Title: El crimen y el castigo
Author: Fyodor Dostoyevsky
Translator: Pedro Pedraza y Páez
Release date: April 16, 2020 [eBook #61851]
Most recently updated: October 17, 2024
Language: Spanish
Credits: Produced by Carlos Colón, the University of Toronto, the
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Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
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La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
BIBLIOTECA DE GRANDES NOVELAS
FEDOR DOSTOIEVSKY
TRADUCCIÓN DE
PEDRO PEDRAZA Y PAEZ
BARCELONA
RAMÓN SOPENA,Editor
PROVENZA, 93 A 97
Derechos reservados.
Ramón Sopena, impresor y editor, Provenza, 93 a 97.—Barcelona
Una tarde muy calurosa de principiosde julio, salió del cuartito que ocupaba,junto al techo de una gran casa de cincopisos, un joven, que, lentamente y con aireirresoluto, se dirigió hacia el puentede K***.
Tuvo suerte, al bajar la escalera, deno encontrarse a su patrona que habitabaen el piso cuarto, y cuya cocina, quetenía la puerta constantemente sin cerrar,daba a la escalera. Cuando salía eljoven, había de pasar forzosamente bajoel fuego del enemigo, y cada vez que estoocurría experimentaba aquél una molestasensación de temor que, humillándole,le hacía fruncir el entrecejo. Teníauna deuda no pequeña con su patronay le daba vergüenza el encontrarla.
No quiere esto decir que la desgraciale intimidase o abatiese; nada de eso;pero la verdad era que, desde hacía algúntiempo, se hallaba en cierto estadode irritación nerviosa, rayano con lahipocondría. A fuerza de aislarse y de encerrarseen sí mismo, acabó por huir, nosolamente de su patrona, sino de todarelación con sus semejantes.
La pobreza le aniquilaba y, sin embargo,dejó de ser sensible a sus efectos. Habíarenunciado completamente a sus ocupacionescotidianas y, en el fondo, seburlaba de su patrona y de las medidasque ésta pudiera tomar en contra suya.Pero el verse detenido por ella en la escalera,el oír las tonterías que pudieradirigirle, el sufrir reclamaciones, amenazas,lamentos y verse obligado a respondercon pretextos y mentiras, eran paraél cosas insoportables. No; era preferibleno ser visto de nadie, y deslizarsecomo un felino por la escalera.
Esta vez él mismo se asombró, cuandoestuvo en la calle, del temor de encontrara su acreedora.
«¿Debo asustarme de semejantes simplezascuando proyecto un golpe tan atrevido?—sedecía, riendo de un modo extraño—.Sí... el hombre lo tiene todo entrelas manos y lo deja que se le escapeen sus propias narices tan sólo a causa desu holgazanería... Es un axioma... Megustaría saber qué es lo que le da más miedoa la gente... Creo que temen, sobre todo,lo que les saca de sus costumbres habituales...Pero hablo demasiado... Talvez por el hábito adquirido de monologarcon exceso no hago nada... Verdades que con la misma razón podría decirque es a causa de no hacer nada por loque hablo tanto. Un mes completo haceque he tomado la costumbre de monologaracurrucado durante días enterosen un rincón, con el espíritu ocupadocon mil quimeras. Veamos: ¿por qué medoy esta carrera? ¿Soy capaz deeso? ¿Esserioeso? No, de ningún modo; patrañas[4]que entretienen mi imaginación, purasfantasías.»
Hacía en la calle un calor sofocante.La multitud, la vista de la cal, de los ladrillos,de los andamios y esta fetidez especial,tan conocida de los habitantesde San Petersburgo que no pueden alquilaruna casa de campo durante el verano,todo contribuía a irritar cada vezmás los nervios del joven. El insoportableolor de las tabernas y figones, muynumerosos en aquellas partes de la ciudad,y los borrachos que a cada paso seencontraba, aunque aquel era día laborable,acabaron por dar al cuadro un repugnantecolorido.
Hubo un momento en que los finosrasgos de la fisonomía de nuestro héroeexpresaron amargo disgusto. Digamoscon este motivo que no carecía de ventajasfísicas; era alto, enjuto y bien formado;tenía el cabello castaño y hermososojos de color azul obscuro. Poco despuéscayó en profunda abstracción o más bienen una especie de sopor intelectual. Andabasin reparar en los objetos que encontrabaal paso y sin querer reparar en ellos.De vez en cuando murmuraba algunaspalabras; porque, como él reconocía pocoantes, tenía por costumbre el monologar.En aquel momento echó de ver que seembrollaban sus ideas, y que estaba muydébil: puede decirse que había pasadodos días sin comer.
Iba tan miserablemente vestido, queotro que no hubiera sido él habría tenidoescrúpulos para salir en pleno día consemejantes andrajos. A decir verdad,en aquel barrio se podía ir de cualquiermodo. En los alrededores del Mercado delHeno, en esas calles del centro de SanPetersburgo habitadas en su mayoríapor obreros, a nadie asombra la másrara indumentaria. Pero tan arrogantedesdén existía en el alma del joven, que,a pesar de su vergüenza, algunas vecescándida, no le daba ninguna de ostentaren la calle sus harapos.
Otra cosa hubiera sido de tropezar algunode sus amigos o antiguos camaradas,de cuyo encuentro huía siempre... Sinembargo, se detuvo de pronto al notar,merced a esas palabras pronunciadascon voz burlona, que atraía la atenciónde los paseantes: «¡Ah, eh! un sombreroalemán». El que acababa de lanzar estaexclamación era un borracho a quienconducían, no sabemos dónde ni por qué,en una gran carreta.
Con un movimiento convulsivo, el aludidose quitó el sombrero y se puso a examinarlo.Era el tal sombrero de copa alta,comprado en casa de Zimmerman, peroya muy estropeado, raído, agujereado,cubierto de abolladuras y de manchas,sin alas: en una palabra, horrible. A pesarde todo, lejos de mostrarse herido ensu amor propio, el poseedor de aquellaespecie de gorro experimentó más inquietudque humillación.
—¡Ya me lo figuraba yo!—murmuróen su turbación—; ¡lo había presentido!Pero lo peor es que en una miseria comola mía, una tontería insignificante puedeechar a perder el negocio. Sí; este sombreroproduce demasiado efecto, y elefecto nace precisamente de que es ridículo.Para llevar estos harapos es indispensableusar gorra. Mejor que este mamarrachoserá una boina vieja. No hayquien lleve semejantes sombreros; de seguroque éste llama la atención a unaversta[1] de distancia. Después lo recordaríany podría ser un indicio; lo importantees no llamar la atención de nadie...Las cosas pequeñas tienen siempre importancia;por ellas suele ser por las queuno se pierde.
No tenía que ir muy lejos; sabía la distanciaexacta que separaba su casa delsitio adonde se dirigía; setecientos pasosjustos. Los había contado cuando suproyecto no era más que un vago sueño.En aquella época no creía que llegaseel día en que se trocara lo imaginado enacción; se limitaba a acariciar en su menteuna idea espantosa y seductora a lavez; pero desde aquel tiempo, un mes hacía,comenzaba a considerar las cosas deotro modo. Aunque en todos sus soliloquiosse reprochase su falta de energíay su irresolución, habíase ido, sin embargo,habituando poco a poco e involuntariamente,en cierto modo, a mirar comoposible la realización de su sueño, no[5]obstante continuar dudando de sí mismo.En aquel momento iba a hacer elensayogeneral de su empresa, y a cada paso aumentabasu agitación.
Con el corazón desfallecido y el cuerpoagitado por nervioso temblor, se aproximóa una inmensa casa que daba de unlado al canal y del otro a la calle... Esteedificio, dividido en multitud de cuartitosde alquiler, tenía por inquilinos industrialesde todas las clases, sastres, cerrajeros,cocineras, alemanes de diferentescategorías, mujeres públicas y humildesempleados, etc. Un continuo hormigueroentraba y salía por las dos puertas.Tres o cuatrodvorniks[2] prestabansus servicios en esta casa. Con gran satisfacciónsuya, el joven no encontró anadie. Después de haber pasado el umbralsin ser notado, tomó por la escalerade la derecha.
Conocía ya esta escalera angosta y tenebrosacuya obscuridad no le desagradaba,pues así no eran de temer las miradascuriosas. «Si ahora tiemblo, ¿quéserá cuando venga en serio?», no pudomenos de pensar cuando llegaba al cuartopiso. Allí le cerraron el paso antiguossoldados convertidos en mozos de cuerda;mudaban los muebles de uno de loscuartos, ocupado, el joven lo sabía, porun funcionario alemán y su familia.
—Gracias a la marcha del alemán, nohabrá durante algún tiempo en ese rellanootro inquilino que la vieja. Esto esbueno saberlo... por lo que pueda suceder.
Así pensó, y tiró del llamador de lacasa de la vieja. Débilmente sonó la campanilla,como si fuese de hojalata y node cobre. Tales son en esas casas las campanillasde todos los pisos.
Sin duda había olvidado este detalle;aquel sonido particular debió de traerlerepentinamente a la memoria algúnrecuerdo, porque el joven se estremecióy se alteraron sus nervios. Al cabo de uninstante se entreabrió la puerta, y, porla estrecha abertura, la dueña de la casaexaminó al recién venido con manifiestadesconfianza; brillaban sus ojillos comodos puntos luminosos en la obscuridad,pero al advertir que había gente en eldescansillo se tranquilizó y abrió por completola puerta. El joven entró en un sombríorecibimiento, dividido en dos por untabique, tras del cual estaba la cocina.En pie delante del joven, la vieja callabainterrogándole con la vista. Era una mujerde sesenta años, pequeñuela y delgada,de nariz puntiaguda y de mirada maliciosa.
Tenía la cabeza descubierta, y los cabellos,que comenzaban a encanecer, relucíanuntados de aceite. Llevaba puestoal cuello, que era largo y delgado como lapata de una gallina, una tira de franela,y, a pesar del calor, habíase echado sobrelos hombros un abrigo apolillado yamarillento. La vieja tosía a menudo.Debió de mirarla el joven de un modosingular, porque los ojos de la ancianarecobraron bruscamente su expresiónde desconfianza.
—Raskolnikoff, estudiante. Estuveaquí, en esta casa, hace un mes—se apresuróa decir el joven, medio inclinándose,porque había pensado que lo mejor eramostrarse afable.
—Sí, lo recuerdo, lo recuerdo—respondióla vieja, que no cesaba de mirarlecon recelo.
—Pues bien... Vengo otra vez por unasuntillo del mismo género—continuóRaskolnikoff algo desconcertado y sorprendidode la desconfianza que inspiraba.
«Quizá esta mujer ha sido siempre lomismo; pero la otra vez no lo eché dever»—pensó el joven desagradablementeimpresionado.
La vieja permaneció algún tiempo silenciosacomo si reflexionase. Luego señalóla puerta de la sala a su visitante,y le dijo haciéndose a un lado para dejarlepasar delante de ella.
—Entre usted.
La salita en la cual fué introducido eljoven, tenía tapizadas las paredes de coloramarillo; en las ventanas, con cortinasde muselina, había tiestos de geranios;el sol poniente arrojaba sobre aquelloviva claridad. «¡Sin embargo,entoncesbrillaba el sol de la misma manera!»—dijoRaskolnikoff para su coleto y dirigiórápidamente una mirada en torno[6]suyo, para darse cuenta de todos los objetosy grabarlos en la memoria. Enla habitación no había nada de particular.Los muebles, de madera amarilla,eran muy viejos: un sofá con gran respaldovuelto, una mesa de forma ovalfrente a frente del sofá, un lavabo y unespejo entre las dos ventanas, sillas a lolargo de las paredes, dos o tres grabados,sin valor, que representaban señoritasalemanas con pájaros en las manos; aesto se reducía el mobiliario.
En un rincón, delante de una pequeñaimagen, ardía una lámpara; tanto losmuebles como el suelo relucían de purolimpios.
«Es Isabel la que arregla todo esto»—pensóel joven.
En toda la habitación no se veía ungrano de polvo.
«Es preciso venir a las casas de estasmalas viejas viudas para ver tanta limpieza»—continuómonologando Raskolnikoff,y miró con curiosidad la cortinade indiana que ocultaba la puerta correspondientea otra salita; en esta última,en la que jamás había entrado, estabanla cama y la cómoda de la vieja.
—¿Qué quiere usted?—preguntó secamentela dueña de la casa, que, habiendoseguido a su visitante, se colocó frentea él para examinarle de cerca.
—He venido a empeñar una cosa.Véala usted.
Y sacó del bolsillo un reloj de plata viejoy aplastado, que tenía grabado en latapa un globo. La cadena era de acero.
—Aun no me ha devuelto usted la cantidadque le tengo prestada; anteayercumplió el plazo.
—Le pagaré aún el interés del otro mes;tenga un poco de paciencia.
—Conste, amiguito, que puedo esperar,si quiero, o vender el objeto empeñado,si se me antoja...
—¿Qué me da por este reloj, AlenaIvanovna?
—Lo que trae aquí es una miseria; estono vale nada. La otra vez le di a usteddos billetes pequeños por un anillo quese puede comprar nuevo en la joyeríapor rublo y medio.
—Déme usted cuatro rublos y lo desempeñaré.Perteneció a mi padre. Prontorecibiré dinero.
—Rublo y medio, y he de cobrar elinterés por adelantado.
—¡Rublo y medio!—exclamó el joven.
—Acepta usted, ¿sí o no?
Y dicho esto, la mujer alargó el relojal visitante. Este lo tomó e iba a retirarse,irritado, cuando reflexionó quela prestamista era su último recurso; además,había ido allí para otra cosa.
—¡Venga el dinero!—dijo con tonobrutal.
La vieja buscó las llaves en el bolsilloy entró en la habitación contigua. Cuandoel joven se quedó solo en la sala, sepuso a escuchar, entregándose a diversoscálculos. A poco oyó cómo la usureraabría la cómoda.
«Debe ser el cajón de arriba—supusoRaskolnikoff—; ahora sé que lleva lasllaves en el bolsillo derecho, y que estántodas reunidas en una anilla de acero...Una de ellas es tres veces más gruesaque las otras, y tiene las guardas dentadas;esa llave no es de la cómoda, seguramente.Por lo tanto, debe haber algunacaja o alguna arca de hierro... Es curioso.Las llaves de las arcas de hierro son generalmentede esa forma... ¡Pero qué innoblees todo esto!...»
Volvió a entrar la vieja.
—Mire usted: como cobro una grivna[3]al mes por cada rublo, y empeña ustedel reloj en rublo y medio le desquito 15kopeks y queda satisfecho el interés poradelantado. Además, como usted me suplicaque espere otro mes para devolvermelos dos rublos que le tengo prestados,me debe usted por este concepto 20 kopeks,que, unidos a los 15 que le desquito,componen 35. Tengo, pues, que darlea usted un rublo y 15 kopeks. Aquí están.
—¡Cómo! ¿De modo que no me da ustedahora más que un rublo y 15 kopeks?
—Nada más tengo que darle a usted.
Tomó el joven el dinero sin discutir.Miraba a la vieja sin darse prisa a marcharse.Parecía tener intención de hacer[7]algo; pero no sabía con precisión lo quedeseaba...
—Es posible, Alena Ivanovna, que vengapronto con otra cosa... Una cigarrera...de plata... muy bonita... en cuanto me ladevuelva un amigo a quien se la he prestado.
Dijo estas palabras con manifiestoembarazo.
—Pues bien, entonces hablaremos.
—Adiós... ¿Sigue usted viviendo sola,sin que su hermana le haga compañía?—preguntócon el tono más indiferenteque le fué posible en el momento en queentraba en la antesala.
—¿Y qué le importa a usted mi hermana?
—Es verdad, se lo preguntaba a ustedpor decir algo... Adiós, Alena Ivanovna.
Raskolnikoff salió muy alterado; al bajarla escalera se detuvo muchas vecescomo rendido por sus emociones.
«¡Dios mío, cómo subleva el corazóntodo esto!—exclamó cuando llegó a lacalle—. ¡Es posible, es posible que yo...!
No, es una tontería, un absurdo—añadióresueltamente—. ¿Y ha podido ocurrírsemetan espantosa idea? ¿He de seryo capaz de tal infamia? ¡Esto es odioso,innoble, repugnante!... ¿Y por espaciode un mes entero yo...?»
Para expresar la agitación que sentía,eran impotentes las exclamaciones y palabras.La sensación de inmenso disgustoque comenzó a oprimirle poco antescuando se encaminaba a casa de la vieja,alcanzaba ahora intensidad tan grandeque el joven no sabía cómo substraersea semejante suplicio... Caminaba por laacera como un borracho, sin reparar enlos transeuntes y tropezándose con ellos.En la calle siguiente volvió a recobraránimos y, mirando en torno suyo, advirtióque estaba cerca de una taberna; unaescalera situada al nivel de la acera dabaentrada a la cueva del establecimiento.Raskolnikoff vió salir en aquel instantea dos borrachos que se apoyaban el unoen el otro, injuriándose recíprocamente.
Vaciló el joven un instante, y despuésbajó la escalera. Nunca había entradoen una taberna; pero en aquel momentosentía vahídos, le atormentaba ardientesed. Tenía ganas de beber cerveza fresca,y atribuía su debilidad a lo vacío delestómago. Después de sentarse en un rincón,sombrío y sucio, ante una mesita mugrienta,pidió cerveza y bebió el primervaso con avidez.
Al punto sintió un gran alivio y se esclarecieronsus ideas.
«Todo esto es absurdo—se dijo ya confortado—.No había motivo para turbarse.¡Es sencillamente efecto de un malfísico; con un vaso de cerveza y un bizcochohabría recobrado la fuerza de miinteligencia, la precisión de mis ideas, elvigor de mis resoluciones! ¡Oh, qué insignificantees todo ello!»
A pesar de tan desdeñosa conclusión,estaba contento, como si se viese librede un peso enorme, y dirigía miradasamistosas a las personas presentes. Peroal mismo tiempo sospechó que fuese ficticioaquel retorno a la energía.
Quedaba muy poca gente en la taberna;después de los dos borrachos, salióuna banda de cinco músicos, y el establecimientoquedó silencioso; no había en élmás que tres personas: un individuo algoebrio, cuyo exterior indicaba un hombrede la clase media, estaba sentado delantede una botella de cerveza. Cerca de él,tendido en el banco, dormitaba un sujetoalto y grueso, de barba blanca, vestidocon un largo levitón, y en completoestado de embriaguez.
