquello de hacer él cosasque ignoraba, ni que su autoridad quedara reducida a ejecutar órdenessuperiores, como un vulgar secretario.

—Una cosa muy sencilla, y que me parecep. 167 fácil. Mañana mismo... no hay que perderun solo día... mañana mismo, don Manuel Flórez y del Campo, elejemplarísimo sacerdote, el gran diplomático de la caridad, coge elsombrero y se va a ver al señor Obispo. Su Ilustrísima, naturalmente,le recibe con los brazos abiertos, y usted le dice: «Señor Obispo, unadama de nuestra aristocracia...»

—¡Ah! ya... Una dama de nuestra aristocracia...

—¡Si lo adivina, si lo sabe, si no tengo que decir más! Pues qué:¿no ha pensado usted lo mismo que yo? ¿No viene hace días dando vueltasen su mente a esta solución? ¿No esperaba saber la sentencia paraproponérmelo?

—Sí, sí... Yo pensaba... En efecto... La idea es buena —dijo ellimosnero, queriendo cazar al vuelo las de su noble amiga—. Claroque había pensado yo... Pues «Ilustrísimo señor, una dama de nuestraaristocracia, persona de grandes virtudes y celo cristiano, que quiereconsagrar su vida al santo ejercicio de la caridad, ha imaginadoque...»

Detúvose bruscamente don Manuel, vacilante, clavó sus ojos enHalma, después en Urrea, para volver a mirar con escrutadora fijezaa la ilustre señora, y en aquel punto, como si recibiera inspiracióndel Cielo, o algún genio invisible en el oído le susurrara, vio elpenp. 168samiento de laCondesa con toda claridad. Y recordando al instante palabras y frasessueltas de conversaciones anteriores, y viendo en ellas perfecto ajustecon lo que acababa de oír, ya no necesitó más el agudo presbítero pararecobrar toda su compostura mental, y sentirse dueño de sí mismo, y apunto de serlo de la situación. Limpió el gaznate para aclarar la voz,tomó de manos de Halma el bastón de Urrea, y fue marcando con él sobrela alfombra estas o parecidas expresiones:

—La señora Condesa ha tenido un pensamiento grande y bello, comosuyo. Hace tiempo concibió el proyecto de destinar su casa de Pedralbaa un fin caritativo, estableciéndose allí, al frente de una pequeñasociedad de desvalidos y menesterosos, de pobres enfermos y de ancianossin recursos. Bueno, Señor, bueno. Pues ahora, la señora Condesa sedirige por mi conducto al señor Obispo, y le dice: «A ese pobre clérigoperseguido, absuelto y tachado de locura, yo me le llevo a Pedralba,allí le cuido, allí le rodeo de calma, de un bienestar modesto; doy asu espíritu la soledad campestre, a su asendereado cuerpo descanso, ycomo él es bueno y sencillo, y su corazón se conserva puro, respondode que en breve tiempo podré devolvérselo a la Iglesia, limpio delas nieblas que han empañado su mente. Entréguenme el vap. 169gabundo, y les devolveré elsacerdote; denme el enfermo, y les devolveré el santo.»

—¿Y eso puede ser? —preguntó vivamente la viuda, sin admirarse de lobien que el sagaz Flórez le adivinaba las intenciones—. Quiero decir:¿consentirá el señor Obispo...?

—¡Ah!... lo veremos. Mucha fuerza ha de hacerle su nombre,señora.

—Y más aún la intervención de usted.

—En casos como este de Nazarín, el Prelado adoptará uno de dosprocedimientos: o entregar al enfermo un vale perpetuo para el Asilo deEclesiásticos, o ponerle bajo la salvaguardia de una familia respetablede reconocida virtud y piedad. Esto último se ha hecho hace poco con unpobre clérigo que padecía de ataquillos de enajenación.

—Pues la familia respetable a quien se encomiende la custodia ycuidado de este santo varón, seré yo.

—Sin duda. Y mucho mejor, si se constituye el Asilo o Recogimientoen forma legal y canónica, poniéndolo, como es natural, bajo la tuteladel jefe de la diócesis.

—En fin —dijo Halma gozosa—, que Nazarín es nuestro. Y el señorObispo, ya lo estoy viendo, alabará mucho este plan al saber que esidea de usted.

—Idea mía no —replicó Flórez sin mirar a lap. 170 dama—. Si acaso, en parte... Ambos pensamoslo mismo. Pero yo no podía pronunciar sobre ello la primera palabra, ytuve que aguardar a que la dijese quien debía decirla.

—Quedamos en que mañana mismo...

—Mañana mismo, sí señora.

—No se nos adelante alguno...

—¡Ah! lo que es eso... Pierda usted cuidado.

Retirose don Manuel a su casa, y aquella noche fue acometido de unalúgubre congoja, cuyo fundamento el buen clérigo no podía explicarse.«Esta tristeza hondísima y que parece que me abate todo el ser —sedecía, sin poder conciliar el sueño—, no proviene de causa puramentemoral. Aquí hay algún trastorno grave de la máquina. O el hígado se medeshace, o la cabeza se me quiere insubordinar, o el corazón se fatiga,y me presenta la dimisión.»


V

Hízose todo como Catalina de Artal deseaba, sin que la gestióndel buen Flórez tropezase con ninguna dificultad ni obstáculo deimportancia. Notaban en él cuantos en aquella ocasión le vieron,lo mismo en las oficinas eclesiásticas, que en las casas noblesque ordinariamente visitaba, una gran decadencia física, la cualparecía más grave por la pérdida de la jovialidad. Además,p. 171 claramente se advertíacierta inseguridad en las ideas, y dispersión de las mismas en elmomento de querer expresarlas, vamos, como si se le fuera el santo alcielo, según el dicho vulgar. No era ya el mismo hombre; en pocos díassu cuerpo perdió la derechura que le hacía tan gallardo, su cara sehabía vuelto terrosa, sus manos temblaban, y cuando quería sonreírse,su habitual expresión afable le resultaba fúnebre.

—O don Manuel está muy malo —decían sus amigos—, o algún hondo pesarsilenciosamente le mina.

Una mañana, el Marqués de Feramor le mandó llamar cuando descendíadel aposento de la Condesa, y encerrándose con él en su despacho, pusola cara de las grandes solemnidades para decirle:

—¡Parece mentira que nuestro querido Flórez, desmintiendo su gravecarácter, se haya prestado a favorecer las increíbles extravaganciasde mi hermana! Primero, la tontería de meterse a redentores de JoséAntonio, poniéndose en ridículo, y dando lugar al desbordamiento de lashablillas y chirigotas. No era esto bastante, y entre mi hermana y sulimosnero inventan este sainetón grotesco de llevarse a Pedralba todala cuadrilla nazarista... porque supongo irán también las discípulas,para mayor edificación... Ya ha principiado el coro de burlas, que a míno me afectan, no señor, porquep.172 todo el mundo sabe que permito a mi hermana lanzarse por sucuenta y riesgo a estas aventuras locas, para que encuentre en la ruinay en el ludibrio de las gentes el castigo de su soberbia.

La actitud y el lenguaje del señor Marqués eran de pontifical, segúnel rito inglés parlamentario y economista.

—Lo que más me duele —añadió—, es que nuestro buen amigo, en vezde poner un freno a estas que califico benignamente llamándolasextravagancias, les haya dado calor y apoyo con su autoridad...

Al oír esto, una onda de sangre subió del corazón al cerebro delsacerdote, y la ira, que era en él, por índole y por costumbre,sentimiento casi desconocido, se encendió en su corazón súbitamente.Al querer expresarla, las palabras se le atropellaron en la boca, surostro enrojeció, sus ojos se avivaron. Con lengua torpe pudo decir tansolo:

—¿Tú qué sabes?... ¡Eres un necio!

Y salió, como huyendo de sí mismo, arrastrando el manteo, la tejaechada hacia atrás, murmurando incoherentes frases por la escaleraabajo. Iba por la calle dando tumbos, sosteniéndose por un desmedidoesfuerzo de la voluntad, y al llegar a su casa, agotado bruscamente elesfuerzo, cayó redondo en el portal. Entre elp. 173 portero y dos vecinos que bajaban,levantáronle del suelo, y como cuerpo muerto le condujeron al cuartosegundo donde vivía. El ama y la sobrina, dos mujeres simplicísimas,ambas entradas en años, que le querían entrañablemente, rompieron enestrepitoso llanto al verle entrar en tan mísero estado, y la sobrinaexclamaba:

—¡Virgen de la Valvanera! Ya lo dije yo. Mi tío venía mal desde lasemana pasada.

Acostáronle, y como una media hora tardó en recobrar elconocimiento; mas la palabra no. El buen señor quería decir algo, y sulengua inerte no le obedecía. Acudió el médico, fuéronle aplicados losremedios elementales, y ya muy entrada la noche, después de algunashoras de reposo, pudo expresarse con mediana claridad:

—No seáis tontas —dijo al ama y la sobrina, que una a cada ladodel lecho le contemplaban atribuladas—, ni deis ahora en la manía deasustaros... Esto no es más que un aire. Lo cogí al salir de casa deFeramor. Ya me encuentro mejor, y con la ayuda de Dios Misericordiosoy de la Virgen Santísima, mañana podré echarme a la calle. Y en casode que determinen que ya estoy de más en este mundo inicuo, ¿qué hemosde hacer más que conformarnos todos, yo con irme a donde mi PadreCelestial me destine, según mis méritos o mis culpas, vosotras con queme vaya y os deje en paz?

p. 174Dispuso el doctorque no se le diera conversación y se le dejara descansar toda la noche,ordenando diversas medicaciones internas y externas. A la mañanasiguiente la mejoría era bien clara, y desde muy temprano acudieron ala casa multitud de personas. Una de las primeras fue Urrea; a pocollegaron Consuelo Feramor y la de Monterones, y otras muchas señorasy caballeros de distintas categorías. Todos prodigaron al enfermoconsuelos cariñosos, deseando su salud como la propia. Iban entrandoen la alcoba por tandas, y reunidos después en la sala, lamentaban elrepentino accidente del simpático sacerdote.

Consuelo llevó aparte a José Antonio para decirle:

—Sospecho que tú y Catalina no tenéis poca responsabilidad en estearrechucho de nuestro amigo. ¡Ah! su enfermedad arranca de la partemoral... ¿Qué... te haces el tonto? ¿No comprendes tu parte de culpay la de mi cuñadita, esa loca que no andaría suelta si no llevara elnombre que lleva? ¿Ahora caes en la cuenta de que habéis desprestigiadoa este santo varón, de que le habéis puesto en ridículo a los ojos delclero, de todos sus amigos y relaciones?

Contestación enérgica pensó darle Urrea; pero prefirió callarsepor no alborotar en casa ajena. A poco, entró Catalina de Halma,vestiditap. 175 de negro,con humilde severísimo porte, y su hermana y cuñada la saludaron confrialdad compasiva. Ella no les hacía ningún caso, ni se cuidaba de quele manifestaran este o el otro sentimiento. Cuando todos se retiraban,la Condesa expresó al ama y la sobrina su deseo de ayudarlas día ynoche en aquel penoso trajín de enfermeras. Conociendo la sinceridadde la buena señora, la familia del sacerdote aceptó tan nobleofrecimiento, felicitándose de que pronto sería innecesario, porquedon Manuel mejoraría, con la ayuda de Dios. Pasó a verle Catalina, yél, regocijándose de su presencia, se excitó un poquito, presentandosíntomas vagos de trabazón de lengua y de vaguedad en la ideación:

—Señora mía —la dijo—, muy malito tiene usted a su limosnero. Hasido un aire, nada más que un aire... He soñado con el Recogimientode Pedralba en que estaríamos tan bien... ¡oh, tan bien! Estosaires... son aires muy malos... La vida social... este vértigo, estebullicio, este mentir continuo... mal aire, señora... ¡Destrucción delos cuerpos, perjuicios de las almas!... Dios quiere llevarme ya. Havisto que no sirvo... que he llegado a la vejez sin hacer en el mundonada grande, ni hermoso, ni saludable para las almas. Mi concienciahabla y me dice: «no hay en ti y derredor de ti más que vanidad devanidades...» Usted es grande, señora Condesa, yo soy pequep. 176ño, tan pequeño, que memiro y no me veo mayor que un grano de arena. Un aire me trae, otrome lleva... ¡Ah, la soledad de Pedralba...! Pero no, no soy digno...El señor Marqués me mira desde la altura de su necedad, y me humillatodo lo que yo merezco. ¿Qué he sido yo? Un fantasmón... No hay quedesmentirme. ¿Qué hice por la salvación de las almas? Nada... ¡Yusted, que es santa, se digna venir a consolarme en mi tribulación...!¡Cuánta bondad, cuánta grandeza! Porque nadie mejor que usted conocemi insignificancia... Dios me dice: «no eres nada... eres el vulgocristiano, lo que es y no es... Vas bien vestido, y calzas bonitozapato con hebillas de plata... ¿Y qué? Eres atento en el hablar,obsequioso con todo el mundo; respetuoso de mí; pero sin amor. El fuegodel amor divino es en ti un fuego pintado, con llamaradas de almazarróncomo las de los cuadros de Ánimas. Llevas y traes limosnas como laAdministración de Correos lleva y trae cartas... pero tu corazón...¡ah! Yo que lo veo todo, lo he visto, lo he sentido palpitar, más quepor la miseria humana, por la elegancia de tus hebillas de plata...»Luego viene un aire... ¡Hermosa debe de ser la muerte para los quemueren en el Señor. Yo también quiero morir en Él, yo quiero, yoquiero!...

Vivamente alarmada, la Condesa se retiróp. 177 de la alcoba, pensando que la mejoría delbendito don Manuel había sido engañosa. Y firme en su propósito dedesempeñar en la casa los menesteres más humildes, mientras estuvieseenfermo su amigo del alma, concertó con el ama y sobrina las faenasa que debía consagrarse, resolviendo entre las tres que, pues lapresencia de la señora excitaba al enfermo, sin duda por el cariñoque este le profesaba, no era conveniente que entrase en la alcobasino en los casos de absoluta precisión. Desembarazada de su mantilla,tan pronto trabajaba en la cocina, como se personaba en la sala, pararecibir visitas de seglares y clérigos. Comió con las mujeres dela casa, y no quiso que le preparasen cama, pues con descabezar unsueño sentadita en una silla le bastaba. La enfermedad de su amadoesposo había sido para ella educación cumplida en aquellos trabajos ydesazones, y el no dormir, el no comer, la vigilancia constante no laafectaban lo más mínimo.

Muy bien pasó la tarde don Manuel, y a la noche llamó a susdomésticas para que le acompañasen y diesen parola, pues la costumbre,segunda naturaleza, le pedía trato social, conversación, amenidad.Catalina se escondió tras de la puerta para oírle, temerosa de quevolviese a desvariar. Dijéronle Constantina y Asunción, que así senombraban el ama y sobrina,p.178 que ya podía darse por restablecido de aquel arrechucho,y que le bastaría media semanita de descanso para poder entregarsenuevamente a sus habituales quehaceres. A lo que respondió el clérigocon serenidad:

—Puede que tengáis razón; pero por sí o por no, yo me pongo en lopeor, y si me apuráis mucho, digo que en lo mejor, o sea la muerte, finde esta vida miserable y principio de la eterna.

Como ellas dijeran que siendo él un santo, nada podía temer, ahuecóla voz para contestarles:

—Ni yo soy santo, ni ustedes saben lo que se pescan, pobresrutinarias, pobres almas sencillas y vulgares. Estoy a vuestro nivel...no, digo mal, a un nivel más bajo. Porque vosotras habéis padecido:tú, Constantina, con la mala vida que te dio tu marido; tú, Asunción,con tus enfermedades y achaques dolorosos. Vosotras habéis tenidoocasión de perdonar agravios, yo no. Vosotras habéis sufrido escasecescuando no estabais a mi lado; yo he vivido siempre en mi dulce y cómodamodestia, sin carecer de nada, bien quisto de todo el mundo, niñomimoso y predilecto de la sociedad. Vosotras habéis luchado, yo no,porque todo me lo encontré hecho. No me llaméis santo, porque hacéisbefa de la santidad aplicándola a quien tan poco vale.

Echáronse a llorar las dos mujeres, y le inp. 179vitaron a variar de conversación, puesaquella no era la más propia de un enfermo de la cabeza.

—No, no —dijo Flórez, encalabrinándose—. De esto precisamente quierohablar yo. Soy una pobre medianía; pero abdicando en este trance misridículas pretensiones, y pisoteando delante de vosotras, y delantedel mundo entero, mi orgullo, me entrego a la misericordia de mi PadreCelestial, para que haga de mi insignificancia lo que quiera. Mi almano se ennegrece con pecados infames, ni se abrillanta con heroicasvirtudes. Soy lo que el lenguaje corriente llama un buen hombre. Soy...simpático... ¡ja, ja!, simpático. En el mundo no quedará rastro de mí,y lo mismo que es hoy la sociedad, habría sido si Manuel Flórez y delCampo no hubiera existido en ella. ¿Cómo llamáis santo a un hombreque se enfada, aunque no mucho, cuando alguien le molesta? ¿A ti,Constantina, no te he reñido alguna vez porque la sopa estaba fría, oel chocolate muy caliente, o el arroz pegado, o el café poco fuerte? Yaves: ¡qué santidad es esa, ni qué...! Y tú, Asunción, ¡buenas broncaste has llevado..., porque las hebillas de mis zapatos no estaban bienrelucientes! Ya ves: ¡como si el que relucieran o no las hebillasimportara algo!... Si os apuráis mucho por lo que os estoy diciendo, osconfesaré que en mip. 180esfera, una esfera que parece amplísima y es muy reducida, he hechotodo el bien que he podido, y que mal, lo que es mal, no lo hice nuncaa nadie, a sabiendas. Pero de eso a que yo sea nada menos que santo,como vosotras creéis, pobres tontas, hay mucho camino que andar... Lossantos son otros, el santo es otro... Y de eso que dice el vulgo de queahora no hay santos, me río yo... Los hay, los hay, creedlo porque oslo afirmo yo... Pero no me tengáis a mí por tal, grandísimas babiecas,y si no, contestadme: ¿qué méritos extraordinarios veis en mí?... ¿quéinfortunios y trabajos han templado mi alma, qué injurias he tenido quesufrir y perdonar, qué grandes campañas por el bien humano y por lafe católica han sido las mías? ¿Acaso fui perseguido por la justicia,y tratado como los malhechores? ¿Por ventura me han ultrajado, me hanescarnecido, me han llenado de vilipendio? ¿Es tribulación andar decasa en casa, festejado y en palmitas, aquí de servilleta prendida,allá charlando de mil vanidades eclesiásticas y mundanas, metiéndomey sacándome con achaque de limosnitas, socorros y colectas, que sona la verdadera caridad lo que las comedias a la vida real? ¡Ah! silloráis por verme rebajado de esa categoría en que vuestra inocenciaquiso ponerme, llorad, sí, llorad conmigo, lloremos juntos, para que elSeñor tenga piedad de vosotrasp.181 y de mí, y nos iguale a los tres en su santa gracia.

No dijo más, porque el ama y sobrina, limpiándose el moco, ysobreponiéndose a su acerba pena, le exhortaron para que callase yno pensara cosas que al Divino Jesús y a la Virgen habían de serledesagradables. Buena era la humildad; pero no tanto, Señor.


VI

También lloraba la sin par Catalina oyendo los gritos de laconciencia de su buen amigo, y las tres convinieron luego en quemientras más se humillara el bonísimo don Manuel al prosternarseante el Dios de Justicia, más le ensalzaría este, dándole el premioque por sus virtudes merecía. A las once de la noche, ya levantadoslos manteles de la frugal cena, hallándose la Condesa en el comedor,embebecida en la lectura de sus devociones ante una lámpara conpantalla de figurines, entró José Antonio. No pudiendo pasarse un díaentero sin verla y hablar con ella (tal era su adhesión ardiente, quemás parecía de perro que de persona), agarrábase a la obligación deinformarse del estado del enfermo para entrar en la casa y aproximarlea su bienhechora.

—Nuestro don Manuel está mal —le dijo Halp. 182ma, cerrando su libro y marcando la páginacon un dedo—. Tenemos que pedir a Dios con toda nuestra alma que nosconserve esa vida tan preciosa, tan necesaria. Hay que rezar, rezarsin tregua, Pepe, y tú también... Pero sin duda no sabes; lo hasolvidado... Si yo quisiera enseñarte, ¿aprenderías tú?

—Tú conseguirás de mí cuanto quieras, y nada tengo por imposible sitú me lo mandas —replicó el joven con alegría—. Soy hechura tuya, soyun hombre nuevo, que has formado entre tus dedos, y luego me has dadovida y alma nuevas...

—Entre paréntesis, dime una cosa: ¿nos critican mucho por ahí?

—Horriblemente. Pero tu grande alma me ha enseñado lo que meparecía, más que difícil, imposible, despreciar esas infamias, y nocastigarlas inmediatamente.

—Dios es nuestro juez, y nos acusa o nos absuelve, por medio denuestra conciencia. Vete fijando en lo que te digo, y asegúralo en tupensamiento. Eres un niño, y como a tal te instruyo.

—Y yo lo aprendo todo. No tendrás queja de mí. Pero yo quisiera, mibuena Halma, que me mandaras cosas difíciles, muy difíciles, para queprobaras mi obediencia ciega.

—Por ejemplo, que te arrojes a un horno encendido, o que te tirespor la ventana.

p. 183—No es eso, aunquetambién eso haría si me lo mandaras. Cosas difíciles digo, de las queponen a prueba la voluntad de un hombre. Mientras tú no me mandes eso,y yo te obedezca, no me creo digno de lo que estás haciendo por mí. Túeres extraordinaria, increíble, inverosímil. Mi amor propio se pica, ytambién quiero salirme un poquitín de lo común.

—Descuida, que todo se andará. Como inverosímil, tú, que desdeque empezamos a curar tu alma con una medicina de que todo el mundose burlaba, te has desmentido a ti mismo. Hasta ahora parece que voytriunfando, y que mi extravagancia llevaba y lleva en sí algo deeficacia divina. Pero aún falta mucho, José Antonio, y si te cansas enlo peor del camino, me dejarás mal.

—No me cansaré. Voy contigo al fin del mundo, ya me lleves tirandode mí por un fino hilo de seda, ya por un dogal muy fuerte. Tira sinmiedo, que no haré nada por soltarme.

—Te advierto que aunque te sueltes, aunque al tirar de la cuerda mehieras y lastimes, no me arrepentiré de lo hecho.

—Porque tú eres... no diré una santa, ni un ángel, expresiones vagasque han desacreditado los poetas y los predicadores..., sino una mujersuperior a cuantas andan por el mundo, la mejor, la única, el femeninoen grado sublime.

p. 184—Eh... basta. Ahítienes otra maña que he de quitarte, la lisonja.

A los motivos de gratitud que subyugaban al parásito corregidohaciéndole esclavo sumiso de la Condesa de Halma, habíase añadidoúltimamente uno, que era sin duda el más fuerte eslabón de su cadena.A la penetración de la reformadora no podían ocultarse las recónditasmiserias y envilecimientos de la vida de Urrea, úlceras morales quepor su calidad indecorosa no podían ser mostradas. Pero la sagazdoctora las conocía, por inducción, y creyendo, en conciencia, que parala completa cura había que atacar aquel secreto desorden, antes quecorrompiera la parte del ser que iba paulatinamente sanando, incitóal enfermo, en buena ley de moral médica, a la confesión o sinceridadmás radicales. Él se resistía, creyendo que cuanto a tal asunto serefiriese no podía ni siquiera mentarse en presencia de la santa y puraseñora, como no es lícito decir en la iglesia palabras indecentes, nifumar, ni cubrirse. Pero ella, valerosa y serena, como Santa Isabelde Turingia poniendo sus manos en la cabeza de los tiñosos, le abriócamino para la explicación que deseaba, rompiendo el secreto en estaforma:

—No es menester ser zahorí, querido Pepe, para saber que en tuvida de pobreza vergonzante, angustiada y vil, ha de haber, ademásdep. 185 los sapos que yahemos sacado del fango, culebras que necesitamos extraer para sanartepor entero. Es inútil que me lo niegues. ¡Ah, tonto, como se ven losgusanos que se alimentan de la putrefacción, veo en derredor tuyoenjambre de mujeres, a quienes solo llamaré desgraciadas, porque no haymayor desdicha que perder el pudor!

—Es cierto. ¿Cómo negarte nada, si tú lo sabes todo?

—Tienes que limpiarte de esa podredumbre, Pepe, pues de locontrario, estás expuesto a corromperte de nuevo el mejor día.

—Sí, sí.

—Pero pronto, pronto. Adivino que esto no es fácil, y que pararomper con todo ese pasado vergonzoso hay obstáculos materiales.Confiésamelo, dímelo todo, ten conmigo la franqueza que tendrías con uncamarada de tu sexo. La vida humana ofrece tantas anomalías, que aunpara librarse de la ruina se necesita tener dinero, y que del mismovicio no puede huirse sin mostrarse con él caballeresco y dadivoso.

—Es verdad. Eres la ciencia humana y divina —replicó Urrea con vivaemoción.

—Más claro: para cortar tus lazos viles con esa infeliz gente,necesitas dinero. Al hacer la cuenta de tus ahogos y de los compromisosque amargaban tu vida, has ocultado esta por delip. 186cadeza, por respeto hacia mí. ¿No esverdad?

—Sí.

—Quizás te encuentras obligado y sujeto por favores recibidos.

—Sí.

—Quizás has contraído deudas... en común. No te apures. Hablaremosde esto lo menos posible, para ahorrarte la vergüenza que el casoentraña. Prométeme cortar en absoluto y para siempre, con propósitode no reincidir, esas relaciones infames, y yo te doy el dinero quenecesites para tu completa liberación. Así, así, las cosas se dicenclarito, y se hacen con valor.

—¡Oh, Halma! —exclamó anonadado el calavera, arrodillándose ante suprima, e intentando besarle las manos—. Si no te digo que te tengo porcriatura sobrenatural, no expreso todo lo que siento.

—Levántate. Hoy mismo te ocuparás de eso. Dímelo todo: no ocultesnada. Mañana liquidas tus deudas de ignominia. Si sintieras duda, oescrúpulo, porque hubiese algún lazo dificilillo de cortar, aun contijeras de oro, vienes y me lo cuentas, y yo te daré ánimos, razones...y veremos de arreglarlo.

Alentado por tan poderoso estímulo, Urrea cortó relacionesindecorosas, algunas que le estorbaban horrorosamente, llenando sualma de hastío; otras que, si afectaban algo a su corazón,p. 187 no tenían raíces tan hondasque no pudieran arrancarse con mediano esfuerzo. ¡Y qué libre, quéancho, qué desahogado se sintió después! ¡Con qué placer veía las carasbonitas y risueñas perderse en la bruma que precede a las tinieblas delolvido! Uno solo de los tirones que tuvo que dar le produjo dolor. Peroacordándose de su prima, lo sufrió valeroso, y aun lo hubiera resistidocon heroísmo si fuera de los hondos y lacerantes. Pero ello se redujoa un poquitín de pena o desconsuelo, y dos días bastaron para que lamundana figura que motivaba aquel estado psíquico, se desvanecieratambién con las otras en una neblina de indiferencia. Al terminaresto, la Condesa de Halma tomó ante su aplacado espíritu proporcionesenteramente divinas. Lo que sintió Urrea no podía compararse sino aljúbilo inenarrable del náufrago que pisa tierra después de angustiosalucha con las olas. Le salvaba aquella luz, faro, o estrella del mar, yante ella hacía la ofrenda de su vida futura.

No satisfecho con informarse por la noche del estado de don ManuelFlórez, José Antonio iba también por las mañanas. Comúnmente entrenueve y diez, Catalina había vuelto de misa, y estaba barriendo ylimpiando la sala y gabinete, mientras el ama y sobrina atendían alenfermo. Cubría la Condesa su talle con un manp. 188dil de Constantina, y manejaba la escobacon rara habilidad. ¡Quién había de decirlo, viendo aquellas manosaristocráticas, finas, blancas como azucenas, de forma bonitísima,largos, gordezuelos y puntiagudos los dedos, verdaderas manos de SantaIsabel de Murillo, que ni en las cabezas plagadas de miseria perdían suvirginal pureza y pulcritud! Urrea no se atrevió a pedirle permiso parabesarle las manos, por no profanarlas con su labio pecador. No merecíatan grande honra. Verdaderamente aquellos dedos que cogían la escobaeran dignos de tomar la hostia consagrada.

—¿Y don Manuel, cómo sigue?

—Mal. La noche ha sido intranquila. No ha podido dormir, sufríamucho de la cabeza. No ha desvariado, antes bien, habla como un santoque es. Hoy se le administra el Santo Sacramento. Prepárase a recibirlocon unción y alegría. ¿Sabes en qué conozco que nuestro buen don Manuelse nos muere? En que su alma es toda candor. Piensa y habla como unniño. Tanta simplicidad demuestra que su alma se ha despojado de todolo terreno. ¡Qué hermosura morir así! Aprende, primo mío, aprende, ypara que mueras como un justo, vive en la justicia y la verdad.

—Yo vivo donde tú me mandes —dijo el parásito apartándose parano estorbarle en su bap.189rrido—. Donde me pongas allí me estaré. Y ahora, déjameque te pregunte una cosa. Dicen en tu casa que te vas a vivir aPedralba.

—Eso había determinado; pero la falta de este incomparable amigoperturba mis planes, y aún no sé lo que haré.

—¡Y yo me quedo aquí! —observó Urrea con pena—. Yo aquí solo. Verdadque no estamos lejos, y puedo ir a verte con frecuencia. Pero no sé sitú lo consentirás. Debo seguir en Madrid para evitarte disgustos, paraque no se ceben en ti la envidia y la malignidad.