De cuando en cuando parecía despertarsebruscamente; se ponía a hacer sonarlos dedos, apartando los brazos y moviendorápidamente el busto, sin levantarsedel banco sobre el cual estaba echado.Tales gestos y ademanes servían de acompañamientoa una canción necia, de laque el hombre se esforzaba para recordarlos versos:
O esta otra:
[8]Nadie hacía caso de la alegría de aquelmelómano. Su mismo compañero escuchabatodos aquellos gorjeos en silencioy haciendo muecas de disgusto. El tercerconsumidor parecía un antiguo funcionario.Sentado aparte se llevaba de vezen cuando el vaso a los labios, mirandoen derredor suyo; parecía que tambiénél era presa de cierta agitación.
Raskolnikoff no estaba habituado a lamultitud, y, conforme hemos dicho, desdehacía algún tiempo evitaba las compañíasde sus semejantes; pero de repentese sintió atraído hacia los hombres.Cualquiera hubiera dicho que se operabaen él una especie de revolución y que elinstinto de sociabilidad recobraba susderechos. Entregado durante un mescompleto a los sueños morbosos quela soledad engendra, tan fatigado estabanuestro héroe de su aislamiento,que deseaba encontrarse, aunque no fuesemás que un minuto, en un ambientehumano. Así, pues, por innoble que fueseaquella taberna, se sentó ante una de lasmesas con verdadero placer.
El dueño del establecimiento estaba enotra habitación; pero salía y entraba frecuentementeen la sala. Desde el umbral,sus hermosas botas de altas y rojas vueltasatraían inmediatamente las miradas;llevaba unpaddiovka y un chaleco deraso negro horriblemente manchado degrasa y no tenía corbata; la cara parecíauntada de aceite. Tras el mostrador sehallaba un mozo de catorce años, y otromás joven servía a los parroquianos. Expuestasen el aparador había varias vituallas,trozos de cohombro, galleta negray bacalao cortado en pedazos; todoexhalaba olor a rancio. El calor era taninsoportable y la atmósfera estaba tancargada de vapores alcohólicos, que parecíaimposible pasar en aquella sala cincominutos sin emborracharse.
Ocurre a veces que nos encontramoscon desconocidos que nos interesan porcompleto a primera vista, antes de cruzaruna palabra con ellos. Esto fué lo quesucedió a Raskolnikoff respecto al individuoque tenía el aspecto de un antiguofuncionario. Más tarde, al acordarse deesta primera impresión, el joven la atribuyóa un presentimiento. No quitaba losojos del desconocido, sin duda porqueeste último no dejaba tampoco de mirarle,y parecía muy deseoso de trabar conversacióncon él. A los demás consumidores,y aun al mismo tabernero, los mirabacon aire impertinente y altanero;eran, evidentemente, personas que estabanpor debajo de él en condición socialy en educación para que se dignase dirigirlesla palabra.
Aquel hombre, que había pasado yade los cincuenta años, era de medianaestatura y de complexión robusta. Lacabeza, en gran parte calva, no conservabamás que algunos cabellos grises. Elrostro largo, amarillo o casi verde, denunciabahábitos de incontinencia; bajolos gruesos párpados brillaban unos ojillosrojizos, muy vivaces. Lo que más impresionabaen su fisonomía era la miradaen que la llama de la inteligencia y delentusiasmo se alternaba con no sé quéexpresión de locura. Este personaje llevabasobretodo negro, viejo, todo desgarrado,y no gustándole, sin duda, llevarleabierto, lo abrochaba correctamentecon el único botón que el sobretodotenía. El chaleco, denanquin, dejaba verla pechera de la camisa rota y llena demanchas. La ausencia de barba denunciabaen él al funcionario; pero debía haberseafeitado en una época bastante remota,porque le azuleaban las mejillas con unpelo muy espeso. Notábase en sus manerascierta gravedad burocrática; pero,en aquel momento, parecía conmovido.Se revolvía los cabellos, y, de tiempo entiempo, apoyaba los codos en la mesapringosa, sin temor a mancharse lasmangas agujereadas, y reclinaba la cabezaen las dos manos. Por último, comenzóa decir en voz alta y firme, mirandoa Raskolnikoff.
—¿Será una indiscreción por mi parte,señor, hablar con usted? Porque es locierto que, a pesar de la sencillez de sutraje, mi experiencia distingue en ustedun hombre muy bien educado y no unasiduo parroquiano de taberna. Siemprehe dado mucha importancia a la educación,unida, por supuesto, a las cualida[9]desdel corazón. Pertenezco alTchin[4].Permítame usted que me presente: SimónIvanovitch Marmeladoff, consejero titular.¿Me es lícito preguntarle si ha pertenecidousted a la administración?
—No, yo soy estudiante—respondió eljoven sorprendido de aquel cortés lenguaje,y, sin embargo, molesto al ver queun desconocido le dirigía la palabra aquema ropa.
Aunque se hallaba en su cuarto dehora de sociabilidad, sintió en aquel momentoque se le despertara el mal humorque solía experimentar cuando un extrañotrataba de ponerse en relacionescon él.
—¿De modo que es usted estudiante,o lo sigue siendo?—repuso vivamente elfuncionario—; es precisamente lo que yopensaba. ¡Tengo olfato, señor, un olfatomuy fino, gracias a mi larga experiencia!
Se llevó el dedo a la frente, indicandocon este gesto la opinión que tenía de sucapacidad cerebral.
—Pero, dispénseme... ¿no ha terminadousted realmente sus estudios?
Se levantó, tomó su vaso y fué a sentarseal lado del joven. A pesar de estarebrio, hablaba distintamente y sin granincoherencia. Al verle arrojarse sobreRaskolnikoff como sobre una presa, sehubiera podido suponer que él también,desde hacía un mes, no había despegadolos labios ni para decir esta boca es mía.
—Señor—declaró con cierta solemnidad—,la pobreza no es un vicio, seguramente,de la misma manera que laembriaguez no es una virtud. Pero laindigencia, señor, la indigencia es un viciode los peores. En la pobreza conservauno el orgullo nativo de sus sentimientos;en la indigencia no se conserva nada,ni siquiera se le echa a uno a palos de lasociedad humana, sino a escobazos, queson más humillantes. Y hacen bien, porqueel indigente está dispuesto a envilecersey esto es lo que explica la taberna.Señor, hace un mes que Lebeziatnikoffpegó a mi mujer. Y dígame,¿pegar a mi mujer no es herirme a mí enel punto más sensible? ¿Me comprendeusted? Permítame que le haga otra pregunta,¡oh! por simple curiosidad: ¿Hapasado usted alguna noche en el Neva enlos barcos de heno?
—No, jamás—contestó Raskolnikoff—;¿por qué me lo pregunta usted?
—Pues bien, para mí será hoy la quintavez que dormiré allí.
Llenó el vaso, lo apuró y se quedópensativo. En efecto, en su traje y en suscabellos se veían algunas briznas de heno.A juzgar por las apariencias, lo menoshacía cinco días que no se había desnudadoni lavado la cara. Sus gruesas y rojasmanos, con las uñas de luto, estabantambién extremadamente sucias.
La sala entera le escuchaba, aunque,a decir verdad, con bastante despreocupación.Los mozos se reían detrás del mostrador.El tabernero había bajado también,sin duda para oír a aquel hombreoriginal. Sentado a cierta distancia bostezabacon aire importante. EvidentementeMarmeladoff era conocido desdehacía algún tiempo en la casa. Según todaslas probabilidades, debía su notoriedada la costumbre de hablar en la tabernacon todos los parroquianos que se poníana su alcance. Tal costumbre se convierteen una necesidad para ciertos borrachos,principalmente para aquellosque son tratados con dureza por esposaspoco tolerantes; tratan de adquirir en lataberna con sus compañeros de orgía laconsideración que no encuentran en sushogares.
—¡Por vida de...!—dijo en voz fuerteel tabernero—. ¿Por qué no trabajas,por qué no vas a la oficina, puesto queeres empleado?
—¿Por qué no trabajo, señor?—siguiódiciendo Marmeladoff, encarándose exclusivamentecon Raskolnikoff, como siéste le hubiera dirigido la pregunta—.¿Por qué no trabajo? ¿Cree usted que miinutilidad no me disgusta? Cuando, haceun mes, Lebeziatnikoff maltrató a mimujer con sus propias manos, mientrasyo asistía, ebrio y medio muerto, a talescena, ¿cree usted que yo no sufría?Permítame usted, joven; ¿le ha ocurridoa usted... ¡hum!... le ha ocurrido solicitarun préstamo sin esperanza?
—Sí... Es decir, ¿qué entiende ustedpor eso de sin esperanza?
—Quiero decir, sabiendo perfectamentede antemano que no le darán a ustednada. Por ejemplo, usted tiene la certidumbrede que tal hombre, tal ciudadanobien intencionado, no le prestaría unkopek; porque, dígame usted, ¿a qué santohabía de prestárselo, sabiendo que ustedno ha de devolvérselo? ¿Por piedad?Ese Lebeziatnikoff es partidario de lasnuevas ideas y aseguraba el otro día quela compasión, en nuestra época, está prohibidahasta por la ciencia, y que tal esla doctrina reinante en Inglaterra, endonde florece la economía política. ¿Cómo,repito, ese hombre habrá de prestarlea usted dinero? Está usted seguro deque no se lo prestará, y, sin embargo, sedirige usted a...
—¿Para qué ir en ese caso?—interrumpióRaskolnikoff.
—Pues porque es preciso ir a algunaparte; porque no hay otra salida y llegaun tiempo en que el hombre se decide,de buena o mala gana, a tomar cualquiersenda. Cuando mi hija única se fué a inscribiren la policía tuve que ir tambiéncon ella (porque mi hija tiene cartilla)—añadióentre paréntesis, mirando aljoven con expresión de inquietud—. Leadvierto a usted que esto me tiene sincuidado—se apresuró a decir con aparenteflema, en tanto que los mozos, detrásdel mostrador, y hasta el mismo tabernerosonreían—. ¡Poco me importa! No meinquietan los movimientos de cabeza, porqueestas cosas son conocidas de todo elmundo y no hay secreto que no se descubra;no es con desprecio sino con resignación,como yo acepto mi suerte. ¡Sea!¡Ecce Homo! Permítame, joven, que lepregunte si puede usted, o, mejor dicho,si se atrevería usted, fijando los ojos enmí, a afirmar que no soy un cerdo.
El joven no respondió.
El orador esperó con aire digno a queterminasen las risas provocadas porsus últimas palabras. Después añadió:
—Es verdad; yo soy un cerdo; pero ellaes una señora. ¡Llevo impreso el sello dela bestia! Pero Catalina Ivanovna, miesposa, es una persona bien educada,hija de un oficial superior. Concedo quesoy un bufón empedernido; pero mi mujertiene un gran corazón, sentimientoselevados, instrucción... y, sin embargo...¡Oh! ¡Si tuviese piedad de mí! ¡Señores,señores, todos los hombres tienen necesidadde encontrar piedad en algunaparte! Pero Catalina Ivanovna, a pesarde su grandeza de alma, es injusta... Puesbien, con tal de que yo llegue a comprenderque cuando me tira de los cabellos,lo hace, en rigor, por interés hacia mí...(No me avergüenzo de confesarlo: metira de los cabellos, joven)—insistió, creciendoen dignidad al oír nuevas carcajadas—.Sin embargo, Dios mío, aunqueno fuese más que una vez... pero no, no;dejemos esto; es inútil hablar de ello...Ni una sola vez he obtenido lo que deseaba;ni una sola vez se ha tenido compasiónde mí... pero tal es mi carácter; soyun verdadero bruto...
—Lo creo—dijo bostezando el tabernero.
Marmeladoff dió un puñetazo en lamesa.
—Tal es mi carácter; ¿querrá ustedcreer, querrá usted creer, señor, que mehe bebido hasta sus medias? No digo suszapatos, porque esto se comprendería,hasta cierto punto; pero son sus medias,sus medias, las que yo me he bebido.¡Sus medias! me he bebido también supañoleta de pelo de cabra, un regalo quele habían hecho; un objeto que poseíaantes de casarse conmigo y que era desu propiedad y no de la mía. Habitamosen un cuarto muy frío; este invierno mimujer ha pescado un catarro y tose y escupesangre. Tenemos tres hijos pequeños,y Catalina Ivanovna trabaja de lanoche a la mañana. Hace colada y limpiala casa, porque desde muy joven estáacostumbrada a la limpieza. Por desgracia,tiene el pecho delicado, cierta predisposicióna la tisis que me preocupa.¿No lo siento, por ventura? Cuando másbebo, más lo siento. Es para sentir y sufrirmás por lo que me entrego a la bebida;¡bebo porque quiero sufrir doblemente!
E inclinó la cabeza sobre la mesa conaire de desesperación.
—Joven—continuó en seguida incorporándose—,me parece leer en su sem[11]blantecierto disgusto. Desde que entróusted me ha parecido advertirlo, y poreso le he dirigido inmediatamente la palabra.Si le cuento la historia de mi vidano es para ofrecerme a la burla de esosociosos, que, por otra parte, están enteradosde todo, no; es porque busco lasimpatía de un hombre bien educado.Sepa usted, pues, que mi mujer ha sidoeducada en una pensión aristocrática deprovincia, y que a su salida del establecimientobailó en chal delante del gobernadory de los otros personajes oficiales;tan contenta estaba por haber obtenidouna medalla de oro y un diploma. La medalla...la hemos vendido hace ya muchotiempo, ¡hum!... En cuanto al diploma,lo conserva mi esposa en un cofre y últimamenteaun lo mostraba al ama denuestra casa. Aunque esté a matar conella, a mi mujer le gusta ostentar ante losojos de cualquiera sus éxitos pasados.No se lo echo en cara, porque su única alegríaahora es acordarse de los hermososdías de otro tiempo. ¡Todo lo demás seha desvanecido! Sí, sí; tiene un alma ardiente,orgullosa, intratable. Ella friegael suelo, come pan negro; pero no permiteque se le escatimen ciertas consideraciones.Así es, que no ha tolerado la groseríade Lebeziatnikoff, y cuando, paravengarse de haber sido despedido, esteúltimo le puso la mano encima, mi mujertuvo que guardar cama, sintiendo másel insulto hecho a su dignidad que el dolorde los golpes recibidos.
»Cuando me casé con ella era viuda,con tres niños pequeños. Había estadocasada en primeras nupcias con un oficialde infantería, con quien huyó de casade sus padres; amaba extremadamentea su marido; pero éste se dió al juego,tuvo que entendérselas con la justicia,y murió. En los últimos tiempos pegabaa su mujer. Sé de buena tinta que noera cariñosa con él, lo que no le impideahora llorar por el difunto y establecercontinuamente comparaciones entre ély mi persona, comparaciones poco lisonjeraspara mi amor propio. Pero nome quejo; más bien me complace que seimagine haber sido feliz en otro tiempo.
»Después de la muerte de su maridose encontró sola con tres hijos pequeños,en un distrito lejano y salvaje, donde laencontré yo. Su miseria era tal, que yo,que de eso he visto tanto, no me sientocon fuerzas para describirla. Todos susparientes la habían abandonado; por otraparte, su orgullo le hubiera impedidosiempre implorar la piedad de aquellaspersonas. Entonces, señor, entonces, yo,que era viudo también, y que tenía de mimatrimonio una hija de catorce años,ofrecí mi mano a aquella pobre mujer;tanta pena me daba verla sufrir.
»Instruída, bien educada, de buenafamilia, consintió, sin embargo, en casarseconmigo. Esto puede dar a usted unaidea de la miseria en que la pobre viviría.Acogió mi proposición llorando, sollozandoy retorciéndose las manos, perola acogió, porque no tenía dónde ir.
»¿Comprende usted, comprende ustedlo que significan estas palabras: «No tenerya adónde ir»? ¡Usted no lo comprendetodavía!
»Durante un año entero cumplí mi deberhonrada y santamente, y sin probaruna gota de esto (señaló con el dedo lamedia botella que tenía delante); porqueno carezco de sentimientos. Pero nadaadelanté. A poco perdía mi empleo y nopor falta mía; reformas administrativasdeterminaban la supresión del que desempeñaba,y entonces fué cuando me dia la bebida... Ahora ocupamos una habitaciónen casa de Amalia LudvigovnaLippevechzel; pero ignoro con qué le pagamosy de qué vivimos. Hay allí muchosinquilinos además de nosotros; es una ratoneraaquella casa... ¡hum!... Sí... Duranteeste tiempo, creció la hija que yo teníade mi primera mujer. No quiero hablarde lo que su madrastra la ha hechosufrir.
»Aunque de sentimientos nobilísimos,Catalina Ivanovna es una mujer irasciblee incapaz de contenerse en los arrebatosde su cólera... Sí, ¡vamos, es inútilhablar de esto! Como puede usted comprender,Sonia no ha recibido una graninstrucción. Hace cuatro años traté de enseñarleGeografía e Historia Universal;pero como yo no he estado nunca fuerteen estas materias, y como además no teníaa mi disposición un buen manual, nohizo grandes progresos en sus estudios:[12]nos detuvimos en Ciro, rey de Persia.Más tarde, cuando llegó a la edad adulta,leyó algunas novelas. Lebeziatnikoff leprestó hace poco laFisiología de Ludwig.¿Conoce usted esa obra? Mi hija laha encontrado muy interesante y aun nosha leído muchos pasajes en alta voz. Aeso se limita toda su cultura.
»Ahora, señor, apelo a su sinceridad.¿Cree usted en conciencia que una jovenpobre, pero honrada, pueda vivir de sutrabajo? Como no tenga una habilidadespecial, ganará 15 kopeks al día, y parallegar a esa cifra tendrá necesidad de noperder un solo minuto. ¡Pero qué digo!Sonia hizo media docena de camisas deholanda, para el consejero de EstadoIvan Ivanovitch Klopstok; usted habráoído hablar de él; pues bien, no sólo estáesperando aún que se le paguen, sino quela pusieron a la puerta llenándola de injurias,so pretexto de que no había tomadobien la medida del cuello.
»En tanto los niños se mueren de hambre,Catalina Ivanovna se pasea por lahabitación retorciéndose las manos, mientrasen sus mejillas aparecen las manchasrojizas, propias de su enfermedad. «Holgazana—decíaa mi hija—, ¿no te da vergüenzade vivir sin hacer nada? Bebes,comes, tienes lumbre.» Y yo preguntoahora: ¿Qué es lo que la pobre muchachapodría beber y comer cuando en tres díaslos niños no habían visto siquiera un mendrugode pan? Yo estaba en aquel momentoacostado... Vamos, hay que decirlotodo, borracho; pero oí que mi Sonia respondíatímidamente con su voz dulce (lapobrecita es rubia, con una carita siemprepálida y resignada): «Pero, Catalina Ivanovna,¿por qué me dice usted esas cosas?»