—Esa razón no es razón. Ya sabes que no me afectan los dichos dela gente frívola y vana. La calumnia misma, que a otros aterra, puedevenir a mí y acometerme y destrozarme. De sus ataques saldré másfuerte de lo que soy. Es la forma civilizada del martirio, ahora queno tenemos Dioclecianos que persigan el Cristianismo, ni sectariosfuribundos que corten cabezas de creyentes... Pero si la calumnia no esmotivo para que aquí te quedes —añadió, dejando la escoba, y poniendolos muebles en su sitio, después de restregarles la madera con un paño,tarea en que gustosamente le ayudó su protegido—, en Madrid continuarássolito, por razón de tus trabajos. No olvides la segunda parte denuestro convenio. Has de hacerte un hombre útil que viva honradamente,sin depender de nadie.

p. 190—Sí, sí. Yorealizaré tu hermosa idea. Eres como una madre para mí, y debovenerarte, porgue me das el ser.

—Y debo creer que este hijo mío es ya crecidito, con fuerzasuficiente para no necesitar andadores, y juicio para gobernarse por sísolo.

—Así será, si tú lo quieres. ¿Y ahora qué me mandas? ¿Me retiro?

—Sí, tenemos mucho que hacer. Luego hemos de preparar la casa yadornarla para recibir al Divino Visitante, que hoy tendremos aquí.Márchate y vuelve esta tarde a la hora del Viático. No quiero quefaltes.

—No faltaré —dijo Urrea, y besando la orla del delantal grosero queceñía el cuerpo de la noble dama, se retiró triste... ¡Partir Halma,quedarse él! ¡Enorme consumo de voluntad exigiría esta separación delhijo y la madre, del discípulo aún muy tierno y la santa y fuertemaestra!


VII

No faltó aquel día el Marqués de Feramor, que solo cruzó con suhermana palabras secas. En su atildado lenguaje inglés, parlamentarioy económico, dijo que los hombres temen la muerte como temen los niñosentrar en un cuarto obscuro. Esto lo había escrito Bacon, y él lop. 191 repetía, añadiendo quelas penas que ocasiona la pérdida de seres queridos, tienen el límitepuesto por la Naturaleza a todas las cosas. El mundo, la colectividad,sobreviven a las mayores desdichas personales y públicas. No debemosentregarnos al dolor, ni ver en él un amigo, sino un visitanteimportuno, a quien hay que negar todo agasajo para que se despida lomás pronto posible.

La ceremonia religiosa fue hermosa y patética, acudiendo un grangentío eclesiástico y seglar, de lo más distinguido que en una y otraesfera contiene Madrid. Recibió el enfermo el pan eucarístico concristiana unción y mansedumbre, mostrando gratitud inefable al Diosque penetraba en su humilde morada, y se mantuvo tan sereno y dueñode sí mientras duró el acto, que parecía repuesto de su grave mal.Después habló con entusiasmo a sus amigos del gozo que sentía, y de lasesperanzas que la santa comunión despertaba en su alma.

Por la noche, tras un ratito de tranquilo sueño, llamó al ama ysobrina, y les dijo:

—Ya sé que está en casa la señora Condesa, y en verdad no sé por quése oculta. Su presencia es gran consuelo para mí. Que entre, pues a lastres tengo algo que decirles.

Besó Catalina la mano del sacerdote y se sentó junto al lecho,quedando las otras en pie:

p. 192—De veras os digoque estoy tranquilo. Me prosterné ante mi Dios, y llorando amargamente,le ofrecí la confesión de toda mi vida pasada, la cual, por mi incuria,por mi egoísmo, por mi insubstancialidad, no ha sido muy meritoria quedigamos. Lo que poseo es para vosotras, Constantina y Asunción: ya losabéis. Atended a vuestras necesidades, reduciéndolas a la medida deuna santa modestia, y lo demás empleadlo en servicio de Dios; socorreda cuantos menesterosos estén a vuestro alcance, sin reparar si lomerecen o no. Todo necesitado merece dejar de serlo. Y a usted, señoraCondesa de Halma, nada le digo, porque a quien es más que yo y valemás que yo, y me gana en saber de lo espiritual y lo temporal, ¿quéha de decirle este pobre moribundo? He concluido con toda vanidad,y tan solo le ruego que encomiende a Dios a su buen amigo. El que amí me ha iluminado no está presente; si lo estuviera, yo le diría:compañero pastor, quisiera cambiar por tu cayado robusto el mío, que noes más que una caña adornada de marfil y oro. Tú pastoreas, yo no; túhaces, yofiguro...

Siguió murmurando en voz baja expresiones que las tres mujeres noentendían. No cesaban de recomendarle el silencio y la tranquilidad.Poco después rezaban los cuatro, llevando la de Halma el rosario.Antes de terminar, el enfermo pareció alep. 193targarse. Quedó Asunción de guardia, yConstantina y la Condesa salieron de puntillas.

Tenían de guardia en el recibimiento a la chiquilla de la portera,para que abriese al sentir pasos de visitas, precaución indispensablepor haber sido quitada la campanilla. A poco de salir de la alcoba, elama dijo a la Condesa:

—Ha entrado una mujer que quiere hablar con la señora. Debe de seruna pobre... de estas que acosan y marean con sus petitorios. Yo quevuesencia, le daría medio panecillo y la pondría en la calle, porquesi nos corremos demasiado en la limosna, esto será el mesón del tíoAlegría, y nos volverán locas. Trae una niña de la mano, y me da olora trapisonda, quiero decir, a sablazo de los que van al hueso. Conque póngase en guardia la señora Condesa, que en eso de dar o no darcon tino está el toque, como dice nuestro pobrecito don Manuel, de laverdadera caridad.

Ya sabía Catalina quién era la visitante, y sin decir nada se fue ala sala, donde aguardaban en pie una mujer con mantón y pañuelo a lacabeza, y una niña como de seis años, arrebujada en una toquilla.

—Beatriz —dijo Halma, muy afectuosa, entregándoles sus dos manos,que mujer y niña besaron con amor—, ya me impacientaba yo porque novenías a verme. ¿Te dijo Prudencia que vinieras acá?

p. 194—Sí señora; pero yono quería venir, por no ser molesta —replicó Beatriz, sentándose en elborde de una silla—. Por fin, esta noche me determiné, y he traído aesta para que me enseñe las calles, que no conozco bien. Rosa sabe aldedillo todos estos barrios, porque ayudaba a sus padres a repartir laleche, cuando tuvieron la cabrería... ¡ah! negocio malísimo, en que semetió mi prima con los vecinos del bajo derecha, por ayudar a Ladislao,que con la afinación de pianos no sacaba para dar de comer a lafamilia. El pobre Ladislao ha pasado amarguras horribles, persiguiendoel garbanzo, y soñando siempre con la ópera que tenía a medio componer,dentro de su cabeza. Todo lo probó: tocaba el trombón en un teatro, yrepartía prospectos por las calles. La cabrería les empeñó más de loque estaban. Yo he visto la miseria de aquella casa, miseria negra,como hay tanta en Madrid, sin que nadie la vea ni la socorra, porque noes posible, Señor, no es posible... Bien lo sabe la señora, que la havisto con sus propios ojos, porque con la señora entró Dios en aquellacasa... Y puedo decirle que sus palabras cariñosas las han agradecidoaquellos infelices más aún que el socorro que les ha dado para comery abrigarse. La señora es... no tan solo la caridad, sino también laesperanza.

p. 195—¿Y el pobreLadislao, está contento?

—Tan contento, que de puro alegre no pega los ojos. Dice que sudesiderato sería la plaza de maestro de capilla; pero que si laseñora no tiene capilla en sus estados, lo mismo la servirá de cocheroque para traer leña del monte, si a mano viene...

—Que no piense en eso, y espere —dijo la Condesa, impaciente portratar de otro asunto—. Bueno, Beatriz, ¿y qué...?

—Nada, es cosa resuelta. He venido acá, para que la señora Condesano tarde en saber que hoy fueron a verle al hospital dos señores curas,que parece son del Tribunal eclesiástico. Dijéronle que Su Ilustrísimale proponía dos maneras de asistirle y curarle, en el suponer de queestá enfermo. O bien darle un vale perpetuo para el Asilo de señoressacerdotes, o bien ser recogido en una casa honestísima de personaprincipal y muy cristiana. Diéronle a escoger, y, por de contado,escogió lo segundo. Lo he sabido por él mismo: esta tarde fui allá, yme encontré en la celda al señorito de Urrea, que le aconsejaba salirde aquel encierro, pues ya está libre. Mas no quiere el bendito donNazario gozar de libertad mientras no le dé licencia la persona que letoma bajo su amparo, y le diga cuándo, cómo y a qué lugar ha de ir consus pobres huesos.

p. 196—Pues mira loque has de hacer, Beatriz, y pon atención a lo que te ordeno. Mañanallegará un carro con tres mulas que he mandado venir de Pedralba. Alamanecer del día siguiente, lo tendrás en tu calle, y el carretero,que es un viejo llamado Cecilio, un poco hablador y refranero, perobuen hombre, subirá a tu casa para avisarte. Metes en el carro aLadislao y a Aquilina con sus tres chicos, y a Nazarín, y tú misma deañadidura. Cabréis perfectamente, y si vais estrechos, los hombrespueden ir algunos ratos a pie... En fin, arreglaos del mejor modoposible. No llevéis muebles ni ropas de cama. Repartid todo eso entrelos vecinos que sean más pobres. Ropa de vestir podéis llevar... ¡Ah!se me olvidaba el piano de Ladislao. Dile que es mi deseo se lo regaleal ciego, también afinador, que vive en el cuartito próximo. Puedemeter en el carro aquella balumba de papeles de música que tiene encimade la cómoda. Todo el día emplearéis en el viaje, porque las mulasirán al paso, para que puedan hacer un poco de ejercicio los que secansen de la estrechez del carro, y meterse en él un rato losdeinfantería, para descansar de la caminata. Cecilio os llevará hastami casa, y en ella os dará alojamiento hasta que, pasados unos días,cuando yo avise, vuelvan Cecilio y las tres mulas por mí.

p. 197—¡En carromato laseñora! —exclamó Beatriz llevándose las manos a la cabeza.

—Como vais vosotros, iré yo. ¿Qué más da? Si es hasta más cómodo, ymás alegre. No veas en esto un mérito, ni menos afectación de pobreza:no gusto de hacer papeles. Además, establezco en mi pequeño reino todala igualdad que sea posible. No me atrevo aún a decir, antes de que lapráctica me lo enseñe, a qué grado de igualdad llegaremos.

—Reino ha dicho la señora —afirmó la nazarista con gozo—, y aunqueasí no lo llamara, reina y señora nuestra será siempre.

—Tampoco sé aún qué grado de autoridad tendré sobre vosotros.Quizás no pueda tenerla, o la abdique desde el primer momento. Pero nopensemos aún en lo que será, y ocupémonos tan solo de lo presente. Conel dinero que te di, y que conservarás en tu poder...

—Sí señora, menos lo que, por encargo de la señora, gasté en elvestidito de Aquilina y en las botas de Ladislao.

—Pues aún te queda para comprar zapatos y alpargatas a los treschicos, y para lo que gastéis por el viaje, que será bien poco. Nonecesito decirte que economices, porque sé que sabes hacerlo. Como lahija de Cecilio cuidará de daros de comer mientras yo llegue, ten biencerrada la bolsa, Beatriz, y no gastes ni un cénp. 198timo de lo que en ella te quedare al llegarallá; no olvides que somos pobres, pobres verdaderos... No creas quenuestro reino es una pequeña Jauja.

—Si lo fuera, no nos tendría la señora por vasallos...

—¿Te has enterado bien?

—Sí señora —dijo Beatriz levantándose—; descuide, que todo se harápunto por punto como la señora desea.

Despidiéronse besándole la mano; la Condesa las besó en el rostro, yal despedirlas en la puerta, cuando ya habían bajado algunos peldaños,las llamó para hacerles una advertencia.

—Oye, Beatriz. Mi buen Cecilio padece de una maldita sed que nose le quita sino con vino. Ya está tan cascado el pobre, que seríacrueldad privarle de satisfacer su vicio. Durante el viaje, lepermitirás que tome una copa en alguna de las ventas por donde pasen,no en todas... Fíjate bien: con tres o cuatro copas de pardillo en todoel camino tiene bastante; pero nada más, nada más... Ea, adiós, y buenviaje.


VIII

Llegó poco después un señor eclesiástico, amigo íntimo de Flórez,don Modesto Díaz, que goza fama de predicador excelente, uno delosp. 199 primeros deMadrid. Tres o cuatro veces al día iba a enterarse del estado delenfermo, a quien entrañablemente quería, pues se conocieron desdela infancia, y en Madrid vivieron luengos años en cordialísimasrelaciones, aunque cada cual actuaba en esfera distinta dentro de loeclesiástico, pues si Flórez era relativamente rico, y no tenía quediscurrir para proveer decorosamente a la existencia, Díaz, obreroincansable, trabajó toda su vida,propter panem. De joven,tuvo que ganarlo para su madre, y en edad madura crió y educó sin finde sobrinos huérfanos, que debían de padecer hambre canina, según loque el pobre cura bregaba para mantenerlos, pues él daba lecciones delatín y moral, en colegios y casas particulares, de retórica y poéticaen un instituto, traducía del francés obras religiosas para un editorcatólico, y con esto y la celebración y sus sermones, que llegaron aconstituirle un ingreso de cuenta, salió el hombre adelante con todoaquel familiaje, y algo le quedaba para socorrer a un pobre.

La diferente atmósfera en que Díaz y Flórez vivían, y el distintocamino de cada cual, no impidieron que se juntaran en el terreno deuna amistad tan antigua como cariñosa. Eran vecinos: muchas tardespaseaban juntos, y perfectamente acordes en ideas y gustos, nuncap. 200 surgió entre ellos disputani desavenencia por cosa dogmática ni temporal. Ambos eran buenosy estimados de todo el mundo; ambos piadosos y bienavenidos con suconciencia. Hasta se parecían un poco en lo físico; solo que Díaz no searreglaba tan bien como el otro, ni era tan pulcro, o si se quiere, tanelegante.

Con expresiones de sincero dolor se condolió don Modesto de lagravedad de su amigo, manifestándose confuso por aquel repentino mal,que había venido como un escopetazo.

—¡Pero si hace tres semanas estaba Manuel vendiendo vidas! Una tardeque fuimos de paseo hacia la Moncloa, hicimos recuento de los años quetenemos a la espalda, y calculando lo que podríamos vivir si el Señornos conservaba nuestra salud, nos corríamos tan frescos hasta losochenta. De buenas a primeras, Manuel da este bajón tremendo... ¿Peropor qué? Las últimas tardes que paseamos, le noté muy metido en sí,cosa rara, pues era hombre tan social, que siempre le veía usted elalma revoloteando alegre fuera de la jaula... En fin, Dios lo quiereasí. Cúmplase su santa voluntad.

Con un hondo suspiro nada más comentó la Condesa estas expresiones,y el buen sacerdote, después de enjugarse una lágrima, cambió de tonopara decir:

—Entre paréntesis, señora Condesa, sé que se va usted a su finca dePedralba,p. 201 próximaa San Agustín, y conviene que sepa que el cura de esta villa es misobrino Remigio, a quien escribiré para que se ponga a las órdenes deusted, y la sirva en cuanto guste ordenarle. ¡Buen muchacho, señora,que sabe su obligación, y tiene además un don de gentes que ya loquisieran más de cuatro! Yo le crié; es mi hechura, y a mí me debesu doble carrera, pues a más del grado en teología y cánones, eslicenciado en derecho. Alguna guerra me dio cuando estudiaba, porque enla Universidad por poco me le tuercen. Le tiraba más la filosofía quela teología, y su comprensión fácil, su talento flexible le encariñaronmás de la cuenta con los estudios de materias filosóficas y socialesnovísimas. Bueno es saber de todo, y conocer toda la extensión de lasideas humanas; pero yo dije: «para, hijo». Él obstinado en doblárseme,y yo en que había de ponerle derecho como un huso. Naturalmente, ganéyo: el chico era dócil, respetuoso, y me quería con locura. Cantómisa diez años ha, día de la Candelaria, y ahí le tiene usted hechoun sacerdote modelo, obscurecido, es verdad, en una villa de cortovecindario, pero con esperanzas de pasar a una parroquia de la Corte, oa una canonjía.

Contestó Halma con las expresiones urbanas que el caso requería,y la conversación, por su propio peso, recayó en don Manuel, y en ladip. 202ficultad de sacarleadelante, si Dios no hacía un milagro.

—Para mí —dijo Díaz con hondísima tristeza— es una pérdidairreparable, pues no tengo ningún amigo que pueda comparársele en loafable, en lo cariñoso y servicial. Siempre que yo necesitaba unatarjeta de recomendación, él a dármela. Sus buenas relaciones congente principal eran una bendición de Dios para los que estamos enesfera más baja. ¡Cómo le quería toda la grandeza! Y ahí tiene usteda un hombre que hubiera podido ser obispo. Pero lo que él decía contoda la modestia de Dios: «No sirvo, no sirvo: es mucho trabajo paramí.» Cada lobo en su senda, y la de Manuel era fomentar la piedad enlas clases elevadas, y dirigirlas en sus campañas benéficas... Erahombre de tan extraordinario don de gentes, que su trato lo mismocautivaba al rico que al pobre, y con su ten con ten, a todos lesenseñaba la buena doctrina... ¡Dios sabe cuán solo y triste me quedosin Manuel en este valle de lágrimas!... ¡Pues apenas tiene fechanuestra amistad! Él es natural de Piedrahita, yo de Muñopepe, en elmismo partido. Juntos nos criamos, juntos fuimos a la escuela, juntosrecibimos la sagrada investidura. Él era casi rico, yo pobre; él vivíade sus rentas, yo de mi trabajo rudo. Siempre que necesité de algúnauxilio, porque hay meses cruep.203les, señora mía, sobre todo en verano, cuando se despueblaMadrid, a él acudía..., ¡ay! y le encontraba siempre. ¡Qué excelenteamigo! Me facilitaba cortas cantidades, sin ningún interés... ¡AveMaría Purísima, ni hablarle de ello siquiera! Me habría pagado. ¡Entreamigos...! Llegaba el invierno, y yo le pagaba religiosamente. PorNavidad, de los infinitos regalos que recibe, participo yo. El Señorle premia tanta bondad, pues sus tierras de Piedrahita siempre le danbuenas cosechas... Así es que viviendo con decoro y sin boato, comoun buen sacerdote, tiene sobrantes, con los cuales pudo costear unaexcelente escuela en Piedrahita. Sí señora, una lápida de mármol dicea la posteridad el nombre del fundador. Pues con estas esplendideces,aún le sobra, y no hay año que no compre alguna tierra limítrofe consu heredad. Propietario generoso, y buen cristiano, no apura a susrenteros, ni escatima jornales en tiempo de miseria. En fin, quehombres como este hay pocos. El Señor le quiere para sí; acatemos suvoluntad suprema, y reconozcamos que todas las grandezas terrenas sonceniza, polvo, nada.

Manifestose doña Catalina conforme con todo esto, y seguíanplaticando sobre la vanidad de las grandezas humanas, cuando el enfermodio una gran voz, diciendo:

—¿Ha venido Modesto?... Que entre aquí. ¡Modesto, Modesto!

p. 204Acudió el señorDíaz, y los dos amigos se abrazaron con ardiente cariño. El sano nopodía contener las lágrimas; el enfermo, debilitado y con el cerebroinseguro, perdiendo y recobrando a cada momento el sentido y lapalabra, no hacía más que darle palmetazos en el hombro, y sus ojosextraviados, tan pronto reconocían a don Modesto, como le miraban conextrañeza y estupor.

—Mi buen amigo —le dijo en un momento lúcido—, te sentí, y quiseque entraras para darte la gran noticia. Ya siento un gran alivio enmi alma. A mi conciencia le han nacido alas, y mírame cómo subo hastalos cielos. ¿No sabes? ¡Ay, Modesto, qué alegría! Acabo de decidir quemi viña de Barranco de Abajo, la mejor que tengo, sea para ti. Ya estiempo de que descanses, hombre. ¡Qué león para el trabajo...! Ahora,con tu viña, que puede darte tus mil cántaras, que te echen sobrinos.Bastante tienen estas tontas con lo demás de Piedrahita, y yo nadanecesito ya, pues quiero ser pobre lo que me quede de vida... No tevayas, Modesto, acompáñame, pues me dan más congojas... y me parece queme he muerto, y que me han enterrado vivo, y... No, no... que no meentierren vivo... Yo soy pobre... muy pobre, no quiero mausoleos, nique pongan sobre mí una de esas piedras enormes con letras de oro...No, no quierop. 205 letrasde oro, ni hebillas de plata. Y en cuanto a mi gran cruz de Isabel laCatólica, os digo que no me la pongáis, cuando me amortajéis... el díade mi muerte. No quiero más cruz que la de mi Redentor... a quien nome parezco nada, pero nada... Él era todo amor del género humano, yotodo amor de mí mismo. ¿Verdad, Modesto, que no me parezco nada... peronada?

Procuraban calmarle; pero ni aun podían, con la ayuda del señorDíaz, sujetarle en el lecho, pues dos o tres veces se quiso arrojar deél desarrollando una fuerza nerviosa increíble en su extenuación.

—Dejadme —decía—, no seáis pesadas. Huyo de lo que fui... No quieroverme, no quiero oírme. Hay un hombre, que en el siglo se llamó ManuelFlórez. ¿Sabéis cómo le llamaría yo?el santo de salón. Yono soy él; yo quiero ser como mi Dios, todo amor, todo abnegación,todo caridad... No entiendo de intereses. Aquel hacía cuentas, yo lasdeshago; aquel vivió en mil vanidades, yo corro detrás de la verdad, yala toco, y vosotras, ruines cócoras, no me dejáis...

El médico, que en mitad de esta crisis apareció, dispuso remediosque no tenían más objeto que hacerle menos dolorosa la agonía. Laparálisis de la parte inferior del cuerpo era absoluta. El derrame sehabía iniciado sobre la médula, dejando libre el cerebro. Don ModestoDíaz rep. 206solvióquedarse allí toda la noche. Después de las doce, el moribundo,inmóvil, rígido, descompuesto el rostro, honda y débil la voz,entornados los ojos, llamó a su amigo y le dijo:

—Modesto, hazme el favor de leerme aquel capítulo de losSoliloquios de nuestro Padre San Agustín... Confesión de laverdadera Fe.

—No necesito leértelo, querido Manuel —dijo don Modesto, con susmanos en las manos del moribundo—, pues me lo sé de memoria: «Graciasos hago, luz mía, porque me alumbrasteis y yo os conocí. ConocíosCriador del Cielo, y de todas las cosas visibles e invisibles, Diosverdadero, todopoderoso, inmortal, interminable, eterno, inaccesible,incomprensible, inconmutable, inmenso, infinito, principio de todaslas criaturas visibles e invisibles, por el cual todas las cosas sonhechas, y todos los elementos perseveran en su ser, cuya Majestad, asícomo nunca tuvo principio, así jamás tendrá fin...»

Y siguió recitando de memoria largo trecho, hasta que Flórez, quecomo extasiado escuchaba, repitiendo algunas palabras, le interrumpiódiciéndole:

—Más adelante, más adelante, Modesto, donde dice... ¡Ah! yo lorecuerdo: «Tarde os conocí, lumbre verdadera, tarde os conocí,porque tenía delante de los ojos de mi vanidad una gran nube obscuray tenebrosa, que no me dejaba ver el sol de justicia y lap. 207 lumbre de la verdad. Comohijo de tinieblas...»

Lo restante no se entendió. Fue tan solo un murmullo ininteligible,un pegar y despegar de labios, como si algo saboreara.

Doña Catalina y don Modesto rezaban, y el ama y sobrina habríanhecho lo mismo si su copioso llanto se lo permitiera. Llegaron muchosamigos, y a la madrugada, conservando el enfermo su conocimiento,aunque turbado, se le dio la Extremaunción. Pronunció después conceptosincoherentes, sin conocer a nadie; pero cuando ya era día claro, comosi la luz solar alentase la última chispa del pensamiento que seextinguía, miró y conoció a la señora Condesa, y alargando lentamenteel brazo hasta tocar la manga del vestido con su mano temblorosa, ledijo con voz apagada:

—No me olvide en sus oraciones, mi buena y santa amiga. Dios tendrámisericordia de mí, el más inútil soldado de la cristiandad militante.Nada hice de gran provecho: entrar, salir, saludar, consejos vanos...charla, etiqueta, buena vida, sonrisas... bondad pálida.. ¿Sufrir?nada... ¿Sacrificio? ninguno... ¿Trabajos? pocos. ¡Ah, señora mía yhermana, de lo mucho y grande que usted hará en la vida mística queemprende, pídale al Señor que me aplique a mí alguna parte, por labuena fe con que servía sus ideas, figurando que las inspiraba! Yo nohe inspirado nada, nada granp.208de... Todo pequeñito, todo vulgar... No fui bueno, no fuisanto: fui... simpático... ¡ay de mí! simpático. Válgame ahora,Redentor mío, mi simplicidad, esta pena de no haber sabido imitarte,de no haber sido como tú, sencillo, amoroso, manso, de no haber sabidolabrar con el bien propio el bien ajeno, ¡el bien ajeno!, único quedebe regocijar a un alma grande; la pena de no haber muerto para todavanidad, y vivido solamente para encenderme en tu amor, y comunicareste fuego a mis semejantes.

Esta llamarada de elocuencia fue la última, y precedió a laextinción tranquila y lenta de la vida, sin sufrimiento. Diversascláusulas fluctuaron en sus labios, como burbujas: una invocación a laVirgen, y la idea, la tenaz idea que no quería soltarle hasta el dintelmismo de la eternidad, que quizás le seguiría más allá, haciéndosetambién eterna:

—No soy nada, no he hecho nada... Vida inútil,el santo de salón,clérigo simpático... ¡Oh, qué dolor,simpático, farsa! Nadagrande... Amor no, sacrificio no, anulación no... Hebillas, pequeñez,egoísmo... Enseñome aquel... aquel, sí...

Acercándose mucho a su rostro, pudo el buen Díaz percibir estasexpresiones... La vida se apagó tan mansamente, que no pudieron losdoloridos circunstantes determinar el momento preciso en que entregósu alma al Señor el virp.209tuoso don Manuel Flórez; pero aquella diminuta porción detiempo, punto de escape hacia la misteriosa eternidad, se escondíaentre los quince minutos que precedieron a las nueve de la mañana.


p. 211

CUARTA PARTE


I

No se avenía con su desamparo José Antonio de Urrea, que, desdeel momento de la desaparición de la Condesa de Halma, arrebatada desu presencia en carromato, y no de fuego, vivía sumergido en un marde tristeza, sin más entretenimiento que medir con ojos lánguidos laextensión de la soledad cortesana que le rodeaba. Madrid, con todosu bullicio, y los mil encantos de la vida social, habían venido aser para él una estepa, en cuya aridez ninguna flor, ni la del bienni la del mal, podía coger para su consuelo. Pasaba el día tumbadoen un sofá, rumiando sus amargos hastíos de la lectura, del trabajo,de la meditación misma. Por las noches se lanzaba fuera de casa,buscando en un voltijear inquieto por calles y plazas el alivio de sumelancolía. No volvió a poner los pies ni de día ni de noche en lascasas de sus parientes, hacia los cuales sentía un despego muy próximoal horror. Sus amigos íntimos de otros tiempos,p. 212 compañeros de desorden, se le habían hechotan antipáticos, que de ellos huía como del cólera. De amistades deotro sexo, no se diga: éranle, más que antipáticas, odiosas. Con todo,una noche fue tan hondo su tedio, y tan vivo su afán de encontraralgo en que su alma se esparciera, que se dejó tentar del demoniode sus recuerdos. Pudo creer un momento que refrescando pasadasamistades se consolaría; pero no hizo más que llegar a las puertas delvicio, y retrocedió sobresaltado. Las tentaciones no hacían más quesoliviantarle la imaginación; pero sin poder debelar la fortaleza de suvoluntad.

Otro aspecto singularísimo del estado de su espíritu, era quetodas las personas que conocía se habían transformado en su criteriosocial así como en sus afectos. El primo Feramor no era más que unfigurón, una inteligencia secundaria, petrificada en las fórmulasdel positivismo, y barnizada con la cortesía inglesa; Consuelo yMaría Ignacia dos fantochonas, en las cuales se encontraba la comadrevulgarísima, a poco que se rascara la delgada costra aristocrática quelas cubría; mujeres sin fe, sin calor moral, ignorantes de todo lograve y serio, instruidas tan solo en frivolidades que las conduciríanal desorden, al vicio mismo, si no las atara el miedo social, y lasposiciones de sus respectivos maridos; la Marquesa de San Salomó unacursi porp. 213 todo loalto, queriendo hacer grandes papeles con mediana fortuna, echándoselasde mujer superior porque merodeaba frases en novelas francesas, y teníaen su tertulia media docena de señores entre políticos y literarios queposeían cierto gracejo para hablar mal del prójimo; Zárate, un sabiocargante que coleccionaba nombres de autores extranjeros y títulosde obras científicas, como los chicos coleccionan sellos o cajas defósforos; Jacinto Villalonga un político corrompido, de esos queenvenenan cuanto tocan, y hacen de la Administración una merienda deblancos y negros; Severiano Rodríguez otro que tal, mal revestido deuna dignidad hipócrita; el general Morla un Diógenes cuyo tonel erael casino; el Marqués de Casa-Muñoz un ganso, digno de morar en losestanques del Retiro; y por este estilo todos cuantos en otro tiempo lemovían a envidia o estimación, se degradaban a sus ojos hasta el puntode que él, José Antonio de Urrea, mirado con menosprecio y lástima, seconceptuaba ya superior a todos ellos. Para él toda la humanidad secondensaba en una sola persona, la celestial Catalina de Halma, resumende cuanto bueno existe en nuestra Naturaleza, excluido absolutamente lomalo; con la ausencia, que la misma señora le impuso como última etapadel procedimiento educativo, tomaba en el alma del discípulo prop. 214porciones colosales lafigura moral y religiosa de su maestra, y la veneración que haciaella sentía iba rayando en delirio. Sus insomnios eran martirio yconsuelo, porque en la soledad de la noche, el excitado cerebro sabíaengañar la realidad, oyendo la propia voz de Halma, y viendo entrevagas claridades la figura misma de la noble dama. «Voy a concluirloco perdido» —se dijo una mañana—, y diciéndolo tomó la temerariadeterminación que había de poner fin a su soledad. No se detuvo apensarlo más, para no arrepentirse, y en el breve espacio de algunashoras vendió sus trebejos de zincografía, y heliograbado, traspasóla casa, arregló un breve equipaje, y liquidadas varias cuentaspendientes, salió a tomar informes del coche de Aranda. «No puedo más,no puedo más —decía corriendo de calle en calle—. La desobedezco; peroya me perdonará, si quiere. Y si no, arrostro su enojo. Todo antes queeste vacío en que me muero.»

El coche de Aranda había salido ya cuando él llegó a laadministración, y no queriendo esperar veinticuatro horas más paralanzarse fuera de Madrid, que había llegado a ser su Purgatorio,tomó billete en un coche que al amanecer salía para Torrelaguna.Impaciente por partir, la noche se le hizo larguísima. Una horaantes de la salida, ya estaba en la administrap. 215ción, temeroso de que el coche se leescapara. Lo que hizo este fue retardar media hora la salida, peroal fin, gracias a Dios, viose el hombre en la delantera, junto almayoral, y las casas de Madrid se iban quedando atrás, ¡oh alegría!y atrás se quedaron los depósitos del Lozoya, y las casetas de losvigilantes de Consumos en Cuatro Caminos, y Tetuán; y después todoera campo, la estepa del Norte de Madrid, a trechos esmaltada de unverde risueño, gala de los primeros días de Abril, y limitada por elgrandioso panorama de la sierra. El corazón se le ensanchaba, el aireasoleado y puro llenábale de vida los pulmones. Desde su infancia nose había visto tan contento, ni gozado de una tan feliz y espléndidamañana. Se sentía niño, cantaba a dúo con el mayoral, y lo único que derato en rato obscurecía el sol de su dicha era el temor de que Halma seenfadase por su desobediencia.

Y en verdad que los Hados, o hablando cristianamente, la ProvidenciaDivina, no le favorecieron en aquel viaje, sin duda en castigo desu indisciplina, porque antes de llegar a Alcobendas, una de lascaballerías (dicen las historias que fuela Gallarda) dio aconocer su inquebrantable resolución de no seguir tirando del coche,por piques sin duda y rozamientos con el mayoral. Y ni los furibundosargumentosp. 216 que enforma de palos este le aplicaba, la convencían del perjuicio que suobstinación causaba a los viajeros. En esta y otras cosas, la paradaen Alcobendas, que debía ser breve, duró una horita larga, resultandodespués que el jamelgo con que fue sustituidala Gallarda,cojeaba horrorosamente. Urrea contaba llegar a San Agustín al mediodía, y a las dos, todavía faltaba largo trecho. Pero lo peor fue quecomo a un tiro de fusil más allá de Fuente el Fresno, una de las ruedasdijo con estallido formidable, que primero la hacían astillas que daruna vuelta más, y ved aquí a todos los viajeros en pie, sin saber siquedarse allí, o volver al pueblo por donde acababan de pasar. Urreano vaciló un momento, y encargando su maleta al mayoral para que laentregase en San Agustín, echó a andar resueltamente para esta villa.A buen paso, llegaría al caer de la tarde, y no había de ser tandesgraciado que no encontrara allí una caballería que le llevase aPedralba.

Anduvo con sostenido paso y sin sentir fatiga, y cuando conceptuabahaber andado más de una legua preguntó a un hombre que iba en la mismadirección, en un borriquillo:

—Buen amigo, ¿estoy muy lejos de San Agustín?

—Como una media horica.

—¿Encontraré allí una caballería para ir a Pedralba?

p. 217—¿A Pedralba,señor... a la casa de los locos?

—¡De los locos!

—Nada, es un decir. Así la llamamos, desde que está allí esa señoraque ha traído no sé cuántos orates para ponerles en cura.

—Doña Catalina, Condesa de Halma, a quien todo el país respetará yvenerará como una santa.

—Dígole, señor, que mejorando lo presente, así es. ¿Sabe lo que secuenta en el pueblo?

—¿Qué, hombre, qué?

—Que la doña Catalina es reina, sí señor, una reina o emperadorade los extranjis de allá muy lejos, y que hubo una rigolución pordonde la echaron del trono, y el Papa Santísimo la mandó acá en son depenitencia. Eso dicen: yo no sé.

—Patrañas. Pero en fin, ¿podré ir a caballo a Pedralba?

—Como decírselo a lo seguro, no puedo, señor. Llegará y veralo. Paracaballerías, el cura.

—Don Remigio Díaz, ¿no es eso? Le conozco de nombre, y por la famade su mérito. ¿Y el señor párroco podría facilitarme...?

—Como tenerlo, lo tiene: jaca, y por más señas, una burra hermana deeste... Y si el señor va cansado y quiere montarse un poco...

Sin esperar respuesta, el bondadoso campesino se desmontó,ofreciendo su rucio al caballero. No vaciló Urrea en aceptarlo, másquep. 218 por cansancio,por no desairar tan gallarda atención. Llevando su cabalgadura al pasodel dueño de ella, siguió José Antonio pidiéndole informes de loshabitantes de Pedralba.

—Y esa que ustedes creen reina, vendría en una carroza magnífica,escoltada de lacayos y servidores.

—No señor... ¡Qué risa! Vino en carromato. Parece que ha hecho votode vivir a lo pobre mientras no le devuelvan el reino que le quitaron.Primero llegó el carromato con muebles, baúles de ropa fina, y cosaspara el lavatorio de las señoras principales. Un espejo trajeron de másde una vara, y otros muchos arrequisitos de palacios reales. Despuésvolvió el carro trayendo a la señora, vestidita de negro, como laVirgen de la Soledad.

—Y esos locos que aloja consigo llegaron antes, según creo.

—Sí señor. Los trajo Cecilio, y por ahí andan sueltos. Dicen queuno es cura trajinante, y otro el primer músico de la capilla de lospalacios mostrencos de Inglaterra. De una de las mujeres se dice que esloca médica, y que cura todas las enfermedades de flato con solo mirar,y la otra parece que es la mejor mano para salar guarros que la señoratenía en su reino.

—Vaya —dijo Urrea parando y descendiendo del borrico—. Ya hedescansado. Muchas grap.219cias, y vuelva usted a montarse, que si no me equivoco, yaestamos cerca, y aquellas casas que allí se ven son las primeras delpueblo.

—A fe que sí. Ya llegamos —dijo el labriego, mirando hacia un grupode gente que por entre unos árboles, a mano derecha del camino real, aeste se aproximaba—. Señor, señor... ahí tiene a don Remigio, nuestropeine de cura... digo peine porque sabe más que Merlín. Véalo: vienehacia acá, y le mira a usted mucho.

Urrea vio que hacia él se llegaba, destacándose presuroso del grupo,un clérigo joven, vivaracho, con el balandrán colgado de los hombros,gorro de terciopelo negro, bastón nudoso. Descubriose el madrileño parasaludarle, y el curita le preguntó con extraordinaria viveza si era donJosé Antonio de Urrea.

—Servidor de usted, señor cura.

—¡Alto! Dese usted preso —dijo el párroco en un tono que reunía elhumorismo y la buena crianza—. Nada, nada, que se viene usted conmigoa la prevención, señor de Urrea, donde le tengo apercibida una modestacama para que descanse, cena frugal, y una yegua para que le lleve aPedralba.

—Señor cura, ¡cuánta bondad! Pero permítame usted que me asombrede esa previsión que parece sobrenatural. Yo no he anunciado miviaje...

p. 220—Pero lo que ustedno anuncia, porque se ha venido acá como un colegial escapado, otros loadivinan.

—No entiendo.

—La señora Condesa me dijo ayer: «He dejado en Madrid a unloquinario de primo mío, con órdenes terminantes de no moverse de allí,para que no desatienda las obligaciones que le he impuesto. Pero leconozco y se cansará, y querrá venir a verme, con pretexto de recibirnuevas órdenes. De hoy o mañana no pasa. Cuando recale por San Agustín,señor don Remigio, hágame el favor de atenderle, darle hospitalidad sillega de noche, y facilitarle una modesta caballería para que venga aPedralba.»

—Estoy encantado, señor cura —dijo Urrea loco de alegría—. Estoparece un sueño, un cuento de hadas..., y usted el genio protector, yyo... no sé qué parezco yo, el más feliz de los hombres..., y en estemomento el más agradecido de los viajeros.


II

Dirigiéronse hacia la casa rectoral, escoltados por los que depaseo venían con don Remigio, y este hizo el gasto de conversaciónpor el camino, dedicando un sentido recuerdo a la memoria del santodon Manuel Flórez, y condolienp.221dose de lo triste y solo que con tal desgracia se habríaquedado el tío Modesto. En la puerta se despidieron afectuosamente losacompañantes, y don Remigio y su improvisado amigo entraron.

—¡Valeriana, Valeriana! —gritó el curita desde la puerta, y habiendocomparecido una mujer gruesa y tan entrada en años como en carnes, ledijo—: Este es el caballero que esperábamos, o que creíamos ver llegarde Madrid hoy, mañana o pasado. Cenaremos pronto, Valeriana, que elseñor, diga lo que quiera, trae un apetito muy regular. ¿Verdad quesí?

Dio las gracias Urrea cortésmente, añadiendo con cierta timidez quesu deseo era llegar pronto a Pedralba...

—Tenga usted calma... y váyase convenciendo de que está secuestrado—le dijo el clérigo con ese humorismo hospitalario que suelen emplearlos ricos de pueblo—. ¿Creía usted que yo le iba a soltar tan pronto?Está fresco el señor de Urrea. Mire usted: ya es de noche, y no tenemosluna; el camino de aquí a Pedralba es muy malo para ir a pie, y acaballo no puede ser, porque hoy el chico del alcalde me llevó la jacaa Torrelaguna, y esta es la hora que no ha vuelto. Conque resígnese, ymañana con la fresca saldrá usted, acompañado deeste cura, quetambién tiene que visitar a la señora Condesa.

¿Qué remedio tenía el impaciente viajerop. 222 más que conformarse con la voluntad deDios, representado en aquella ocasión por el bondadoso y vivarachodon Remigio? Entraron en una sala espaciosa, lugareña, clerical, deparedes blancas, descubiertas las añosas vigas del techo, limpia,oliendo a iglesia y a pajar, con diversos objetos religiosos de adorno,enfundados en tul color de rosa para defenderlos de las moscas. Trajouna lámpara la niña del ama, pues era ya casi de noche, y don Remigiohizo sentar a su huésped en el largo sofá de Vitoria con colchoneta depercal rojo rameado, ocupando él un sillón verde, cubierto en brazosy respaldo por estrellas decrochet. Frente a frente los dos,pudo Urrea observar la fisonomía del buen curita, el cual era hombrecomo de treinta y cinco años, de poquísimas carnes, mediana estatura,con la cabeza y manos siempre en movimiento, pues no hablaba con ellasmenos que con la voz. En su rostro descollaba una nariz pequeña, picuday roja, en cuyo caballete se apoyaba malamente la montura de las gafas,y quedando entre estas y los ojos mayor espacio del conveniente,tan pronto bajaba el hombre la cabeza para mirar por encima de losvidrios, como la alzaba para mirar por ellos. La pequeñez de la narizle obligaba a llevarse la mano a las gafas tres o cuatro veces porminuto, no porque se cayeran, sino porque entre mano, nariz y anp. 223teojos había esta instintivaseñal de inteligencia. Todo el rostro era un poquito encendido decolor, y las orejas más, y su mirada revelaba agudeza, penetración,y un natural bondadoso y tolerante. Urrea encontró en don Remigioextraordinaria semejanza, salva la edad, con la fisonomía expresiva,inolvidable, de don Juan Eugenio Hartzenbusch. Y en el curso de laconversación, entrando ya en confianza, se aventuró a decírselo. Echosea reír don Remigio, y le contestó:

—Otros han hecho la misma observación. Indudablemente me parezco alilustre poeta, al gran erudito y académico, honra y prez de las letrasespañolas. Es un triste honor para mí, porque el parecido del rostropatentiza más la desemejanza intelectual entre hombres de tan relevantemérito y esta modestísima personalidad.

—¡Oh! no se achique usted, amigo mío —le dijo Urrea, saliendo alencuentro de aquella modestia, un poquito afectada—. Ya sabemos, yasabemos lo que usted vale...

—¡Por Dios, señor de Urrea!... Y aunque algo valiera un hombre, máspor el estudio que por dotes naturales, ¿de qué le sirve en este rincóndel mundo, en este destierro...?

Con la presteza del pájaro que salta de un palito a otro en laestrechez de su jaula, saltaba don Remigio de un asunto a otro en laconverp. 224sación.

—¿Pero no sabe, señor de Urrea? —dijo levantándose del sillón parasentarse en el sofá—. ¿No sabe a quién tengo de huésped desde hace dosdías? ¡Qué sorpresa le voy a dar! ¿No adivina?

—No señor.

—Pues al mismísimo padre Nazarín.

Urrea saltó de su asiento, y lo mismo hizo don Remigio, que allevantarse, impuso silencio a su huésped, diciéndole en voz baja:

—Vamos a verle y observarle sin que él se entere. Venga ustedconmigo.

Llevole por un pasillo de recodos, al extremo del cual había unapuerta de cuarterones, pequeña y fuerte. La claridad de la cocina, queen uno de los huecos de la izquierda se denunciaba con picantes olores,permitíales recorrer sin tropiezo aquella parte de la casa, que por suirregularidad era un modelo de arquitectura villanesca. Antes de llegara la puerta, que a Urrea le pareció desde el primer momento misteriosa,don Remigio secreteó algunas explicaciones en el oído de su huésped.

—En este cuarto, que mi antecesor destinó a la cría de palomas, heinstalado yo mi modestísima biblioteca. Aquí tengo a mi hombre. Poresta mirilla, que hay en la tabla, fíjese bien, como del vuelo de unduro, puede usted verle...

El débil rayo de luz que salía por la mirillap. 225 guió a José Antonio, que, aplicando losojos, vio una estancia, cuya capacidad no pudo apreciar, y en el centrode ella, junto a una mesa, frente a la puerta sentado, un hombre... Laluz de un candilón de dos mecheros, de los que ya son arqueológicos,le iluminaba la cara, que al pronto el observador no reconoció. Era unclérigo, vestido exactamente como don Remigio, con gorro de terciopeloy sotana. Hojeaba un grueso librote, y después de fijar su atencióny su dedo índice en una página, escribía rápidamente en cuartillascolocadas sobre el mismo libro.

—Pero no es... —murmuró el forastero apartando su rostro de lamirilla.

Díjole el cura que se fijase bien, y en efecto, después de muchomirar, José Antonio reconoció y diputó al clérigo de la biblioteca porel padre Nazarín en persona.

Cogiéndole de un brazo, don Remigio volvió a conducir a su huéspeda la sala, para poder hablar con libertad, y antes de llegar a ella ledijo:

—Claro, ha tardado usted en reconocerle, porque se lo figurabacomo le conoció en Madrid, con barba, y el traje de mendigo seglar.Así nos le trajo aquí doña Catalina. Con franqueza, yo teníacuriosidad vivísima de ver a este hombre, porque conozco el libro quedep. 226 sus inauditasaventuras cristianas anda por ahí, he leído también en la prensa milinformaciones acerca del proceso, y así, en cuanto supe que habíallegado el tal, me planté en Pedralba con mi amigo Láinez, el médicodel pueblo. ¡Figúrese usted nuestro asombro, señor de Urrea, cuando lehablamos, y advertimos en él discernimiento claro, serenidad pasmosa,y una mansedumbre evangélica, de la cual creo que no hay otro ejemplo!Claro que a pesar de estas señales, la locura existe. Algo tiene elagua cuando la bendicen, y por algo los señores facultativos y laAudiencia le han declarado irresponsable de las extravagancias queconstan en el proceso. Pero a pesar de todo, señor de Urrea, estehombre ha llegado a interesarme, le he tomado cariño en los pocos díasque ha que nos tratamos, y... qué sé yo, no le tengo por cosa perdida,ni mucho menos. La piedad angelical de la señora Condesa y nuestramodesta cooperación, triunfarán de la malicia que se ha infiltradoinvisible en el cerebro de este buen señor, y le devolveremos sano yequilibrado a la Iglesia militante, en la cual, o mucho me engaño, opuede ser un elemento, sí señor, un elemento de grandísima valía.

—Pero esta transformación...

—A eso voy. Con mil artificios traté yo, en mis primeras visitasa Pedralba, de despertarp.227 en él la soberbia, y no lo pude conseguir, no señor.Creíamos todos que se quejaría de los que en una u otra forma le hantraído a mal traer de algunos meses acá. Nada de eso. Ni contra lacuria, ni contra la prensa, ni contra nadie ha pronunciado la másleve recriminación, ni tiene por cruel o injusto lo que con él se hahecho. Esto es muy raro, ¿verdad? Láinez me decía: «Es muy extrañoque no observemos en él ni el menor destello de delirio persecutorio,que es uno de los síntomas primordiales...» Si delirio es el amar sinrestricción alguna, y ponderar y encarecer como mercedes los ultrajesque ha recibido, ahí puede estar el principio de la desorganizacióncerebral. Le digo a usted que este caso nos tiene pasmados.

—Realmente...

—Pues verá usted. Por buscarle las vueltas, le digo: «PadreNazarín, gran violencia será para usted no poder salir ahora descalzoy harapiento por los caminos.» Contestación: «Para mí, señor donRemigio, no es violencia ningún estado que se me imponga por quien debey puede hacerlo. Pedí limosna cuando creí que debía vivir como los másdesdichados y menesterosos. Dios, en mi corazón, me ordenaba hacerloasí, y ninguna ley humana me lo prohibía. Pero al mismo tiempo quela pobreza, o antes quizás, Dios me ordena la obediencia. Yo vagabaenp. 228 libertad. La leyhumana me cortó el paso, y me mandó que la siguiera. Obedecí. Sometimesin réplica a cuanto de mí quisieron hacer. Contesté con verdad acuanto me preguntaron. Conforme me hallaba de antemano con la sentenciaque contra mí se pronunciara, fuera la que fuese. Determinaron que soyun enfermo. Diéronme a escoger, para mi reposo, entre un asilo y lamorada patriarcal y campestre de la señora Condesa de Halma, y preferíesto. Aquí me tienen dispuesto, hoy como ayer, a la suma obediencia.La señora doña Catalina, y usted, señor cura, por delegación de la leyeclesiástica, que ahora sustituye a la civil en mi castigo, enmienda ocuración, pues de todo habrá en ello, son los dueños de mis acciones yde mi vida. No soy libre, ni quiero serlo, si los que saben más que yodeciden que no debe dárseme libertad.»

—Es extraño, sí...

—Pues verá usted. Digo yo: «Amigo Nazarín, si la señora Condesa loconsiente, ¿se decide usted a venirse conmigo unos días a mi modestacasa de San Agustín?» Contestación: «Yo no decido nada. Voy a donde melleven.»

—Como el loro del cuento.

—Exactamente. Con licencia de la señora, me le traje aquí, y porel camino se me ocurrió tantearle en teología. Un asombro, señor deUrrea. Se expresa con sencillez, sin énfasis docp. 229toral ni literario, y tan fuerte está elhombre, que por más que quise no pude cogerle en tanto así de falsedadlógica o desliz herético. En sus opiniones, ni el menor asomo dedemencia, mi señor de Urrea, de donde yo deduzco, y en ello convieneconmigo el amigo Láinez, que el desvarío, si existe, no radica en laparte de los espacios cerebrales que sirve como de vehículo a lasideas, sino en aquella otra por donde pasa todo este torrente de lasacciones, de la conducta, señor de Urrea. ¿Es esto claro?

—Sí. Pero la transformación personal...

—A eso voy.

(El ama anunció que estaba dispuesta la cena.)

—Ya vamos. Pues cuando llegó aquí, le digo: «Si es verdad queyo mando y usted obedece, amigo Nazarín, ahora mismo se va usted aafeitar, y a vestirse con mi ropa.» Pues tan conforme. Yo mismo leafeité. Fue una risa... Y mi modesta ropa y mi calzado, señor de Urrea,le vienen como hechos a la medida. Cuando se lo ponía, le digo: «¡Cómoextrañará usted la sujeción de esta ropa civilizada, hecho ya el cuerpoa su pergenio salvaje, y bíblico, según los periodistas!» ¡Vaya quellamar bíblico...! ¿Pues qué cree usted que me contestó?

—(Señor cura —vino a decir el ama—, que la cena se enfría.)

p. 230—Contestaría que elhábito no hace al monje.

—Vamos al instante... Y que él no ha fijado nunca la atención enlas diferencias entre estos y los otros vestidos. Dijo más... Señorde Urrea, pasemos a mi modesto comedor... Palabras textuales: «Elvestido que usted llama salvaje, señor don Remigio, no lo tenía yopor indecoroso en mi vida errante y entre gente pobrísima. Pero estono quiere decir que lo prefiera yo sistemáticamente a todos los demásestilos y maneras de cubrir el cuerpo, porque sería afectación, y laafectación, gracias a Dios, no cabe en mí.»

—Lo mismo nos dijo un día en el Hospital, cuando los periodistasy otras muchas personas que íbamos a verle, nos permitíamosinterrogarle... Palabras textuales: «Vean en mí cuanto quieran, señoresmíos; pero la afectación, por más que miren, no la verán jamás.»


III

Avisado Nazarín para la cena, ocupó su asiento a la izquierdadel buen don Remigio, después de saludar a Urrea con las fórmulascorrientes de cortesía, sin extremos de urbanidad, sin alegría ni penade verle. Diríase que su presencia no le causaba la menor sorpresa,bien porque de nada se sorprendía, bien porque hup. 231biera previsto la visita del protegido asu protectora. Bendijo el cura la cena, y la emprendieron los trescon las sopas de ajo, que eran de mucha fuerza condimentaria, crasas,picantes y espesas. No hablaba Nazarín sino para responder a lo que lepreguntaban, y don Remigio ponía toda la amenidad posible en su palabrafácil. Las sopas precedieron a dos platos substanciosos, de ave eluno, el otro de carnero, todo bien cargadito de especias odoríferas,suculento, muy hecho. El vino sabía horrorosamente a pez. El olor depaja quemada, difundido por toda la vivienda, parecía consubstancialcon el de la comida, y a Urrea no le desagradaba sentirlo y mascarlo.No era la casa sola; el pueblo y el país entero despedían aquel olor,que el forastero creía llevar ya dentro de sí.

—Para que el amigo don Nazario no esté ocioso —dijo entre otrascosas don Remigio—, le propuse hacerme un extracto del sapientísimolibro del maestro Fray Hernando de Zárate,Discursos de lapaciencia cristiana. La obra consta de ocho Libros, cada uno delos cuales contiene lo menos una docena de Discursos, todos sobreel mismo tema. Ha de leérselos de cabo a rabo, anotando el sentidoparticular y explicaciones de cada uno en sendas cuartillas de papel.Pues tan aplicado le tiene usted, señor de Urrea, que en tres días seha echado al cuerpo unos cuap.232renta Discursos, y ya le tiene usted en elLibroCuarto, que trata...

—«De las razones que tenemos para tener paciencia y consolarnos enlos trabajos» —dijo Nazarín sin dar importancia a su tarea—. Es cosafácil. Pronto concluiremos.

—Y se me figura —apuntó Urrea irónicamente—, que ha de ser sumamentedivertido.

—No hay más sino practicar, leyendo y escribiendo —indicó elmanchego—, la misma virtud a que el maestro Zárate consagra su granobra.

—Pero usted no come nada, amigo Nazarín —observó repentinamentedon Remigio—. Siempre lo mismo. Pues dice Láinez que necesita ustedcomer... de duro, y aplicarse a la carne, principalmente.

—Señor cura —replicó don Nazario con timidez—, como lo que puedo, nosé pasar de lo que mi naturaleza me pide para sostenerse.

Como Urrea deseaba llevar la conversación al tema más de su gusto,que era su prima y cuanto a ella se refiriese, interrogó a los dossacerdotes, recreándose anticipadamente con los elogios que esperabaoír de la ilustre señora.

—Yo digo, con plena conciencia —afirmó el párroco de San Agustín—,que no creo exista en el mundo persona de virtud más pura, y deideas más elevadas. Si por un lado veo en ellap. 233 una imagen del gran Emperador Carlos Vde Alemania y I de España, que después de reinar sobre los pueblos,gustadas hasta la saciedad todas las grandezas humanas, se encierra enmonasterio humilde para consagrar a Dios el resto de su vida, por otro,encuentro a la señora Condesa de Halma más grande que aquel soberano,pues si los bienes a que renuncia no son de tanta valía, la pobreza yhumildad que acepta son más meritorias. La señora Condesa es joven, yconsagra a la caridad y a la oración los mejores años de la vida. Yveo otra gran diferencia, a favor de nuestra doña Catalina —añadió contonillo pedantesco—, y es que el Monarca, dueño de medio mundo, trajo ala soledad de Yuste, según rezan las crónicas, innumerables servidores,cocineros, maestresalas, escuderos y lacayos, y grande repuesto devituallas, para que no le faltase en su voluntario destierro nada delo que halaga el gusto de un magnate en la vida palatina. Pues estaseñora, que ha venido a Pedralba en carromato, no ha traído más quelos indispensables objetos tocantes al aseo y pulcritud de una nobledama, que aun en la penitencia quiere ser limpia, y su séquito es unacorte de mendigos, y gente miserable o enferma, a cuyo cuidado piensaconsagrarse. ¡Ejemplo único, señores, ejemplo inaudito, y que es la másgrande maravilla de estos tiemp.234pos de positivismo, de estos tiempos de egoísmo, de estostiempos de materialismo!

—Luego —dijo Urrea con entrañable gozo—, convienen ustedes conmigoen que mi prima es una excepción humana, un ser en el cual se revelanlos caracteres de la inspiración divina.

—Sí señor, convenimos en ello.

—Y el buen curita peregrino, ¿qué dice?

—¿Qué he de decir yo? —contestó modestamente don Nazario, noqueriendo expresar nada que resultara superior a lo dicho por sugeneroso compañero—, ¿qué he de decir yo después del panegíricoelocuentísimo que acaba de hacer el señor cura? Mi palabra es torpe.Permítanme que diga tan solo: ¡Bendita sea de Dios eternamente, lagrande, la santa Condesa de Halma!

—Amén —dijo don Remigio entornando los ojos, y acariciando el vasode vino.

A Urrea le faltaba poco para echarse a llorar.

—Y es decisiva —añadió el cura— la resolución de la señora Condesade pasar en Pedralba el resto de sus días. ¡Qué bendición para estosolvidados y pobres lugares! Me ha dicho el otro día que en Pedralbalabrará su sepulcro y el de sus compañeros que no la abandonen. ¡Ah! yoleo en aquella grande alma el amor de Dios en el grado más ardoroso ypuro, el amor de la Naturaleza, el amor del prójimo, y veo en elp. 235 plan de vida de la señorauna síntesis admirable de estos tres amores.

—Mi prima ha sufrido mucho —dijo Urrea, a quien el entusiasmoponía un nudo en la garganta—, ha pasado horrorosas humillaciones yamarguras. Perdió a su esposo, que era su grande amor, el consueloúnico de su vida. En Madrid, como en Oriente, la vida no tenía paraella más que espinas, tristezas, dolores. Su familia, sus hermanos,no supieron poner un calmante en las heridas de su alma. La empujabanhacia el ascetismo, hacia el destierro y la soledad. Mi prima empezópor mirar con prevención la vida social, y acabó por detestarla. Todoese conjunto de artificios que componen la civilización le es odioso.La tierra está para ella vacía: quiere el cielo.

—Y lo tendrá —dijo don Remigio con tanta seguridad como si sesintiera casero y administrador de los espacios infinitos—. Tendrá elcielo. ¿Pues para quién es el cielo más que para esos seres escogidos,para esas voluntades robustas, para las almas que no saben mirar másque al bien? Según he podido comprender, amigo Urrea, la señora Condesaha roto todo lazo con el mundo, o sea la clase a que pertenece. Y esmás: todo afecto mundano ha muerto en ella, para poder ocupar entero elespacio del querer con la adoración ferviente de las cosas divinas.

p. 236—Así es sin duda—dijo Urrea—, y su sociedad con los pobres, a quienes tratará comoiguales, elevándoles un poquito, y rebajándose ella otro tanto,resultará una comunidad dichosa, pacífica, feliz. ¿No piensa lo mismoel buen Nazarín?

—Pienso, señor don José Antonio, que ser el último de losprotegidos, o de los asilados, el último de los hijos, si se me permitedecirlo así, de la señora Condesa de Halma, constituye la mayor gloriaa que puede aspirar un ser humano, sobre todo si es un triste, unsolitario, un náufrago de las tempestades del mundo.

Tan contento estaba Urrea, que al concluir la cena les abrazó a losdos. Acostáronse todos, porque había que madrugar. Dicen las crónicasque el huésped no pudo dormir bien, primero, porque las limpiassábanas, impregnadas también del olor de paja, eran algo piconas;segundo, porque sus ideas se le insubordinaron aquella noche, y laadmiración del ascetismo de su prima le encendía llamaradas en elcerebro. Más que mujer, Halma era una diosa, un ángel femenino, y alpensarlo así, su ferviente admirador no pasaba por que los ángelescarecieran de sexo: era lo femenino santo, glorioso y paradisíaco.Por entre estas imaginaciones asomaban de vez en cuando la figuraaustera de Nazarín, semejante a un retrato del Greco, y el vivarap. 237cho rostro de don JuanEugenio Hartzenbusch, transmutado físicamente en don Remigio Díaz de laRobla, párroco de San Agustín.

El mismo cura le llamó al amanecer dando golpes en la puerta, ygritándole desde fuera:

—Arriba, compañero, que tenemos que decir misa y desayunarnos antesde partir.