»Tengo que añadir que ya por tres vecesDaría Frantzovna, una mala mujermuy conocida de la policía, le había hechoinsinuaciones en nombre del propietariode la casa. «Vaya—dijo irónicamenteCatalina Ivanovna—, vaya un tesoropara guardarlo con tanto cuidado.» Perono la acuse usted. No tenía concienciade lo que decía; estaba agitada, enferma,veía llorar a sus hijos hambrientos, y loque decía era más bien para molestar aSonia que para excitarla a que se entregaraal vicio... Catalina Ivanovna es así;cuando oye llorar a sus hijos les pega,aunque sabe que lloran de hambre. Eranentonces las cinco y oí que Sonia se levantaba,se ponía el chal y salía del cuarto.
»A las ocho volvió. Al llegar, se fué derechaa Catalina Ivanovna, y, silenciosamente,sin proferir palabra, depositótreinta rublos de plata delante de mi mujer.Hecho eso, tomó nuestro gran pañueloverde (un pañuelo que sirve paratoda la familia), se envolvió la cabezay se echó en la cama con la cara vueltahacia la pared; un continuo temblor agitabasus hombros y su cuerpo... yo continuabaen el mismo estado... En aquelmomento, joven, vi a Catalina Ivanovnaque, también silenciosamente, se arrodillabajunto al lecho de Sonia.
»Pasó toda la noche de rodillas, besandolos pies de mi hija y rehusando levantarse.Después, las dos se durmieron juntasen los brazos una de la otra... ¡lasdos!... ¡las dos!... sí; y yo continuaba lomismo, sumido en la embriaguez.
Se calló Marmeladoff, como si la vozle hubiera faltado; luego llenó la copa, lavació y siguió, después de un corto silencio:
—Desde entonces, señor, a consecuenciade una circunstancia desgraciada, ycon motivo de cierta denuncia de personasperversas (Daría Frantzovna tuvoparte principal en este negocio porquequería vengarse de una supuesta falta derespeto), desde entonces mi hija Sonia[5]Semenovna fué inscrita en el registrode policía y se vió obligada a dejarnos.Amalia Ludvigovna se ha mostrado inflexibleen este punto, sin tener en cuentaque ella misma, en cierto modo, habíafavorecido las intrigas de DaríaFrantzovna.
»Lebeziatnikoff se ha unido a ella...¡hum! y con motivo de lo de Sonia fué lacuestión que Catalina Ivanovna tuvocon él. En un principio estuvo muy solícitocon Sonetchka; pero de repente sesintió herido en su amor propio. «¿Cómoun hombre de corazón—dijo—ha de ha[13]bitaren la misma casa que semejante desdichada?»Catalina Ivanovna tomó partidopor Sonia, y la disputa acabó en golpes...En la actualidad mi hija viene amenudo a vernos a la caída de la tarde, yayuda con lo que puede a mi mujer. Viveen casa de Kapernumoff, un sastre cojoy tartamudo. Sus hijos, que son varios,tartamudean como él, y hasta su mujertiene no sé qué defecto en la lengua...Todos comen y duermen en la misma sala;pero a Sonia le han cedido una habitación,separada de la de sus huéspedespor un tabique... ¡hum! sí... Son personasmuy pobres y tartamudas... Bueno...Una mañana me levanté, me puse misharapos, elevé las manos al cielo y mefuí a ver a Su Excelencia Ivan Afanasievitch.¿Le conoce usted? ¿No? Puesentonces no conoce a un santo varón...Es una vela... pero una vela que arde delantedel altar del Señor. Mi historia, queSu Excelencia se dignó oír hasta el fin, lehizo saltar las lágrimas. «Vamos, SimónIvanovitch—me dijo—, has defraudadouna vez mis esperanzas, pero vuelvoa tomarte, bajo mi exclusiva responsabilidadpersonal.» Así se expresó, añadiendo:«Procura acordarte de lo pasado, parano reincidir, y retírate.» Besé el polvo desus botas, mentalmente, por supuesto,porque Su Excelencia no hubiera permitidoque se las besase de veras; es un hombremuy penetrado de las ideas modernasy no le gustan semejantes homenajes.¡Pero, Dios mío, cómo se me festejócuando anuncié en casa que tenía un destino!
De nuevo la emoción obligó a Marmeladoffa detenerse. En aquel momento invadióla taberna un grupo de individuosya a medios pelos. A la puerta del establecimientosonaba un organillo, y la vozdébil de un chiquillo cantaba laPetiteFerme.
La atmósfera de la sala era pesadísima.El tabernero y los mozos se apresurabana servir a los recién llegados. Sinreparar en este incidente, Marmeladoffcontinuó su relato; el funcionario eracada vez más expansivo a causa de losprogresos de su borrachera. El recuerdode su reciente reposición iluminaba comoun rayo de alegría su semblante. Raskolnikoffno perdía ni una sílaba de sus palabras.
—Han transcurrido cinco semanas,señor, desde que Catalina Ivanovna ySonetchka supieron la grata noticia. Leaseguro a usted que me encontraba comotransportado al paraíso. Antes no hacíamás que abrumarme con palabrotas comoestas: «¡Acuéstate, bruto!» Mas desdeaquel momento andaba de puntillas yhacía callar a los pequeños, diciéndoles:«¡Chis! ¡Papá viene cansado del trabajo!»Antes de ir a la oficina me daban cafécon crema, pero no crea, crema verdadera,¿eh? No sé de dónde pudieron sacarel dinero, 11 rublos y 50 kopeks, a finde arreglarme la ropa. Lo cierto es queellas me pulieron de pies a cabeza; tuvebotas, chaleco de magnífico hilo y uniforme,todo en muy buen uso: les costó11 rublos y medio. Seis días ha, cuandoentregué íntegros mis honorarios, 23 rublosy 40 kopeks, mi mujer me acaricióen la mejilla, diciéndome: «¡vaya un pezque estás hecho!» Naturalmente, estoocurrió cuando estábamos solos. Dígameusted si no es encantador...
Marmeladoff se interrumpió, trató desonreír; pero súbito temblor agitó subarba. Dominó, sin embargo, en seguida,su emoción. Raskolnikoff no sabía quépensar de aquel borracho, que vagabaal azar desde hacía cinco días, durmiendoen los barcos de pesca, y, a pesar de todo,sintiendo por su familia profundo cariño.El joven le escuchaba con la mayoratención, pero experimentando ciertasensación de malestar. Estaba enojadoconsigo mismo por haber entrado en lataberna.
—¡Señor, señor!—dijo el funcionariodisculpándose—, quizá halle usted, comolos demás, risible todo lo que le cuento;acaso le estoy fastidiando refiriéndole estostontos y miserables pormenores demi existencia doméstica; mas para míno crea usted que son divertidos, porquele aseguro que siento todas estas cosas...Durante aquel día maldito hice proyectosencantadores; pensé en el medio deorganizar nuestra vida, de vestir a losniños, de procurar reposo a mi mujer, desacar del fango a mi hija única. ¡Oh, cuántosplanes formaba! Pues bien, señor[14](Marmeladoff empezó a temblar de repente;levantó la cabeza y miró a la caraa su interlocutor), el mismo día, cincohace hoy, después de haber acariciadotodos estos sueños, robé, como un ladrónnocturno, la llave a mi mujer y tomé delbaúl todo lo que quedaba del dineroque yo había llevado. ¿Cuánto había?No lo recuerdo. Mírenme todos: hacecinco días que abandoné mi casa; no sesabe en ella qué es de mí; he perdidomi empleo, he dejado mi uniforme en unataberna y me han dado este traje en sulugar... Todo, todo ha acabado...
Marmeladoff se dió un puñetazo en lafrente, rechinó los dientes y cerrando losojos se puso de codos en la mesa... Al cabode un momento cambió bruscamentela expresión de su rostro, miró a Raskolnikoffcon afectado cinismo y dijo riéndose:
—¡He estado hoy en casa de Sonia;he ido a pedirle dinero para beber! ¡Je,je, je!
—¡Y te lo ha dado!—gritó, riéndose,uno de los parroquianos que formabaparte del grupo recién llegado a la taberna.
—Con su dinero he pagado esta mediabotella—repuso Marmeladoff dirigiéndoseexclusivamente a nuestro joven—.Sonia fué a buscar treinta kopeks y melos entregó; era cuanto tenía; lo he vistocon mis propios ojos. No me dijo nada;se limitó a mirarme en silencio, una miradaque no pertenece a la tierra, una miradacomo deben tener los ángeles quelloran sobre los pecados de los hombrespero no los condenan. ¡Qué triste es queno le reprendan a uno! Treinta kopeks,sí, que de seguro necesitaba. ¿Qué medice usted, querido señor? Ahora tieneella que ir bien arreglada. La eleganciay los afeites, indispensables en su oficio,cuestan dinero; lo comprenderá usted;hay que tener pomada, enaguas almidonadas,lindas botitas que hagan bonitoel pie para lucirlo al saltar los charcos.¿Comprende usted, comprende usted laimportancia de esta limpieza y elegancia?Pues bien, yo, su padre, según la Naturaleza,ha ido a pedirle esos treinta kopekspara bebérmelos. ¡Y me los bebo! Yaestán bebidos... vamos, ¿quién ha detener compasión de un hombre como yo?Ahora, señor, ¿puede usted compadecerme?Hable usted, señor: ¿tiene ustedpiedad de mí? ¿Sí o no? ¡Je, je, je!
Iba a servirse nuevamente, pero echóde ver que la media botella estaba vacía.
—¿Por qué se ha de tener lástima deti?—gritó el tabernero.
Estallaron risas mezcladas con injurias.Los que no habían oído las palabrasdel ex funcionario, formaban coro conlos otros, solamente al ver su catadura.
Marmeladoff, como si no hubiese esperadootra cosa que la interpelación deltabernero, para soltar el torrente de suelocuencia, se levantó vivamente y, conel brazo extendido hacia delante, replicócon exaltación:
—¡Por qué tener compasión de mí!¡Por qué tener compasión de mí! ¡Es verdad,no se me debe compadecer! ¡Hay quecrucificarme, ponerme en la cruz, no tenermelástima! ¡Crucifícame, juez, pero,al hacerlo, ten piedad de mí! Así iré yomismo al suplicio, porque no tengo sedde alegría, sino de dolor y de lágrimas.¿Piensas tú, tendero, que tu media botellame ha proporcionado placer? Buscabala tristeza, tristeza y lágrimas en elfondo de este frasco, y la he encontradoy saboreado. Pero Aquel que ha tenidopiedad de todos los hombres, Aquel quetodo lo comprende, tendrá piedad de nosotros;El es el único juez, El vendrá elúltimo día y preguntará: «¿Dónde estála hija que has sacrificado por una madrastraodiosa y tísica y por niños queno eran sus hermanos? ¿Dónde está lajoven que ha tenido piedad terrestre y noha vuelto con horror las espaldas a estecrapuloso borracho?» Y El dirá entonces:«Ven, yo te he perdonado una vez... yote he perdonado ya una vez... ahora, todostus pecados te son perdonados, porquehas amado mucho...» Y El perdonaráa mi Sonia, la perdonará, yo lo sé, lo hesentido en mi corazón cuando estaba ensu casa.... Todos serán juzgados por Ely El perdonará a todos, a los buenos ya los malos, a los sabios y a los pacíficos...y cuando haya acabado con ellos, nostocará la vez a nosotros. «Acercaos también,nos dirá El; acercaos vosotros losborrachos, acercaos los cobardes, acer[15]caoslos impúdicos», y nos aproximaremostodos sin temor y El nos dirá: «¡Soisunos cochinos! ¡Tenéis sobre vosotros lamarca de la bestia, pero venid también!»Y los sabios, los inteligentes dirán: «Señor,¿por qué recibes Tú a éstos?» Y Elresponderá: «Yo los recibo ¡oh sabios!porque ninguno de ellos se ha creído dignode este favor...» Y El nos abrirá losbrazos y nosotros nos precipitaremos enellos... y nos desharemos en lágrimas...y comprenderemos... sí, entonces todoserá comprendido por todo el mundo, yCatalina Ivanovna también comprenderá...Señor, vénganos el tu reino.
Falto de fuerzas, se dejó caer en el bancosin mirar a nadie, como si desde largorato se hubiese olvidado del lugar enque se hallaba y de las personas que lerodeaban, y quedó absorto en la visiónde fantasmas de ultratumba. Sus palabrasprodujeron cierta impresión; duranteun momento cesó el barullo; pero bienpronto volvieron a estallar las risas, mezcladascon invectivas:
—¡Muy bien hablado!
—¡Gruñón!
—¡Charlatán!
—¡Burócrata!
—Vámonos, señor—dijo bruscamenteMarmeladoff, levantando la cabeza y dirigiéndosea Raskolnikoff—; condúzcameusted al patio de la casa Kozel... Yaes tiempo de que vuelva al lado de mimujer.
Rato hacía ya que el joven deseabairse y se le había ocurrido ofrecer el apoyode su brazo a Marmeladoff. Este últimotenía las piernas aun menos firmesque la voz; de modo que iba casi colgadodel brazo de su compañero. La distanciaque tenían que recorrer era dedoscientos o trescientos pasos. A medidaque el borracho se acercaba a su domicilio,parecía más inquieto y preocupado.
—No es precisamente de Catalina Ivanovnade quien tengo yo ahora miedo—balbuceabaconmovido—. Ya sé que empezarápor tirarme de los cabellos; pero,¿qué me importa? Me alegro que me tirede ellos. No, no es eso lo que me espanta;lo que yo temo son sus ojos, sí, sus ojos...Temo también las manchas rojas de susmejillas, y me da miedo además su respiración.¿Has notado cómo respiranlos que padecen esa enfermedad... cuandoexperimentan una emoción violenta? Temolas lágrimas de los chicos... porquesi Sonia no les ha llevado algo de comer,no sé cómo se las habrán arreglado... nolo sé. A los golpes no les tengo miedo...sabe, en efecto, que, lejos de hacermesufrir, esos golpes son un gozo para mí...Casi no puedo pasar sin ello... Sí, es mejorque me pegue, que alivie de ese modoel corazón... más vale así; pero he ahíla casa Kozel. El propietario es un cerrajeroalemán, hombre rico... ¡Acompáñeme!...
Después de haber atravesado el patiose pusieron a subir al cuarto piso. Erancerca de las once, y, aunque propiamentehablando no había aún anochecidoen San Petersburgo, a medida que subíanmás obscura encontraban la escalera;en lo alto la obscuridad era completa.
La puertecilla ahumada que daba aldescansillo estaba abierta; un cabo devela alumbraba una pobrísima pieza dediez pasos de largo. Esta pieza, que desdeel umbral se veía por completo, estaba enel mayor desorden. Había por todos ladosropas de niños. Una sábana agujereada,extendida de manera conveniente, ocultabauno de los rincones, el más distantede la puerta; detrás de este biombo improvisado,había, probablemente, unacama. Todo el mobiliario consistía en dossillas y un sofá de gutapercha, que teníadelante una mesa vieja, de madera depino, sin barnizar y sin tapete. Encimade la mesa, en un candelero de hierro seconsumía el cabo de vela que medio alumbrabala pieza. Marmeladoff dormía enel pasillo. La puerta que comunicaba conlos otros cuartos alquilados de AmaliaLudvigovna estaba entreabierta, y seoía ruido de voces; sin duda, en aquelmomento jugaban a cartas y tomabante los inquilinos. Se percibían más de lonecesario sus gritos, sus carcajadas y suspalabras, por extremo libres y atrevidas.
Raskolnikoff reconoció en seguida aCatalina Ivanovna. Era una mujer flaca,bastante alta y bien formada, pero deaspecto muy enfermizo. Conservaba aúnhermosos cabellos de color castaño y,como había dicho Marmeladoff, sus me[16]jillastenían manchas rojizas. Con loslabios secos, oprimíase el pecho con ambasmanos, y se paseaba de un lado a otro dela misérrima habitación. Su respiraciónera corta y desigual; los ojos le brillabanfebrilmente y tenía la mirada dura e inmóvil.Iluminada por la luz moribundadel cabo de vela, su rostro de tísica producíapenosa impresión. A Raskolnikoff lepareció que Catalina Ivanovna no debíatener arriba de treinta años; era, en efecto,mucho más joven que su marido...No advirtió la llegada de los dos hombres;parecía que no conservaba la facultadde ver ni la de oír.
Hacía en la habitación un calor sofocante,y subían de la escalera emanacionesinfectas; sin embargo, a Catalina Ivanovnano se le había ocurrido abrir laventana, ni cerrar la puerta. La del interior,solamente entornada, dejaba pasoa una espesa humareda de tabaco, quehacía toser a la enferma; pero ella no secuidaba de tal cosa.
La niña más pequeña, de seis años,dormía en el suelo con la cabeza apoyadaen el sofá; el varoncito, un año mayorque la pequeñuela, temblaba llorandoen un rincón; probablemente acababan depegarle. La mayor, una muchachilla denueve años, delgada y crecidita, llevabauna camisa toda rota, y echado sobre loshombros desnudos un viejoburnus señorilque se le debía haber hecho dos años antes,porque al presente no le llegaba másque hasta las rodillas.
En pie, en un rincón al lado de su hermanito,había pasado el brazo, largo ydelgado como una cerilla, alrededor delcuello del niño y le hablaba muy quedo,sin duda para hacerle callar. Sus grandesojos, obscuros, abiertos por el terror, parecíanaún mayores en aquella caritadescarnada. Marmeladoff, en vez de entraren el aposento, se arrodilló en lapuerta; pero invitó a pasar a Raskolnikoff.La mujer, al ver un desconocido,se detuvo distraídamente ante él, tratandode explicarse su presencia. «¿Quése le ha perdido aquí a ese hombre?»—sepreguntaba. Pero en seguida supusoque el desconocido se dirigía a casa dealgún otro inquilino, puesto que el cuartode Marmeladoff era un sitio de paso.Así, pues, desentendiéndose de aquelextraño, se preparaba a abrir la puerta decomunicación, cuando de repente lanzóun grito: acababa de ver a su marido derodillas en el umbral.
—¡Ah! ¿Al fin vuelves?—dijo, con vozen que vibrara la cólera—. ¡Infame!¡Monstruo! A ver, ¿qué dinero llevas enlos bolsillos? ¿Qué traje es éste? ¿Qué hashecho del tuyo? ¿Qué es del dinero?¡Habla!
Se apresuró a registrarle. Lejos de oponerresistencia, Marmeladoff apartó ambosbrazos para facilitar el registro delos bolsillos. No llevaba encima ni unsolo kopek.
—¿Dónde está el dinero?—gritaba suesposa—. ¡Oh Dios mío! ¿Es posibleque se lo haya bebido todo? ¡Doce rublosque había en el cofre!...
Acometida de un acceso de rabia agarróa su marido por los cabellos y lo arrastróviolentamente a la sala. No se desmintióla paciencia de Marmeladoff: el hombresiguió dócilmente a su mujer arrastrándosede rodillas tras de ella.