Levantose el huésped a escape, y cuando llegó a la iglesia, ya habíasalido al altar don Remigio. Nazarín oía la misa de rodillas en elpresbiterio.

Media hora después, ya estaban todos en la rectoral, desayunándosecon chocolate, bizcochos y pan de picos, reforzado por fresquísimorequesón de la Sierra. Varios amigos acudieron a despedirles, entreellos el médico don Alberto Láinez, y el alcalde, don Dámaso Moreno.

—Usted, señor de Urrea, que sin duda es buen jinete —propuso donRemigio con extraordinaria movilidad en manos, nariz, ojos y gafas—,irá en el caballo de Láinez, bestia de mucha sangre, aunque segura paraquien la sepa manejar; yo voy en mi jaca, que tiene un paso como el deun ángel, y el amigo Nazarín, pues le llevamos, sí señor, le llevamos,oprimirá los lomos de mi modesta burra..., cabalgadura digna de unarzobispo... Conque señores, a montar. Despejen la puerta. Valeriana,que vendremos a cenar.

Partió la caravana, despedida con cordiales saludos por multitud degente que en la plazap. 238se reunió. Delante iban Urrea y el cura, detrás Nazarín en su rucia,bien albardada y sin estribos. Ambos clérigos vestían, a horcajadas,lo mismo que en el pueblo, sotana, gorro de terciopelo, y balandrán.Regía el madrileño su caballo con gran destreza. Don Remigio no cesabade recomendar a su jaca la mayor circunspección o tacto de pezuña enel desigual y áspero camino por donde se metieron, a Occidente de SanAgustín, y don Nazario, confiado en el andamento parsimonioso de suborrica, atendía más a la admiración del paisaje de la Sierra, que aconversar con los otros jinetes, de los cuales parecía como escudero oespolique.

De tan diferentes cosas habló don Remigio, que no es posiblerecordarlas todas. Hizo observar a su acompañante las hermosuras de laNaturaleza, la ruindad de los caseríos, el descuidado cultivo de lastierras; explicó historias de ruinas y caserones viejos; se lamentó dela falta de caminos; designó el sitio por donde se había trazado uncanal de riego, que no se abriría nunca, y estos y otros comentariosdel viaje fueron a parar a las quejas de su mala suerte, por haberletocado empezar su carrera en comarca tan desmedrada y pueblo tanmísero.

—Yo me conformo, ya ve usted... Deme el Señor salud para servirle,que lo demás no importa. Sepa usted que, al venir a este curatodep. 239 San Agustín, medijeron que por tres meses, y ya van tres años. Prometiéronme pasarme aBuitrago, o Colmenar Viejo, y hasta ahora. No es que yo sea ambicioso;pero, francamente, es uno licenciado en ambos derechos; ama uno elestudio, y la verdad, la vida obscura y ramplona de estos poblachosno estimula al trato de los libros. El tío, que es mejor que el buenpan, me anima, me asegura que no se descuida en recomendarme, y que ala primera ocasión pasaré a un curato de Madrid, ¡ay! su desiderátumy el mío. Y no me hablen a mí de otras poblaciones. ¡Mi Madrid de mialma, donde me crié, donde probé el pan del estudio, y adquirí mismodestas luces! No aspiro yo a tener allí la independencia de un donManuel Flórez; sé que tengo que trabajar de firme. Quiero que mi cortainteligencia no sea un campo baldío, como estos barbechos que ustedve por aquí, señor de Urrea; debo cultivarla y coger en ella algúnfruto, para ofrecerle a Dios, que me la ha dado... No me quejaríasi no viera ciertas desigualdades. Amigos y compañeros míos, a loscuales no debo mirar, porque no debo, ¡ea! como superiores en saberreligioso ni profano, ocupan plazas en catedrales, o en las parroquiasde Madrid... Mi tío me dice: «No te apures, hijo, y confía en el favorde Dios y de la Santísima Virgen, que ya premiarán con el merecidoascenso tu pacienciap. 240y conformidad...» Claro que me conformo, señor de Urrea, y aun alabo alSeñor porque no me da mayores males. Tengo, gracias a Dios, un genio demucho aguante para desgracias, injusticias y sinsabores. Yo digo: ya metocará la buena, ¿verdad? ya me llegará la buena.

Procuraba el forastero refrescarle las esperanzas, asegurandoque los méritos de su interlocutor, así morales como intelectuales,saltaban a la vista, y no podían ser desconocidos de los que en Madridmanejan todo este tinglado del personal eclesiástico. Y al decir esto,hizo notar la diferencia entre los gustos y aspiraciones de uno yotro, pues mientras a don Remigio le atraían los llamados centros decivilización, a él, José Antonio de Urrea, los tales centros se lehabían sentado en la boca del estómago, y todo su afán era perderlosde vista. Verdad que entre las circunstancias de uno y otro no habíaparidad: don Remigio era un hombre puro y virtuoso, inteligencia llenade frescura, y a los treinta y cinco años apenas había desflorado lavida, mientras que Urrea, a la misma edad, se conceptuaba viejo, y aunpor muerto se tendría, si de entre las cenizas de su alma no sintieraque otra alma nueva le brotaba. Con estas y otras pláticas se fuepasando el camino árido, de muy escasos atractivos para el viajero. Elterreno era cada vez más quebrado, como de esp. 241tribaciones de la Sierra, y ostentaba lasevera vegetación de encina baja, brezos y tomillares. De pronto señalódon Remigio un caserío arrimado a unos cerros cubiertos de verdura, ydijo a su compañero:

—Ahí tiene usted a Pedralba.

Pareciole a Urrea encantador el sitio y espléndido el paisaje,mirando más a su interior que al paisaje mismo. Al acercarse vierontierras de labrantío junto a las casas, que eran tres, destartaladasy grandonas. Picaron las caballerías, y cuando ya se hallaban como amedio kilómetro, empezó Nazarín a dar voces:

—¡Mírenlas, mírenlas: allí están... ya nos han visto!

—¿Quién, hombre?

—La señora Condesa y Beatriz.

—¿Dónde?... Pero qué vista tiene este hombre.

—Allá... allá... ¿Ven ustedes ese campo de amapolas todo encarnado,todo encarnado? ¿Y más allá, no ven unos olmos? Pues por allí van...,digo vienen, porque salen a encontrarnos.

—No vemos nada; pero pues usted lo dice...

—Y ahora nos saludan con los pañuelos... Miren, miren.


IV

Ya cerca de las casas vieron a las dos mujeres, que avanzaban porentre un campo dep. 242cebada. Ambas miraban risueñas, y casi casi burlonas, a los trescaballeros. Cuando Urrea, apeándose ante su prima, le pidió perdón pocomenos que de hinojos por su desobediencia, doña Catalina no se mostrómuy severa con él, sin duda por no avergonzarle delante de los dossacerdotes, y de otras personas que allí se reunieron.

—Si ha habido falta, señora Condesa —dijo don Remigio galanamente—,yo intercedo por el culpable y solicito su perdón.

—Ya sabe el pícaro que padrinos le valen —replicó Halma sonriendo,y todos reunidos, después que los jinetes entregaron a Cecilio lascaballerías, se encaminaron al castillo, que así en la comarca erallamada la casona, aunque de tal castillo solo tenía la robustez desus paredes, y una torre desmochada, en cuyo cuerpo alto, mal cubiertode tejas, había un palomar. Del escudo de los Artales, apenas quedabanvestigios sobre el balcón principal del llamado castillo. La piedra eratan heladiza que solo se podía ver una garra de dragón, y un pedazo dela leyenda, que decíaSemper. Mejor se conservaba la berroqueñade los ángulos y del dovelaje, y el ladrillo revocado de los paramentosno tenía mal aspecto; pero los hierros todos, balcones y rejas,no podían con más orín, por lo que había dispuesto su propietariareponerlos, mientrasp. 243un buen maestro de Colmenar preparaba la reparación de toda la fábrica,interior y exteriormente. Veíase ya, frente a la casa, dentro delrecinto murado que a la entrada precedía, el montón de cal batida,y maderas para andamios y obra de carpintería. Junto a la torre, sealzaban los descarnados murallones que la tradición designaba comoruinas de un monasterio cisterciense, y que más que edificio destruido,parecían una segunda casa a medio hacer. Respetando los basamentos, yaprovechando el material de lo restante, la Condesa pensaba construirallí su capilla y panteón, con la mayor economía posible. A un tiro depiedra de la casa-castillo, estaban las cuadras, y más abajo, un terceredificio, habitado por los que llevaron en renta la finca hasta el añoanterior. Últimamente, Pedralba estuvo a cargo del administrador de laspropiedades de Feramor en Buitrago, don Pascual Díez Amador, el cualdio posesión del castillo y casas y tierras a la señora doña Catalina,el día de su llegada en el carromato, que fue el 22 del mes de Marzodel año de mil ochocientos noventa y tantos.

Era la heredad de Pedralba extensísima; pero no se labraban más quelos terrenos próximos a la casa, labor descuidada, somera y primitiva,que daba escaso rendimiento. Lo demás era monte, bien poblado deencinas, enep. 244bros,y algunos castaños en la parte alta. Lo más próximo al llano sufrióvarias talas, y uno de los renteros propuso al Marqués, años atrás,la roturación. Pero asustaron al propietario los dispendios de laempresa, y quedó en tal estado, ni monte ni labrantío, a trechospradera desigual, cruzada de viciosos retamares. Dos riquísimas fuentessurtían de cristalinas y puras aguas potables a Pedralba, la una entrela casa-castillo y las cuadras, la segunda, manantial de primer orden,en una encañada a la vera del monte. Árboles de sombra había pocos.Los que puso el último arrendatario se perdieron por incuria. Frutalesno existían más que tres en finca tan vasta, un moral inmenso detrásde la torre, el cual cargaba anualmente de dulcísimas moras negras,y dos albérchigos en el sendero que unía las dos casas. Los madroñosdiseminados en distintos parajes no se contaban, por su silvestrelozanía y lo desabrido del fruto, en el reino propiamente frutal. Talera Pedralba, finca de primer orden según opinión de don Pascual DíezAmador, siempre y cuando setiraran en ella veinte o treinta milduros.

No eran estos los planes de Catalina, que solo se propuso sostenerla propiedad tal como la encontró, con los mejoramientos que suresidencia imponía, y procurarse en ella la vida retirada y humilde queadoptar anhelaba, sinp. 245caer en la tentación del negocio agrícola, ni pensar en aumentos deriqueza que habrían desmentido sus ideas y propósitos de modestísimaexistencia. Lo que le restaba de su legítima, pensaba conservarlo envalores de renta, reservando los dos tercios para sostenimiento de supersona y casa, y de la familia de infelices que en torno de sí habíareunido: el otro tercio lo dedicaba a las reparaciones indispensables,a la construcción de la capilla y enterramientos, a plantar una huerta,y, si aún había margen, a mejorar la finca.

Entremos ahora en el castillo, y veamos la mejor pieza de él, queera la cocina, en el piso bajo y al fondo del edificio, a la parte delNorte. Todo era grandioso en aquella pieza, hogar, alacenas, horno, elpiso de hormigón muy sólido, el techo alto y la campana bien dispuestapara dar salida a los humos rápidamente. Las otras piezas bajas valíanpoco; eran estrechas, y sus ventanas, que más parecían troneras, lesdaban muy tasada la luz. En cambio, las del piso alto teníanla desobra. Seis o siete estancias existían en él, que bien arregladashabrían podido alojar mucha gente. En dicho piso, al lado de Levante,vivían la Condesa y Beatriz, en aposentos separados y próximos; a laparte de Occidente, el matrimonio Ladislao-Aquilina con sus hijos, yaún quedaban entre estas y lasp.246 otras viviendas algunas estancias vacías. En la torre,debajo del palomar, tenía su cuarto Nazarín, comunicado con lacasa-castillo por estrecho pasadizo. El mueblaje era casi todo delsiglo pasado, o del tiempo de Fernando VII, confundido con silleríasmodernas de paja, de lo más ordinario, llevadas de Colmenar Viejo. Lascómodas y consolas, las sillas de caoba con respaldo de lira, las camasde pabellonesa la griega, las laminotas con marco de ébano yasuntos pastoriles, ofrecían un aspecto sepulcral, lastimoso, como deobjetos desenterrados, a los cuales se había limpiado el humus de lafosa, a fuerza de jabón y estropajo.

Doña Catalina y Beatriz vestían exactamente lo mismo, con las ropasde la primera, que habían venido a ser comunes: falda de merino negro,calzado grueso, blusa de percal rayada de negro y blanco, y un mandilde retor. Al adoptar la vida pobre, la señora Condesa no estimó quedebía renunciar a sus hábitos de pulcritud; decía que el aseo exterior,por causa de la educación y la costumbre, afectaba al alma, y que lasuciedad del cuerpo era pecado tan feo como la de la conciencia. Novacilaba, pues, en aplicar estas ideas a la realidad, manteniendo en sucuarto y persona la misma esmerada limpieza de sus mejores tiempos devida cortesana.

—El aseo —decía—, es a la pureza del alma, lop. 247 que el rubor a la vergüenza.

No comprendía el ascetismo de otro modo.

Y como nada tiene la fuerza del buen ejemplo, Beatriz, que habíallegado a reinar en la intimidad y en el afecto de la Condesa, porfeliz concordancia de sentimientos, se asimiló en breve plazo loshábitos de pulcritud de su amiga y señora, y la imitaba sin darsecuenta de ello. Sobre la admirable simpatía, o compatibilidad, quehabía llegado a borrar entre aquellos dos caracteres la diferencia declase y educación, hay mucho que hablar: el fenómeno se inició por unirresistible afecto la primera vez que se vieron, cuando doña Catalina,por mediación de su criada Prudencia, fue a socorrer en su pobredomicilio al afinador de pianos. Mientras duró el proceso de Nazaríny consortes, Beatriz vivía con su prima Aquilina Rubio, esposa delmísero don Ladislao, compartiendo la escasez, ya que no el bienestar,que ninguno tenía. Halma llevó el pan, la vida, la salud, a la tristevivienda de la calle de San Blas, y atraída de aquel espectáculo depobreza y resignación, añadió al socorro material el consuelo de susvisitas. Habló largamente con Beatriz, admirándose de lo mucho ybueno que esta mujer humilde sabía, tocante a cosas espirituales y denuestras relaciones con lo invisible y eterno; admiró también su piedadno afectada, lap. 248firmeza de sus ideas, y la elocuencia sencilla con que las expresaba.Sentíase la Condesa inferior, por todos aquellos respectos, a la queya miraba como amiga del alma; aprendió de ella muchas y buenas cosas,enseñándole a su vez otras de un orden social más que religioso, ycon este cambio llegaron a encontrarse la una para la otra, y las dosen una, fenómeno raro en estos tiempos, que dan pocos ejemplos de unatan radical aproximación de dos personas de opuesta categoría. Perode esto hemos de ver mucho en los tiempos que ahora comienzan, porquelas llamadas clases rápidamente se descomponen, y la humanidad existesiempre, sacando de la descomposición nuevas y vigorosas vidas.

Ya se comprende que de la intimidad entre Beatriz y Halma nació elvivo interés por Nazarín, y su propósito de llevársele consigo, paraintentar su curación, y devolverle sano y útil al poder eclesiástico.Una discrepancia en cierto modo accidental existía entre la dama yla mujer del pueblo, y era que, mientras la Condesa, sin asegurarque Nazarín fuese loco, abrigaba sus dudas sobre punto tan difícilde aclarar, la otra sostenía con sincera conciencia y fe la completaregularidad de las funciones cerebrales de su maestro.

Instaladas en Pedralba, la concordia entre una y otra llegó aser perfecta. Beatriz obserp.249vaba delicadamente la distancia social, que la otra con lamisma o más sutil delicadeza trataba de acortar. Ambas trabajabanjuntas desde el primer día en el arreglo y limpieza del destartaladocastillo, o en la resurrección del mueblaje, y a Beatriz no le valióreservar para sí las faenas más duras, porque la otra invadía suterreno, y la igualdad triunfaba gradualmente, por ley de amboscorazones, que sin darse cuenta de ello propendían a lo mismo. Aquilinano había sido aún elevada al grado de comunidad de su prima Beatriz.Era una mujer excelente; pero sin intuición bastante para comprenderlas ideas de su bienhechora. Manteníase con tenacidad en su puestoinferior, contenta de que su marido y sus hijos tuvieran que comer. Losprimeros días encargáronla de la cocina, oficio muy apropiado a susaptitudes, y las otras dos pudieron consagrarse descuidadas al fregoteode muebles viejos, al remendar de colchones y a otros engorrososmenesteres. Luego alternaron en los diferentes oficios, y mientrascocinaba la nazarista, Halma y Aquilina lavaban la ropa en la fuentecercana. El día que precedió a la llegada de Urrea con don Remigio yNazarín, Aquilina actuó de cocinera, y la Condesa y Beatriz lavabanen la fuente del monte, repartiéndose las dos por igual la carga dela ropa al ir y volver. Como Beatriz se obsp. 250tinase en llevarla sola, pretextando ser másfuerte que su compañera, Catalina le dijo:

—Te equivocas si crees tener más poder de musculatura que yo.Parezco débil, pero no lo soy, Beatriz, y esta vida ha de robustecermemás. Y sobre todo, no me prives de este gusto de la igualdad. Es elsueño de mi vida desde que perdí a mi esposo, y me sentí igual a todoslos desgraciados del mundo. Haz el favor de no llamarme Condesa, nivolver a usar esa palabra estúpidamente vana delante de mí. Arrojéla corona en los empedrados de Madrid cuando salí en el carromato...Las escobas de los barrenderos no la encontrarán, porque fue arrojadacon el pensamiento, pues no la tenía en otra forma; pero allá quedó.Llámame Catalina, como me llaman mis hermanos, o Halma, como mi primo.Y no te digo que me tutees, porque parecería afectación, y ya sabes queel maestro te la prohíbe. Pero todo se andará.


V

La llegada de los tres amigos no debía alterar la marcha de losasuntos domésticos en el castillo, porque, claramente lo decía laCondesa, ya que no ayudaran, no era bien que estorbasen.

—Primo mío, supongo que desearás conop. 251cer esta gran finca, los estados dePedralba, donde hacemos vida recogida y modesta, sin pretensionesde ascetismo, mis amigos y yo. Usted también, señor don Remigio,necesita enterarse del terreno que consagro a mi obra. Váyanse, pues,a dar un paseíto, guiados por el bonísimo Nazarín, que lo conoce yapalmo a palmo, mientras nosotras les preparamos de comer. No esperenque salgamos de nuestro pobre régimen. Aquí no hay ni puede habercomilonas, pues aunque yo quisiera darlas, no habría con qué. Comeránde nuestro diario frugalísimo, con el poquitín de exceso que pide lahospitalidad. Conque vean, vean mi ínsula, y tráiganse la salsa quenosotras no podemos hacerles, un buen apetito.

Fuéronse los tres de paseo, conducidos de don Nazario, que les hizosubir al monte para que vieran los castaños robustos que lo coronaban,al barranco para probar el agua de la rica fuente, y después debrincar y despernarse por lomas y vericuetos, volvieron a casa a lasdoce, hora invariable de la comida. En una pieza próxima a la cocina,pusieron la mesa, la cual era de una robustez patriarcal, de castañorenegrido y con torcidos herrajes en su armadura. Dos sillas había dela misma casta y edad, las demás variaban entre el estilo FernandoVII, de caoba, y la forma y material llamados de Vitoria. Perop. 252 la mayor y más sorprendentevariedad estaba en la vajilla y ropa de mesa, pues al lado de vasos decristal finísimo, se veían otros del vidrio más ordinario, servilletasfinas, servilletas bastas, platos de porcelana rica, y otros decerámica tosca.

—Dispensen la diversidad de la loza —les dijo doña Catalina—. Enmi comedor reina todavía una confusión de clases estupenda, como entiempos revolucionarios. Pero esta confusión no es parte para queyo olvide las categorías de los comensales. Para los dos señoressacerdotes lo fino, que ellos mismos irán escogiendo; para ti, JoséAntonio, y don Ladislao, el barro plebeyo.

—Pues yo propongo —dijo don Remigio con buena sombra—, que noestablezcamos diferencias humillantes, y que nos repartamos comohermanos, como hijos de Dios, lo malo y lo bueno. Venga ese barro,señor de Urrea.

Lo más extraño de aquella singular comida fue que las mujeres no sesentaron a la mesa. Las tres, funcionando con igual destreza y alegría,servían a los señores. Luego comían ellas en la cocina. Esta era unacostumbre medieval, que Halma no alteraba jamás por consideraciónalguna. Diéronles una sopa muy substanciosa hecha con hierbasdiferentes, patatas picadas muy menudito y golpes de chorizo; luegoun plato de carnero bien condimentado, vino enp. 253 abundancia, postre de requesón de laSierra, leche con bizcochos de Torrelaguna, y a vivir. Sobria ynutritiva, la comida fue saboreada con delicia por los forasteros, queno cesaron de alabar el buen trato de Pedralba, y la pericia de lastres marmitonas.

Entre la sopa y el carnero llegó inopinadamente don Pascual DíezAmador, administrador que fue de la finca, y propietario vecino, puessuya es la dehesa extensísima que linda por Poniente con Pedralba. Doso tres veces por semana visitaba a la Condesa, caballero en su jacatorda, para ver si se le ofrecía algo. Era un hombre mitad paleto,mitad señor, lo primero por el habla ruda, por la camisa sin cuelloy el sombrero redondo, lo segundo por las acciones nobles, por elandar grave, que hacía rechinar las espuelas. Una faja encarnadaparecía separar el lugareño del hidalgo, o más bien empalmar las dosmitades. Tanto afecto había puesto en doña Catalina, que dispuso quedos de sus guardias jurados estuviesen de punto noche y día en lacasa de abajo, para que la señora descansase en la persuasión de unaabsoluta seguridad. Muchos días caía por allí en su jaca a la hora decomer, otros a cualquier hora, en que también comía. Su cara redonda,episcopal, crasa y mal afeitada, despedía fulgores de patriarcalsoberanía, de conformidad con la suerte,p. 254 sin duda por ser esta de las más próvidas yfelices.

—¡Hola, Remigio!... señora doña Catalina..., don Nazario..., donLadislao, aquí estamos todos...

Los saludos duraron hasta después que el gordinflón paleto-señortomó asiento sin ceremonia, disponiéndose a comer cuanto le diesen.Porque, eso sí, hombre de mejor diente no lo había en todo el partidojudicial, con la particularidad notable de que no sabía ponerse tasa enla bebida.

—¿Sabe usted lo que estábamos hablando, amigo don Pascual? —dijo elcurita de San Agustín—. Que esta es una gran finca, y que es lástima notrabajarla.

—¡Hombre, a quién se lo cuenta! Si estos señores Feramores no tienenperdón de Dios... ¡Menuda brega tuve yo con el Marqués actual y conel otro, para que tiraran aquí veinte o treinta mil durillos! Sí, lodigo: era sembrarlos hoy, para coger el día de mañana, cinco añosmás o menos, tres o cuatro millones. Y esto solo con el ganado, quemetiéndonos a ponerlo todo de labrantío... ¡Jesús, oro molido...! Esuna tierra esta, que no la hay mejor ni donde están las pisadas de laVirgen Santísima, ea.

Don Pascual se incomodaba al tocar este punto, viéndose precisadoa sofocar su enojop. 255con copiosas libaciones. Y como siguieran hablando del mismo asunto,concluyó por expresar una idea muy atrevida.

—Yo que la señora Condesa..., digo lo que siento, sin ofender,ea..., pues yo que la señora, me dejaría de capillas y panteones, y detoda esa monserga de poner aquí al modo de un convento para observantescircuspetos ymendicativos, dedicando todo mi capitala...

—Poco a poco —replicó vivamente don Remigio—, no paso por eso. Loespiritual es lo primero.

—¡Potras corvas! ¿Y de qué sirve loespertual sin lo... sinlo otro?

—Yo que la señora Condesa, persistiría impertérrito en mi grandiosoplan... contra el dictamen de los estripaterrones.

—Y yo, contra elditame de los engarza-rosarios, digo quesí... no, digo que no... que sí.

—Si no sabe usted lo que dice, amigo don Pascual.

—¡Vaya! paz y concordia entre los príncipes cristianos —dijo doñaCatalina risueña—. Por un exceso de consideración a mis huéspedes, mepermito el lujo de darles una golosina: café.

Alabado y festejado por todos el obsequio, Amador y don Remigiolograron encontrar una fórmula de transacción entre sus opuestospareceres. Al servir el café, doña Catalina pidióp. 256 perdón por la pobreza y rustiquez de lacomida, añadiendo que para otra vez tendrían pan bueno, hecho en casa,y menos desigualdades en vajilla y servicio de mesa.

Mientras las mujeres comían, salieron los hombres al patio, llevandocada uno su silla, y allí platicaron formando dos grupos. Don Remigioy Amador charlaban de los asuntos de Colmenar Viejo, de lo mal miradoque en la cabeza del partido estaba el cura titular, y de los esfuerzosque hacían los caciques para hacerle saltar de allí... Naturalmente,se gestionaría para que ocupase la vacante el curita de San Agustín.A otra parte hablaban Urrea, don Ladislao y Nazarín, preguntando elprimero al segundo si seguía cultivando la música en aquel retiro, a loque contestó el afinador que no le hablaran a él de músicas ni danzas,pues se hallaba tan contento y gozoso en su nueva vida, que habíatomado en aborrecimiento todo su pasado musical y cabrerizo. La mejorópera no valía ya tres pitos para él, y aunque le aseguraran que habíade componer una superior a todas las conocidas, no quería volver aMadrid. Salió Nazarín a la defensa de arte tan bello, y le propuso quesiguiera cultivándolo allí, pues se compadecía muy bien la música conla vida campestre. Y añadió que él se permitiría aconsejar a la señoraCondesa que trajese un órgano,p.257 para que don Ladislao compusiera tocatas campesinas yreligiosas, y les deleitara a todos con aquel arte tan puro y quehondamente conmueve el alma.

Con estos y otros paliques, fue llegada la hora de la partida, yUrrea no cabía en sí de inquietud, por no haber podido hablar a solascon su prima, ni esta decirle que se quedara, como era su deseo. Eltemor de que contestase con una rotunda negativa a su propósito depermanecer en Pedralba, le sobresaltó de tal modo, que no tuvo ánimospara formularlo. Tristeza infinita cayó sobre su alma cuando Halma ledijo en tono de maestro:

—Ahora, José Antonio, te vas por donde has venido, y sin mi permisono vuelvas acá, ni abandones las ocupaciones a que deberás unaindependencia honrada.

Con tal autoridad pronunció estas palabras, que el calaveraarrepentido no tuvo aliento para contradecirlas y exponer su deseo.Sentíase tan inferior, tan niño, ante la que le gobernaba en sussentimientos y en su conducta, que no pudo ni pedirle menos severidad,ni explicarse con ella sobre la pesadísima y cruel condena que leimponía. Verdad que estaban delante Nazarín y los forasteros, y no eracosa de hacer ante ellos el colegial mimoso. Faltaban tan solo minutospara la partida, cuando la Condesa dijo al curita de San Agustín:

—Señor don Remigio, si ustedp.258 no se opone a ello, se quedará en el castillo el amigodon Nazario, porque si es bueno para la salud el ejercicio delentendimiento, no lo es menos el corporal, y conviene que alternen. Yaconcluirá más adelante esa gran recopilación de los Discursos de laPaciencia.

—Lo que usted disponga, señora mía, es ley —replicó don Remigio, yacon el pie en el estribo—. Si nuestro buen Nazarín prefiere quedarse,quédese en buen hora... Que lo diga él.

Con semblante confuso, y casi casi con lágrimas en los ojos, elperegrino respondió:

—Yo no determino nada.

—¿Pero usted qué prefiere?

—Pues, la verdad, estimando mucho la hospitalidad del señor cura, yofreciéndole ponerme a su disposición para terminar aquellos apuntes ycuanto guste mandarme, hoy me quedaría, pues la señora Condesa así lodesea.

—Es que... verá usted, don Remigio, como tenemos tanta obra en casa,necesito que me ayuden mis buenos amigos. Hay que estar en todo, ycuantos viven aquí han de arrimar el hombro a las dificultades. Mañanapienso probar el horno de pan, y deshacerlo si no nos resulta bien.Conque...

—Que se quede, que se quede. Usted es aquí la santa madre, ustedmanda, y los hijos... a obedecer calladitos. Señor de Urrea, ¿no montausted?

p. 259Lívido ytembloroso, Urrea no acertaba ni a despedirse airosamente de su prima.Era una máquina, no un hombre. Su tristeza le cogía todo el ser comouna parálisis, matándole la voluntad. Montó a caballo, y partió con elcura y con Amador, sin saber que existía en el mundo un pueblo llamado,por buen nombre, San Agustín.


VI

Mientras Amador fue en compañía de los dos viajeros, menos mal. DonRemigio charlaba con él de montura a montura, dejando al otro en lalibre soledad de sus pensamientos. Pero el bravo paleto se despidió enlos Molinos (encrucijada de donde partía el sendero que a sus casasde la Alberca conducía), y ya solos el cura y el primo de la Condesa,desencadenó aquel sobre este todo el torrente de su locuacidad.Difícilmente, apurando sus donaires, logró sacarle del cuerpo algunaque otra palabra, y conociendo al fin que el motivo de su tristeza noera otro que el pronto regreso a San Agustín, quiso consolarle conestas compasivas razones:

—Créame, señor de Urrea, en Pedralba, a estas horas, estaría ustedsoberanamente aburrido. ¿Sabe usted lo que hacen allá desde anochecidohasta que cenan? Pues rezar, rezar, y rezar que se las pelan,p. 260 y usted, hombre de piedadmuy problemática, cortesano al fin, chapado a la modernísima, huirá delsanto rezo como los gatos del agua fría. ¡Si entiendo yo a mi gente...ah!... Verdad que también en San Agustín, en cuanto lleguemos, rezaréyo el rosario con Valeriana y algunas vecinas. Pero usted se puede ircon Láinez al casino, y cenar con él, y volver a mi modesta casa, ala suya, digo, a la hora que le acomode. En Pedralba, con el últimobocado de la cena en la boca, se acuestan todos a dormir como unossantos. ¡Bonita noche iba usted a pasar allá! No, señor madrileño, consus puntas de calavera, y sus ribetes de escéptico materialista, noestá usted forjado en estas costumbres entre rústicas y monásticas.¡El campo! ¡Pues poco que le cansará el campo! Para usted, ponerle denoche en medio de estas soledades, será lo mismo que si a mí me metende patitas en un salón de baile. ¿Qué haría yo? Salir bufando.Suumcuique, señor de Urrea. Conque, no le pese venir conmigo. En elcasino, entiendo que hay billar, tresillo, y se habla de política... lomismo que en Madrid.

No consiguió el buen curita consolarle, y el alma del calaveraarrepentido se ennegrecía más conforme se acercaban a San Agustín.Llegados al pueblo, resistiose a ir al casino. Desde la sala oía elrezo del rosario en el comedor;p.261 durante la cena hizo desesperados esfuerzos por aparentaralegría, y se retiró a la alcoba, impregnada del olor de paja. Le dolíala cabeza.

Interminable y tormentosa fue para él la noche; levantose muytemprano, acompañó a la iglesia a su digno amigo y anfitrión,y mientras este se despojaba en la sacristía de las vestidurassacerdotales, José Antonio puso en práctica la idea concebidaentre dolorosas vacilaciones al amanecer, resolución que, una vezcompenetrada en su voluntad, adquirió la fuerza de un acto instintivo.Como escolar castigado, que se escapa del colegio, tomó el caminitode Pedralba, a pie, y al perder de vista las casas de San Agustín,sintiose más aliviado de su mortal ansiedad, y con valor paraarrostrar lo que por tan atrevido paso le sucediese. Las nueve seríancuando avistó el castillo, y antes de acercarse, exploró las tierrascircunstantes, dudando si hacer su entrada por el camino derecho, opor algún atajo. Esto era pueril, y sus vacilaciones, al término delviaje, denunciaban al colegial prófugo. No viendo a nadie por aquelloscontornos, anduvo un poco más, y su vista prodigiosa le permitiódistinguir desde muy lejos, en una ladera del monte, dos bultos, dospersonas. Con un poco más de aproximación pudo reconocer a Nazarín ydon Ladislao, que estaban cortando leña, y allá se fue, rodeando unbuenp. 262 trecho, paraque no le viera la gente del castillo. Hablar con Nazarín antes depresentarse a la Condesa, le pareció un trámite muy oportuno, trasdel cual ya vio, con fácil optimismo, solución satisfactoria. Alllegar junto a los dos leñadores, Nazarín, que desde lejos le habíavisto venir, no manifestó sorpresa. Vestía el cura ropas de Cecilio,calzaba gruesos zapatones, y su cabeza descubierta recordaba más alprocesado del hospital de Madrid que al sacerdote de la rectoral de SanAgustín.

—¡Hola, don Nazario...! ¿trabajando, eh?... Aquí me tiene usted otravez. Pues he venido... ¿Conque cortando leña?

—Sí señor... Este ejercicio al aire libre me agrada mucho. La señoraCondesa está buena, gracias a Dios. Parece que ha venido usted apie.

—Un paseíto. No estoy cansado.

—Pues no pudimos arreglar el horno: tienen, que venir los albañiles.La señora me mandó a paseo, quiero decir, a que me paseara, y aquíestoy ayudando al amigo don Ladislao.

—Bien, hombre, bien. Pues yo quería... hablar con usted, queridoNazarín —balbuceó Urrea, abordando el asunto—. Usted es un santo, diganlo que quieran, y me ayudará a obtener el perdón de Halma, por habervuelto acá sin su permiso.

—La señora es muy indulgente.

p. 263—Pero mi falta esmás grave de lo que parece, porque he venido con propósito firme dequedarme aquí, y no salgo ya de Pedralba si no me sacan descuartizado.Óigame.

—¡Hombre, hombre!... señor de Urrea —dijo Nazarín dejando a unlado el hacha, para consagrarse a oír con calma las confidencias delparásito corregido.

—Pues verá usted... Mi prima quiere tenerme en Madrid. Ya está ustedal corriente. Yo era un perdido; ella, con su infinita bondad, maestrade la virtud y destructora del pecado, me transformó; hizo de mí otrohombre, hizo de mí un niño; me infundió el miedo del mal, el amor delbien. Yo no me conozco. La tengo por una madre, y la obedezco en cuantomandarme quiera; pero no puedo obedecerla en una cosa... repito quesoy un niño... no puedo obedecerla en la disposición tiránica de viviren Madrid, porque lejos de ella me asaltan tentaciones, o llámenserecuerdos, de mi anterior vida mala, y la corrección que tanto ellacomo yo deseamos, no se afirma, no puede afirmarse.

—¡Hombre, hombre...!

—Ayer vine con propósito de hablarle de este asunto y pedirleque me dejase aquí; pero no tuve valor para decírselo. ¡Tanta gentedelante...! Convénzase usted de que soy un niño, y de que el antiguodesparpajo del calavera sep.264 ha convertido en una timidez invencible... Palabra que sí...Pues me dijo que me volviera a San Agustín, y me volví; el caballome llevó como una maleta, y hoy, sin darme cuenta de ello, movido deuna irresistible fuerza, me he venido a Pedralba, me han traído laspiernas, que antes se me romperán en mil pedazos, que volver a llevarmea Madrid. Y yo le pregunto a usted: ¿Se enojará mi prima? ¿Se obstinaráen que viva lejos de ella? Porque ha de saber usted que he cometidouna falta gravísima, una falta en la cual parecen reverdecer mis mañasantiguas, mi mal corregida perversidad. Verá usted.

—¿A ver, a ver...?

—Pues Halma me arregló en Madrid una pequeña industria para que yotrabajase, y adquiriera, como ella dice, una honrada independencia.Mientras Halma permaneció en Madrid, muy bien: yo trabajaba, y empecéa ganar dinero... Pero se va ella, quiero decir, se viene acá, y adióshombre, adiós propósitos de enmienda, adiós trabajo y formalidad. Meentró una murria espantosa; yo no vivía, yo no comía, yo no pegabalos ojos. Una mañana..., no sé si fue un demonio o un ángel quien metentó. ¿Qué cree usted que hice? Pues en un santiamén vendí todos lostrebejos, máquinas, utensilios, papel; realicé, liquidé, y me vineacá.

—Con propósito de no volver a la Villa yp. 265 Corte. ¡Pobre señor de Urrea! Ignoro cómotomará la señora este arranque. Yo, sin autoridad para juzgarlo, no loveo con malos ojos.

—¡Porque usted es un santo! —exclamó Urrea con ardor, levantándosedel suelo para abrazarle—. Porque usted es un santo, y el ser máshermoso y puro que hay sobre la tierra, después de mi prima; y el quediga que Nazarín está loco, ¡rayo! el que se atreva a decir delante demí tal barbaridad...!

—¡Eh... Señor de Urrea, calma, pues creeremos que el loco esusted...!

—Para concluir, señor Nazarín de mi alma, si usted intercede pormí, lo primero que debe decirle, después de darle cuenta de mi últimacalaverada, el traspaso de los trebejos, es que yo quiero que meadmita aquí como a uno de tantos. Quiero ser un pobre recogido, uninfeliz hospiciano. ¿Que se necesita hacer vida religiosa?... puesseré tan religioso como el primero. ¿Que se necesita trabajar enestos oficios rudos del campo? pues José Antonio será el más activoy el más obediente obrero que ella pueda suponer. Pónganme en elúltimo lugar; aposéntenme en la cuadra que no se crea bastante cómodapara las caballerías; rebájenme todo lo que quieran. ¿Qué piden?¿Humildad, paciencia, anulación? Pues aquí, bajo su gobierno, sintiendosu autoridad materna y su divina protección,p. 266 yo seré humilde, sufrido y no tendrévoluntad. ¿Que habrá que rezar largas horas? Yo rezaré cuanto ella yusted me enseñen. Las faenas rudas no solo no me asustan, sino que lasdeseo, y pienso que han de serme tan útiles para el cuerpo como parael alma... Y diciéndole usted todo esto, señor Nazarín, como ustedpuede y sabe decirlo, yo creo que... ¡Ah! se me olvidaba una cosa muyimportante...

Diciendo esto, echó mano al bolsillo y sacó una carterita.

—Aquí está lo que obtuve de la venta de todo aquel material, y deltraspaso de mi negocio. Déselo usted; no vaya a creer que me lo hegastado de mala manera en Madrid.

—No, mejor es que lo guarde para entregárselo usted mismo.

—Pues en broma, en broma, son la friolera de nueve mil y pico depesetas, con las cualespodríamos hacer aquí algo de lo que ayerindicaba don Pascual Amador.

Dijo elpodríamos con acento de ingenua oficiosidad, que hizosonreír a Nazarín.

—No sé —replicó este, incorporándose en el suelo—. Tenga ustedpresente, que al instalarse aquí la señora con nosotros, sus pobresamigos en Dios, sus hijos más bien, ha quebrantado toda relación con elmundo de allá, para emplear su vida en el servicio de Dios y en actosde caridad sublime. Podría considerar la señorap. 267 que usted no es enfermo, ni pobre, ninecesitado, y que...

—Que me admitan en concepto de loco —dijo Urrea interrumpiéndole conviveza.

—¡Oh, no! para locos, bastante tienen conmigo —replicó don Nazario,con inflexión humorística, casi casi perceptible.

—Y como pobre, ¿quién lo es más que yo? Y como necesitado decorrección, de atmósfera moral... ¡Por Dios, queridísimo Nazarín, no mequite usted las esperanzas!

—Aquí no se entra sino con el corazón bien dispuesto para la piedad,amigo Urrea, y si la señora dejó en las calles de Madrid, como elladice, su corona y todos los demás signos del orgullo social, nosotrosdebemos arrojar en la puerta de Pedralba las pasiones, los deseosdesordenados, todo ese fárrago que entorpece la vida del espíritu.Son aquí precisas de todo punto la obediencia a nuestra madre doñaCatalina, y un acatamiento incondicional a sus designios.

—Nadie me ganará —afirmó Urrea con emoción—, en venerar y adorar ami prima, mirándola como lo que Dios nos permite ver de su presenciaen esta tierra miserable. Que me admita, y ninguno, ni usted mismo, meaventajará en sumisión, ni en considerar a nuestra maestra y señoracomo una madre. Si quiere somep.268terme a una prueba de acatamiento, que no me hable, queno me mire, que me dé sus órdenes por conducto de usted o de otrocualquiera, y yo viviré calmado y satisfecho solo con sentirme cercade ella, bajo su dulce despotismo. Admirándola, aprenderé el amor deDios; y su perfección, relativa como humana, me dará el sentimiento dela absoluta perfección divina. Ella será mi iniciación de fe; por ellaseré religioso, yo que he sido un descreído y un disipado, y ahora nosoy nada, no soy nadie, hombre deshecho, como un edificio al cual sedesmontan todas las piedras para volverlas a montar y hacerlo nuevo.

—Bien, señor, bien —indicó Nazarín, impresionado vivamente por estadeclaración, y sintiendo una gran simpatía hacia Urrea—. Ya se acercala hora de comer. Bajaré, y hablaré a la señora. Y otra cosa: ¿usted nocome?

—¿Yo qué he de comer? Mientras usted no le hable, yo no bajo alcastillo. Cuando vuelva, don Nazario, tráigame un pedazo de pan.

—Espéreme aquí.

—Y acabaré de partirle aquellos troncos; así voy aprendiendo aaprovechar el tiempo —afirmó Urrea desembarazándose de la americana ycogiendo el hacha.

—Como usted quiera. Adiós. Ladislao, ya es hora: vamos.


p. 269

VII

Con infantil ardor, alentado por las esperanzas que la mediación deNazarín le infundía, el parásito la emprendió con los troncos; pero alcuarto de hora de estrenarse en el oficio de leñador, tuvo que moderarsus bríos, porque se sofocaba y un sudor copioso brotaba de su frente.Luego volvió a la carga, conteniéndose en la medida de sus naturalesfuerzas, y mientras más troncos partía, más vivo era el contento queinundaba su alma. ¡Ah, pues si le fuera permitido meterse de llenoen aquella vida! Aprendería mil cosas gratas, como arar, sembrar,escardar, cuidar aves y brutos, hacerse amigo de la tierra, súbditodel reino vegetal y campestre. Y no se le haría cuesta arriba en talambiente la vida religiosa, ascética, privándose de todo regalo y hastade hablar con gente. No tendría más amigos que los animales, y esclavodel terruño, conservaría libre y gozoso el pensamiento para elevarlo aDios a todas horas del día. En estas cavilaciones le cogió la vuelta deNazarín, a eso de la una y media. Cuando le vio venir, con su reposadopaso de siempre, sin anticipar con su mirada albricias ni desengaños,el corazón se le saltaba del pecho.

—La señora —manifestó el cura mendigo,p. 270 cuando estuvo a tiro de palabra—, dice quebaje usted a comer.

—Pero...

—Nada, que baje usted a comer. No me ha dicho nada más.

—¿Sigue usted aquí cortando leña?

—No, hoy es jueves, y toca explicar la Doctrina a los niños.Aquilina les ha dado la lección. Cuando la señora tenga organizada laescuela, todos alternaremos en la enseñanza.

—Hasta eso haría yo, si ella me lo mandara: domar chicos, y meterlesen la cabeza el a, b, c. ¡Quién me lo había de decir...! En fin, voy.¿Sabe usted que estoy temblando? ¿Y qué tal? ¿Se enfadó al saber...?

—Se mostró más compasiva que enojada.

—Eso ya es buen síntoma. Voy... ¿Y he de ir ahora mismo?

—Ahora mismo, pues le tienen preparada la comida.

—No tengo apetito... ¿Y de veras no dijo que soy una mala cabeza?...¡Oh, qué bondad, qué santidad, Dios mío! ¡Ni siquiera recriminarme!¿Cómo no adorarla lo mismo que al Dios que está en los altares? Nada,verá usted cómo me perdona, y me admite, y... El corazón me dice quesí. Procede como la Divinidad, la cual, según ustedes, concede todo loque se le pide con fe y compunción. Yo tengo fe en ella, queridop. 271 Nazarín, y derramolágrimas del alma solo por sentirme bajo su divino amparo. Vamosallá, que seguramente usted, que es también santo, habrá intercedidogallardamente por este infeliz. Lo dicho, dicho: el que se atreva asostener que Nazarín está loco, se verá con José Antonio de Urrea. Nolo tolero... mi palabra que no...

—Sea usted juicioso, amigo mío.

—¡Locura la piedad suprema, locura la pasión del bien ajeno, locurael amor a los desvalidos! No, no... Yo sostengo que no, y lo sostendrédelante del cura y del juez y del Obispo y del Papa, y del mundoentero.

—No alborotarse, y vaya comprendiendo que en Pedralba no se disputa,ni se sostienen opiniones más que por quien puede y debe hacerlo.Los demás, a obedecer y callar. ¿Usted qué sabe si yo soy loco o soycuerdo?

—¿Pues no he de saberlo?

—Ea, basta... Vamos pronto, que la señora nos aguarda.

Bajaron, y cuando Urrea entró en la casa y en el comedor más muertoque vivo, lo primero que le dijo su prima, poniéndole la comida en lamesa, fue:

—Pero, hijo, estarás desfallecido. ¿Por qué no bajaste a comer conNazarín y don Ladislao?

Echose Urrea de rodillas a sus pies, diciendo con trémula voz que élno probaría bocadop. 272mientras no recibiera el perdón que humildemente solicitaba.

—Eres un niño —le dijo Halma—. Come, y después hablaremos... Perocomo eres un niño grande, y con resabios mañosos, hay que sentarte unpoquito la mano. Come con calma, pobrecito... ¿Tú quieres hierro? Pueshierro. Yo no contaba contigo para esta vida, porque nunca creí que laresistieras. Se hará la prueba con todo el rigor que exige tu pasado ylas malas costumbres que todavía conservas.

Comiendo y suspirando, por momentos risueño, por momentos conmovidohasta derramar lágrimas, José Antonio le dijo que por grande que fuerael rigor de la prueba, no lo sería tanto como su energía y tesón pararesistirla, y que a todo se hallaba dispuesto con tal de vivir bajo lasanta autoridad de Halma. No le arredraban las cuestas por agrias quefuesen. ¿Cuesta religiosa? pues a ella. ¿Cuesta de trabajos rudos, comode presidiario? pues a ella.

Como llegara don Pascual Amador, se habló de otros asuntos. Iba elpaleto hidalgo a llevar a la señora unos documentos de la Alcaldía deColmenar para que los firmara, y se despidió después de tomar un vasitode vino.

—Don Pascual —le dijo Halma, entregándole la cartera que poco antesle había dado su primo—. Hágame el favor de guardarme eso. Son...

p. 273—Nueve milseiscientas cincuenta —apuntó Urrea.

—No lo necesitaré —añadió la Condesa—, hasta que emprenda laroturación del prado grande. Porque me decido, señor don Pascual, medecido. Hay que sacar del suelo de Dios todo lo que se pueda. La huertala empezaremos el lunes, rompiendo la tierra con los brazos que aquítengo. Mire usted, mire usted que obrerito se me ha entrado por laspuertas...

Celebró mucho Amador los nuevos propósitos de la señora, queconcordaban con sus ideas del fomento de Pedralba, y partió a vigilar alos jornaleros que tenía en la Alberca.

—Para hacer boca —dijo Catalina al neófito—, me vais a desescombrar,entre tú y los sobrinos de Cecilio, las ruinas estas, hasta descubrirmeel suelo.

—Ahora mismo.

—Ten calma. Esta tarde vas al cuarto bajo de la torre, dondeprovisionalmente tenemos la escuela, y oirás la explicación de laDoctrina Cristiana... Como has estado cortando leña, esta noche tendrásunas agujetas horribles. Descansas, y mañana, a lo que te he dicho,como preparativo para faenas más penosas.

—Para mí no hay nada difícil estando aquí.

—Vivirás en la otra casa, con Cecilio. Esta noche arreglarás tucama en el pajar, como Diosp.274 te dé a entender. ¿No has dormido tú nunca sobre un montónde paja? Yo sí, allá muy lejos de España... y en aquellos días deabandono y miseria, me pareció el colmo de la incomodidad y de lahumillación. Hoy me sería indiferente.

—Me instalaré muy gustoso en el pajar.

—Esta noche, en la nota de los encargos que ha de traer de Colmenarel tío Valentín, pondremos: un chaquetón de paño pardo para ti, unoszapatos gruesos, de lo más grueso que haya, una faja, una montera...Verás qué elegante estás. Como en tu domicilio no hay espejo, podrásmirarte en el charco de la fuente. Y cuando venga la pareja de bueyes,aprenderás a uncirlos, a manejarlos. ¿Sabes tú lo que es un arado, yel peso que tiene? Pues ya te irás enterando. Comerás con nosotros,pues aquí no debe haber más que una mesa para todos los habitantes dela ínsula. Día llegará en que Cecilio y su gente, y el tío Valentín,comamos reunidos. Mañana, si las agujetas no te estorban mucho,después que hayas tomado el tiento a las piedras de las ruinas,vuelves a partir un poquito de leña... No quiero que estés ocioso niun momento. La prueba tiene que ser seria, para que yo pueda formarde ti un juicio seguro, y te considere capaz o incapaz de compartirnuestra vida. Pues aguárdate, que luego venp. 275drán los ejercicios religiosos, el madrugarcon el alba, las mortificaciones, la asistencia de enfermos... ¡Ah!todavía no te has hecho cargo de la gravedad de lo que deseas y pides.Tú, hombre de salones, hombre sin principios, inteligencia demasiadosensible a la actualidad, a lo nuevo y reciente, te has dejado influirpor esas rachas de ideas que vienen del extranjero, lo mismo quelas modas del vestir, del comer y del andar en coche. Te cogió laventolera religiosa, que suele soplar de vez en cuando, lanzada porlas tempestades que recorren furiosas el mundo, y ya tenemos a Urreítadelirando por lo espiritual, como deliraría por un autor nuevo, o porla última forma de sombreros o trajes. Y te vienes acá con una piedaddeaficionado, que no es lo que yo quiero, ni nos hace faltaninguna.

—No es eso, no es eso —replicó José Antonio con acento persuasivo—.Yo quiero creer, yo anhelo parecerme a ti, conservando la distanciaentre mi monstruosa imperfección y tu...

—Basta: no me gusta la palabrería lisonjera.

—Mi aspiración es volver a empezar, más claro, volver a nacer.Me he muerto; resucito hijo tuyo, y esclavo tuyo. Encárgame de losoficios más bajos y humillantes, y en cosas de religión lo más difícil.¿Asistir enfermos has dicho? Nazarín me enseñará.

p. 276—En eso y en otrasmuchas cosas, buen maestro tuyo y mío puede ser.

En esto pasó Nazarín por delante de la ventana del comedor,cambiadas ya las ropas de leñador por las de cura. Iba al ejerciciode Doctrina, y ya los rumores de algazara infantil anunciaban quela familia menuda se reunía en la sala provisionalmente destinada aescuela.

—Allá voy yo también —dijo Urrea viéndole pasar—. Quiero ser comolos pequeñitos. Verdaderamente, ese hombre me parece divino, y por él,por la influencia que sin duda tiene en ti, he conseguido tu perdón.¿Qué te dijo, qué razones alegó en mi favor?

—No hizo más que contarme lo que habías hecho.

—¿Y tú...?

—Le pedí su parecer sobre la resolución que debía tomar contigo.

—¿Y él...?

—Me dijo que debía admitirte.

—¡Prima mía —exclamó Urrea con exaltación, braceando por alto—, alque me diga que ese hombre está loco, le mato!... ¡ah, no!

Llevose la mano a la boca como para contener la palabra, y volver ameterla para adentro.

—No, no le mato, dispensa. Pero le... Tampoco... Lo que haréserá decir y proclamar, conp.277tra la opinión de todo el mundo, que no es demente, que nopuede serlo, que el mayor de los contrasentidos sería que lo fuese... Ytú crees lo mismo, Halma, no me lo niegues: tú crees lo mismo.

—¿Tú qué sabes?... Silencio, y a la Doctrina.

—Voy.


p. 279

QUINTA PARTE


I

Durante tres, cinco, diez, no sé cuántos días, corrieron los sucesosmansamente y como por carriles en el castillo de Pedralba, y suscampos y montes circunstantes, notándose en todo, cosas y personas,el impulso que les diera con firme mano la organizadora de aquellasingular familia. Pero aún faltaba mucho para que la idea total de lanoble señora se viera íntegramente realizada, porque las deficienciasde local no podían remediarse pronto, y en diversos detalles deorganización surgían a cada instante obstáculos que solo la constanciay buena voluntad de todos vencerían al cabo. La roturación de la huertadio mucho que hacer, por la dureza del terruño y por la dificultad dedotarla de aguas. Como no era fácil ni económico traerla de la fuentepor un viaje de arcaduces, se abrió un pozo, en cuya excavación nofue preciso ahondar más que veintitantos pies para encontrar aguaabundante. A las dos semanasp.280 de empezadas las obras, ya había varios bancales plantadosde arvejas, alubias, coles y otras hortalizas de ordinario consumo.Provisionalmente se cercó la huerta con piedra y espinos. La parejade bueyes no se hizo esperar, y a los tres días de aquellos trajines,ya sabía Urrea manejar a los pacientes animales, como si les hubieratratado toda la vida. Pronto les tomó cariño, y no habría cambiado sucompañía silenciosa por la de amigos de la especie humana, como tantosque había conocido en su primera vida.

Las faenas más rudas no abatían el ánimo del calavera arrepentido:el constante y metódico ejercicio corporal, si al principio le causabafatiga, no tardó en fortalecerle. La idea de ser hombre nuevo searraigaba tanto en su conciencia, que creyó haber criado nueva sangre,echado nuevos músculos, y hasta que le habían sacado todos los huesosviejos, para ponérselos flamantes. De su apetito no digamos: norecordaba haberlo tenido igual desde la infancia. Muchos días comía enel monte con el pastor, o con los sobrinos de Cecilio (de quienes sehablará después); y aquella pitanza frugal y sabrosa, que le llevabanen un pucherete Aquilina, Beatriz, o la misma Condesa, le sabía mejorque los más refinados manjares de las mesas cortesanas. Pues cuandoimprovisaban cena o almuerzo alp.281 aire libre, cocinando con escajos y palitroques, sobre untrébede, en la sartén del pastor, unas rústicas migas o cosa tal,el hombre gozaba lo indecible, y daba gracias a Dios por haberlellevado a la vida salvaje. ¡Y luego el sosiego del espíritu, la pazde la conciencia, la seguridad del mañana...! Nada podía compararsea semejantes bienes, nuevos para él. Todo cuanto del mundo conocía,de un orden distinto radicalmente, parecíale una pesada broma deldestino. Porque la vida de ciudad, durante los años que a veces sinrazón se llaman floridos, de los veinte a los treinta, ¿qué había sidomás que suplicio sin término, humillación, ansiedad, y cuanto maloexiste? ¡Bendito salvajismo, bendita barbarie, que le permitía lo máselemental, vivir!

Los Borregos, que así nombraban a los dos sobrinos de Cecilio,trabajadores a jornal en la finca, fueron los primeros compañeros devivienda del improvisado salvaje, y no tardaron en ser sus amigos,maestros también en todo aquel rústico manejo. Más bárbaros no loshabía criado Dios; pero tampoco más sencillotes ni de corazón másnoble y sano. Al principio, la epidermis moral de Urrea se lastimabaun poco al rozarse con la corteza dura de aquellos infelices; perono tardó en criar callo, y si él al contacto se endurecía, los otrosindudablemente se suavizaban. Por las noches, al tumbarse sop. 282bre la paja rendidos, enel breve rato que al sueño precedía, charlaban los tres, explicándosecada cual según sus luces, y allí vierais confundida la barbarie yla cultura, el fácil discurso y la jerga torpe, la inteligencia y lasuperstición. El Borrego mayor, chicarrón de veintidós años, despuntabapor su guapeza descocada y algo insolente; no solo se conceptuabahombre capaz de medirse en buena lid con el más pintado, sino queen lo tocante al oficio de labrador no daba su brazo a torcer ni alos más peritos. Todo se lo sabía; jactábase de conocer los secretosde la tierra y de la atmósfera. Planta que él hincara en el suelo,de fijo arraigaba y crecía como ninguna. Había inventado sin fin dereglas de fisiología vegetal, de las cuales ni una sola fallaba,según él, en la práctica. Sobre la fecundación, sobre las épocas desiembra y trasplante, y la influencia misteriosa de las fases de laluna en la vida de las plantas, contradecía con el mayor descaro elcriterio de los labradores viejos, defendiendo el suyo con arroganteterquedad. A Urrea le encantaba este carácter inflexible, tenaz,basado en un furibundo amor propio. Y más de una vez se preguntó: «Enotra esfera, con otra educación, Bartolomé, ¿qué sería?» El segundoBorrego era lo contrario de su hermano, humilde, de voluntad perezosa,que fácilmente se amoldaba a la voluntad ajena,p. 283 corto de palabras, algo melancólico,curioso y preguntón. Gustaba de que le contaran guerras, aventuras ysucesos extraordinarios, y se enloquecía con las estampas, toda suertede muñecos pintados, aunque fueran los de las cajas de cerillas, quele parecían tan hermosos como a nosotros los cuadros de Rafael yVelázquez. Y Urrea se decía: «Isidrico en otra esfera y educado comolos muchachos finos, ¿qué sería?»

Con estas reflexiones estudiaba José Antonio la Humanidad, al pasoque obtenía de la observación de la Naturaleza útiles enseñanzas. Ensu anterior vida, no se había fijado en multitud de fenómenos quele causaban maravilla. Hasta el cielo estrellado, en noches clarasy sin nubes, atraía su atención como cosa nueva y desconocida. Lohabía visto, sí, infinitas veces; pero nunca lo había visto tan bien,ni recreádose tanto en su hermosura. Con esto, nuevas ideas ibansustituyendo a las antiguas, que al modo de hoja seca se caían y eranarrebatadas por el viento. Y todo el nuevo retoño cerebral veníafuerte, anunciando una foliación y florescencia vigorosas. Él no cesabade repetirlo: era como nacer dos veces, la segunda por milagro de Dios,en edad de hombre, conservando el recuerdo de la primera encarnaciónpara poder comparar, y apreciar mejor las ventajas de la segunda.

p. 284Pocas veces teníanocasión de hablarse Halma y su primo en aquellos comienzos de la vidarústica, porque él trabajaba lejos de la casa. Por la noche, despuésdel rosario, o si cenaban en comunidad, la señora le exhortaba en pocaspalabras a seguir en aquel ordenado comportamiento. Esto y los saludosde ritual, cuando por acaso se encontraban en el campo, eran su únicarelación de palabra. Pero en espíritu, Urrea no la separaba de sí:noche y día pensaba en ella, o se la imaginaba, transfigurándola a suantojo. Nada más grato para él que apreciar en los actos y expresionesde sus compañeros el gran respeto que la señora les inspiraba. Y detal modo en él mismo se había fortalecido aquel respeto, que cuandola veía venir, se turbaba como un chiquillo vergonzoso. Y por muchoque se estimara en su nuevo estado de conciencia, cada día sentíacrecer la distancia entre ambos, porque si él se elevaba, ella subíadesaforadamente.

No eran pasados quince días de aprendizaje, cuando el noviciorecibió por Nazarín órdenes de trasladar su residencia. El buen clérigoperegrino había estado tres días en San Agustín, acabando de extractarel divino libro de la Paciencia, con empleo casi sublime de la suya,y de vuelta a Pedralba, hizo limpieza, sin auxilio de nadie, de losdos aposentos de la torre. Alláp.285 se estuvo toda una mañana, blanqueando las paredes, lavandolos pisos de baldosín, y extrayendo como podía cuanta mugre había enlos rincones.