—¡Si me da gusto, si no es un dolorpara mí!—gritaba, dirigiéndose a suacompañante, mientras Catalina Ivanovnale zarandeaba con fuerza la cabeza;una de las veces le hizo dar con la frenteun porrazo en el suelo.
La niña, que dormía, se despertó, y seechó a llorar. El muchacho, de pie enuno de los ángulos de la habitación, nopudo soportar este espectáculo, empezóa temblar y a dar gritos y se lanzó haciasu hermana; el espanto casi le produjoconvulsiones. La niña mayor temblabacomo la hoja en el árbol.
—¡Se lo ha bebido todo; se lo ha bebidotodo!—vociferaba Catalina Ivanovnaen el colmo de la desesperación—.¡Ni siquiera conserva el traje!... ¡Y tienenhambre, tienen hambre!—repetíaretorciéndose las manos y señalando alos niños—. ¡Oh vida tres veces maldita!¿Y a usted cómo no le da vergüenza devenir aquí al salir de la taberna?—añadióvolviéndose bruscamente hacia Raskolnikoff—.Has estado allí bebiendo conél, ¿no es eso? ¿Has estado allí bebiendocon él?... ¡Vete, vete!...
El joven no esperó a que se lo repitie[17]sen,y se retiraba sin decir una palabra,en el momento que la puerta interior seabría de par en par y aparecían en el umbralmuchos curiosos de mirada desvergonzaday burlona. Llevaban todos elgorro y fumaban unos en pipa y otros cigarrillos.Vestían los unos trajes de dormir,e iban otros tan ligeros de ropa querayaba en la indecencia; algunos no habíandejado los naipes para salir. Lo quemás les divertía era oír a Marmeladoff,arrastrado por los cabellos, gritar queaquello le daba gusto.
Empezaban ya los inquilinos a invadirla habitación, cuando de repente seoyó una voz irritada; era Amalia Ludvigovnaen persona que, abriéndose pasoa través del grupo, venía para restablecerel orden a su manera. Por centésimavez manifestó a la pobre mujer que teníaque dejar el cuarto al día siguiente.
Como es de suponer, esta despedidafué dada en términos insultantes. Raskolnikoffllevaba encima el resto del rubloque había cambiado en la taberna. Antesde salir tomó del bolsillo un puñado decobres y, sin ser visto, puso las monedasen la repisa de la ventana; pero antes debajar la escalera se arrepintió de su generosidad,y poco faltó para que subiesede nuevo a casa de Marmeladoff.
—¡Valiente tontería he hecho!—pensaba—.Ellos cuentan con Sonia, pero yono cuento con nadie—. Reflexionó, sinembargo, que no podía recobrar su dineroy que aunque pudiese, no lo haría.Después de esta reflexión prosiguió sucamino—. Le hace falta pomada a Sonia—continuódiciéndose con burlonasonrisa, andando ya por la calle—. Laelegancia cuesta dinero... ¡Hum! Segúnse ve Sonia no ha sido muy afortunadahoy. La caza del hombre es como la cazade los animales silvestres; se corre elpeligro de volverse uno a casa de vacío.De seguro que mañana lo pasarían malsin mi dinero... ¡Ah! ¡Sí, Sonia! ¡La verdades que han encontrado en ella buenavaca de leche!... Y se aprovechan bien.Esto no les preocupaba nada; se hanacostumbrado ya a ello. Al principio lloriquearonun poco; después se han habituado.¡El hombre es cobarde y se hace atodo!
Raskolnikoff se quedó pensativo.
—¡Pues bien; si he mentido—exclamó—,si el hombre no es necesariamenteun cobarde, debe atropellar todos lostemores y todos los prejuicios que le detienen!
Tarde era cuando al día siguiente sedespertó tras de un sueño agitado queno le devolvió las fuerzas y aumentó, deconsiguiente, su mal humor. Paseó su miradapor el aposento con ojos irritados.Aquel cuartito, de seis pies de largo,ofrecía un aspecto muy lastimoso con elempapelado amarillento lleno de polvoy destrozado; además era tan bajo, queun hombre de elevada estatura corríapeligro de chocar con el techo. El mobiliarioestaba en armonía con el local; tressillas viejas más o menos desvencijadas;en un rincón, una mesa de madera pintada,en la cual había libros y cuadernoscubiertos de polvo, prueba evidente deque no se había puesto mano en ellos durantemucho tiempo, y en fin, un grandey feísimo sofá, cuya tela estaba hecha pedazos.
Este sofá, que ocupaba casi la mitadde la habitación, servía de lecho a Raskolnikoff.El joven se acostaba a menudoallí vestido y sin mantas; se echaba encima,a guisa de colcha, su viejo capotede estudiante, y convertía en almohadaun cojín pequeño, bajo el cual ponía, paralevantarlo, toda su ropa, limpia o sucia.Delante del sofá había una mesita.
La misantropía de Raskolnikoff armonizabamuy bien con el desaseo de sutugurio. Sentía tal aversión a todo rostrohumano, que solamente el ver la criadaencargada de asear el cuarto la exasperaba.Suele ocurrir esto a algunos monómanospreocupados por una idea fija.
Quince días hacía que la patrona habíacortado los víveres a su pupilo y aéste no se le había ocurrido tener unaexplicación con ella.
En cuanto a Anastasia, cocinera y únicasirvienta de la casa, no le molestabaver al pupilo en aquella disposición deánimo, puesto que así éste daba menosque hacer; había cesado por completo de[18]arreglar el cuarto de Raskolnikoff y desacudir el polvo. A lo sumo, venía unavez cada ocho días a dar una escobada.En el momento de entrar la criada el jovendespertó.
—Levántate. ¿Qué te pasa para dormirasí? Son las nueve; te traigo te, ¿quieresuna taza? ¡Huy qué cara! ¡Parecesun cadáver!
El inquilino abrió los ojos, se desperezóy, reconociendo a Anastasia, le preguntó,haciendo un penoso esfuerzo para levantarse.
—¿Me lo envía la patrona?
—No hay cuidado que se le ocurra semejantecosa.
La sirvienta colocó delante del jovensu propia tetera y puso en la mesa dosterroncitos de azúcar morena.
—Anastasia, toma este dinero—dijoRaskolnikoff sacando del bolsillo unasmonedas de cobre (también se había acostadovestido)—, y haz el favor de ir abuscarme un panecillo blanco. Pásatepor la salchichería y tráete un poco deembutido barato.
—En seguida te traeré el panecillo; peroen lugar de salchicha, ¿no sería mejorque tomases un poco dechatchi? Sehizo ayer y está muy rico. Te guardé unpoco... pero como te retiraste tan tarde...Está muy bueno.
Fué a buscar elchatchi, y cuando Raskolnikoffse puso a comer, la sirvientase sentó a su lado, en el sofá, y empezóa charlar como lo que era, como una campesina.
—Praskovia Pavlona quiere dar partea la policía.
El rostro del joven se alteró.
—¡A la policía! ¿Por qué?
—Porque no le pagas ni quieres irte.Ahí tienes el por qué.
—¡Demonio, no me faltaba más queesto!—dijo entre dientes—. No podría hacerloen peor hora para mí... Esa mujeres tonta—añadió en alta voz—. Iré averla y le hablaré.
—Como tonta, lo es ella y lo soy yo.Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué teestás así tendido como un asno? ¿Cómoes que no tienes nunca dinero? Según heoído decir, antes dabas lecciones. ¿Porqué ahora no haces nada?
—Sí que hago—respondió secamentey como a pesar suyo Raskolnikoff.
—¿Qué es lo que haces?
—Cierto trabajo...
—¿Qué trabajo?
—Medito—respondió seriamente despuésde una pausa.
Anastasia se echó a reír.
Tenía el carácter alegre; pero cuandose reía, era con risa estrepitosa que sacudíatodo su cuerpo y acababa por hacerledaño.
—¿Y el pensar te proporciona muchodinero?—preguntó cuando pudo hablar.
—No se puede ir a dar lecciones cuandono tiene uno botas que ponerse. Además,desprecio ese dinero.
—Quizás algún día te pese.
—Para lo que se gana dando lecciones...¿Qué se puede hacer con unoscuantos kopeks?—siguió diciendo contono agrio y dirigiéndose más bien a símismo que a su interlocutora.
—¿De modo que deseas adquirir degolpe la fortuna?
Raskolnikoff la miró con aire extraño,y guardó silencio durante algunos momentos.
—Sí, una fortuna—dijo luego con energía.
—¿Sabes que me das miedo? ¡Eres terrible!¿Voy a buscarte el panecillo?
—Como quieras.
—¡Oh, se me olvidaba! Han traídouna carta para ti.
—¡Una carta para mí! ¿De quién?
—No sé de quien; le he dado al carterotres kopeks de mi bolsillo. He hechobien, ¿no es cierto?
—¡Tráela, por amor de Dios, tráela!—exclamóRaskolnikoff muy agitado—.¡Señor!
Un minuto después la carta estaba ensus manos.
No se había engañado; era de su madre,y traía el sello del gobierno de R... Al recibirla,no pudo menos de palidecer; hacíalargo tiempo que no tenía noticiasde los suyos; otra cosa, además, le oprimíaviolentamente el corazón en aquelmomento.
—Anastasia, haz el favor de irte; ahítienes tus tres kopeks; pero, ¡por amorde Dios!, vete en seguida.
[19]La carta temblaba en sus manos; noquería abrirla en presencia de Anastasia,y esperó, para comenzar la lectura, aque la criada se marchase. Cuando sequedó solo, llevó vivamente el papel asus labios y lo besó. Después se puso acontemplar atentamente la dirección reconociendolos caracteres trazados poruna mano querida: era la letra fina e inclinadade su madre, la cual habíale enseñadoa leer y escribir. Vacilaba comosi experimentase cierto temor. Al fin rompióel sobre, la carta era muy larga: doshojas de papel comercial escritas por amboslados.
«Mi querido Rodia—decíale su madre—.Dos meses ha que no te escribo,y esto me hace sufrir hasta el punto dequitarme el sueño. Pero, ¿verdad que túme perdonas mi silencio involuntario?Tú sabes cuánto te quiero. Dunia y yono tenemos a nadie más que a ti en elmundo; tú lo eres todo para nosotras,nuestra esperanza, nuestra felicidad enel porvenir. No puedes imaginarte loque he sufrido al saber que, al cabo demuchos meses, has tenido que dejar laUniversidad, por carecer de medios deexistencia, y que no tenías ni lecciones,ni recursos de ninguna especie.
»¡Cómo ayudarte con mis ciento veinterublos de pensión al año! Los quincerublos que te mandé hace cuatro meses,se los pedí prestados, como sabes,a un comerciante de nuestra ciudad, aAnastasio Ivanovitch Vakrutchin. Esun hombre excelente y un amigo de tupadre. Pero habiéndole dado poderespara cobrar mi pensión a mi nombre, nopodía mandarte nada más antes de quese reembolsara de lo que me había prestado.
»Ahora, gracias a Dios, creo que podréenviarte algún dinero; por lo demás, meapresuro a decirte que estamos en el casode felicitarnos por nuestra fortuna. Enprimer lugar, una cosa que de seguro tesorprenderá: tu hermana vive conmigodesde hace seis semanas y ya no se separaráde mi lado. ¡Pobre hija mía! al finacabaron sus tormentos; pero procedamoscon orden, pues quiero que sepas cómoha pasado todo y lo que hasta aquí tehabíamos ocultado.
»Hace dos meses me escribías que habíasoído hablar de la triste situación enque se hallaba Dunia respecto a la familiaSvidrigailoff y me pedías noticiassobre este asunto. ¿Qué podía responderteyo? Si te hubiese puesto al corrientede los hechos, lo habrías dejado todo paravenir aquí, aunque hubiera sido a pie,porque con tu carácter y tus sentimientosno habrías dejado que insultasen a tuhermana. Yo estaba desesperada; ¿peroqué hacer? Tampoco conocía entoncestoda la verdad. Lo malo era que Dunetchka[6],que entró el año último como institutrizen esta casa, había recibido adelantadoscien rublos, que había de pagarpor medio de un descuento mensual sobresus honorarios; por esta razón hatenido que desempeñar su cargo hastala extinción de la deuda.
»Esta cantidad (ahora puedo ya decírtelo,querido Rodia) se había pedidopara enviarte los sesenta rublos que tantonecesitabas, y que recibiste el año pasado.Te engañamos entonces escribiéndoteque aquel dinero provenía de antiguaseconomías reunidas por Dunetchka.No era verdad; ahora te lo confieso; porqueDios ha permitido que las cosas tomenrepentinamente mejor rumbo y tambiénpara que sepas lo mucho que tequiere Dunia y el hermoso corazón quetiene.
»El hecho es que el señor Svidrigailoffcomenzó por mostrarse grosero con ella;en la mesa no cesaba de molestarla condescortesías y sarcasmos... mas, ¿paraqué extenderme en penosos pormenores,que no servirían más que para irritarteinútilmente, puesto que todo ello ha pasadoya? En suma, aunque tratada conmuchos miramientos y bondad por MarfaPetrovna, la mujer de Svidrigailoff,y por las otras personas de la casa, Dunetchkasufría mucho, sobre todo cuandoSvidrigailoff, que ha adquirido en el regimientola costumbre de beber, estababajo la influencia de Baco. Menos mal sitodo se hubiera limitado a esto... Perofigúrate tú que, bajo apariencias de despreciohacia tu hermana, este insensatoocultaba una verdadera pasión por Dunia.
[20]»Al fin se quitó la máscara; quiero decir,que hizo a Dunetchka proposicionesdeshonrosas: trató de seducirla con diversaspromesas declarándole que estabadispuesto a abandonar su familia eirse a vivir con Dunia en otra ciudad o enel extranjero. ¡Figúrate los sufrimientosde tu pobre hermana! No solamente lacuestión pecuniaria, de la cual te he hablado,le impedía dejar inmediatamenteel empleo, sino que además temía, procediendode este modo, despertar las sospechasde Marfa Petrovna e introducirla discordia en la familia.
»El desenlace llegó de improviso. MarfaPetrovna sorprendió inopinadamentea su marido en el jardín, en el momentoen que aquél, con sus instancias, asediabaa Dunia, y entendiendo mal la situación,atribuyó todo lo que sucedía a lapobre muchacha. Hubo entre ellos unaescena terrible. La señora Svidrigailoff noquiso avenirse a razones; estuvo gritandodurante una hora contra su supuestarival; se olvidó de sí misma, hasta pegarla,y, finalmente, la envió a mi casaen la carreta de un campesino, sin dejarletiempo aun para hacer la maleta.
»Todos los objetos de Dunia, ropablanca, vestidos, etc., fueron metidosrevueltos en la telega[7]. Llovía a cántaros,y, después de haber sufrido aquellosinsultos, tuvo Dunia que caminardiez y siete verstas en compañía de unmujik[8], en un carro sin toldo. Consideraahora qué había de escribirte, encontestación a la carta tuya de hace dosmeses. Estaba desesperada; no me atrevíaa decirte la verdad, porque te habríacausado una pena hondísima e irritadosobremanera. Además, Dunia me lo habíaprohibido. Escribirte para llenar micarta de futesas, te aseguro que era cosaque no me sentía capaz de hacer, teniendocomo tenía el corazón angustiado. Acontinuación de este suceso, fuimos duranteun mes largo la comidilla del pueblo,hasta el extremo de que Dunia y yono podíamos ir a la iglesia sin oír lo que,al pasar nosotras, murmuraba la gentecon aire despreciativo.
»Todo ello por culpa de Marfa Petrovna,la cual había ido difamando a Duniapor todas partes. Conocía a mucha genteen el pueblo, y durante ese mes veníaaquí diariamente. Como además es unpoco charlatana y le gusta tanto hablarmal de su marido, pronto propaló la historia,no sólo por el pueblo, sino por todoel distrito. Mi salud no resistió; peroDunetchka se mostró más fuerte: lejosde abatirse ante la calumnia, ella eraquien me consolaba esforzándose en darmevalor. ¡Si la hubieses visto! ¡Es unángel!
»La misericordia divina ha puesto fina nuestros infortunios. El señor Svidrigailoffreflexionó, sin duda, y compadecidode la joven a quien hubo antes decomprometer, puso ante los ojos de MarfaPetrovna pruebas convincentes de la inocenciade Dunia. Svidrigailoff conservabauna carta que, antes de la escena deljardín, mi hija se vió obligada a escribirle,rehusándole una cita que él le habíapedido. En esta carta Dunia le echabaen cara la indignidad de su conductarespecto a su mujer, le recordaba sus deberesde padre y esposo y, por último, lehacía ver la vileza de perseguir a una jovendesgraciada y sin defensa.
»Con esto no le quedó duda alguna aMarfa Petrovna de la inocencia de Dunetchka.Al día siguiente, que era domingo,vino a nuestra casa, y después decontárselo todo, abrazó a Dunia y le pidióperdón llorando. Después recorrióel pueblo, casa por casa, y en todas partesrindió espléndido homenaje a la honradezde Dunetchka y a la nobleza desus sentimientos y conducta. No contentándosecon esto, enseñaba a todo elmundo y leía en alta voz la carta autógrafade Dunia a Svidrigailoff; hizo ademássacar de ella muchas copias (lo queya me parece excesivo). Como ves, harehabilitado por completo a Dunetchka,mientras el marido de Marfa Petrovnasale de esta aventura cubierto de imborrabledeshonor. No puedo menos decompadecer a ese loco, tan severamentecastigado.
»Has de saber, Rodia, que se ha presentadopara tu hermana un partido, yque ella ha dado su consentimiento, cosa[21]que me apresuro a comunicarte. Tú nosperdonarás a Dunia y a mí el haber tomadoesta resolución sin consultarte,cuando sepas que el asunto no admitíadilaciones y que era imposible esperar,para responder, a que tú nos contestaras.Por otra parte, no estando aquí, no podíasjuzgar con conocimiento de causa.
»Te diré cómo ha pasado todo. El novio,Pedro Petrovitch Ludjin, un consejerode la Corte de Apelación, es pariente lejanode Marfa Petrovna, la cual se ha tomadomucho interés por nosotros en estaocasión. Ella fué quien le presentó ennuestra casa. Le recibimos convenientemente,tomó café con nosotras, y al otrodía nos escribió una carta muy cortéspidiéndonos la mano de tu hermana y solicitandouna respuesta pronta y categórica.Es un hombre muy atareado; estáen vísperas de regresar a San Petersburgo,de manera que no puede perdertiempo.
»Naturalmente, nos quedamos asombradas,puesto que no esperábamos uncambio tan brusco en nuestra situación.Un día entero hemos estado examinandoel caso tu hermana y yo. Pedro Petrovitchestá en buena posición; desempeña doscargos y posee ya una considerable fortuna.Tiene, es cierto, cuarenta y cincoaños; pero su aspecto es agradable ypuede gustar a las mujeres. Es un hombremuy bueno; a mí me parece un pocofrío y altanero. Sin embargo, estas aparienciaspueden ser engañosas.