—Aquí estarás mejor que allá —dijo a Urrea por la noche, dándoleposesión de su nuevo domicilio, y mostrándole cama limpia y bienmullida, y los muebles de madera relucientes—. Esto, querido Urrea, lohago por ti, que estás acostumbrado a la primera de las comodidades,que es el aseo. Aquí la señora nos enseña a ser nuestros propioscriados, y yo te doy el ejemplo...

—¡Vaya un ejemplo! Me lo da usted contrario, haciéndose misirviente.

—No, bobito. Lo que yo hago esta semana, lo harás tú la próxima.

Nazarín le tuteaba desde los primeros días, porque era en él añejacostumbre. Poco fuerte en tratamientos, no abandonaba la forma familiarmás que ante personas de muchísimo respeto, como la Condesa, donRemigio y otros tales.

—Bueno —dijo el neófito—, yo no veo aquí más que una cama. ¿Acasotiene usted la suya en ese mechinal de al lado, junto a la escalera depiedra?

—Eso que llamas mechinal es un aposento precioso. Pasa y examínalo.Tiene el suficiente espacio para mi lecho, que es esta tarimaforrap. 286dita en unamanta... ¿ves? ¡Qué lujo, qué gala!... y como yo, aquí, no he de darbailes, no necesito más cabida. ¿Ves? echadito en mi tabla, con lacabeza toco en la pared de acá, y aún me falta una tercia para tocarcon los pies en la de enfrente. ¡Y si vieras qué abrigado es esto! Loque tiene es que en obscuridad compite con la boca de un lobo; perocomo yo no estoy aquí durante el día, y de noche puedo encender luz, siquiero, me acomodo tan ricamente. En peores alcobas y camas he dormidoyo mucho tiempo.

—Ya lo sé. Por eso está usted como está, y le tienen por hombre sinseso. En fin, si ha de haber penitencias y privaciones, dénmelas a mí,y verán qué pronto las acepto.

—¡Penitencias, privaciones! Dios te las irá mandando cuando menos lopienses. Por el pronto, ¿no dices que te gustaba la holgada libertaddel pajar? Pues fastídiate. Ya no vuelves allá. ¡Aquí, en la torre,preso! aguantando mis sermones, si se me ocurre endilgarte alguno,rezando conmigo, sí señor, todo lo que a mí me dé la gana.

—A eso estamos, padre Nazarín; pero en esta casa de la igualdad,debemos alternar en las comodidades, digo, en las mortificaciones.Una noche duermo yo en la cama y usted en la tarima, y a la nochesiguiente, cambiamos.

—Eso lo veremos. No hay tanta igualdad cop. 287mo crees, ni debe haberla. Por de pronto, yoestoy por encima de ti en edad, saber y gobierno, y si te mando dormiren cama blanda, tendrás que fastidiarte.

Al volver de cenar en el castillo, y antes de recogerse, charlaronotro poco.

—Pepe —le dijo Nazarín, sentándose en su tarima—, ¿sabes una cosa?Después de cenar, mientras saliste a fumar tu cigarrito, la señora meencargó que te advirtiese...

—¿Qué?

—Nada, no te asustes... ¡Si creerás que es algo de cuidado!... Y silo es, hijo, yo no lo sé... Pues que te advirtiera que si mañana, opasado, vamos, don Remigio y el señor de Amador te dicen alguna cosadesagradable, algo que te lastime, procures no incomodarte. Tú no hasaprendido aún a sofocar la cólera, y en eso has de poner mucho cuidado,José Antonio, porque la cólera es pecado muy feo. Ya sabes que cuantosvivimos aquí hemos de ser sufridos, mansos y afrontar con semblantesereno la ofensa, el ultraje mismo. Esto tienes que aprenderlo, Pepe, yprobar tu paciencia en la práctica, en la realidad. Si no, estás de másen Pedralba.

—¿Pero qué es eso que me van a decir el cura y Amador? ¡voto al hijode la Chápira! —gritó Urrea, disparándose.

—Temprano empiezas —dijo Nazarín acercánp. 288dose al lecho en que el otro acababa detumbarse—. ¡Pero, hombre, te estoy amonestando...!

—¡A mí!... ¡decirme a mí!... ¿Pero qué?

—¿Lo sé yo acaso, hijo de mi alma?

—¡Oh! usted lo sabe, padre Nazarín, y si no, lo adivina, porqueusted lee en el pensamiento de las personas, y penetra las másrecónditas intenciones.

—Que no sé, te digo... Cumplo mi encargo, y me callo. La señorame manda advertirte que, oigas lo que oyeres, no te enfurezcas, nisiquiera muestres enfado. Ella lo manda, Pepe.

—Pues si ella lo manda, antes me vea muerto que desobediente...Pero no sé, querido Nazarín, no sé lo que me pasa. Con lo que ustedme ha dicho..., siento que mi ser antiguo rebulle y patalea, como siquisiera... ¡Ay! no se vuelve a nacer, ¿verdad? No muere uno paraseguir viviendo en otra forma y ser. Un hombre no puede ser... otrohombre.

—Indudablemente... uno no puede ser otro —dijo el apóstol sonriendobenévolamente—. No canses tu cerebro con sutilezas. Déjalo descansar enel sueño.

—No podré dormir.

—Rezaremos. Te contaré cuentos. Te arrullaré como a los niños.

—Ni aun así dormiré... Mi tristeza, no sé qué punzante inquietud medesvela.

p. 289—Yo no quiero queestés triste, Pepe. Imítame a mí, que siempre vivo en una alegríatemplada.

—¡Oh, si pudiera...! Y no solo la tristeza. Paréceme que tengofiebre. Yo voy a caer malo.

—Si caes malo —replicó el curita manchego, clavando en él una miradapenetrante—, yo te cuidaré... y te salvaré de la muerte.

—¡La muerte...! —exclamó Urrea con abatimiento, cerrando los ojos—.¿Para qué defenderse de ella, cuando es la mejor, la única solución?

—No te cuides tú de tu muerte. Dios se cuidará de eso. Ahora, hijomío, a dormir.

—A dormir, sí... ¿Usted lo manda?

—Lo deseo...

Callaron, y poco después Urrea dormía, teniendo por guardiánvigilante a Nazarín, el cual, sentado junto al lecho, rezaba entredientes.


II

Al día siguiente, hallándose el salvaje en la huerta, sintió eltrote de un caballo. Creyendo que se aproximaba don Remigio, miró consobresalto. Pero no; era Láinez, el médico de San Agustín, que ibados veces por semana a Pedralba, a celebrar consulta para todos lospobres circunvecinos. Habíale ajustado la señora para este servicio,temporalmente, mientras sep.290 arreglaba la instalación de un médico fijo en la casa,para visitar y asistir a los enfermos de todo el término. Se conocíanlos días de Láinez en que desde el amanecer asomaban por aquellosvericuetos innumerables personas de cara hipocrática, lisiados y cojos,unos con los ojos vendados, otros con la mano en cabestrillo, estellevado en un carro, aquel arrastrándose como podía. La consulta durabatoda la mañana, y por la tarde visitaba el doctor, por encargo expresode la Condesa, a los enfermos que vivían más próximos.

Saludó Urrea cortésmente al médico cuando a su lado pasó, y estuvopor preguntarle: «¿Tiene usted que decirme algo por encargo de donRemigio?» Pero como Láinez no hizo más que contestar fríamente alsaludo, volvió el joven a su trabajo, silencioso y triste: «Vamos aplaticar un poquito con la tierra» —se decía, moviendo con fuertebrazo la pala o el azadón. Y era verdad que hablaban tierra y hombre,él contándole sus penas, ella diciéndole algo de sus misteriosimpenetrables. Pero como la tierra es tan discreta, que no revela nadade lo que con ella hablan ni los muertos ni los vivos, ignoro lo que secomunicaron hombre y tierra.

Por la tarde, salieron juntos Láinez y Amador. Urrea les miróalejarse, dejando a las caballerías andar al paso. «De fijo hablande mí» —sep. 291 dijo,mirándoles de lejos. Era una corazonada, un rasgo de adivinación de losque no fallan, por misteriosa connivencia de los fluidos que al parecernos rodean. «Hablan de mí —volvió a decir José Antonio—, y hablan mal.Tan cierto es esto, como que me alumbra el sol.» Y tornó a contarle suscuitas a la arcilla, teniendo por órgano a la pala, y al revolver losesponjados terrones, y verlos quebrarse al sol, oía de ellos vagorosasrespuestas.

Amador y Láinez, alejándose despacito de Pedralba, hablabandel neófito lo que este no podía saber ni aun preguntándoselo alterruño.

—Pues verá usted —dijo el paleto hidalgo— lo que pasó. El señorMarqués de Feramor me mandó a decir con Alonso que si iba por Madrid,no dejase de pasar a verle. Fui el lunes, como usted sabe, y donPaquito me contó lo escandalizada que está toda la grandeza porhaberse colado aquí ese perdido de Urreíta. Allá creen que no vienemás que a engañarla, y sacarle el poco dinero que tiene, figurándosereligioso contrito, y embaucándola con santiguaciones, y farsas devida labradora. Yo creo lo mismo, amigo Láinez, porque el tal está tanarrepentido como mi jaco; es hombre de historia sucia, y el primertrapisonda de Madrid. Aquí nosotros, los buenos amigos de mi señorala Condesa, los que estimamos y conocemos susp. 292inminentes virtudes, debemos abrirlelos ojos, para que vea el dragón que se le ha metido en casa...

—De eso se trata, amigo Amador —dijo el médico, hombrecillo defigura mezquina, con un bigote atusado y gris, que parecía pegado congoma, ojos mortecinos, cara rugosa, cabeza deforme y con poco pelo enel occipucio—. Don Remigio ha recibido cartas de su tío don ModestoDíaz, y de ello resulta que el tal Urrea es un histrión...

—¿Un qué...?

—Un histrión, que es lo mismo que decir un cómico. Fingesentimientos, estados peculiares del ánimo, hace sus comedias conlabia y mímica perfectas, y ahí le tiene usted dando la castaña allucero del alba... Pues sí señor. No me gustó ese sujeto, la primeravez que le eché la vista encima, y ha seguido... no gustándome. Esuno un poco lince, y ha visto muchas monstruosidades de la materia ydel espíritu... Pues verá usted. Hablamos de esto don Remigio y yo...Naturalmente, Remigio es el más abonado para...

—Para llevar el gato al agua.

—Y llamar la atención de la Condesa sobre el culebrón a que ha dadoabrigo en su seno —dijo Láinez, quedando muy satisfecho de la figura—.Anteayer, Remigio soltó las primeras puntadas; pero la señora, según élcuenta, le oyóp. 293 condisgusto, y tuvo la generosidad, ¡parece increíble! de asegurar que suprimo es un hombre de bien.

—¿Sí?... pues no se libra de un sablazo gordo, o de otra cosapeor... porque ese no es de los que se van sin algo entre las uñas.

—Para mí ha venido con un fin interesado —dijo el doctor mirandofijamente al otro caballero—, y si me apuran, añadiré que con un finsiniestro...

—¡Hombre, tanto no!

—Se verá... Al tiempo.

Llegados al sitio de separación, se detuvieron para concertar el díay hora en que debían reunirse con don Remigio para convenir en la formay manera de ilustrar mancomunadamente a la señora de Pedralba sobrepunto tan delicado. Puestos de acuerdo, cada cual siguió su camino.

Y dos días después, hallándose Urrea en el monte, vio venir treshombres a caballo por el sendero de San Agustín. A pesar de ladistancia enorme a la cual se detuvieron, su vista prodigiosa lesconoció al instante, y el corazón le dio un tremendo vuelco. Confuria insana descargó tremendos golpes sobre el tronco del árbol quepartiendo estaba, y el leño, en el gemido que parecía exhalar alrecibir el hachazo, le decía: «Hablan de ti, y hablan mal.»

p. 294Urrea les miraba,suspendiendo a ratos su tarea para volver a ella con terrible ímpetumuscular, y le decía al tronco: «En tu lugar quisiera coger a lostres.» Observó que cerca de la finca, los jinetes se detenían, cual situvieran algo importante que discutir y concertar antes de meterse enPedralba.

Don Remigio, alzándose nervioso sobre los estribos, y tan poseído desu asunto como si en el púlpito estuviera, les dirigió esta retahíla,que más bien arenga o sermón debía llamarse:

—Señores y amigos, la cosa es grave, y es nuestro deber acudirprontamente al remedio, auxiliando con desinteresado consejo a lapersona que tantos bienes ha traído a esta mísera tierra. Evitemos quelas intenciones de la santa Condesa sean defraudadas por un libertino.Si yo le hubiera conocido, cuando por primera vez llegó a San Agustín,habríale cortado el paso de Pedralba... ¡Ah, conmigo no se juega!Pero yo estaba en la mayor inocencia respecto a ese caballerete, y leagasajé en mi modesta casa, y le traje aquí. En la misma inocenciacandorosa vivían ustedes, mis buenos amigos, hasta que al fin, lostres, por noticias fidedignas, hemos caído a un tiempo de nuestrosrespectivos burros. Ahora bien...

—Permítame un momento el señor cura —dijo Amador, acordándose deuna idea que debía ser agregada a los autos—. Una palabra nadap. 295 más: lo que tiene indignadoal señor Marqués, a la familia, y a todos los títulos de Madrid,es que, habiéndole dado a doña Catalina su legítima sin merma nidescuento... Porque han de saber ustedes que parte de la tal legítimahabía sido consumida por la señora allá en tierras del Oriente. Puesbien: el señor Marqués, por darle gusto a don Manuel Flórez, que era unalma de Dios, no quiso descontar los suplidos, y entregó a su hermanael total de la herencia, o sean cuarenta mil y pico de duros, creyendoque iba a ser empleado en obras de la religión bendita... ¿Qué resultó?Que a los pocos días de entregarle el caudal, este pillo de Urrea lesacó unóbolo de cinco mil duros... Lo que digo, la Condesa esun ángel, y como ángel no debiera andar suelto. Opino yo que a losángeles...

—Ya sabíamos lo de los cinco mil duros —dijo don Remigio, anhelantede recobrar la palabra—. Lo que ustedes no saben es que poco antes devenir la señora a Pedralba, ese aventurero le proponía una contratapara traer acá las cenizas del Conde de Halma, encargándose él de todopor otros cinco mil pesos.

—Es un punto terrible —indicó Amador—. El Marqués dice, y tienerazón: «doy mis intereses para el cultivo de la fe y el fomento de lacaridad, mas no para que un perdido se ría de Dios, de mi hermana y demí».

p. 296—Muy bien dicho—prosiguió el cura, cogiendo la palabra con propósito de no soltarlamás—. Pues yo, que por añeja costumbre dialéctica, me voy siemprederecho a las causas, y cuando veo un mal, busco el origen paraatacarle en él, lo mismo que hace Láinez con las enfermedades, en estecaso, advirtiendo que corren sucias las aguas, me voy al manantial,y... en efecto, allí veo... En fin, señores, que todo lo malo queadvertimos en Pedralba, proviene de los vicios de origen, de ladefectuosa fundación. La idea de la señora Condesa es hermosa, perono ha sabido implantarla. La primera deficiencia que noto aquí es queno hay cabeza. Y esto no puede ser. Para que la institución marche,y se realice el santo propósito de la Condesa, es preciso que alfrente del establecimiento haya un director, y para que tenga muchaautoridad, conviene que el tal director sea un eclesiástico. Declaroque no tendría yo inconveniente en desempeñar la plaza, a pesar delmucho trabajo y responsabilidad que puede traer consigo. Procuraría darejecución práctica y visible a las ideas, a los elevados sentimientosde caridad de la santa señora, y, modestia a un lado, creo que no mesería difícil conseguirlo... Redactaría constituciones, en las cualesderechos y deberes estuvieran muy claritos. Marcaría la raya entre loespiritual,primap. 297facies, y lo temporal, que es lo secundario... Daría denominaciónal instituto, estableciendo un distintivo, el cual podría ser una cruzo varias cruces, de este o el otro color, que yo llevaría cosidas enmi manteo... y si no yo, quien quiera que aquí mandase con el nombrede Rector, Mampastor, o Guardián... Pero si es mi propósito convencera nuestra amiga de la necesidad de una dirección, no está bien, ya locomprenden ustedes, que yo a mí mismo me proponga para ese modestocargo. Y no es ambición, conste que no es ambición: en último casosería sacrificio, y de los grandes; pero a esas estamos. De modo que sila señora, por inspiración divina, admite mis razones, y me designa,no tendré más remedio que bajar la cabeza, con beneplácito del señorObispo, y mientras Su Ilustrísima no creyera conveniente disponer de miinutilidad para una parroquia de Madrid.

Asintieron los otros dos con monosílabos. La cara de don Remigioechaba chispas.


III

—Pues si el señor cura me promete no enfadarse —dijo Láinez despuésde una pausa, en la cual se aseguró bien de sus ideas—, me permitirémanifestarle que si apruebo lo de la dirección, pues sin dirección, ollámese cabeza, nop. 298hay nada, no estoy de acuerdo con que el director sea sacerdote. Quehaya un eclesiástico, o dos, o veinticinco, para lo pertinente algobierno espiritual, muy santo y muy bueno. Pero, o yo no sé lo que mepesco, o la señora Condesa ha querido fundar un instituto higiénico,hablando más propiamente, un sanatorio médico-quirúrgico, con vistas ala religión.

—¡Hombre!

—Déjeme seguir: El socorro de la indigencia, el alivio del dolorhumano, la asistencia de los enfermos, la custodia de los locos, lapráctica, en fin, de las obras de misericordia, da una importanciadesmedida alelemento médico-quirúrgico-farmacéutico. Yo soy muypráctico, reconozco la importancia delelemento sacerdotal enun organismo de esta clase; es más, creo que el talelemento esindispensable; pero la dirección, señores, opino, respetando el parecerdel señor cura, opino, entiendo yo... que debe ser encomendada a laciencia.

—¡Hombre, por Dios, no sea usted...!

—Permítame...

—No, si no es eso. Equivoca usted los términos...

—¡Vaya, hombre! Yo concedo...

—¡La ciencia! Medrados estaríamos...

—Yo concedo...

—Distingamos, señores...

p. 299Y un ratoestuvieron los tres quitándose uno a otro la palabra de la boca, ytiroteándose con pedazos de expresiones.

—Yo concedo —dijo Láinez, consiguiendo al fin acabar una frase—, quela piedad, la fe sean el corazón de este organismo; pero la cabeza nopuede ser más que la ciencia.

—¡Potras corvas! que alguna vez me ha de tocar a mí —gritó Amadorfurioso, viendo que don Remigio rompía nuevamente, y que no habíamanera de atajarle—. ¿Digo yo, o no digo mi parecer? Porque siustedes se lo parlan todo, ¡caracoles! estoy aquí de más... Puesentro en el ajo como tercero en discordia, y digo que los señorespropinantes barren para dentro, cada cual mirando por su casa yoficio, este para la Iglesia, este para la Facultad. Pues yo digo queni lojuno ni lojotro, ¡caracoles! y que la direccióndebe ser administrativa, lo dicho, administrativa. Porque aquí loprimero es asegurar la olla para todos, y no se asegura la olla sinotrabajando la tierra, y sabiendo después cómo se distribuye el frutoentre estas y las otras bocas. Bueno que tengamos elelementotal..., religión, bueno; elelemento cual..., medicina, bueno.Pero para que estos puedan concordarse y vivir el uno enclavijado enel otro, se necesita delelemento primero, que es el trabajo,el orden, la cuenta y razón, la labranza de la tierra, y estop. 300 no puede hacerlo laIglesia ni la Facultad. ¡Ah! como ustedes no le saquen su fruto a latierra, a fuerza de machacar en ella, ¿con qué potras van a sostenerla institución? ¿de dónde van a salir estas misas? En Pedralba, loprimero es poner la finca en condiciones, pues... Hoy da cuatro; debe ypuede dar cuarenta, y cuando los dé, vengan pobres, y vengan tullidos,y dementes, y tiñosos, y ciegos, para sanarlos a todos. Lo demás, esandarse por las ramas, y empezar las cosas por el fin. La direccióndebe ser agrícola y administrativa, y aquí no hay más pontífice delcampo queeste cura, yo mismo, y para concluir, sepan que esosson los deseos del señor Marqués de Feramor, según carta que tengo aquíy que puedo enseñarles.

Callaron un rato el médico y el cura, como agobiados bajo lapesadumbre del último argumento presentado por Amador; pero elingenioso don Remigio no tardó en recobrarse, y con nuevos y sutilesrazonamientos, pegó la hebra en esta forma:

—¡Pero mi querido Amador, si el señor Marqués no es quien ha dedecidirlo! No niego yo su respetabilidad, ni su autoridad, ni susexcelentes deseos; pero hay que desengañarse, el señor Marqués no tocapito, no puede tocarlo en un asunto que es de exclusiva competencia desu señora hermana.

—Hemos convenido, amigo don Remigio —p. 301dijo Amador—, en que la Condesa es unángel...

—Un ángel del cielo...

—Los del cielo no sé; pero los de la tierra necesitan curador.Dejemos a la virtuosísima, a la celestial doña Catalina de Halmaentregada solita a sus piedades, y a las blanduras de su corazón, ydentro de dos años tendrá la finca embargada.

—Se equivoca usted, Amador. La señora sabe cuidar de susintereses.

—Pero la señora no labra las tierras, cree que con labrar el cielobasta, y el trigo y la cebada, ¡caracoles! y los garbanzos y laspatatas, no veo yo que nazcan de nubes arriba.

—También arriba nacen, señor de Amador, y nuestro Padre celestial,que da ciento por uno, derrama sus dones sobre los que con fervor leadoran.

—Si yo no siembro, nada cogeré, por más que me pase el día yla noche engarzando rosarios y potras. Don Remigio, todo eso delmisticismo eclesiástico y de la santísima fe católica, es cosa muybuena, pero hace falta trigo para vivir. Señores, pongámonos en el ajode lo positivo. Coloquémonosbajo el prisma de que el primero delos dogmas sagrados es la alimentación.

—¡Hombre!...

—La alimentación he dicho, ¡caracoles! Díp. 302ganme: donde no hay manutención, ¿quéhay?

—No exageremos —replicó Láinez, que un gran trecho había permanecidosilencioso—. Concediendo toda la importancia alaspectoadministrativo, yo creo que la dirección... no nos apartemos del tema,señores, creo que la dirección no debe ser agrícola ni administrativa.Esto no es una granja.

—Yo digo que sí, una granja hospitalaria y monacal.

—No es eso.

—Y aunque lo fuera —añadió el médico—, la dirección debe correr acargo de la ciencia, que todo lo abarca, la ciencia, señores, que...

—¡Hombre, no nos dé usted más la tabarra con su cansada ciencia!Porque francamente, si en estas cosas, nos pone usted a la religiónbajo la férula de una casquivana como la ciencia, la religión tendráque inhibirse y decir: «allá vosotros».

—No señor, porque la ciencia...

—En resumen —chilló don Remigio, algo quemado—, que usted propondráa la señora que le nombre jefe omnímodo de Pedralba, con poder sobre eldirector espiritual y sobre todo bicho viviente.

—¡Oh, no vengo yo aquí a trabajarpro domo mea! Pero sidoña Catalina de Halma se digna tomar en consideración mi dictamen,y despuésp. 303 deestablecer la dirección científica, me hace el honor de designarmepara ese puesto, no rehusaré, no señor, tendré a mucha gloria eldesempeñarlo.

—Pero como la señora no aceptará tal desatino, mi querido Láinez...No se enfade, no quiero ofenderle...

—Paz, señores, paz —dijo Amador notando en Láinez temblores delbigotillo pegado, y en don Remigio una vertiginosa movilidad de losojos, las gafas, la nariz y las manos—, y ya que no nos pongamos deacuerdo, no llevemos a la señora, en vez de consejo sano y prudente, unembrollo de mil demonios.

—Está en lo cierto el amigo Amador —manifestó don Remigio recobrandosu habitual placidez—; la verdad es que hemos olvidado la cuestiónconcreta, en la cual estamos de acuerdo, para meternos en una cuestiónconstituyente, que nosotros no hemos de resolver; al menos hasta ahorala ilustre dama no nos ha consultado sobre la manera de organizar elInstituto Pedralbense. ¿Estamos conformes en que debemos aconsejarle laeliminación, no digo la expulsión, la eliminación del acogido don JoséAntonio de Urrea?

—Sí —contestaron los otros.

—Pues no hay más que hablar. Yo tomaré la palabra en nombre de lostres.

p. 304—Convenido.

—Y si en el curso de la conferencia, apunta el otro problema, elmagno problema, lo trataremos, lo discutiremos, cada cual dirá suparecer, y allá la señora Condesa que resuelva. Es sensible que sobreel punto grave de la organización no le llevemos una idea unánime. Veanustedes: ninguno de los tres es ambicioso, y no obstante, lo parecemos.Si cada cual expresara ante la fundadora de Pedralba sus opiniones enla forma que lo hemos hecho por el camino, lejos de ilustrarla, lallenaríamos de confusiones, y turbaríamos la tranquilidad de su grandeespíritu. Dejémosla, que ella sola, con la ayuda del Espíritu Santo,sin oír nuestras proposiciones radicales y un tantico interesadas, hade llegar a la posesión de la verdad. Las dificultades que la prácticale vaya ofreciendo le han de hacer comprender, aunque el DivinoEspíritu no le diga nada, la necesidad de una dirección en cabezamasculina, y el carácter que esta dirección debe tener.

Tan acertadas y discretas razones cayeron muy bien en los oídosde los otros dos caballeros, y como ya estaban a poca distanciadel castillo, pusieron punto a su conversación, y se aproximaroncon semblante risueño, viendo que la misma señora Condesa salía arecibirles afectuosa.


p. 305

IV

Por la tarde, Urrea y el mayor de los Borregos estuvieron dandovuelta a la tierra con el arado en una de las piezas de sembradurapróximas a la casa. Nazarín y el Borrego chico regaron los plantíosnuevos de la huerta, a mano, con cubos y regadera, y después escardaronlos bancales, que con los abundantes riegos de días anteriores, habíanformado costra. Silencioso y atento a su trabajo, el clérigo no hablabacon su compañero más que lo preciso. Ladislao había ido a la fuente delmonte, a traer la ropa lavada por Aquilina, y los chicos, después dedar la lección con Halma, se fueron a jugar con los nietos de Cecilioen el campo frontero a la casa de abajo. En la cocina se hallaba laCondesa, de mandil al cinto, fregoteando la loza, cuando Beatriz, quearriba trajinaba, bajó a anunciarle la llegada de los tres señores acaballo.

—¡Ah! no les esperaba tan pronto —dijo la dama, preparándose pararecibirles decorosamente—. Vienen como en son de capítulo o consejo.¿No sabes a qué? Luego lo sabrás.

—Me figuro que será para que admitamos a las tres ancianas enfermasde Colmenar, que quieren venir a Pedralba. Yo creo que tendremos local,pasándome yo al cuarto de Aquilina.

p. 306—No es eso: lastres viejecitas llegarán el lunes. Las acomodaremos como se pueda,hasta que el maestro nos arregle los cuartos del Norte. Nuestros tresamigos vienen a otro asunto, muy delicado por cierto, del cual me hablóanteayer don Remigio. Quiera Dios iluminarles para que conozcan cuáninjusto... En fin, no puedo contártelo ahora; es cosa larga.

Salió la señora al encuentro de los viajeros, y subieron los cuatroa la única habitación de la casa, propia para visitas, y aun paracónclaves tan solemnes como el que aquel día en Pedralba se celebraba,porque tenía dotación de sillas hasta para seis personas, y un sofá deprincipios de siglo con asientos de crin, que a la legua transcendíaa cosa eclesiástica y capitular. Encerrados allí la Condesa y sustres amigos, discutieron y peroraron todo lo que les dio la gana, sinque fuera de la estancia se sintiese rumor alguno, ni había tampocopor allí oreja humana que lo recogiese. A la hora y media, más bienmás que menos, salieron, y se marcharon como habían venido. Nadiesupo lo que allí con tanto sigilo se había tratado, ni ninguno de loshuéspedes de Pedralba, fuera de Urrea, sentía comezón de curiosidadpor aquella desusada reunión. Por la noche, en el rosario y cena,notó el ex-calavera muy encendidos los ojos de su prima. Sin dudahabía llorado. Concluida la cep.307na, y cuando se despedían para marchar cada cual a sudormitorio, la señora dijo a Urrea:

—Poco te ha durado el buen acomodo del cuartito de la torre: tú y elpadre tendréis que iros a la casa de abajo, porque necesitamos alojaraquí a tres ancianitas. Se os llevarán las camas allá. Ten paciencia,Pepe. Para eso y para todo te recomiendo la paciencia, sin la cual nadade provecho haríamos aquí.

Y no dijo más, ni él se atrevió a expresar cosa alguna, pues alintentarlo se le ponía un nudo en la garganta. La señora, después dedar a cada cual la orden de trabajo para el día siguiente, se retiró.A Beatriz le tocaba aquella noche la función de conserjería, cerrarpuertas y ventanas, apagar fuegos y luces, cuidando de que todos,media hora después de la cena, entrasen en sus respectivos aposentos.Buscándole las vueltas para cogerla sola, Urrea pudo cambiar con ellaalgunas palabras, cuando atrancaba la puerta del Norte, después decerrar el gallinero.

—Beatriz, por lo que más quieras en el mundo, dime qué han venido atratar con mi prima esos tres facinerosos.

—¡Jesús, yo no sé!

—Sí lo sabes. Dímelo por Dios.

—Te has olvidado de una de las principales reglas que nos haimpuesto la señora. Aquí nop.308 se permite contar lo que pasa, ni llevar y traer cuentos.Cada cual ocúpese en desempeñar su trabajo, sin cuidarse de lo quedigan o hagan los demás.

—Es verdad... Pero como sin duda se trata de alguna conspiracióncontra mí, tengo que defenderme.

—Yo no sé nada, José Antonio, no me preguntes.

—Pues dime solo una cosa. ¿Ha llorado mi prima?