»Ya estás advertido, querido Rodia;cuando le veas en San Petersburgo, loque sucederá pronto, no le juzgues condemasiada ligereza, ni le condenes, sinapelación, como tienes por costumbre,si por acaso a primera vista te inspirapoca simpatía. Te digo esto por decírtelo,porque, en rigor, estoy persuadida de quete producirá buena impresión. Además,por regla general, para conocer a cualquieraes menester haberle tratado largo tiempoy observádole con cuidado; de lo contrariose incurre en errores que luego serectifican difícilmente.
»Pero en lo tocante a Pedro Petrovitch,todo hace creer que es una personamuy respetable; ya en su primera visitanos ha manifestado que está por lo«positivo». Sin embargo, ha dicho, sonsus propias palabras: «Participo en granparte de las ideas de las generacionesmodernas y soy enemigo de todos losprejuicios». Habló mucho más porque,según parece, es un tanto vanidoso y leenamoran sus frases; pero esto, en realidad,no constituye un grave defecto.
»Yo, es claro, no he comprendido grancosa de lo que ha hablado, por lo cualme limitaré a comunicarte la opinión deDunia: «Aunque de escasa instrucción—meha dicho—, es inteligente, y parecebueno». Conoces el carácter de tu hermana,Rodia; es una joven valerosa, sensata,paciente y magnánima, aunque sucorazón sea muy apasionado como he podidocomprobar. De seguro que no setrata ni por parte de él ni de ella de unmatrimonio por amor: pero Dunia no estan sólo una muchacha inteligente, sualma es de nobleza angelical, su maridoprocurará hacerla feliz, y ella considerarácomo un deber el corresponderle.
»Hombre de buen entendimiento PedroPetrovitch, debe comprender que lafelicidad de su esposa será la mejor garantíade la suya. Por ejemplo, me ha parecidoun poco seco; pero esto, sin duda,depende de su franqueza. En su segundavisita, cuando ya habíamos admitido sudemanda, nos ha dicho que, aun antesde conocer a Dunia, estaba resuelto a nocasarse más que con una joven honradapero sin dote, y que supiese qué es la pobreza.Según él, el hombre no debe sentirseobligado a su esposa; vale más queella vea en su marido un bienhechor.
»No son estas precisamente sus palabras;reconozco que se ha explicado entérminos más delicados; pero yo sólo recuerdoel sentido de sus frases. Por lo demás,ha hablado sin premeditación; evidentementela frase, se le ha escapado sinintención, y aun ha tratado de atenuarsu crudeza. Sin embargo, he encontradoun poco dura su manera de expresarse,y así se lo he dicho a Dunia. Pero ella meha contestado, con algo de mal humor,que las palabras no son más que palabras,y que, en último término, lo que él opinaes justo. Durante la noche que ha precedidoa su determinación, Dunetchkano ha podido conciliar el sueño. Creyén[22]domedormida se levantó de la cama parapasearse arriba y abajo de la alcoba. Porúltimo, se puso de rodillas y, después deuna larga y ferviente plegaria ante laimagen, me declaró al día siguiente porla mañana que había tomado su resolución.
»Te he dicho ya que Pedro Petrovitchdebía regresar inmediatamente a SanPetersburgo, donde le llamaban gravesintereses y donde quiere abrir su estudiode abogado. Desde hace tiempo se ocupaen asuntos de abogacía; acaba de ganaruna causa importante, y su viaje aSan Petersburgo es motivado por un negociode interés que se debe tratar en elSenado. En estas condiciones, hijo mío,está en camino de servirte mucho, y Duniay yo hemos pensado que podrás, bajosus auspicios, comenzar tu futura carrera.¡Ah, si esto se realizase!
»Tan ventajoso sería para ti, que habríaque atribuirlo a un favor especialde la divina Providencia.
»Dunia no piensa en otra cosa. Hemoshecho ya alguna indicación a Pedro Petrovitch,que se ha expresado con ciertareserva: «Sin duda, ha dicho, como yotengo necesidad de un secretario, mejorle confiaría este puesto a un pariente quea un extraño, con tal de que sea capaz dedesempeñarlo.» ¡Figúrate si serás tú capaz!A mí me ha parecido que teme quetus estudios universitarios te impidanocuparte en su bufete. Por esta vez laconversación no ha pasado adelante; peroDunia no tiene otra cosa en la cabeza; suimaginación, ya exaltada, te ve trabajandobajo la dirección de Pedro Petrovitch,y hasta asociado a sus negocios,tanto más, cuanto que sigues la mismacarrera suya; yo pienso lo mismo que ella,y sus proyectos para tu porvenir me parecenmuy realizables.
»A pesar de la respuesta evasiva dePedro Petrovitch, la cual se comprendeperfectamente, puesto que no te conoce,Dunia cuenta con su legítima influenciade esposa para arreglarlo todo en armoníacon nuestros comunes deseos. Huelgadecir que hemos procurado dar a entendera Pedro Petrovitch que tú podríasser, andando el tiempo, su socio. Es unhombre positivo, y acaso no hubiese miradocon buenos ojos lo que hasta ahorasólo le habrá parecido un sueño.
»Quiero también decirte una cosa, queridoRodia. Por ciertas razones, que nadatienen que ver con Pedro Petrovitch, yque quizá no sean más que rarezas devieja, creo que después de la boda deboseguir en mi casa, en vez de irme a vivircon ellos. No dudo que Pedro Petrovitchserá bastante atento y delicado para instarmea que no me separe de mi hija; sihasta ahora no me lo ha insinuado, essin duda porque cree que no se ha de hablarde una cosa que cae por su peso;pero yo tengo intención de rehusar.
»Si es posible, me estableceré cerca devosotros, porque te advierto, queridoRodia, que he guardado lo mejor para elfinal. Has de saber, hijo mío, que de aquía poco tiempo nos veremos, y podremosabrazarnos después de tres años de separación.Está decidido que Dunia y yovayamos a San Petersburgo. ¿Cuándo?No lo sé a punto fijo; pero será bien pronto,quizá dentro de ocho días. Todo dependede Pedro Petrovitch, que nos enviarásus instrucciones cuando haya arregladosus asuntos en ésa y apresuradola boda. A ser posible desea que el matrimoniose efectúe el carnaval, o a mástardar, después de la cuaresma de laAsunción. ¡Oh, con qué alegría te estrecharéentre mis brazos!
»Dunia está enajenada de júbilo antela idea de volver a verte; y me ha dichouna vez bromeando que, aunque no fuesemás que por esto, se casaría de buenagana con Pedro Petrovitch. ¡Es un ángel!No añade nada a esta carta, porque tendría,según ella, demasiadas cosas quecontarte, y, siendo esto así, no vale la penade escribirte unas cuantas líneas. Meencarga que te envíe cariñosísimos recuerdosde su parte. Aunque estamos envísperas de reunirnos, pienso, sin embargo,remitirte todo el dinero que pueda.En cuanto se ha sabido que Dunetchkaiba a casarse con Pedro Petrovitch, nuestrocrédito ha aumentado de un modoconsiderable, y sé, a ciencia cierta, queAnastasio Ivanovitch está dispuesto aadelantarme sobre mi pensión hasta 70rublos.
»Te mandaré, pues, dentro de unos[23]días 25 o 30 rublos. Te mandaría de buenagana mayor cantidad si no temieseque llegara a faltarme dinero para el viaje.Es verdad que Pedro Petrovitchtiene la bondad de encargarse de unaparte de nuestros gastos de viaje; asus expensas nos van a proporcionarun gran cajón para empaquetar nuestrosefectos; pero nosotros tenemos quepagar nuestros billetes, hasta San Petersburgo,y no es cosa de que lleguemosa esa capital sin ningún kopek.
»Dunia y yo lo hemos calculado todo;el viaje no nos saldrá muy caro. Desdenuestra casa al tren no hay más que noventaverstas, y hemos ajustado con uncampesino, conocido nuestro, que noslleve en su carro a la estación; en seguidanos meteremos muy satisfechas en uncoche de tercera. En resumen: despuésde echar mis cuentas, son 30 rublos, yno 25, los que voy a tener el placer deremitirte.
»Ahora, mi querido Rodia, te abrazo,esperando nuestra próxima entrevista,y te envío mi bendición maternal. Quieremucho a Dunia, a tu hermana. ¡OhRodia!, sabe que te quiere infinitamentemás que a sí misma; págala con el mismoafecto. Ella es un ángel, y tú lo eres todopara nosotras, toda nuestra esperanza,toda nuestra futura felicidad. Con talque tú seas dichoso, lo seremos nosotras.
»Adiós, o más bien, hasta la vista. Tebeso mil veces.
»Tuya hasta la muerte.
Durante la lectura de esta carta se lesaltaron varias veces las lágrimas al joven;pero cuando la hubo terminado sedibujó en su rostro, pálido y convulsivo,una amarga sonrisa. Apoyando la cabezasobre su nauseabundo cojín, permaneciópensativo durante largo tiempo. Latíaleel corazón con fuerza y sus ideas seconfundían. Por último, se sintió como sofocadoen aquel cuartucho amarillentoque parecía un armario o un baúl. Suser físico y moral tenía necesidad deespacio.
Tomó el sombrero y salió, sin temoresta vez a encontrar a nadie en la escalera.No pensaba en la patrona. Se dirigióhacia la plaza de Basilio Ostroff porla perspectiva V***. Andaba rápidamentecomo el que tiene que atender a muchosnegocios importantes a la vez; pero,según costumbre, no se fijaba en nadie,murmuraba para sí y aunmonologueabaen alta voz, lo que asombraba a los paseantes.Algunos lo creían borracho.
La carta de su madre le había impresionadoextraordinariamente; pero el asuntoprincipal de ella no le hizo vacilar niun momento. Desde el primer instante,aun antes de acabar de leerla, tenía tomadaya su resolución.
«En tanto que yo viva no se celebraráeste matrimonio; que se vaya al diabloel señor Ludjin.
»¡La cosa está bien clara!—murmurabasonriendo, con aire de triunfo comosi tuviese la clave de lo sucedido—. ¡No,madre; no, Dunia! ¡no lograréis engañarme!...¡Y todavía se disculpan de no habermepedido mi opinión, y por haberresuelto el asunto sin mí! ¡Ya lo creo,suponen que no es posible romper launión proyectada! ¡Eso ya lo veremos!¿Y qué razón es la que alegan? «PedroPetrovitch es un hombre tan ocupado,que sólo puede casarse a toda prisa.»
»No, Dunetchka, no; lo adivino todo.Sé lo que querías comunicarme, sé tambiénlo que pensabas durante toda la nocheque has pasado paseándote por tu habitacióno rezando a Nuestra Señora de Kazán,cuya imagen está en la alcoba de nuestramadre. ¡Qué penosa es la subida del Gólgota!...¡Oh!... Está bien combinado; tecasas con un hombre de negocios, muypráctico y que posee ya un capital (locual es de tenerse muy en cuenta), quetiene dos empleos y que participa, segúnmamá, de las ideas de las modernas generaciones.Dunetchka misma observaque le «parece» bueno; ¡eseparece es muysignificativo! Bajo la fe de una apariencia,Dunetchka va a casarse con él...¡Admirable!... ¡Admirable!...
»Me gustaría saber por qué mi madreha hablado en su carta de las «generacionesmodernas». ¿Es sencillamente paracaracterizar el personaje, o ha sido con ob[24]jetode captar mis simpatías para el señorLudjin? ¡Vaya una estratagema! Hayuna circunstancia que desearía esclarecer.¿Hasta qué punto han sido francas,durante el día y la noche que precedierona la resolución de Dunetchka? ¿Huboentre ellas una explicación formal, o secomprendieron mutuamente sin tenercasi necesidad de cambiar sus ideas? Ajuzgar por la carta, me inclinaría más bienhacia esta última suposición: mi madre leha encontrado un poco seco, y en su candidez,ha comunicado su observación aDunia. Pero ésta, naturalmente, se haenfadado y respondió demal humor.
»¡Lo comprendo! desde el momento enque la decisión estaba tomada, no habíaque volver sobre ella; la advertencia demi madre era, por lo menos, inútil. ¿Ypor qué me escribe diciéndome: «quierea Dunia, ¡oh Rodia!, porque ella te quieremás que a sí misma»? ¿Le remorderíala conciencia por haber sacrificado suhija a su hijo? «Tú eres nuestra felicidaden el porvenir, tú lo eres todo para nosotras.»¡Oh madre mía!...
Por instantes aumentaba la indignaciónde Raskolnikoff, y si entonces hubieraencontrado al señor Ludjin, probablementele habría matado.
—Es verdad—continuó, siguiendo elvuelo de los pensamientos que le hervíanen la cabeza—; «es verdad que, paraconocer a cualquiera, es preciso haberletratado largamente y observádole concuidado.» ¡Pero el señor Ludjin no es difícilde descifrar! Ante todo, es un hombrede negocios yparece bueno. Aquellode «quiero proporcionaros un gran cajón»es verdaderamente chusco. ¿Cómodudar, en vista de este rasgo tan rumboso,de su bondad? Su futura y su suegravan a ponerse en camino en el carro deun campesino sin más defensa contra lalluvia que un mal toldo... ¡Qué importa!el trayecto hasta la estación no es másque de noventa verstas; «en seguida entraremosen un coche de tercera», pararecorrer mil verstas; tiene razón; es precisocortar el traje según la tela; pero usted,señor Ludjin, ¿en qué piensa usted?Vamos a ver, ¿no se trata de su futuraesposa? ¿Y cómo puede usted ignorarque para emprender semejante viajetiene la madre que tomar un préstamo sobresu pensión? Sin duda, con el espíritumercantil que usted posee, ha consideradoque esta boda es un negocio amedias, y que, por consiguiente, cadaasociado debe suministrar la parte que lecorresponde; pero usted ha arrimado demasiadoel ascua a su sardina; no hay paridadentre lo que cuesta un cajón y loque cuesta el viaje.
»¿Es que no se hacen cargo de estascosas, o que fingen no verlo? Lo ciertoes que parecen contentas. Sin embargo,¿qué frutos pueden esperarse de talesflores? Lo que me irrita en ese extrañosujeto, es más la tacañería que su proceder:el amante da señal de lo que será elmarido. Y mamá, que tira el dinero porla ventana, ¿con qué llegará a San Petersburgo?Con tres rublos o tres billetitos,como decía aquella vieja... ¡Hum!¿Con qué recursos cuenta para viviraquí? Por ciertos indicios, ha comprendidoque después del matrimonio no podrávivir con Dunia. Alguna palabra sele haescapado a ese amable señor, queha sido sin duda un rayo de luz para mimadre, aunque ella se esfuerce en cerrarlos ojos a la evidencia.
«Tengo intención de rehusar»—me dice—;pero entonces, ¿con qué medios deexistencia cuenta? ¿Con los 120 rublosde pensión, de los cuales será preciso descontarla suma prestada por AnastasioIvanovitch? Allá en nuestro pueblo, mipobre madre se quema los ojos haciendotoquillas de punto de lana y bordandomangas. Pero este trabajo no le da másque 20 rublos al año. Luego, a pesar detodo, pone su esperanza en los sentimientosgenerosos del señor Ludjin. «Meinstará a que no me separe de mi hija.»¡Sí, fíate!
»Pase por mamá; ella es así; es su modode ser; pero, ¿y Dunia?
»Es posible que no comprenda a esehombre. ¡Y consiente en casarse con él!Yo sé que ama mil veces más la libertadde su alma que el bienestar material.Antes que renunciar a ella, comería pannegro con un sorbo de agua; no la daríapor todo el Slesvig-Holstein, cuanto máspor el señor Ludjin. No, la Dunia que yoconozco no es capaz de eso, y de seguro[25]no ha cambiado. ¿Qué quiere decir entonces?Penoso es vivir en casa de losSvidrigailoff, andar rondando de provinciaen provincia, pasar toda la vida dandolecciones que producen al año 200 rublos;eso es muy duro, ciertamente; sinembargo, yo sé que mi hermana iría atrabajar a casa de un plantador de Américao a la de un alemán de Lituania, antesque envilecerse, encadenando por purointerés personal su existencia a la deun hombre a quien no estima y conquien no tiene nada de común. Cargadode oro puro y de diamantes podríaestar el señor Ludjin, y mi hermana noconsentiría en ser la manceba legítimade ese hombre. Y siendo esto así, ¿porqué se ha resuelto a casarse? ¿Cuál es laclave de este enigma? La cosa es bastanteclara; para procurarse a sí misma unaposición, ni siquiera para librarse de lamuerte, no se vendería jamás; pero lohace por un ser querido, adorado. Estaes la explicación de todo el misterio: sevende por su madre, se vende por su hermano.¡Y lo vende todo! Eso es, violentemosnuestro sentimiento moral, pongamosen público mercado nuestra libertad,nuestro reposo, nuestra mismaconciencia, todo, todo... ¡Perezca nuestravida, con tal de que los seres queridossean felices! Hagamos más todavía, imitemosla casuística sutil de los jesuítas,transijamos con nuestros escrúpulos ypersuadámonos de que es preciso procederde este modo, que la excelencia delfin justifica los medios. Ved aquí cómosomos... esto es claro como la luz. Es evidenteque en el primer término se encuentraRodión Romanovitch Raskolnikoff.Hay que asegurarle la felicidad,suministrarle medios para terminar susestudios universitarios, que llegue a serel socio de Ludjin, que alcance, si es posible,la fortuna, el renombre y la gloria.¿Y la madre? Ella no ve más que a suhijo, a su primogénito. ¿Cómo no ha desacrificar su hija a este hijo, objeto de suspredilecciones? ¡Corazones tiernos, peroinjustos!
»¡Oh! es la suerte de Sonetchka la queaceptáis... Sonetchka Marmeladoff, laeterna Sonetchka, que durará tanto comoel mundo. ¿Habéis medido bien las dosla extensión de vuestro sacrificio? ¿Sabestú, Dunetchka, hermana mía, quevivir con el señor Ludjin es ponerse alnivel de Sonetchka? «En este matrimoniono puede haber amor», escribe mimadre. Pues bien, si no puede haberamor ni estimación, sino, por el contrario,disgusto, repulsión y alejamiento,¿en qué se diferencia este enlace delconcubinato o de la prostitución? Másdisculpable sería aún Sonetchka, puestoque ella se ha vendido no para procurarseel bienestar, sino porque veíala miseria y el hambre, el hambre verdaderallamar a la puerta de su casa.
»Y si llega el momento de que el pesosea superior a vuestras fuerzas, si os arrepentísde lo que habéis hecho, ¡qué dolores,qué de maldiciones, qué de lágrimassecretamente vertidas, porque vosotrasno sois como Marfa Petrovna! ¿Qué seríade vuestra madre cuando viese ciertascosas que yo preveo? Ahora está inquieta,atormentada, pero, ¿qué será cuandovea las cosas tal como son en realidad?¿Y yo? ¿Por qué habéis pensado en mí?Yo no acepto tu sacrificio, Dunetchka,no lo acepto. Mientras yo viva, no se celebraráesa boda.»
Se detuvo, quedándose como ensimismado.
—¡Que no se celebrará! ¿Qué puedeshacer tú para impedirlo? ¿Oponer tuveto? ¿Con qué derecho podrías hacerlo?¿Qué podrías ofrecer por tu parte? ¿Lesprometerías consagrarles toda tu vida,todo tu porvenir,cuando hayas terminadotus estudios y encontrado una colocación?Eso es lo futuro, y aquí se trata dehacer algo por el presente. ¿Y qué es loque ahora haces? ¡Arruinarlas! ¡Obligasa una a pedir prestado sobre una pensióny a la otra a solicitar un anticipo,sobre su sueldo, a los Svidrigailoff! Sopretexto de que puedes llegar a ser millonario,pretendes disponer despóticamentede su suerte; pero, ¿puedes, en laactualidad, atender a sus necesidades?Tal vez podrás hacerlo cuando hayantranscurrido diez años; pero entoncestu madre habráse quedado ciega a fuerzade trabajar y llorar, y las privacioneshabrán destruído su salud. ¿Y tu hermana?Vamos, Rodión, recapacita sobre los[26]peligros que las amenazan durante estosdiez años.
Experimentaba cierto punzante placeral hacerse estas dolorosas preguntasque, en rigor, no eran nuevas para él.Desde hacía tiempo le atormentaban incesantementeexigiéndole con imperiorespuestas que él no encontraba. La cartade su madre acababa de herirle comoun rayo. Comprendía que era pasado yael tiempo de las lamentaciones estériles,que no trataba ya de razonar sino de haceralgo inmediatamente, costase lo quecostase; era preciso tomar una resolucióncualquiera.
—¡O renunciar a la vida—exclamó—aceptandoel destino tal cual es, sofocandoen mi alma todas mis aspiraciones,abdicando definitivamente mi derechoa ser, a vivir, a amar!
Rodión se acordó de repente de laspalabras dichas el día antes por Marmeladoff:«¿Comprende usted, comprendeusted, señor, lo que significa esta frase:No tener ya adónde ir?»
Acababa de presentarse ante su espírituun pensamiento que también se lehabía ocurrido la víspera, y se estremeció.No era el retorno de este pensamiento loque le hacía temblar, pues ya sabía quehabía de volver y lo esperaba, sino queesta idea no era exactamente igual a lade la víspera y consistía la diferenciaen lo siguiente: lo que un mes antes, yaun el día antes, no era más que un sueño,surgía entonces bajo una nueva formaespantosa, desconocida. El joven teníaconciencia de este cambio... Sentía comoun zumbido en el cerebro y una nube lecubría los ojos.
Se apresuró a mirar en torno suyo,como si buscase algo. Sentía ganas desentarse, y lo que buscaba era un banco.Se encontraba entonces en la avenida deK***. A cien pasos de distancia, en efecto,había un banco. Apresuró el pasocuanto pudo, pero durante el breve trayectole ocurrió un incidente, que durantealgunos momentos, ocupó por completosu atención. En tanto que miraba haciael banco, reparó en una mujer que caminabaa veinte pasos de él. Al prontono puso más atención en ella que en losdiferentes objetos que encontró al paso.Le ocurría muchas veces volver a su casasin acordarse del camino recorrido.Andaba de ordinario sin ver nada. Peroen aquella mujer se notaba algo tan extrañoa primera vista, que Raskolnikoffno pudo menos de advertirlo.
Poco a poco, a la sorpresa sucedió unacuriosidad, contra la cual trató al prontode luchar, pero que acabó por ser másfuerte que su voluntad. Le entró de repenteel deseo de saber qué era lo que habíade extraño en la mujer aquella. Segúntodas las apariencias, debía ser muyjoven. A pesar del calor, iba sin nada enla cabeza, sin sombrilla y sin guantes,moviendo los brazos de una manera ridícula.Llevaba al cuello un pañolito pequeñoy un vestido ligero, de seda, puestode una manera singular, mal abrochadoy desgarrado por detrás, cerca de lacintura. Un pedazo flotaba a derecha eizquierda. Para colmo de rareza, la joven,muy poco firme, andaba haciendoeses. Este recuerdo acabó de excitar todala curiosidad de Raskolnikoff, el cual sereunió con la joven en el momento queésta llegaba al banco. La muchacha setendió más bien que se sentó, puso la cabezaen el respaldo y cerró los ojos comouna persona quebrantada por la fatiga.Al examinarla, comprendió Raskolnikoffque estaba embriagada, y la cosale pareció tan extraña, que no podía darcrédito a sus propios ojos. Tenía ante éluna carita casi infantil que apenas representabadiez y seis años, quizá solamentequince. Aquella cara, rodeada decabellos rubios, era muy linda pero estabacomo arrebatada y un poco hinchada.Parecía que la joven no tenía concienciade sus actos. Estaba con las piernas cruzadasuna sobre la otra en actitud muypoco decorosa, y todos los indicios hacíansuponer que no se daba cuenta dellugar donde se hallaba.
Raskolnikoff no se sentaba ni queríairse, y permanecía en pie frente a ella,sin saber qué resolver. Era más de la unay hacía un calor insoportable; así es quela avenida, que a otras horas suele estarmuy concurrida, estaba casi desierta.Sin embargo, a quince pasos de distanciase mantenía apartado, en la cuneta delpaseo, un señor que evidentemente desea[27]baaproximarse a la joven con ciertasintenciones. También, sin duda, la habíavisto de lejos y puéstose a seguirla; perola presencia de Raskolnikoff le embarazaba.Echaba, disimuladamente, es verdad,miradas irritadas a este último yesperaba con impaciencia el momentoen que aquel «descamisado» le cedieseel puesto. Nada más claro. El tal caballero,vestido muy elegantemente, erade unos treinta años, grueso, fuerte, detez rojiza, de labios rosados y fino bigote.Raskolnikoff, invadido de violentacólera, y deseoso de insultarle, se apartóun instante de la joven y se aproximóal señor.
—¡Eh, Svidrigailoff!—exclamó el jovenapretando los puños y riendo sardónicamente,lo que hacía que los labiosse le cubriesen de espuma.
El elegante frunció las cejas, y su fisonomíatomó un aspecto de altanero estupor.
—¿Qué significa esto?—continuó conun tono despreciativo.
—Esto significa que es preciso que sevaya con la música a otra parte.
—¿Cómo te atreves, canalla...?
Y levantó el bastón; pero Raskolnikoff,con los puños cerrados, se lanzó sobreel grueso señor, sin pensar que éstehabría dado fácilmente cuenta de dosadversarios como él. Mas en aquel momentoalguien asió por detrás a Raskolnikoff:era un guardia que acertó a pasarcasualmente junto a ellos.
—¡Calma, señores; no se peguen ustedesen la vía pública! ¿Qué le pasa austed? ¿Quién es usted?—preguntó severamentea Raskolnikoff, fijándose ensu miserable aspecto.
Raskolnikoff miró con atención a quienle hablaba. El guardia, con sus bigotesblancos, tenía cara de soldado veterano;parecía, además, inteligente.
—De usted precisamente tenía necesidad—dijoel joven, y agarró por el brazoal guardia—. Soy un antiguo estudiante;me llamo Raskolnikoff. Usted puedetambién oírlo—añadió, dirigiéndose alcaballero—; venga usted conmigo—y,sin soltar al guardia, le llevó hasta elbanco—. Mire usted, esa joven se hallaen completo estado de embriaguez; haceun momento se paseaba por la avenida;es difícil averiguar su posición social;pero no parece mujer de vida alegre.Lo más probable es que la hayanemborrachado, y abusado de ella después...¿Comprende usted?... Luego, ebriacomo estaba, la han echado a la calle.Vea usted los jirones que tiene el traje;repare usted cómo lo lleva puesto; estajoven no se ha vestido por sí misma, lahan vestido manos inexpertas, seguramentemanos de hombre. Fíjese usted.Este buen señor, con quien quería agarrarmehace un momento, a quien noconozco, a quien veo por primera vez,advirtiendo que esta muchacha estáebria y que no tiene conciencia de nada,ha querido aprovecharse de su estado parallevarla Dios sabe adónde. Esté ustedseguro de que no le engaño; he visto cómola miraba y la seguía; pero comomi presencia le estropeaba la combinaciónesperaba que me marchase... Veausted cómo se ha separado de nosotros,y con qué aire de importancia hace uncigarrillo... ¿Cómo libraremos a esta jovende sus insidias? ¿De qué modo hacerque se vuelva a su casa? Piense ustedun poco en esto...
El guardia se hizo cargo inmediatamentede la situación y se puso a reflexionar.No había duda respecto a las intencionesdel caballero, pero quedabala muchacha. El soldado se inclinó haciaella para examinarla de cerca, y en susemblante se dibujó verdadera compasión.
—¡Ah, qué desgracia!—dijo moviendola cabeza—. Es todavía una niña. Deseguro se la ha tendido un lazo. Escuche,señorita; ¿dónde vive usted?
La joven levantó pesadamente los párpadosy miró a los dos hombres con expresiónimbécil e hizo un gesto comopara rechazarlos.
Raskolnikoff sacó del bolsillo veintekopeks.
—Tome usted—dijo al guardia—: tomeusted un coche y llévela a su casa. Sólofalta que nos dé su dirección.
—¡Señorita, eh, señorita!—dijo de nuevoel guardia, después de tomar el dinero—.Voy a buscar un coche, y yo mismola conduciré a usted a su casa. ¿Adón[28]dehay que llevarla? ¿Dónde vive usted?
—¡Oh Dios mío!... ¡Me prenden!—murmuróla joven con el mismo movimientode antes.
—¡Ah! ¡Qué ignominia! ¡Qué infamia!—dijoel soldado, sintiendo a la vez piedade indignación—. ¡Vaya un apuro!—añadiódirigiéndose a Raskolnikoff, aquien miró de nuevo de pies a cabeza.
Aquel desharrapado tan dispuesto adar dinero, le parecía enigmático.
—¿La ha encontrado usted muy lejosde aquí?—preguntó.
—Ya le he dicho que iba delante demí, por la avenida, tambaleándose. Apenasllegó a este banco, se dejó caer en él.
—¡Ah! ¡Qué infamias se cometen enel mundo, señor! ¡Tan joven... y borracha!¡La han engañado, de seguro! ¡Tienela ropa desgarrada!... ¡Oh, cuánto viciohay en el día!... Quizá sean sus padresnobles arruinados. ¡Hay tantos ahora!Parece una señorita de buena familia.
Acaso el guardia era padre de hijasbien educadas, a las cuales pidiera tomarsepor muchachas de buena familia.
—Lo esencial—dijo Raskolnikoff—esimpedir que caiga en las manos de esehombre. De fijo que el bribón no ha desistidode su propósito. ¡Allí sigue!
Al decir estas palabras, el joven levantóla voz e indicó con un ademán alcaballero. Este, al oír lo que de él se decía,hizo ademán de enfadarse; pero después,pensándolo mejor, se limitó a lanzara su enemigo una mirada despreciativay se alejó otros diez pasos, deteniéndosede nuevo.
—No, no se saldrá con la suya ese señor—respondiócon aire pensativo elguardia—; si dijese dónde vive... perono sabiéndolo... Señorita, ¡eh! señorita—añadiódirigiéndose otra vez a la joven.
De repente, la muchacha abrió losojos y miró atentamente, como si un rayode luz iluminase su espíritu. Se levantóy echó a andar en dirección opuestaa la que había llevado.
—¡Vaya con los sinvergüenzas! ¡quémanera de asediar a una!—dijo extendiendode nuevo el brazo como paraapartar a alguien.
Iba de prisa; pero con paso siemprepoco seguro. El elegante se puso a seguirla,aunque por el otro lado del paseo,sin perderla de vista.
—Esté usted tranquilo; repito que nose saldrá con la suya—dijo resueltamenteel guardia, y partió en seguimiento dela joven—. ¡Ah! ¡cuánto vicio hay ahora!—repitió,exhalando un suspiro.
En aquel momento debió operarse uncambio tan completo como repentino enel ánimo de Raskolnikoff, porque dirigiéndoseal guardia gritó:
—Escuche usted.
El interpelado se volvió.
—¡Déjela usted! ¿Por qué se ha demezclar usted en esto? ¡que se divierta(y señalaba al elegante) si quiere! A usted,¿qué más le da?
El soldado no comprendió este lenguaje,y miró asombrado a Raskolnikoff,que se echó a reír.
—¡Ea!—dijo el guardia agitando elbrazo.
Después se alejó detrás del señor elegantey de la muchacha. Probablementehabría tomado a Raskolnikoff por unloco o por algo peor.
—Se me ha llevado mis veinte kopeks—dijoéste con cólera cuando se quedósolo—. Luego el otro le dará también dinero,le abandonará la muchacha y asuntoconcluído... ¡Qué idea me ha dado amí de echármelas de bienhechor! ¿Puedoyo acaso ayudar a nadie? ¿Tengo derechoa ello? Que las gentes se devorenunas a otras, ¿qué debe importarme? ¿Ypor qué me he permitido regalarle losveinte kopeks? ¿Acaso eran míos?
A pesar de sus extrañas palabras,tenía el corazón angustiado. Se sentócomo anonadado en el banco. Sus pensamientoseran incoherentes. Le molestabaen aquel momento pensar en nada.Hubiera querido dormirse profundamente,olvidarlo todo, despertarse despuésy comenzar una nueva vida.
—¡Pobrecilla!—dijo contemplando elsitio donde poco antes había estado sentadala joven—. Cuando vuelva en sí llorará;su madre sabrá su aventura. Primerola zarandeará; después la dará latigazospara añadir la humillación a sudolor, y quizá la echará de casa... Y auncuando no la eche, cualquier Daría Frantzovnahusmeará la casa y la pobre mucha[29]chairá rodando de una parte a otra hastaque entre en el hospital, lo que no tardaráen suceder (siempre pasa lo mismoa las muchachas que hacen a escondidasesa vida, porque tienen madres muy honradas).Una vez curada, volverá a lasandadas; después otra vez al hospital...las tabernas... y otra vez al hospital... Alcabo de dos o tres años de esta vida, alos diez y ocho o a los diez y nueveaños, será un andrajo. ¡A cuántas quehan comenzado como ésta, he visto acabardel mismo modo! Pero, ¡bah! Esnecesario, se dice, que así suceda; es untanto por ciento anual, una prima deseguro público que debe ser pagada...para garantizar el reposo de las otras.¡Un tanto por ciento! ¡Qué lindas frases!¡encierran algo científico que tranquiliza!Cuando se dice «tanto por ciento»,no hay más que hablar; ya no hay paraqué preocuparse. Con otro nombre lacosa nos preocuparía más... ¿Quién sabesi Dunetchka no está comprendida en el«tanto por ciento» del año próximo, oquizás en el de este mismo año?
»Pero, ¿a dónde me proponía ir?—pensóde repente—. Es extraño. Al salir decasa tenía un propósito. Al acabar deleer la carta salí...
»¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Iba a la plazade Basilio Ostroff, a casa de Razumikin.Mas, ¿para qué? ¿Cómo se me ha ocurridola idea de visitar a Razumikin?»
No se comprendía él mismo. Razumikinera un condiscípulo suyo de Universidad.Es de advertir que, cuando Raskolnikoffasistía a las clases de Derechovivía muy aislado; no iba a casa de ningunode sus condiscípulos, ni recibía susvisitas. Estos, por su parte, le correspondíandel mismo modo. Jamás tomabaparte ni en las reuniones ni en las bromasde los estudiantes. Se le estimaba por suejemplar aplicación; era muy pobre, muyorgulloso y muy reservado; sus compañeroscreían que Raskolnikoff los mirabadesdeñosamente como si fueran chiquillos,o por lo menos seres muy inferioresa él en conocimientos, en ideas y endesarrollo intelectual.
No obstante, intimó bastante con Razumikin,o mejor dicho, se mostró conél de carácter menos cerrado que con losotros. Verdad es que el genio franco eirreflexivo de Razumikin inspiraba irresistibleconfianza. Era este joven en extremoalegre, expansivo y bueno hastala candidez, lo que no impedía que tuvieseotras cualidades serias. Sus compañerosmás inteligentes reconocían su méritoy todos le apreciaban. No tenía pelode tonto, aunque pareciese imbécil. Aprimera vista, llamaba su atención porsus cabellos negros, su rostro siempremal afeitado, su alta estatura y su excesivadelgadez.
Calavera en ocasiones, se le tenía porun Hércules. Una noche que recorría lascalles de San Petersburgo en compañíade algunos amigos, echó a rodar de unsolo puñetazo a un guardia municipalque tenía dos archines y doce vechoks[9].Podía hacer los mayores excesos de bebida,y observaba, cuando se lo proponía,la más estricta sobriedad. Si a vecescometía inexcusables locuras, procedíaotras con cordura ejemplar. Lo más notabledel carácter de Razumikin era quejamás se descorazonaba ni se dejaba abatirpor las contrariedades. Vivía en unaguardilla, soportando los horrores delfrío y del hambre, sin que por ello perdieraun momento su buen humor. Muypobre, reducido a procurarse lo necesariopara su subsistencia, encontraba medio deganarse, bien o mal, la vida, porque erasobradamente despreocupado y conocíauna porción de sitios en que le era posibleencontrar dinero, por supuesto, trabajando.
Pasó todo un invierno sin fuego; asegurabaque éste le agradaba sobremaneraporque se duerme mejor cuando se tienefrío. Ultimamente había tenido que dejarla Universidad por falta de recursos; peroconfiaba en reanudar en breve sus estudiosy tampoco se descuidaba en mejorarsu situación pecuniaria.
Raskolnikoff no había estado en su casadesde hacía cuatro meses, y Razumikinignoraba dónde vivía su amigo. Sehabían cruzado en la calle dos meses antes;pero Raskolnikoff se pasó a la otra[30]acera para no ser visto por Razumikin.Este reconoció a Raskolnikoff; pero, noqueriendo molestarle, fingió que no leveía.
—En efecto, no hace mucho que meproponía ir a casa de Razumikin a finde suplicarle que me proporcionase algunaslecciones o cualquier otro trabajo...—sedecía Raskolnikoff—. Pero ahora,¿de qué ha de servirme? supongamosque puede proporcionarme alguna lección;hasta quiero suponer también quehallándose en fondos se quede sin un kopeksiquiera para facilitarme medios conque comprar unas botas y el traje decenteque necesita un pasante... Bueno,¿y después? ¿Qué hago yo con unas cuantaspiataks[10]? ¿Qué resuelvo con ellos?¡Bah! sería una necedad ir a casa de Razumikin.