—Eso no puedo negártelo, porque bien se le conoce en los ojos.

—¿Y sabes el motivo?

—¡Oh, el motivo!... Que no puede hacer todo el bien que quiere. Sualma tiene grandes alas; pero la jaula es corta... Y no más. Silenciote digo, y retírate.

No tuvo más remedio el pobre novicio que meterse en su aposento dela torre, donde encontró a Nazarín de rodillas frente a la imagen delCrucificado. El farolito que alumbraba la estancia estaba en el suelo:iluminadas de abajo arriba las dos figuras vivientes y el estrambóticomueblaje, resultaba todo de un aspecto sepulcral. En el profundoabatimiento de su espíritu, Urrea se creyó en un panteón. Echándoseen la cama, como para tomar la postura del sueño eterno, y sinesperar a que el apóstol perep.309grino acabase su rezo, le dijo:

—Padre, ¿se fijó usted en los ojos de mi prima?

—Sí, hijo mío —replicó el clérigo, siguiendo de hinojos, y moviendotan solo la cabeza para mirarle—. La señora Condesa, nuestra reina,nuestra madre, ¡ay!, ha llorado mucho.

—¿Se enteró usted del conciliábulo?

—Sé que llegaron juntos esos tres señores, y estuvieron aquí largorato. Como no me importa, ni es cosa de mi incumbencia, no tengo másque decir.

—Creo firmemente que se han reunido para expulsarme de aquí, y queobedecen a intrigas de mi primo Feramor. Me lo dice el corazón, me lodice la tierra cuando la labro, los troncos cuando les pego con elhacha, me lo dicen los bueyes cuando les pongo el yugo. No puede haberequivocación en esto; el vivir en medio de la Naturaleza, rodeado desoledad, le hace a uno adivino.

—Si eso fuera cierto —dijo Nazarín levantándose, y acudiendo a élcon ademán afectuoso—, si en efecto, por estas o las otras razones, sete mandara salir de Pedralba...

—Ya sé lo que usted me dirá... que me vaya, es decir, que memuera.

—Estamos aquí para la obediencia, para la resignación, para no tenervoluntad propia. Ya me ves a mí: toma mi ejemplo.

p. 310—¿Pero usted noconsidera que lanzarme de aquí es ponerme en brazos de la muerte?

—¿Por qué? Dios velará por ti.

—¿Y a dónde voy yo, padre?

—Al mundo, a otra soledad como esta, que encontrarás fácilmente.Búscala, que nada abunda tanto en la tierra como la soledad.

—No, no: yo, fuera de aquí, soy hombre concluido. Halma debe suponerque mi expulsión de Pedralba es mi sentencia de muerte. Dígaselousted.

—Yo no puedo decir eso a la señora, ni nada. Asilado como tú, laregla me prohíbe hablar al superior, cuando este no me habla. Contestoa lo que me preguntan, y nada más.

—Pues se lo diré yo, le diré que desconfíe de esa gente infame...

—No hables mal, no injuries, no aborrezcas.

—¡Ah! Nazarín es un santo: yo quisiera serlo, pero la maldadantigua, la que existe allá en los sedimentos del corazón no medeja.

—Porque tú quieres. Lucha con tus malas pasiones, pídele a Diosauxilio, y vencerás. Es menos difícil de lo que parece. Si alguiente causa agravios, perdónale; si te injurian, no respondas con otrasinjurias; si te hieren, resístelo y calla; si te persiguen en unaciudad, huyes a otra; si te expulsan, te vas, y donde quiera queestés, arranca de tu corazón el anhelo de venp. 311ganza para poner en él el amor de tusenemigos.

—Y haré todo eso, que es muy hermoso, sí, muy hermoso —dijo Urreacon ligerísima inflexión irónica—; pero antes de adoptar vida tansanta, quiero despedirme del mundo con una satisfacción: le cortaré lacabeza a don Remigio, que es el alma de este complot indigno.

—Hijo mío, parece que estás loco —díjole Nazarín, posando la palmade su mano sobre la frente ardorosa del calavera reformado—. Pero quéabsurdos se te ocurren. ¡Matar!

—¿Pues no me matan a mí?

—Privarte de estar aquí no es darte la muerte.

—Me la daré yo si me arrojan.

—Bah, eres un niño; pero yo estoy al cuidado tuyo, y procuraré queno hagas mañas.

—No puedo, no podré vivir fuera de aquí... Cuando salga, o mearrojaré con una piedra al cuello en el primer río por donde pase, obuscaré un abismo bien negro y profundo que quiera recoger mis pobreshuesos.

Su pecho se inflaba. Una opresión fortísima en la caja torácica leimpedía expulsar todo el aire recogido por sus ávidos pulmones. Seahogaba; le faltó la voz, y de su garganta salía un gemido angustioso.Al fin rompió a llorar como un niño.

p. 312—Llora, llora todolo que quieras —le dijo el curita manchego sentándose a su lado—. Esoes bueno. Las penas de la infancia, con el lloro quedan reducidas anada.

—¡Ah, bendito Nazarín —exclamó Urrea entre sollozos, estrechándolela mano—, soy muy desgraciado! Reconozca usted que no hay infortuniocomo el mío.

—Pues hijo, de poco te quejas. Tú eras malo, muy malo, tú mismo melo has dicho. La señora Condesa quiso corregirte, y lo ha conseguidohasta un punto del cual no ha podido pasar. Pero luego viene Dios acompletar la obra, te coge por su cuenta, y te manda adversidades yamarguras para que con ellas puedas alcanzar tu completa reforma.Bendice la mano que te hiere, resígnate, anúlate, y sentirás en tu almaun grande alivio.

—No podré... no podré... —replicó José Antonio, afectado de unagran inquietud nerviosa—. Usted, como santo, ve todo eso muy fácil...y naturalmente, por ser usted así, dicen que está loco... No lo está,yo sé que no lo está... pero por eso lo dicen, por no ser ustedhumano como yo... Fórmeme a su imagen y semejanza, hágame divino,y entonces... ¡ah! entonces yo también perdonaré las injurias, ybendeciré la mano negra de don Remigio que me hiere, y la boca sucia deLáinez que me escupe.

p. 313Y como si lepincharan, saltó del lecho, gritando:

—No puedo, no puedo estar en ese potro... Necesito salir, respirarel aire, ver las estrellas...

—Salir al campo es imposible: la regla no lo consiente, y además, lapuerta está cerrada.

—Pues yo quiero salir, correr... ver el cielo.

—Abriendo la ventana lo verás. Ven: ahí lo tienes. ¡Cuán hermosoesta noche!

Ambos contemplaron un instante el estrellado firmamento, y ante lainmensidad muda, indiferente a nuestras desdichas, Urrea sintió crecersu inmensa pena. Retirándose de la ventana, dijo suspirando:

—Padre Nazarín, si usted me quiere, hable de esto con mi prima.

—Yo no puedo hablar de esto ni de nada. ¿Qué soy yo aquí? Nadie, untriste acogido. Ni tengo autoridad, ni voz, ni opinión, y solo en casode que la señora me preguntara, le manifestaría mi humilde parecer.Calificado de demente, me han puesto en esta santa casa al amparo de lasublime caridad de la Condesa de Halma. Figúrate tú si es posible queesta pida consejo a un hombre cuya razón se cree perturbada, y si yo adárselo me atreviera, figúrate el caso que haría de mí.

—Catalina, como yo, no cree que nuestro querido Nazarín padezca deenajenación. Esas son vulgaridades en que un espíritu superiorp. 314 como el suyo no puedeincurrir. Sabe que usted posee la verdad divina, y que su voz es la vozde Dios...

—No digas desatinos, Pepe. Confórmate con lo que el Señor dispongade ti. No luches contra su poder... entrégate.

Urrea se arrojó en una silla, abatiendo sus brazos como un hombrerendido de luchar.

—Aunque usted todo lo sabe y todo lo penetra —dijo después de unalarga pausa—, yo necesito confiarle cuanto hay dentro de mí. Más quepor deber, lo hago por necesidad, porque el corazón no me cabe en elpecho, porque me ahogo si no le cuento a alguien mi pena, la causa demi pena, y la imposibilidad del remedio de mi pena.

—Pues sentémonos aquí, y cuéntame todo lo que quieras, que si notienes sueño, yo tampoco, y así pasaremos la noche.

Tanto y tanto habló Urrea que, al concluir, ya palidecían lasestrellas, y se difundía por el cielo la purísima luz del alba.


V

A las nueve de la mañana, Halma y Beatriz, en un cuarto de losaltos, daban las últimas puntadas en las sábanas y colchas para lascamas de las viejas que pronto entrarían en la cop. 315munidad de Pedralba. Con tiempo por delante,trabajo entre las manos, y sin testigo que las cohibiese, hablaronlargamente.

—Conque ya ves —decía la Condesa—, cuando yo pensaba que en estasoledad no vendrían a turbarnos las pasiones que hemos dejado allá,resulta que la sociedad por todas partes se filtra; cuando creíamosestar solas con Dios y nuestra conciencia, viene también el mundo,vienen también los intereses mundanos a decir: «Aquí estoy, aquíestamos. Si te vas al desierto, al desierto te seguiremos.»

—¡Vaya, que es tecla la de esos señores! —replicó Beatriz—. ¿Quédaño les hace el pobrecito José Antonio?

—Este tumulto ha sido movido por mi hermano y otras personas de lafamilia, que no ven nunca más que el lado malicioso y grosero de lascosas humanas. Las almas tienen ojos: las hay ciegas, las hay miopes,las hay enfermas de la vista... En casa de mi hermano se reúne gentefrívola y vana. Yo les perdono las mil ridiculeces que han dicho de mí;creí que nunca más tendría que pensar en tales malicias ni aun paraperdonarlas. A mis hermanos les compadezco por ignorar que no siempreprevalece en las almas la maldad, y que una conciencia dañada puedepurificarse. No creen; hablan mucho de Dios, admiran sus obras en laNatup. 316raleza, perono saben admirarlas ni entenderlas en la conciencia humana. No sonmalos, pero tampoco son buenos; viven en ese nivel medio moral a quese debe toda la vulgaridad y toda la insulsez de la sociedad presente.A tales personas, hazles comprender que nuestro pobre José Antonio seha corregido, que no es aquel hombre, sino otro. Semejante prodigio noentra en aquellas cabezas atiborradas de política, de falsa piedad y deuna moral compuesta y bonita para uso de las familias elegantes.

Antes de referir lo que dijo Beatriz, conviene manifestar que,habiéndole ordenado una y otra vez la Condesa que la tutease, hizo losimposibles por complacerla, sin poder conseguirlo más que a medias.La obediencia y el respeto en su lengua se tropezaban, dando lugar afenómenos rarísimos. Cuando estaban las dos en la cocina o lavandoropa, y surgía conversación sobre cualquier asunto doméstico, la mujerde pueblo llamaba de tú sin gran esfuerzo a la señora. Pero cuandose hallaban en el piso alto de la casa, y recaía la conversación encualquier punto que no fuera del trajín diario, se le resistía elempleo de la forma familiar, vamos, que con toda la voluntad del mundo,no podía, Señor, no podía.

—¡Y por esas cosas perversas que piensan los de Madrid —dijoBeatriz—, tendrá la señora quep.317 arrojar de aquí a su primo! ¡Lástima grande, porque elpobrecito cumple bien, y es tan gustoso de esta vida del campo!

—¡Arrojarle! Nunca he pensado en ello. Sería una crueldad. Ledefenderé mientras pueda, y creo que antes se cansarán ellos deatacarle que yo de defenderle. Pero presumo, mi querida Beatriz, queeste negocio de mi primo ha de ocasionarme algún trastorno en mi pobreínsula, si esos señores insisten en señalarle como un peligro para míy para Pedralba. Yo desprecio la opinión aviesa y calumniosa; pero talpodrá llegar a ser la que se ha formado en Madrid contra mí por haberadmitido aquí al pobre Pepe, que no habrá más remedio que tenerla encuenta. Podrían sobrevenir sucesos que dieran al traste con nuestrohumilde reino, porque las autoridades eclesiásticas me retirarán suprotección, dejándome sola, la autoridad civil me mirará también conmalos ojos, y ¡adiós Pedralba, adiós nuestra dichosa soledad, adiósnuestros días serenos consagrados a Dios y a los pobres!

—Eso no puede ser —dijo Beatriz muy convencida—. El Señor no loconsentirá.

—El Señor lo consentirá por darme un sufrimiento más, y acabarde probarme. El Señor, que me afligió, cuando a bien lo tuvo, contantas desdichas, ahora me envía la mayor y másp. 318 dolorosa, mi honra puesta en duda, Beatriz,y...

—¡Tu honra! —exclamó Beatriz irguiéndose altanera, y porprimera vez empleó eltu en un asunto grave—. No, yo digo queeso no puede ser, y si la honra de la mujer más santa que existe en elmundo no brilla como el sol, digo que el Infierno se ha desatado sobrela tierra.

—Calma, calma. El Infierno está donde estaba, las gentes mentirosasy frívolas hacen hoy lo que han hecho siempre, y mi conciencia,traspasada de parte a parte por la mirada de Dios, resplandece gozosadelante de todos los infiernos y de todas las maldades habidas y porhaber. Esto digo yo.

—¡Y yo —exclamó Beatriz, presa de una súbita exaltación,levantándose— digo que eres una santa, y que yo te adoro!

Cayó a sus pies, como cuerpo muerto, y se los besó una y otravez.

—Levántate... déjame... no me gustan esos extremos —dijo Halma—.Óyeme con tranquilidad.

—No puedo, no puedo... ¡La idea de que ultrajan a mi reina y señorame enloquece!

—Ten calma y paciencia. ¿Qué te importa a ti ni a mí que meultrajen? ¿No nos desagravia Dios al instante, dándonos la alegría delpadecer, esa felicidad que ellos no conocen?... Déjame seguir, y queacabe de explicarte la causa de lo turbada que estoy.

p. 319—Ya escucho —dijoBeatriz sentándose, pero sin atender a la costura.

—Pues reducido el caso de José Antonio a cuestión pura deconciencia, nada temo. Soy inocente, él también, y Dios lo sabe.Desprecio los juicios de la frivolidad humana, y sigo impávida micamino. Pero como no somos libres, como dependemos de una autoridad, devarias autoridades, si retengo a mi primo en Pedralba, corre peligronuestra pobre ínsula religiosa, esta ciudad, o más bien aldea de Diosque tanto trabajo me ha costado fundar. Aquí tienes el horrorosoconflicto en que me veo. Si Dios no se digna iluminarme, no sé cómohe de resolverlo... Es triste, tristísimo, que para no aparecer comorebelde a la autoridad eclesiástica, tenga que dar el golpe de graciaa un inocente, y apartarlo de esta bendita vida... Nunca será justo nicaritativo que le expulse; pero ¡ay! habré de exponerle la situación ysuplicarle que nos deje.

Callaron ambas, volvieron a funcionar las agujas, y los picotazos deestas y los suspiros de las dos costureras parecían continuar el tristediálogo. Metida en sí misma, la Condesa prosiguió razonando así:

—Es triste cosa que no se encuentre la paz ni aun en el desierto.Yo ambicionaba crearme una pequeña sociedad mía, consagrada conmigoal servicio de Dios; yo dep.320seaba decirlo a la sociedad grande: «No te quiero, abominode ti, y me voy a formar, con cuatro piedras y una docena de personas,mi pueblo ideal, con mis leyes y mis usos, todo con independencia deti...» Pero no puede ser. El organismo total es tan poderoso, que nohay manera de sustraerse a él. La Iglesia, contra la cual no tendrénunca acción ni pensamiento, no me deja mover sin su permiso en estehumilde rincón, donde me encierro con mi piedad y el amor de missemejantes. Para conservarme en la compañía de mis hermanos, de mishijos, tengo que transigir con las rutinas de fuera, venidas de allá,del enemigo, del mundo. Huyo de él y me acosa, me sigue a mi Tebaida,diciéndome: «Ni en lo más hondo de la tierra te librarás de mí.» ¡Diosme dé luces para librarme de ti, sociedad grande! ¡Deme paciencia parasufrirte, si no consiente mi emancipación!

Una hora más tarde, hallándose la señora en la cocina, proseguía sumonólogo, y recobraba lentamente el admirable reposo de su espíritu.

—Vaya, que es para tomarlo a risa. Yo creí que mi ínsula, ocultaentre estas breñas, viviría pobre y obscura, ni envidiosa ni envidiada.Y ahora resulta que la cercan y la acosan las ambiciones humanas.¡Pobre ínsula, tan sola, tan retirada, y ya te salen por todaspartes Sanchos que quieren ser tus gobernadores! La Iglesia mep. 321 pide la dirección deesta humilde comunidad; la Ciencia, no queriendo ser menos, tambiénpretende colarse, y por último, solicita dirigirnos y gobernarnos... laAdministración. ¿Y qué haré yo ante tan apremiantes intrusos? El Señorme dirá lo que tengo que hacer, el Señor no ha de dejarme indefensa yvacilante en medio de este conflicto. ¡Obediencia, independencia!...¡Oh, entre vosotras dos, dígame el Señor cómo he de componerme!

Antes de comer, Beatriz, que en toda la temporada de Madrid,y en los días de Pedralba, no había tenido ni ataques leves desu constitutivo mal espasmódico, creyéndose por tan largo reposocompletamente curada, sintió amagos aquel día, sin duda por lasemociones violentas de su diálogo con la señora. Procuró estatranquilizarla, asegurándole que con la ayuda de Dios todo searreglaría: para que se distrajera, y amansara con un saludableejercicio los desatados nervios, la mandó a llevar la comida de Urreay Nazarín al monte, donde ambos trabajaban. Aquilina, que era ladesignada para esta comisión, se quedó en Pedralba, y Beatriz, con sucesta a la cabeza, se puso en camino gustosa de tomar el aire y divagarpor el campo.

Por la tarde llegó don Remigio de paseo, el cual se mostró con laseñora Condesa más amable que nunca, dándole palmaditas en el homp. 322bro, diciéndole que no seapurase por lo que los tres amigos y vecinos le habían manifestado eldía anterior; que no procediera con precipitación en el asunto de JoséAntonio, ni se disgustase por tener que darle la licencia absoluta,pues él, don Remigio, con toda cautela y habilidad, convidándole parauna cacería en Torrelaguna, o pesca en el Jarama, le convencería dela necesidad de presentar su dimisión de asilado pedralbense... Y asíse conciliaba todo, evitando a la señora la pena de despedirle... Ytomando resueltamente el tono festivo, dejose caer en el otro asunto.¡Oh! lo de la dirección médico-farmacéutica propuesta por Láinez erauna graciosísima necedad... ¿Pues y lo de la dirección aratoria yoficinesca, producto del caletre de don Pascual Amador? Ya supuso élque la señora Condesa se desternillaría de risa, en su fuero interno,oyendo tales despropósitos. La dirección religiosa, sobre la base deuna perfecta concordancia de ideas y sentimientos entre el Rector yla fundadora, se caía de su peso, y con tal organismo, no era difícilllevar a Pedralba por caminos gloriosos.

Oyole Halma con benevolencia, sin soltar prenda en asunto tandelicado, y hablaron luego de los trabajos de instalación, de lo queaún no se había hecho, y de lo que se haría pronto para completary redondear el pensamiento.p.323 Todo lo encontró don Remigio acertadísimo, admirable,superior. Y como la conversación recayese en Nazarín, se acordó de quehabía recibido una carta para él.

—Aquí está —dijo poniéndola en manos de la señora—. Aunque ustedy yo estamos autorizados para leerla, se la entrego sin abrir. Traeel sello de Alcalá, y debe de ser de los infelices Ándara y Tinoco(elSacrílego), que ya están purgando sus delitos en aquelpenal. Le llaman sin duda, ¡pobrecillos!, y si de mí dependiera,le permitiría que fuese y les consolara, dando vigor y salud a susdesdichadas almas. Pero temo que me venga una ronca del Superior, siese viaje le consiento, aunque solo sea por pocos días. Piénselo usted,no obstante, y si la señora Condesa toma la iniciativa, y acepta laresponsabilidad...

Negose la dama a resolver sobre aquel punto, y ya que hablaban deNazarín, ambos le colmaron de elogios.

—Es tan humilde —dijo don Remigio— y su comportamiento tan ejemplar,su obediencia tan absoluta, que si de mí dependiera, no tendríainconveniente en darle de alta. ¿Ha notado usted, en el tiempo que aquílleva, algo por donde se confirme y corrobore la opinión de demente?

—Nada, señor don Remigio. Sus actos todos, su lenguaje, son de unacordura perfecta.

—¿Ni siquiera un rasgo ligero de trastorno,p. 324 algo que indique por lo menos irregularidaden la ideación...?

—Absolutamente nada.

—Es particular. Vive como un santo; no ocasiona el menor disgusto,discurre bien cuando se le incita a discurrir, calla cuando debecallar, obedece siempre, trabaja sin descanso, y no obstante... no sé,no sé... Láinez dice que su inteligencia se aplana poco a poco.

—No lo creo yo así.

—La Facultad sabrá lo que afirma. Si ese síntoma crece, llegará a unestado de imbecilidad... Lo dice Láinez... ¿Ha notado usted indicios deaplanamiento cerebral?

—Ninguno.

—¿Dificultad en coordinar las ideas, lentitud paraexpresarlas?...

—No señor...

—¿Habla usted con él a menudo?

—Muy poco.

—Pues conviene tantear esa inteligencia, presentándole temasdifíciles por vía de ejercicio. Así se verá si hay vigor o flaqueza ensus facultades. Yo empleé este procedimiento no ha mucho con un primomío, que dio en padecer disturbios de la mente, y el resultado fuedesastroso.

—Pues en este caso, me figuro que será lisonjero. Haga usted laprueba.

p. 325—Que sí, que sí.Mándemele allá mañana.

—Irá; pero... Si usted me lo permite... —dijo la de Halma,súbitamente asaltada de una idea.

—¿Qué?

—Antes de mandarle allá, haré yo un pequeño examen.

—Corriente. Y luego me toca a mí, que he de ser duro, examinadorimplacable. Mire usted: le propondré, para que me los desarrolle, lospuntos más difíciles de las Summas y de las...

—¡Pobrecillo! No tanto...

—Como no es más que una prueba, pronto se conoce si su inteligenciadeclina.

—Y aunque declinase un poco, por causa de la edad, de los disgustos,su razón puede conservarse sin ningún extravío, y siendo así, debierael Superior devolverle las licencias.

—Lo veremos. No digo que no... Señora mía, adiós.

—Don Remigio, muchas gracias por todo. ¿No quiere tomar nada?

—¡Oh, gracias! Fuera de mis horas, ya sabe que no...

—¿Ni chocolate?

—¡Oh! ¡golosinas de viejos! Señora, somos de la hornada moderna, dela Facultad de Derecho... Adiós, que es tarde. Descansar.

—Hasta cuando usted quiera, señor cura.


p. 326

VI

Rezaron, cenaron. Al dar la señora la orden para los trabajos deldía siguiente, dijo al buen don Nazario:

—Padre, mañana no va usted al monte, ni al prado, ni a la huerta, niquiero que ande moviendo piedras, ni cortando troncos.

—¿Pues qué haré, señora?

—Mañana descansa el cuerpo, y trabajará usted con lainteligencia.

—¿Tengo que ir a San Agustín?

—No señor. ¡Buena le espera allá con lasSummas...!

—Entonces...

—De nueve a diez, a la hora en que concluyo mis tareas de la mañana,le espero a usted arriba, en el cuarto de la costura, que es por ahoranuestra sala capitular.

—Está bien.

Amaneció Dios, y Nazarín, despachada la obligación de sus oracionesmatutinas, se limpió y acicaló muy bien, vistiéndose con las ropasde cura que le había dado don Remigio. Decía él, distinguiendocuerdamente entre cosas y cosas, que si en medio del pueblo, y haciendovida errante, no se cuidaba para nada de la prestancia personal,al presentarse en el aposento de una tan principal y santa señora,llamado exp. 327presamentepor ella, debía revestirse de la forma más decorosa, sin salir de suhabitual sencillez. A las nueve y media en punto, ya se hallaba en ellugar de la cita. Díjole su discípula que se esperase, pues la señorano tardaría en subir, y a los pocos minutos entró doña Catalina. Esta,con gran sorpresa de Beatriz, ordenó a esta que se quedara. Sentáronselos tres. Pausa, y alguna tosecilla. Rompió Halma el silenciodiciendo:

—Padre Nazarín, le llamo para que me dé su opinión sobre cosasmuy graves que ocurren... no, que amenazan a nuestra pobre Pedralba.Apenas hemos nacido, y ya parece que estamos amenazados de muerte. Noencuentro la solución de este conflicto en que me veo; mi inteligenciaes muy corta; necesita ayuda, luces de otras inteligencias más clarasque la mía. Me hace falta el consejo de usted.

—Honor inmenso es para mí, señora Condesa —replicó el peregrino convoz grave, permaneciendo en una inmovilidad de estatua—. Yo estimo suconfianza, y corresponderé a ella diciéndole lo que tenga por acertado,justo y bueno, conforme a la santa ley de Dios. En este caso, como entodos, de mis labios no sale más que la verdad, la verdad, tal como enmí la siento.

—¿Adivina usted sobre qué quiero consultarle?

p. 328—Sí señora. No esadivinación. He oído algo.

—Un conflicto tremendo.

—Para mí no lo es.

Tanta seguridad desconcertó a la señora, y francamente, también hubode inquietarla un poco el que Nazarín, al verse consultado por ella, norompiese con un exordio de modestia, llamándose indigno, y protestando,como es de rigor en casos tales, de su incapacidad, etc...

—¿Que no es un conflicto tremendo?

—Digo que no lo tengo yo por tal.

—Y hace dos días que pido en vano al Señor y a la Virgen Santísimaque me iluminen para resolverlo.

—Y la han iluminado a usted —dijo don Nazario, con un aplomo quedesconcertó más a la Condesa—. Y le han dicho: «En tu conciencia, en tucorazón, tienes la clave de esto que llamas conflicto y no lo es.» ¡Siestá resuelto! ¡Si es claro como la luz! Perdóneme usted, señora, si lehablo con una firmeza que podrá creer arrogante y hasta irrespetuosa.Es que cuando creo poseer la verdad en asunto grande o chico, no puedomenos de decirla, para que la oiga y se entere bien aquel que de ellanecesita. Si usted no ha visto aún esa verdad, conviene que yo se laponga delante de los ojos. Ahí va: ¡Expulsar a José Antonio! Nunca.¡Suplicarle que se retire! Tampoco. Es una crueldad, una flap. 329queza, un pecado de barbariecasi homicida, que Dios castigará, descargando sobre Pedralba su manojusticiera.

—Si yo no quiero que salga, no, no —dijo Catalina, desconcertadaante la energía que no esperaba sin duda en hombre tan manso.

—Que no salga, no —repitió en voz queda la nazarista, que sentada enuna silla baja al otro extremo de la estancia, oía y callaba.

—Bueno: pues no sale —prosiguió Halma—. Verdaderamente, seríainjusto. El infeliz se porta bien, es otro hombre. Pero sigo viendomi conflicto, señor don Nazario, porque al retener a José Antonio,contrarío los deseos de personas respetabilísimas, cuyo enojo podríaser funesto a Pedralba. La benevolencia de esas personas, que casi casison instituciones para mí, nos es necesaria. Veo difícil que podamosvivir teniéndolas en contra.

—La señora puede llevar adelante su empresa caritativa conrespecto a nuestro buen Urrea, sin que las personas que consideracomo instituciones, tengan que intervenir para nada en los asuntos dePedralba.

—¿Pero cómo puede ser eso?

—No hay nada más sencillo, y es muy extraño que usted no lo vea.

—Lo que extraño mucho —dijo Halma, inquieta y nerviosa—, es eldesahogo con que mep. 330niega la existencia del conflicto, sin añadir razones para que yo veafácil y hacedero lo que hoy tengo por difícil, si no imposible. Esperode usted luces más claras para convencerme de que el consejo que meda no es una vana fórmula. ¿Cree usted que puedo indisponerme con donRemigio?

—No señora: don Remigio es nuestro inmediato jefe espiritual, y ledebemos acatamiento y sumisión. No diré yo palabra ofensiva contra él,le respeto mucho; estoy bajo su autoridad, que es paternal y dulce.Los demás me importan menos... pero, en fin, a todos les respeto,y cuando he dicho que el conflicto se resolvería fácilmente, no hequerido decir que para ello tuviera la señora que malquistarse con tandignas personas. Al contrario, puede seguir con ellas en relacionescordialísimas.

—Don Nazario —dijo la Condesa, no ya nerviosa, sino sofocada,levantándose—, yo no le entiendo a usted.

Parecía natural que al ver en la gobernadora de Pedralba aquelmovimiento de impaciencia, Nazarín se aturrullara, y pidiera perdón,dando por terminado el consejo. Levantose también respetuoso, y conmuchísima flema, y tocando suavemente el hombro de la Condesa, ledijo:

—Tenga usted calma. No hemos concluido.

Pausa. Sentados ambos de nuevo, sonaronp. 331 otra vez las tosecillas, y Nazarínprosiguió en esta forma:

—Estoy seguro, segurísimo de que ha de entenderme pronto. Usteddice para sí: «¿Pero este es el hombre que andaba por los caminos,errante, descalzo, viviendo de limosna, practicando la ley de pobrezadada por Jesucristo? ¿Y es el mismo que ahora se llega a mí, y condureza me habla, y me dicesiéntate, como se le diría a unchiquillo de nuestra escuela?...» Pues soy el mismo, señora. De limosnaviví, de limosna vivo. Soy como los pájaros que libres cantan, yenjaulados también... El medio en que se vive... y se canta... algoha de significar. Antes cantaba yo para los pobres, y era como ellos,pobre y humilde; ahora canto para los ricos, y he de hacerlo en tonosdiferentes. Pero en este caso, como en el otro, teniendo que decir unaverdad que creo útil a las almas, no están de más las formas austeras.Lo mismo hacía entonces: que lo diga ésa. Cierto que usted es personagrande y de notoria virtud; pero como ahora se halla en el caso detomar resoluciones graves, yo, su consejero en este momento, tengo querevestirme de autoridad, de la misma autoridad que hube de emplear antela pobre mujer ignorante y pecadora.