La razón de saber por qué se dirigía entoncesa casa de su amigo le causaba tormentomayor de lo que a sí mismo se confesaba;ansiaba dar algún sentido siniestroa esta marcha, en apariencia la más sencilladel mundo.
—¿Es posible que en mi situación hayapuesto mis esperanzas todas en Razumikin?¿Esperaba yo realmente de élremedio?—se preguntaba con estupor.
Reflexionaba, se frotaba la frente, y derepente, después de haber puesto algúntiempo su espíritu en tortura, brotó en sucerebro una extraña idea:
—Sí, iré a casa de Razumikin; pero noahora; iré a verle al día siguiente, cuandoaquello esté hecho y mis negocios tenganotro aspecto...
Apenas hubo pronunciado aquellaspalabras, experimentó una brusca conmoción.
—¡Cuandoaquello esté hecho!—exclamócon un sobresalto que le hizo levantarsedel banco en que estaba sentado—.¿Sucederáeso? ¿Será posible?
Dejó el banco y se alejó con apresuradopaso. Su primer movimiento fué el dedirigirse a su domicilio; mas, ¿para qué?¡Volver a aquel aposento en que acababade pasar más de un mes premeditandotodoaquello! Al saltarle este pensamiento,se sintió disgustado y se puso a marchara la ventura. Su temblor nerviosotomó un carácter febril. Se estremecióconvulsivamente y, a pesar de la elevaciónde la temperatura, tenía frío. Casia su pesar, cediendo a una especie de necesidadinterior, se esforzaba en fijar suatención en los diversos objetos que encontraba,para librarse de la obsesión deuna idea que le trastornaba. En vanotrataba de distraerse; a cada instantecaía en su preocupación. Cuando levantabala cabeza dirigía sus miradas en tornosuyo, y olvidaba durante un minutolo que venía pensando y aun el lugar dondese encontraba. De este modo fué comoatravesó toda la plaza de Basilio Ostroff,desembocó en el pequeño Neva, pasó elpuente y llegó a las islas. El verdor y lafrescura regocijaron sus ojos, acostumbradosal polvo, a la cal, a los montonesde arena y de escombros. Allí nada deahogo, de exhalaciones metíficas, ni detabernas.
Pero pronto perdieron estas sensacionesnuevas su encanto y dieron lugar auna gran inquietud. A veces el joven sedetenía delante de alguna quinta que surgíacoquetonamente en medio de una vegetaciónriente, miraba por la verja yveía en las terrazas y balcones mujereselegantemente vestidas o niños que correteabanpor los jardines. Se fijaba principalmenteen las flores; era lo que atraíamás sus miradas. De tiempo en tiempopasaban al lado de él caballeros y amazonasy soberbios carruajes; los seguíacon los ojos curiosos y los olvidaba antesde que lo hubiese perdido de vista.
Se detuvo para contar el dinero quellevaba en el bolsillo, y se encontró dueño,aproximadamente, de treinta kopeks.«He dado veinte al guardia y tres aAnastasia por la carta—pensó—; por consiguiente,son cuarenta y tres o cincuentakopeks los que dejé ayer en casa deMarmeladoff.»
Había tenido motivo para comprobarel estado de su hacienda; pero un instantedespués ya no se acordaba de la razónpor la cual sacó el dinero del bolsillo. A[31]poco rato se acordó de comer, al pasardelante de un figón: su estómago se lo recordaba.
Entró en la taberna, se echó al cuerpouna copa de aguardiente y tomó un bocado.El poco de aguardiente que acababade tomar le hizo inmediatamenteefecto; le pesaban las piernas y le dió sueño.Quiso volverse a su casa, pero al llegara Petrovsky Ostroff comprendió queno podía dar un paso más. Dejó, pues,el camino, penetró en el soto y se echóen la hierba, durmiéndose en seguida.
Cuando se está algo enfermo, los sueñossuelen distinguirse por su relieveextraordinario y por su asombrosa semejanzacon la realidad. El cuadro es aveces monstruoso; pero lamise en scéney todo lo que pertenece a larepresentación,son, sin embargo, tan verosímiles,los detalles tan minuciosos, y ofrecen porlo imprevisto una combinación tan ingeniosa,que el soñador, aunque sea unartista como Pushkin o Turgueneff, seríaincapaz, despierto, de inventarlostan bien. Estos sueños morbosos dejansiempre un gran recuerdo, y afectan profundamenteel organismo, ya quebrantado,del individuo.
Raskolnikoff tuvo un sueño horrible.Se veía niño en la pequeña ciudad en quevivía entonces con su familia. Era undía festivo, y al anochecer, se paseabaextramuros acompañado de su padre. Eltiempo era gris, la atmósfera pesada; loslugares exactamente tales como su memorialos recordaba; en su sueño advirtiómás de un detalle de que despierto nose acordaba. Veía todo el pueblo; en losalrededores ni un solo sauce blanco; allá,muy lejos, en el confín del horizonte, unbosquecillo formaba una mancha negra.A algunos pasos del último jardíndel pueblo había una gran taberna,delante de la cual no podía pasar consu padre ni una sola vez sin experimentaruna desagradable impresión y un sentimientode miedo. Siempre estaba llenade multitud de personas que charlaban,reían, se injuriaban, se pegaban o cantabancon voz ronca cosas repugnantes;por los alrededores siempre se veían hombresborrachos. Al aproximarse Rodiónse arrimaba a su padre y temblaba depies a cabeza. El camino que conducíaa la taberna estaba lleno de polvo negro.A trescientos pasos de allí, este caminoformaba un recodo y daba vueltaal cementerio de la ciudad. En medio delcementerio se alzaba una iglesia de piedra,cubierta de una cúpula verde, adondeiba el niño dos veces al año a oír misacon su padre y su madre cuando se celebrabael funeral por el eterno descansode su abuela, muerta hacía mucho tiempo,y a quien no había conocido. Llevabanun pastel de arroz con una cruz encimahecha con pasas. El niño amaba estaiglesia, con sus viejas imágenes, ensu mayor parte desprovistas de adornos,y su anciano capellán de cabeza temblona.Al lado de la piedra que marcaba elsitio donde reposaban los restos de laanciana, había una tumba pequeña, ladel hermano mayor de Rodión, muertoa los seis meses. Tampoco le había conocido,pero se le había dicho que había tenidoun hermanito; así es que cada vezque visitaba el cementerio, hacía piadosamentela señal de la cruz encima de latumba pequeña, e inclinándose con respetola besaba.
He aquí ahora su sueño: va con su padrepor el camino del campo santo; pasandelante de la taberna; él va asido dela mano de su padre y dirige miradastenebrosas a la odiosa casa, donde reinamayor animación que de costumbre. Hayallí muchedumbre de campesinas y demujeres de la clase media, vestidas consus trajes domingueros, acompañadas desus maridos y de la hez del pueblo. Todosestán ebrios y todos cantan. Delante dela puerta de la taberna hay una de esasenormes carretas que se emplean de ordinariopara el transporte de mercancíasy toneles de vino, a las que se suelen engancharvigorosos caballos de gruesaspatas y largas crines. A Raskolnikoff ledivertía contemplar aquellos robustosanimales que arrastraban pesos enormessin la menor fatiga. Pero ahora a esa pesadacarreta estaba enganchado un caballejoflaquísimo, uno de esos escuálidosrocines que losmujiks acostumbranenganchar a grandes carros de maderao de heno y a los que muelen a palos, llegandohasta pegarles en los ojos y en los[32]befos cuando las pobres bestias hacenesfuerzos para arrastrar el vehículo atascado.Este espectáculo, visto varias vecespor Raskolnikoff, le llenaba los ojosde lágrimas, y su madre, en tales casos,le apartaba siempre de la ventana. Derepente se promueve un gran alboroto;de la taberna salen gritando, cantandoy tocando la guitarra variosmujikscompletamente ebrios; llevan blusas rojasy azules, y los capottes echados negligentementesobre los hombros.
—¡Subid, subid todos!—grita todavíaun hombre, de robusto cuello y de rostrocarnoso, color de zanahoria—. ¡Osllevo a todos, subid!
Estas palabras provocan risas y exclamaciones.
¡Hacer el camino con semejante penco!
—Has perdido el juicio, Mikolka; ¿aquién se le ocurre enganchar ese jamelgoa semejante carro?
—De seguro que este rocín tiene másde veinte años.
—Subid, os llevo a todos—grita de nuevoMikolka, subiendo al primer carro, y,poniéndose de pie en el pescante del vehículo,aferra las riendas—. El caballobayo se lo llevó Madviei y este animalucho,amigos míos, es una condenaciónpara mí, debería matarlo: no gana loque come. Os digo que subáis, ya veréiscómo lo hago galopar. ¡Vaya si galopará!
Y al decir esto, toma el látigo, gozosocon la idea de fustigar al pobre jaco.
—¡Ea, subamos, puesto que dice quevamos a ir al galope!—dijeron, burlándose,los del grupo.
—Apuesto a que hace diez años queno galopa.
—¡Buena marcha llevará!
—No tengáis miedo, amigos míos; tomadcada uno una vara, ¡y duro!
—¡Eso, eso, se le arreará!
Trepan todos al carro de Mikolka riendoy burlándose. Han subido ya seis hombresy queda sitio todavía. Con los quehan montado va una gruesa campesina,de rostro rubicundo, vestida con un trajede algodón rojo, en la cabeza una especiede gorro adornado con abalorios yva partiendo avellanas y se ríe de tiempoen tiempo. También se ríe la gente querodea el carro, y en efecto, ¿cómo no reírseante la idea de que semejante pencolleve al galope a tantas personas? Dosde los que están en el carro toman látigospara ayudar a Mikolka.
—¡Andando!—grita este último.
El caballo tira con todas sus fuerzas;pero, lejos de galopar, apenas si puedeavanzar un paso: patalea, gime y encogelos lomos bajo los golpes copiosos comoel granizo que los tres látigos le descargan.Redoblan las risas en el carro y enel grupo; pero Mikolka se incomoda ygolpea al jaco con más fuerza como si,en efecto, esperase hacerle galopar.
—Dejadme subir a mí también, amigosmíos—grita entre los espectadoresun joven que arde en deseos de mezclarsecon la alegre pandilla.
—Sube—respondió Mikolka—. Subidtodos, que yo le haré correr.
Y sigue, sigue golpeando, y en su furorno sabe ya con qué pegarle al animal.
—Papá, papá—dice el niño a su padre—,¿qué están haciendo? ¡Pegan alpobre caballejo!
—Vamos, vamos—dice el padre—; sonborrachos que se divierten a su modo.¡Imbéciles! No les hagas caso.
Quiere llevárselo; pero Rodión se desprendede las manos paternales, y sin hacercaso de nada se acerca corriendo alcaballo. El desgraciado cuadrúpedo nopuede ya más. Resuella fatigosamente,trata de tirar, y poco falta para que nose caiga.
—¡Pegadle, pegadle hasta que reviente!—aúllaMikolka—. Eso es lo que hayque hacer. Yo os ayudaré.
—¡Tú no eres cristiano, sino lobo!—gritaun viejo del grupo.
—¿A quién se le ocurre que un animalejotan pequeño pueda arrastrar un armatostecomo éste?—grita otro.
—¡Bribón!—vocifera un tercero.
—No es tuyo, es mío; hago lo que quiero.¡Subid aún! ¡Es preciso que galope!
De repente la voz de Mikolka quedaahogada por las carcajadas de la gente;el animal, atormentado por los palos,acaba por perder la paciencia, y a pesarde su debilidad, empieza a tirar coces.Hasta el mismo viejo se echa a reír. Yhabía, en efecto, motivos de risa: ¡un ca[33]balloque no puede sostenerse en pie yque, sin embargo, cocea!
Dos campesinos se destacan del grupo,y armados de látigos la emprenden a paloscon el animal. Uno por la derecha yotro por la izquierda.
—¡Dadle en los morros, en los ojos, sí,en los ojos!—vociferaba Mikolka.
—¡Una canción, amigos!—grita unodel corro, e inmediatamente toda la pandillaentona una canción soez al son deuna pandereta.
La campesina sigue partiendo avellanasy se ríe.
Rodión se acerca al caballo y ve quele pegan en los ojos, ¡sí, en los ojos! Elniño llora; se le subleva el corazón y corrensus lágrimas. Uno de los verdugosle toca el rostro con el látigo, pero él nolo siente. Se retuerce las manos y grita.Después se dirige al viejo de la barba ycabellos blancos, que mueve la cabezay condena aquellas demasías.
Una mujer toma al niño de la mano yquiere apartarlo de esta escena; pero élse escapa y corre otra vez hacia el caballo.Este, ya casi sin fuerzas, intenta aún cocear.
—¡Ah, maldito!—exclama Mikolka, dejael látigo, se baja, toma del fondo delcarro un largo y pesado garrote y loblande con fuerza con las dos manos sobreel pobre caballo.
—¡Lo va a matar!—gritaban en derredorsuyo.
—¡Lo matará!
—¡Es mío!—grita Mikolka, y el garrote,manejado por dos brazos vigorosos,cae con estrépito sobre el lomo del animal.
—¡Fustígalo! ¿Por qué te detienes?—gritanvarias voces en el grupo.
De nuevo el garrote se levanta y caesobre el espinazo de la pobre bestia. Bajola violencia del golpe, el caballejo estáa punto de caerse. Sin embargo, hace unsupremo esfuerzo con todas las fuerzasque le quedan; tira, tira en diversos sentidospara escapar de aquel suplicio, maspor todas partes encuentra los seis látigosde sus perseguidores. Mikolka unavez y otra vez golpea a su víctima conel garrote. Está furioso por no poder matarlode un solo golpe.
—¡No quiere morir!—gritan los delgrupo.
—¡No le queda mucho de vida!—observauno de los que contemplan regocijadosel bárbaro espectáculo—. Se acercasu último momento.
—Dale con un hacha; es el medio deacabar con él—apunta un tercero.
—Dejadme—dice Mikolka, y suelta elgarrote; busca de nuevo en el carro, ytoma una barra de hierro—. ¡Fuera!—grita,y asesta un violento golpe al pobrecaballo.
El penco se tambalea; quiere aún tirar,pero un segundo golpe con la barra letiende en el suelo, como si le hubiesen cortadoinstantáneamente los cuatro miembros.
—¡Acabemos!—aúlla Mikolka, que,fuera de sí, salta del carro.
Algunos mocetones, rojos y avinados,agarran cada cual lo que tienen más amano, látigos, palos, el garrote, y correnal caballo expirante. Mikolka, en pie, allado de la bestia, la golpea sin cesar conla barra de hierro. El caballo extiende lacabeza y muere.
—¡Ha muerto!—gritan en el grupo.
—¿Por qué no quería galopar?
—¡Era mío!—gritó Mikolka, teniendosiempre en la mano la barra.
Tenía los ojos inyectados de sangre.Parecía enfurecido porque la muerte lehubiese quitado su víctima.
—¡La verdad! ¡Tú no eres cristiano!—gritanindignados algunos asistentes.
El pobre niño está fuera de sí. Dandovoces se abre paso por entre el grupo querodea al caballo, levanta la cabeza ensangrentadadel cadáver, le besa en elhocico y en los ojos... Después, en un repentinoarrebato de cólera, cierra los puñosy se arroja sobre Mikolka. En aquelmomento su padre, que desde hace unrato le buscaba, lo encuentra al fin y leaparta de la gente.
—¡Vámonos, vámonos!—le dijo—. Volvamosa casa.
—¡Papá! ¿por qué han matado al pobrecaballo?—solloza el niño; pero lefalta la respiración; de su garganta salenroncos sonidos.
—¡Son barbaridades de gente ebria!¡Nada tenemos que ver con ellos!—diceel padre.
Rodión le oprime entre sus brazos; pero[34]siente tal fatiga... quiere respirar, grita,y se despierta.
Raskolnikoff se despertó jadeando,con el cuerpo húmedo y los cabellos empapadosde sudor; se sentó bajo un árboly respiró con fuerza.
—¡Gracias a Dios, no ha sido más queun sueño!—dijo—. ¡Cómo! ¿Iré a tenerfiebre? No sería extraño, después de unsueño tan horroroso.
Tenía quebrantados los miembros, yel alma llena de obscuridad y de confusión.Apoyó los codos en las rodillas y dejócaer la cabeza entre las manos.
—¡Dios mío!—exclamó—. ¿Será posible,en efecto, que yo tome un hacha yparta el cráneo de aquella mujer?... ¿Seráposible que yo ande por encima de sangretibia y viscosa, que fuerce la cerradura,robe y me oculte, temblando, ensangrentado,con el hacha?... ¡Señor! ¿Será posible?
Al decir esto temblaba como la hojaen el árbol.
—Pero, ¿por qué pienso en esas cosas?—continuócon profunda sorpresa—.Veamos; sé muy bien que no soy capazde ello; ¿por qué, pues, me atormenta esaidea? Ayer, ayer ya, cuando fuí a hacerelensayo, comprendí perfectamente queaquello era superior a mis fuerzas. ¿Dedónde procede que siga dando vueltasa la misma idea? Ayer, al bajar la escalera,iba diciendo que era innoble, odioso,repugnante... Solamente pensar en talcosa me aterraba.
»No, no me atreveré; esto es superiora mis fuerzas. Aunque todos mis razonamientosno dejasen lugar a duda, aunquetodas las conclusiones a que he llegadodurante un mes fuesen claras como eldía, exactas como la Aritmética, no podríadecidirme a dar este paso. ¡No soycapaz! ¿Por qué pues, por qué ahora...?
Se levantó, miró en torno suyo, comosi se sorprendiese de estar allí, y se encaminóhacia el puente T***. Estaba pálidoy le brillaban los ojos. Todo su sermostraba decaimiento; pero comenzabaa respirar con más libertad. Se sentíaya libre del horrible peso que durantelargo tiempo le había oprimido, y su almarecobraba la paz.
—¡Señor!—exclamó—; ¡muéstramemi camino y renunciaré a este designiomaldito!
Al atravesar el puente miró tranquilamenteel río, y contempló la resplandecientepuesta de sol. A pesar de su debilidad,no se sentía cansado. Se hubieradicho que acababa de recobrar repentinamentela salud de su espíritu. Ahoraes libre. Estaba roto el encanto. Habíacesado de influir sobre él el horriblemaleficio.
Más tarde, Raskolnikoff se acordó,minuto por minuto, del empleo de sutiempo durante aquellos días de crisis;entre otras circunstancias, venía a menudoa su pensamiento una que, auncuando en rigor no tenía nada de extraordinario,le preocupaba como una especiede terror supersticioso, a causa dela acción decisiva que había ejercido sobresu destino.