—Me trata usted, pues —dijo la Condesa, en el colmo de laconfusión—, como a pecadora...

—Ya sé que no; ya sé que es usted personap. 332 virtuosísima; pero podría dejar deserlo, si con tiempo no determinara variar de ideas sobre puntos muyfundamentales. Necesita usted modificar radicalmente su sistema depracticar la caridad, y su sistema de vida. Si así no lo hiciere,podría perder el reposo, y con el reposo... hasta la misma virtud.

—No le entiendo a usted, no sé lo que quiere decirme —replicó Halma,no ya inquieta, sino acongojada por los estupendos y no esperadosconceptos que el mendigo errante se permitía expresar—. Quiere decirtal vez que no he sabido dar a mis proyectos de vida cristiana la formamás aceptable.

—No señora, no ha sabido usted.

—¿Lo dice de veras?

—Como digo que desde hace bastante tiempo la señora vive en unaequivocación lastimosa... pero desde hace mucho tiempo. No vaya a creerque me duele pronunciar ante usted la verdad de lo que siento. Alcontrario, señora, gozo en manifestarla, y la manifestaría aunque vieraque usted no la oía con gusto.

—Le aseguro a usted que, en verdad... no me sabe muy bien lo que medice... Según eso, el camino que emprendo no es el mejor...

—Es buen camino, y por él se puede llegar a la perfección. Perousted no llegará, no señora.

—¿Por qué?

p. 333—Porque no...porque su camino es otro... y ahí está la equivocación. Y yo llego atiempo para decirle: «Señora Condesa, su camino de usted no es ese,sino aquel.»


VII

Perpleja y aturdida oyó Catalina estas palabras, que a su parecer,en las impresiones de aquel instante, desentonaban horriblemente. Creyóescuchar una voz de muy lejos venida, y Nazarín se desfiguraba en suimaginación, inspirándole miedo. Presumiendo que aún le faltaban pordecir cosas más desentonadas y peregrinas, se arrepentía de haberlepedido consejo, y deseaba terminar el capítulo lo más pronto posible.Beatriz, inquieta, no apartaba los ojos de la señora, cuyo azoramientoleía en su expresivo semblante, y no pudiendo dudar de la inteligenciay sinceridad del maestro, esperaba que este explanara sus verdades,para que la ilustre fundadora desarrugase el ceño.

—El camino de la señora Condesa no es este, sino aquel —repitióNazarín—, y ahora verá qué pronto se lo hago comprender. Lo primero: laidea de dar a Pedralba una organización pública, semejante a la de losinstitutos religiosos y caritativos que hoy existen, es un grandísimodisparate.

p. 334—Entonces, ¿quéorganización debí dar...?

—Ninguna.

—¡Ninguna! ¿De modo que, según usted, el mejor sistema...?

—Es la negación de todo sistema, en el caso concreto de Pedralba, yde usted.

—¿Y cómo ha de entenderse esa organización... negativa?

—De una manera muy sencilla, y que no es la desorganización ni muchomenos. Lo mismo que usted intenta hacer aquí en servicio de Dios y dela humanidad desvalida, puede hacerlo, y lo hará mejor, estableciéndoseen una forma de absoluta libertad, de modo que ni la Iglesia, ni elEstado, ni la familia de Feramor, puedan intervenir en sus asuntos, nipedirle cuentas de sus acciones.

—Pues si usted me da la clave de esa organización desorganizaday libre —dijo la Condesa irónicamente—, le declararé la primerainteligencia del mundo.

—No soy la primera inteligencia del mundo; pero Dios quiere que enesta ocasión pueda yo manifestar verdades que avasallen y cautivensu grande entendimiento, permitiéndole realizar los fines que sepropone. No ha comprendido usted el concepto de libertad que mepermití expresarle. Harto sabemos que toda libertad trae aparejadauna esclavitud. Ahora es ustedp.335 esclava de la sociedad. Emancipándose de esta, cambiará laforma de su libertad y también la de su cadena...

—Señor Nazarín —dijo Halma levantándose segunda vez—, o usted seburla de mí, o...

—Déjeme seguir. Tenga paciencia. Hágame el favor de sentarse yde oírme lo que aún me resta por decirle. Después, usted sigue miconsejo, o lo desecha, según su albedrío. ¿En qué estaba usted pensandoal constituir en Pedralba un organismo semejante a los organismossociales que vemos por ahí, desvencijados, máquinas gastadas y viejasque no funcionan bien? ¿A qué conduce eso de que su ínsula sea, nola ínsula de usted, sino una provincia de la ínsula total? Desde elmomento en que la señora se pone de acuerdo con las autoridades civily eclesiástica para la admisión de estos o los otros desvalidos,da derecho a las tales autoridades para que intervengan, vigilen ypretendan gobernar aquí como en todas partes. En cuanto usted se mueve,viene la Iglesia, y dice: «¡alto!», y viene el intruso Estado, y dice:«¡alto!» Una y otro quieren inspeccionar. La tutela le quitará a ustedtoda iniciativa. ¡Cuánto más sencillo y más práctico, señora de mialma, es que no funde cosa alguna, que prescinda de toda constitucióny reglamentos, y se constituya en familia, nada más que en familia,en señora y reina de su casap.336 particular! Dentro de las fronteras de su casa libre, podráusted amparar a los pobres que quiera, sentarles a su mesa, y procedercomo le inspiren su espíritu de caridad y su amor del bien.

La Condesa, al fin, callaba, y oía con profunda atención.

—Y dicha esta verdad —prosiguió Nazarín—, voy a expresar otra, puesno es una sola la que ha de guiar a usted por el buen camino: son dos,o quizá tres, y puesto yo a decirlas, no he de pararme en barras, niinquietarme porque usted se incomode o no se incomode. Aunque supierayo que sería despedido de su ínsula, donde estoy muy a gusto, yo nohabía de callarme las verdades que aún restan por decir. Vamos allá. Laseñora Condesa es joven, y en su vida relativamente corta, ha padecidomás que otros en una vida larga; en breve tiempo soportó, sí, grandestribulaciones y trabajos. Vio su juventud marchita tempranamente porlas desavenencias con su familia; vio morir en lejanas tierras alesposo que adoraba; sufrió después contratiempos, desvíos, amarguras...Su alma, hastiada de las cosas terrenas, volvióse a Dios; aspiró a sersuya por entero, entendió que debía consagrar el resto de sus días a lamortificación, al ascetismo, a la caridad... Perfectamente. Todo estoes muy bueno, y yo alabo esasp.337 aspiraciones, que demuestran la grandeza de su espíritu.Pero he de decirle sin rebozo que en ellas veo un error grave, señora,porque la santidad con que viene soñando desde que perdió a su esposo,no ha de alcanzarla usted por esos medios. El ardor de vida místicano lo tiene usted más que en su imaginación, y esto no basta, señoraCondesa, porque sería usted una mística soñadora o imaginativa, no unasanta como pretende, y como todos queremos que sea.

Halma quiso decir algo, pero no pudo: se le trababa la lengua.

—Llegará día, si no toma la señora otro rumbo, en que todo esemisticismo se le convierta en un nido de pasiones, que podrían serbuenas, y también podrían ser malas. Déjese de aspirar a la santidadpor ese camino, y apresúrese a seguir el que voy a proponerle. ¿Quiénle aconsejó a usted que renunciase a todo afecto mundano, y que seconsagrara al afecto ideal, al afecto puro de las cosas divinas? Sinduda fue el benditísimo don Manuel Flórez, hombre muy bueno, pero quevivía en las rutinas, y andaba siempre por los caminos trillados. Elvértigo social, en medio del cual vivió siempre nuestro simpáticodon Manuel, no le permitía ver bien las complexiones humanas, nila fisonomía peculiar de cada alma, ni los caracteres, ni lostemperamentos. Yo he tenido la suerte de verlop. 338 más claro, aunque tarde, a tiempo, sinduda porque el Señor me iluminó para que sacara a usted del pantanoen que se ha metido. No, la vida ascética, solitaria, consagrada a lameditación y a la abstinencia no es para usted. La señora de Pedralbanecesita actividad, quehaceres, trabajo, movimiento, afectos, vidahumana, en fin, y en ella puede llegar, si no a la perfección, porquela perfección nos está vedada, a una suma tal de méritos y virtudes,que no haya en la tierra quien la supere, y sea usted el recreo delDios que la ha criado.

Doña Catalina, sofocada, echaba fuego de sus mejillas.

—Nada conseguirá usted por lo espiritual puro; todo lo tendrá ustedpor lo humano. Y no hay que despreciar lo humano, señora mía, porquedespreciaríamos la obra de Dios, que si ha hecho nuestros corazones,también es autor de nuestros nervios y nuestra sangre. Se lo dice austed un hombre que no conoce ni la adulación ni el miedo. Nada soy,y si alguna vez no fuera órgano de la verdad, de poco valdría miexistencia. A los pobres les digo que sufran y esperen, a los ricosque amparen al pobre, a los malos que vuelvan a Dios por la vía delarrepentimiento, a los buenos que vivan santamente, dentro de las leyesdivinas y humanas. Y a usted que es buena, y noble, y virtuosa, ledigop. 339 que no busque laperfección en el espiritualismo solitario, porque no la encontrará, quesu vida necesita del apoyo de otra vida para no tambalearse, para andarsiempre bien derecha.

Catalina de Halma, al oír aquello delapoyo de otra vida,sintió que se le erizaba el cabello. Nazarín se levantó; ella también,los ojos espantados, el rostro encendido.

—Lo que usted quiere decirme —murmuró contrayendo los dedos, cual siquisiera hacer de ellos afilada garra—, lo que usted me propone es...¡que me case!

—Sí señora, eso mismo: que se case usted.

Lanzó la Condesa un grito gutural, y llevándose la mano al corazón,como para contener un estallido, cayó al suelo atacada de fierasconvulsiones.


VIII

Corrió Beatriz en su auxilio, la cogió en brazos. Nazarín la mirabaimpasible. En su desmayo, entre frases ininteligibles, doña Catalinapronunció con claridad la siguiente:

—Está loco, y quiere volverme loca a mí.

Salió Nazarín de la sala capitular, donde Beatriz, con el auxilio deAquilina que acudió prontamente, trataba de volver a su normal estadoa la ilustre señora. Bastó con desabrocharle el justillo y mojarle lassienes con agua fría,p. 340para que Halma se restableciera, y quedándose sola otra vez con lanazarista, pasó más de un cuarto de hora sin que ninguna de las dosdijese palabra, ni en pro ni en contra del singularísimo consejo delapóstol mendigo.

Catalina, poseída de una intensa languidez, fue la que primerorompió el grave silencio, con esta pregunta:

—Y cuando yo perdí el sentido, ¿no dijo algo más?

—No señora. Nada más.

—¿No dijo la tercera verdad... que debo casarme con José Antonio?

—No le oí tal cosa.

Quedose Halma como aletargada en el sofá, y cuando Beatriz la creíadormida, he aquí que se incorpora la dama, muy nerviosa, y con graninquietud de lengua y manos, atropelladamente dice:

—Beatriz, ese hombre es el santo, ese hombre es el justo, elmisionero de la verdad, el emisario del Verbo Divino. Su voz me trae lavoluntad de Dios, y ante ella me prosterno. Esa idea de que yo me case,me andaba rondando el alma, sin atreverse a entrar en ella, porque yola tenía ocupada por mil artificios de mi vanidad de santa imaginativa,y de mística visionaria... Me ha dicho la gran verdad, que ha tardadoen posesionarse de mi espíritu, entontecido con las ideas rutinariasque estoy metiendo y atarup.341gando en él desde hace algún tiempo. ¿Dónde está tu maestro?Quiero verle. Quiero que me hable otra vez, y que me confirme lo queantes rae dijo.

Salieron las dos.

—Allá está —indicó Beatriz, después de explorar por una ventana lassoledades de Pedralba—. Está paseándose debajo del moral.

Corrieron allá, y arrodillándose ante él, Halma le dijo:

—Padre, verdad tan grande y clara jamás oí. Usted me ha reveladoa mí misma. Yo era como el gusano que se encierra en el capullo quelabra. Usted me ha sacado de mi propia envoltura. Un sentimientoexistía en mí, de que apenas yo misma me daba cuenta: tan agazapaditoestaba el pobre en un rincón de mi alma. La voz del padrito le ha hechosaltar, y se ha crecido el pícaro en un instante... ¡Oh, qué verdadesme ha dicho esa inteligencia soberana! Sola, en vano pediría savia ycalor al misticismo. Acompañada, tendré quien me defienda, quien meayude, seremos dos en uno para proseguir la santa obra. No fundo nada,no quiero comunidad legal constituida con mil formulillas, que seríanotras tantas brechas para que se metieran a inspeccionar mis accionesel cura y el médico y el administrador. Mi ínsula no es, no debe seruna institución, a imagen y semejanza del Estado. Sea mi ínsula unacasa, una familia. Mip. 342marido y yo mandamos y disponemos en ella, con libre voluntad, conformea la ley de Dios.

—Mírele, mírele —dijo Nazarín señalando a un punto lejano, en que seveía una pareja de bueyes, y un gañán tras ella—. Allí está el hombre,el corazón grande y hermoso, el ser que usted, con su caridad, malcomprendida por el bendito Flórez, y renegada por su hermano, sacó dela miseria y de la abyección. Le he sondeado. He visto su alma delantede mí, clara y patente. Es un buen hombre, y será un excelente señor dePedralba.

—Y le bendeciremos a usted, padre, el santo, el justo, el que todolo ve y todo lo descubre.

—No soy nada de eso —replicó el curita manchego, resistiéndose a queHalma le besase las manos, y obligándola a levantarse—. ¡La señora derodillas ante mí! ¡No faltaba más! Yo no soy ni santo ni justo, señoramía, sino un pobre hombre que, por favor de Dios, ha sabido ver lo quenadie había visto: que la señora de Pedralba quiere a su primo, que lequiere con amor, quizás desde que se llegó a ella, hecho un perdido,con ánimo de pedirle una limosna.

—Es verdad, es verdad... ¡Y yo pensé alejarle de mí! ¡Qué desvarío!Llegué a creer que la sequedad del alma era el primer peldaño parasubir a esas santidades que soñé... Estaba yo con mi santidad comochiquilla con zapatos nuevos.p.343 ¡Y el pobre José Antonio abrasado en un afecto hacia mí,que yo interpretaba como agradecimiento muy vivo! Ya sospechaba yo quesería algo más; pero tal era mi torpeza que, al ver aquel sentimiento,le echaba tierra encima, todo el material inerte que sacaba del hoyomístico en que enterrarme quería.

—Y ahora, señora Condesa, ahora que las grandes verdades han salido,con la ayuda de la luz de Dios, de la obscuridad en que se escondían,váyase a la casa, dedíquese a sus ocupaciones habituales, y déjeme amí el cuidado de informar a Urrea de esta felicidad, pues si no sela comunico con arte gradual, podría ser que el gozo repentino leprodujera conmoción demasiado fuerte y peligrosa.

No tardó Halma en obedecerle, y allá se fue con Beatriz a sustrajines domésticos, que aquel día le parecieron más gratos que nunca.Y el manchego tomó pasito a paso el sendero que conducía a la tierraque el noble Urrea estaba labrando. Hízole el bravo gañán, al verlellegar, un gallardo saludo, levantando repetidas veces la aijada,y cuando le tuvo a tiro de palabra, no se atrevió a preguntarle,tal miedo tenía, lo que con tanto ardor anhelaba saber. Paradoslos bueyes, Urrea se quedó como una estatua. Los pies en el barro,la mano izquierda en la esteva, empuñando con la derecha lap. 344 aijada, era una hermosarepresentación de la Agricultura, labrada enterracotta.

—Hijo mío —le dijo Nazarín—, no sé si las noticias que te traigoserán satisfactorias para ti. No te alegres antes de tiempo.

José Antonio palideció.

—Hijo mío, si no fueras tan bruto, comprenderías que las noticiasque te traigo son medianas, tirando a buenas.

El rostro del gañán se enrojeció.

—La señora Condesa no quiere que te vayas de Pedralba. Pero...

—¿Pero qué?

—Pero... ello es que no encontraba la manera de retenerte. Al fin,yo le he dado una formulilla o receta para resolver el conflicto, yevitar las intrusiones probables de don Remigio, de Láinez y Amador. Secambiará radicalmente el régimen de Pedralba. ¿Te vas enterando?

—No entiendo nada.

—Porque eres muy torpe. Nada, hijo, que he convencido a la señoraCondesa... ¿te lo digo? de que debe rematar la gran obra de tucorrección, ¿te lo digo?... haciéndote su esposo. ¿No lo crees?

Urrea blandió la aijada, y tal movimiento le imprimió en laconvulsión de su gozosa sorpresa, que Nazarín hubiera podido creer quele atravesaba de parte a parte.

p. 345—Calma, hijo, nohagas locuras. Las cosas van por donde deben ir. Da gracias a Diospor haber iluminado a tu prima. Al fin comprende que debe llevarse lacorriente de la vida por su cauce natural. Su determinación resuelve deun modo naturalísimo todas las dificultades que en el gobierno de estaínsula surgieron. Los señores de Pedralba no fundan nada; viven en sucasa y hacen todo el bien que pueden. ¡Ya ves cuán fácil y sencillo!Para discurrir esto no se necesita la intervención del EspírituSanto. Y sin embargo, la gran inteligencia de la señora Condesa deHalma, deslumbrada por sus propios resplandores, no veía esta verdadelemental. Dios ha querido que yo, un pobre clérigo vagabundo, prediqueel sentido común a los entendimientos atrevidos, a las almas demasiadoambiciosas.

José Antonio dio un abrazo a Nazarín, y no pudo expresar su alegríasino con frases entrecortadas:

—Yo también, yo también... vi claro... no podía decirlo... a mípropio no decírmelo... Temía disparate... ¡Y no lo era, Cristo, no loera! La suma ciencia parece locura; la verdad de Dios... sinrazón delos hombres.

—Ahora, hijo mío, continúa en tu trabajito, como si nada hubierapasado. Sigue arando, arando, que esto entretiene, y al propio tiempoque abres la tierra, das gracias a Dios por lap. 346 merced que acaba de hacerte. Este bien tangrande y hermoso no lo mereces tú.

—No lo merezco, no —dijo Urrea con emoción—. Mucho he padecido eneste mundo. Pero aunque mis tormentos hubieran sido un millón de vecesmayores, no está en la proporción de ellos esta inmensa alegría.

—Trabaja, hijo, trabaja. Y otra cosa te encargo. No vayas alcastillo hasta la noche... porque supongo que te traerán aquí lacomida.

—Así lo creo.

—No muestres impaciencia, no te descompongas, ni cuando veas a tuprima esta noche, a la hora de la cena, hagas figuras ni desplantes.Tú... calladito hasta que ella te hable. Y cuando se digne exponertesu pensamiento, tú le das las gracias en forma reposada y noble,prometiendo consagrarle tu vida y tu ser todo, y haciéndole ver queno te crees merecedor de la inaudita felicidad que te depara... Anda,hijo, a tus bueyes, y hasta la noche... Con ese surco escribes en latierra tu gratitud. Ama la tierra, que a todos nos da sustento, y nosenseña tantas cosas, entre ellas una muy difícil de aprender. ¿A que nosabes lo que es? Esperar, hijo, esperar. La tierra guarda la sazón delas cosas, y nos la da... cuando debe dárnosla.


p. 347

IX

Lo que platicaron aquella noche, después de cenar, la gobernadorade la ínsula y el futuro señor de Pedralba, no consta en los papelesdel archivo nazarista, de donde todos los materiales para componerla presente historia han sido escrupulosamente sacados. Sin duda,después de dar cuenta de la grave resolución matrimonial de la santaCondesa, no creyeron los cronistas del nazarismo que debían extendersea mayores desarrollos historiales de tan considerable suceso, oconceptuaron vacías de todo interés religioso y social las sentidaspalabras con que aquellas dos personas hicieron confirmación solemnede su propósito matrimonesco. Lo único que se encuentra pertinente alcaso es la noticia de que José Antonio de Urrea se preparó aquellamisma noche para partir a Madrid a la mañanita siguiente. Y otro papelnazarista corrobora que, en efecto, partió a caballo al romper el día,y que Halma salió a despedirle, y a desearle un buen viaje, agregandoalgunas advertencias que se le habían olvidado en su coloquio de lanoche anterior. Es un hecho incontrovertible, del cual darán fe, sipreciso fuere, testigos presenciales, que ya montado en la jaca elpresunto gobernador de la ínsula, y cuando estrep. 348chaba la mano de la Condesa, pronunció estaspalabras:

—No llevo más que un resquemor: que nuestro don Remigio, que deseguro tocará el cielo con las manos al ver que no le cae la brevade la Rectoría de Pedralba, ha de fastidiarnos con dilaciones, yquizás con entorpecimientos graves. No he cesado de cavilar sobre elloesta noche, y al fin, querida prima, lo que saco en limpio es quenecesitamos comprar su voluntad.

—¡Comprarle...! ¡Cómo...! ¿Qué quieres decir?

—Ya verás. No me vengo de Madrid sin traerme su nombramiento parauna de las parroquias de allá. Es su sueño, su ambición, y si yo logrosatisfacerla, el hombre es nuestro ahora y siempre. He pensado quenadie puede ayudarme en esta pretensión como Severiano Rodríguez, elcual es, ya lo sabes, íntimo amigo del Obispo. Y, como Severiano ytu hermano Feramor tuvieron una formidable agarrada en el Senado, yahora están a matar, espero que me apoye con interés, con ardor desectario. Basta para ello hacerle comprender que el parlamentario yeconomista inglés ha de ver con malos ojos lo que a nosotros nos agraday favorece. Créelo, araré la tierra de allá, como he arado la de aquí,por ganarnos la benevolencia del curita de San Agustín, que es quien hade echarnos las bendiciones. Déjame a mí, que yap. 349 sabré arreglarlo..., mi palabra. Ya me ríoal pensar en el tumulto que ha de armarse cuando yo suelte la noticia.Será como echar una bomba; de aquí oirás el estallido, y te reirás,mientras allá me río yo, hasta que venga el día feliz en que nos riamosjuntos... Adiós, adiós, que es tarde.

El primer día de la ausencia de Urrea, la Condesa, en largo yafectuoso conciliábulo que celebró con Nazarín, según consta endocumentos de indubitable autenticidad, indicó al apóstol cuán justoy humano sería darle de alta, declarándole en el pleno goce de susfacultades intelectuales. Si ella hubiera de decidirlo, no había duda,¿pues qué prueba más clara del perfecto estado cerebral de don Nazario,que su incomparable consejo y dictamen en el asunto que Halma sometiódías antes a su criterio?

A lo que respondió serenamente el peregrino que, hallándose sujetoa observación por el Superior jerárquico, solo este podía resolver sidebía o no ser reintegrado en sus funciones sacerdotales. Cierto queun buen informe de la señora Condesa, a quien la Iglesia confiara lacustodia del supuesto demente, sería de gran peso y autoridad; pero ajuicio del interesado, este informe no sería eficaz si no iba precedidode una explícita manifestación de su Superior inmediato, el cura de SanAgustín. Añadió elp. 350apóstol que su mayor gozo sería que le devolviesen las licencias parapoder celebrar el Santo Sacrificio, y si se le concedía la libertad, setrasladaría sin pérdida de tiempo a Alcalá de Henares, donde sus carosfeligreses, elSacrílego y Ándara, sufrían el rigor de la ley.Por lo demás, su paciencia no se agotaba nunca, y esperaría tranquilo,decidido a no disfrutar la anhelada libertad, mientras quien debíadársela no se la diera.

Con don Remigio habló también la Condesa de este asunto, noobteniendo de él más que vagas promesas de estudiarlo, sometiéndoloademás al criterio facultativo de Láinez. También dio cuenta al curay al médico de su proyectado casamiento, y no hay lengua humanaque describir pueda la sorpresa, el estupor de aquellas dignísimaspersonas, y del vecino propietario de la Alberca. Don Remigio no paró,en todo el viaje de Pedralba a San Agustín, de hacerse cruces sobreboca, cara y pechos.

Cinco días estuvo José Antonio en Madrid, regresando en la mañanadel sexto, gozoso y triunfante, pues se traía bien despachado todo elpapelorio que la celebración del casamiento exigía. Contando a su primael escándalo que en la familia produjo el notición de la boda, empezabay no concluía. Al principio, lo tomaron a broma: convencidos al fin deque era cierto,p. 351 cayósobre los solitarios de Pedralba una lluvia de sangrientos chistes. Elmenos ofensivo era este: «Catalina se llevó a Nazarín para curarle, yél la ha vuelto a ella más loca de lo que estaba.» Hicieron Halma yUrrea lo que anunciado habían antes de la partida de este: pasar buenosratitos riéndose de todo aquel tumulto de Madrid, que seguramenteno les causaría inquietud ni desvelo. Acertó a presentarse en aquelmomento el buen don Remigio, y Urrea se fue derecho a él, y dándoleun abrazo tan apretado que parecía que le ahogaba, le dijo: «Milparabienes al ínclito cura de San Agustín, por la justicia que sussuperiores le hacen, concediéndole plaza proporcional a sus grandísimostalentos y eminentes virtudes.»

No comprendía don Remigio, y el otro, repitiendo el estrujón, hubode explicárselo con toda claridad.

—Sepa que me he traído su nombramiento...

—¿Para una parroquia de Madrid?

—No ha podido ser, por no haber vacante en estos días, mi dignísimoamigo y capellán; pero el señor Prelado, con quien habló de usted unamigo mío, encareciéndole sus méritos, aseguró que irá usted a losMadriles muy pronto, y que en tanto, para que hombre tan virtuoso ysabio no esté obscurecido en ese villorrio, le nombra Ecónomo de SantaMaría de Alcalá.

p. 352—¡Santa María deAlcalá! —exclamó don Remigio como en éxtasis; ¡tan soberbio y apetitosole parecía su nuevo destino!

Y un abrazo más sofocante que los anteriores, selló la amistadimperecedera entre el buen párroco de San Agustín y el insulano dePedralba.

—¿Y qué puedo hacer yo para demostrarle mi agradecimiento, señor deUrrea, qué puede hacer este modesto cura...?

—Ese modesto cura no tiene que hacer más que conservarnos supreciosa amistad, que en tanto estimamos. Y antes de entregarla parroquia al que viene a sustituirle, échenos las santasbendiciones.

—Ahora mismo..., digo, mañana, pasado mañana. Estoy a las órdenes dela señora doña Catalina, a quien ya no debo llamar Condesa de Halma.

—Será pasado mañana, señor don Remigio —indicó Halma—. Y otracosa he de merecer de su benevolencia: que no me olvide al benditoNazarín.

—Como he de ir a la Corte a ver a mi tío, allá informaréfavorablemente. ¡Si salta a la vista que está en su cabal juicio!Inteligencia clara como el sol. ¿Verdad, señora?

—Tal creo yo.

—No tengo inconveniente en darle de alta,p. 353 bajo mi responsabilidad, seguro de que elseñor Obispo ha de confirmar mi dictamen, y si quiere venirse conmigo aAlcalá, me le llevo, sí señor, y le daré una modesta habitación en mimodestísima casa.

—Nos alegramos de ello, y lo sentimos —afirmó la señora dePedralba—, porque la compañía del buen don Nazario nos es gratísimasobre toda ponderación.

—Ya vendrá a vernos —dijo Urrea—. Y al señor don Remigio tambiénle tendremos aquí alguna vez. Esto no es ya un instituto religiosoni benéfico, ni aquí hay ordenanzas ni reglamentos, ni más ley quela de una familia cristiana, que vive en su propiedad. Nosotros nosgobernamos solos, y gobernamos nuestra cara ínsula.

—Y así debe ser... y así no tienen ustedes quebraderos de cabeza,ni que sufrir impertinencias de vecinos intrusos, ni el mangoneo de ladirección de Beneficencia o de la autoridad eclesiástica. Reyes de sucasa, hacen el bien con libérrima voluntad, sin dar cuenta más que aDios... ¡Si es lo que yo he dicho siempre, si es la verdad sencilla,elemental!... Ea, pasado mañana en mi parroquia, a la hora que losseñores me designen.

Concertada la hora, don Remigio montó en su jaca, y picó espuelas.El animalito debía parp.354ticipar del inquieto gozo de su amo, porque en un soplo lellevó al vecino pueblo.

En la nota de un curiosísimo documento nazarista, quemerece guardarse como oro en paño, se dice que el mismo día de la bodasalió de San Agustín el curita manchego, caballero en la borrica delgran don Remigio. Despidiose afectuosamente de los señores de Pedralba,y de Beatriz, que lloraba como una Magdalena al verle partir, y tomandola carretera hasta la barca de Algete, pasó el Jarama, siguiendo sindescanso, al paso comedido de la pollina, hasta la nobilísima ciudadde Alcalá de Henares, donde pensaba que sería de grande utilidad supresencia.

Santander-San Quintín. — Octubre de 1895.

Fin de HALMA


ÍNDICE


PRIMERA PARTE
Cap. I5
Cap. II10
Cap. III19
Cap. IV26
Cap. V33
Cap. VI41
Cap. VII47
Cap. VIII55
SEGUNDA PARTE
Cap. I65
Cap. II72
Cap. III82
Cap. IV91
Cap. V100
Cap. VI108
Cap. VII117
Cap. VIII124
TERCERA PARTE
Cap. I135
Cap. II142
Cap. III153
Cap. IV161
Cap. V170
Cap. VI181
Cap. VII190
Cap. VIII199
CUARTA PARTE
Cap. I211
Cap. II220
Cap. III230
Cap. IV241
Cap. V250
Cap. VI259
Cap. VII269
QUINTA PARTE
Cap. I279
Cap. II289
Cap. III297
Cap. IV305
Cap. V314
Cap. VI326
Cap. VII333
Cap. VIII339
Cap. IX347
*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HALMA ***
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