He aquí el hecho que constituía paraél siempre un enigma. ¿Por qué cuandocansado, exhausto, hubiera debido, comoera natural, volver a su casa por el caminomás corto y más directo, se le habíaocurrido pasar por el Mercado de Heno endonde nada, absolutamente nada le llamaba?Verdad era que este rodeo no alargabamucho su camino; pero resultabacompletamente inútil. Se le había ocurridomil veces volverse a su casa sin fijarseen el itinerario recorrido.
—¿Pero por qué, pues—se preguntabasiempre—, por qué aquel encuentro tanimportante, tan decisivo para mí, al mismotiempo tan fortuito, que tuve en elMercado del Heno (adonde no tenía paraqué ir), se verificó en el momento mismoen que, dadas las disposiciones en que meencontraba, había de tener para mí lasmás graves y terribles consecuencias?
Tentado estaba de ver en esta fatalcoincidencia el efecto de una predestinación.
Cerca eran de las nueve cuando el jovenllegó al Mercado del Heno. Los tenderoscerraban sus establecimientos; losvendedores ambulantes se preparaban,lo mismo que los tratantes, a volver asu casa. Obreros y desharrapados de todaespecie bullían en los alrededores de losbodegones y tabernas que en el Mercadodel Heno ocupaban el piso bajo de la[35]mayor parte de los edificios. Esta plazay lospereuloks[11] de sus inmediacioneseran los lugares que Raskolnikoff frecuentabade mejor gana cuando salíasin saber adónde ir. Allá, en efecto, susharapos no llamaban la atención a nadiey podía, él como cualquiera, pasearsevestido como tuviera por conveniente.En la esquina delpereulok de K***, unmercader que, como los demás, se disponíaa volver a su casa, hablaba con su mujery con una conocida que acababa deaproximarse a ellos. Esta última era IsabelIvanovna, hermana de Alena Ivanovna,la usurera en cuya casa Raskolnikoffhabía entrado la víspera a empeñarsu reloj y a hacer elensayo.
De tiempo atrás sabía algo acerca deesta Isabel; ella también le conocía. Eraalta y desgarbada solterona de treintay cinco años, tímida, dulce y casi idiota.Temblaba ante su hermana, que la tratabacomo esclava, la hacía trabajar díay noche y hasta le pegaba.
En aquel momento su fisonomía expresabaindecisión, en tanto que en pie,con un paquete en la mano, escuchabaatentamente lo que le decían el vendedory su mujer.
Estos hablaban de algo importante, ajuzgar por el calor que ponían en sus palabras.
Cuando Raskolnikoff vió de repentea Isabel, experimentó una sensación extrañaparecida a profunda sorpresa, aunqueeste encuentro no tuviese nada deasombroso.
—Es preciso que esté usted aquí paratratar del negocio, Isabel Ivanovna—dijocon fuerza el vendedor—. Venga ustedmañana de seis a siete. También vendránlos otros.
—¿Mañana?—dijo vacilante Isabel,que parecía temerosa de decidirse.
—¿Tiene usted miedo a Alena Ivanovna?—dijovivamente la vendedora, queera una mujerona enérgica—. No la perderéde vista, porque usted es como unaniña. ¿Será posible que se deje usted dominarhasta ese punto por una personaque no es, después de todo, más que suhermanastra?
—No diga usted ahora nada a AlenaIvanovna—dijo el marido—. Se lo aconsejo;venga usted a casa sin consultarla.Se trata de un negocio ventajoso; su hermanase convencerá de ello en seguida.
—¿De modo que tengo que venir?
—Mañana entre seis y siete vendrántambién los demás; es preciso que estéusted presente para decidir el asunto.
—Le ofreceremos una taza de te—añadióla vendedora.
—Está bien, vendré—respondió Isabelpensativa, y se dispuso a marcharse.
Raskolnikoff había pasado ya del grupoformado por las tres personas y no oyómás. Había prudentemente acortado elpaso, esforzándose por no perder palabrade la conversación. A la sorpresa del primermomento había sucedido en él unvivo terror. Una casualidad imprevistale acababa de dar a conocer que al díasiguiente, a las siete de la tarde, Isabel,la hermana, la única compañera de lavieja, estaría fuera, y que, por lo tanto, aldía siguiente, a las siete en punto, la viejase encontraría sola en su casa.
El joven estaba a algunos pasos de sudomicilio. Entró en su casa como si lohubiesen condenado a muerte. No pensóen nada, ni estaba en disposición de pensar;sintió súbitamente en todo su serque no tenía ni voluntad, ni libre albedrío,y que todo estaba definitivamenteresuelto. Ciertamente, hubiera podidoesperar años enteros sin una ocasión favorable,aun tratando de hacerla nacercomo aquella que acababa de ofrecérsele.En todo caso le habría sido difícil saberla víspera a ciencia cierta y sin correr elmenor riesgo, sin comprometerse con preguntasimprudentes, que mañana a talhora, tal vieja, a quien él quería matar,estaría sola en su casa.
Raskolnikoff supo después por qué elvendedor y su mujer habían invitado aIsabel a venir a su casa. La cosa era sencillísima:una familia extranjera que, encontrándosemuy apurada, quería deshacersede algunos efectos, que consistíanen vestidos y en ropa interior usadade mujer. Estas personas deseaban po[36]nerseen relación con la vendedora. Isabelejercía este oficio, y tenía una numerosaclientela, porque era muy formal ydecía siempre el último precio. Con ellano había regateo; en general hablabapoco, y, como hemos dicho, era muytímida.
Desde hacía algún tiempo Raskolnikoffse había hecho supersticioso y, porconsiguiente, cuando reflexionaba, sobretodo este asunto, se inclinaba siempre aver en él la acción de causas extrañasy misteriosas. El invierno último, un estudianteconocido suyo, Pokorieff, a puntode volverse a Kharkoff, le había dado,al despedirse, la dirección de la vieja AlenaIvanovna, para caso de que tuvieranecesidad de algún préstamo sobre prendas.Pasó mucho tiempo sin ir a casa dela vieja, porque el producto de sus leccionesle permitía ir viviendo. Seis semanasantes de los acontecimientos que vamosrefiriendo, se acordó de las señas; poseíados objetos por los cuales podía prestárselealgo: un reloj de plata que conservabade su padre, y un anillo pequeño deoro con tres piedrecitas rojas, que su hermanale había dado como recuerdo en elmomento de separarse.
Raskolnikoff se decidió a llevar la sortijaa casa de Alena Ivanovna. Desdeel primer momento, y antes deque él supiera nada de particular acercade ella, la vieja le inspiró una violentaaversión. Después de haber recibido eldinero entró en un maltaklir[12] que encontróal paso. Allí pidió te, se sentó ypúsose a reflexionar. Una idea extraña,todavía en estado embrionario en su espíritu,le ocupaba por completo.
Ante una mesa vecina a la suya, unestudiante, a quien no se acordaba de habervisto jamás, estaba sentado con unoficial.
Los dos jóvenes acababan de jugar albillar y se disponían ahora a tomar el te.De repente, Raskolnikoff oyó al estudianteque daba al oficial la dirección deAlena Ivanovna, viuda de un secretariode colegio y prestamista sobre prendas.
Esto sólo pareció ya un poco extrañoa nuestro héroe: se hablaba de una personade cuya casa acababa él de salir.Sin duda, todo ello era pura casualidad;pero en aquel momento hallábase bajouna impresión que no podía dominar, yhe aquí que, precisamente en aquel momento,alguien venía a fortificar en élesta impresión. El estudiante comunicaba,en efecto, a su amigo, diversos pormenoresacerca de Alena Ivanovna.
—Es un famoso recurso—decía—;siempre hay medio de procurarse dineroen su casa. Rica como un judío, puedeprestar cinco mil rublos de una vez, y,sin embargo, acepta objetos que no valenmás que un rublo. Es una providenciapara muchos de nosotros. Pero, ¡quéhorrible arpía!
Se puso a contar que era mala, caprichosa;que no concedía siquiera veinticuatrohoras de prórroga, y que todaprenda no retirada en el día fijo, era irrevocablementeperdida por el deudor; prestabasobre un objeto la cuarta parte desu valor y cobraba el cinco y el seis porciento de interés mensual, etc. El estudiante,que estaba en vena de hablarhasta por los codos, añadió que esta horriblevieja era pequeñuela, lo que no leimpedía pegar a menudo y tener en completadependencia a su hermana Isabel,que medía, por lo menos, dos archinesy ocho verchoks de estatura.
—¡Es un fenómeno!—exclamó, y seechó a reír.
La conversación recayó en seguidasobre Isabel.
El estudiante hablaba de ella con marcadoplacer y siempre sonriendo. El oficialescuchaba a su amigo con mucho interésy le suplicó que le enviase a aquellaIsabel para que le repasase la ropa.
Raskolnikoff no perdió una palabra deesta conversación y supo de esta suerteuna multitud de cosas. Más joven queAlena Ivanovna, de la cual no era másque media hermana, Isabel tenía treintay cinco años y trabajaba día y noche parala vieja. Además de los quehaceres dela cocina, era lavandera, hacía laboresde costura, que luego vendía, iba a fregarlos suelos a las casas, y todo lo que ganabase lo entregaba a su hermanastra.No se atrevía a aceptar ningún encargoni trabajo sin consultar a la usurera, la[37]cual, como Isabel sabía muy bien, habíaotorgado ya testamento en el cualno dejaba a su hermana más que el mobiliario.Deseosa de tener a perpetuidadsufragios por el eterno descanso de sualma, dejaba toda su fortuna a un monasterio.Isabel pertenecía a la clase mediay no altchin. Era una estantigua, conpies muy grandes y calzados siemprecon anchos zapatos; pero, por otra parte,iba limpia como una patena. Lo que particularmenteasombraba y hacía reír alestudiante, era que Isabel estaba siempreen cinta.
—¿Pero no dices que es un monstruo?—preguntóleel oficial.
—Realmente, es demasiado trigueña;parece un soldado vestido de mujer; perode eso a que sea un monstruo, hay muchadiferencia. Su fisonomía revela tantabondad y tienen sus ojos una expresióntan simpática que... La prueba es queella agrada a muchas personas. Es tantranquila, tan dulce, tan paciente, tieneun carácter tan bueno y, además, su sonrisaes tan bondadosa...
—¿Estás enamorado de ella?—interrogóle,sonriendo, el oficial.
—Hombre, tanto como eso, no; perome gusta, precisamente por lo rara quees. En cambio, a esa maldita vieja teaseguro que la mataría y la despojaríade todo lo que posee sin escrúpulo deconciencia—añadió vivamente el estudiante.
El oficial lanzó una carcajada; peroRaskolnikoff se estremeció. Las palabrasque oía encontraban extraño ecoen sus propios pensamientos.
—Vamos a ver—prosiguió el estudiante—.Hace un momento me burlaba, peroahora hablo en serio. Fíjate: de un ladouna vieja enfermiza, necia, un ser que noes útil a nadie, y que, por el contrario,perjudica a muchos, que no sabe ellamisma por qué vive y que morirá mañanade muerte natural. ¿Comprendes?
—Comprendo—repuso el oficial mirandoatentamente a su interlocutor.
—Prosigo. Del otro lado, fuerzas jóvenes,frescas, que se quebrantan, sepierden, faltas de sostén, y esto a millares,por todas partes. Cien mil obras útilesse podrían acometer o mejorar conel dinero legado por esa vieja a un monasterio;centenares de existencias, millonesquizá, puestas en el buen camino;docenas de familias salvadas de la miseria,de la disolución, de la ruina, delvicio, de los hospitales... y todo ello conel dinero de esa mujer. Si se la matase y sedestinase su fortuna al bien de la humanidad,¿crees tú que el crimen, si eso fueseun crimen, no estaría largamente compensadopor millares de buenas acciones?Por una sola vida, millares de vidasarrancadas a la perdición; por una personasuprimida, cien personas devueltasa la existencia. Se trata de una cuestiónaritmética. ¿Qué pesa en las balanzassociales la vida de una vieja necia y mala?Poco más que la vida de una hormiga ode un escarabajo; me atrevo a decir quemenos, porque esta vieja es una criaturaperversa. Hace poco, en un acceso derabia, mordió un dedo a Isabel, y en pocoestuvo que no se lo cortase con los dientes.
—Cierto que es indigna de vivir—respondióel oficial—; ¿pero qué quieres? laNaturaleza...
—Amigo mío, a la Naturaleza se lacorrige, se la endereza; de lo contrario,viviríamos enterrados en prejuicios, nohabría un solo grande hombre. Se habladel deber, de la conciencia. No quierodecir que esté mal, pero, ¿qué sentidodamos a estas palabras? Escucha, voya plantearte otra cuestión.
—No, chico, ahora me toca a mí. Tevoy a preguntar una cosa.
—Conforme.
—Verás: tú estás ahora perorando congran elocuencia; pero, dime: ¿Mataríastú, con tus propias manos, a esa vieja?
—¡Claro que no! pero yo considero estodesde el punto de vista de la justicia...No se trata de mí...
—Pues bien, amigo mío, ¿quieres sabermi opinión? Vas a oírlo: Puesto queno te decidirías a matarla, opino que lacosa no es justa. Vamos a echar otra partida.
Raskolnikoff era presa de una agitaciónextraordinaria. En rigor, esta conversaciónno tenía nada de asombroso.Muchas veces había oído a los jóvenescambiar entre sí análogas ideas; lo únicoque difería era el tema; mas, ¿por qué el[38]estudiante expresaba precisamente losmismos pensamientos que en aquel instantebullían en el cerebro de Raskolnikoff?¿Y por qué casualidad éste, al salirde la casa de la vieja, oía hablar de ella?Tal coincidencia le pareció extraña: estabaescrito que esta insignificante conversaciónde café tuviese en su destinodecisiva influencia.
Al volver a su domicilio, se dejó caeren el sofá y permaneció sentado en él,sin moverse, durante una hora entera. Laobscuridad era completa; en la habitaciónno había ni vela, ni Raskolnikoff pensóque era necesaria. No hubiera podidoprecisar si en esta hora había pensadoalgo. Por último, le entraron escalofríosfebriles, y pensó con satisfacción que podíaecharse del todo en el sofá... No tardóen caer en pesado y profundo sueño.
Durmió mucho más tiempo que de costumbrey sin soñar. A Anastasia, que entróen su habitación al día siguiente alas diez, le costó gran trabajo despertarle.La criada le traía pan, y, como la víspera,algo del te que ella acostumbrabaa tomar.
—¡Aun no se ha levantado!—exclamóindignada—. ¿Es posible dormir así?
Raskolnikoff se incorporó con dificultad.Le dolía la cabeza. Se puso en pie,dió una vuelta por la habitación y despuésse dejó caer de nuevo en el sofá.
—¡Otra vez!—gritó Anastasia—. ¿Estásmalo?
El joven no respondió.
—¿Quieres tomar te?
—Más tarde—contestó penosamente,y luego cerró los ojos y se volvió del ladode la pared.
Anastasia, en pie, cerca de él, le contemplódurante algún tiempo.
—Indudablemente está enfermo—dijoantes de retirarse.
A las dos volvió con la sopa. Encontróa Raskolnikoff acostado aún en el sofá.No había probado el te. La criada se incomodóy se puso a sacudir con fuerzaal joven.
—¿Qué te pasa para dormir tanto?—gruñó,mirándole con desprecio.
Raskolnikoff se incorporó, pero norespondió una palabra ni levantó los ojosdel suelo.
—¿Estás malo o no lo estás?
Esta pregunta no obtuvo más respuestaque la primera.
—Deberías salir—dijo ella después deuna pausa—. El aire libre te sentaríabien. Vas a comer, ¿no es verdad?
—Más tarde—respondió con voz débil—;¡vete!—y la despidió con un ademán.
La criada se detuvo un momento, mirócompasivamente al joven y se marchó.
Al cabo de algunos minutos, Raskolnikofflevantó los ojos, examinó detenidamenteel te y la sopa, y se puso a comer.
Tomó tres o cuatro cucharadas sin apetito,casi maquinalmente. El dolor decabeza se le había calmado algo, y cuandohubo terminado su frugal comida seechó de nuevo en el sofá; pero, aunqueno pudo dormir, permaneció inmóvil,con la cara hundida en la almohada. Laimaginación le presentaba, sucediéndosesin cesar, los cuadros más extraños.Figurábase a veces estar en Africa; formabaparte de una caravana detenidaen un oasis; altas palmeras rodeaban elcampamento; los camellos reposaban desus fatigas; los viajeros se disponían acomer. El, por su parte, apagaba la seden el chorro de una cristalina fuente; elagua azulada y deliciosamente frescadejaba ver en el fondo del riachuelo piedrezuelasde diversos colores y arenas dedorados reflejos.
De repente hirió sus oídos el sonido dela campana de un reloj; aquel ruido lehizo temblar, y, adquiriendo nuevamenteel sentimiento de la realidad, se levantóde un salto, después de mirar a la ventanay calcular la hora que podría ser. Anduvoen seguida de puntillas, se aproximóa la puerta, la abrió suavemente yse puso a escuchar.
El corazón le latía con violencia. Laescalera estaba silenciosa, parecía quetodo dormía en la casa.
—¿Cómo me he dejado vencer en elmomento decisivo? ¿Cómo desde ayerno he hecho nada, ni preparado nada?—sepreguntaba a sí mismo, no comprendiendo[39]su negligencia; y, sin embargo, eran quizálas seis las que acababan de dar.
A su inercia y entorpecimiento siguióbruscamente febril y extraordinaria actividad.Por otra parte, los preparativosno exigían mucho tiempo. Hacía esfuerzospara pensar en todo y no olvidarse denada, y su corazón latía con tal fuerzaque dificultaba la respiración. Primerotenía que hacer un nudo corredizo, yadaptarlo a su gabán; aquello era cosade un minuto; buscó en la ropa que teníadebajo de la almohada una camisa vieja,sucia e inservible. Después, con trozosarrancados a esta camisa, hizo una especiede trenza de un verchot de ancha yocho de larga. La dobló en dos partes, sequitó el gabán de verano, que era de unaespesa y fuerte tela de algodón (únicosobretodo que poseía), y se puso a coserinteriormente, bajo el sobaco izquierdo,los dos extremos de la trenza. Al ejecutareste trabajo, le temblaban las manos;pero le quedó tan bien, que cuando volvióa ponerse el gabán no se veía el cosidopor la parte de afuera. Se había proporcionadomucho tiempo antes la agujay el hilo, y no tuvo más que sacar ambascosas del cajón de su mesa.
En cuanto al nudo corredizo para colgarel hacha, se le había ocurrido un mediomuy ingenioso, ya ideado quince díasantes. Ir por la calle con un hacha en lamano, era imposible; por otra parte,ocultar el arma bajo el gabán, le obligabaa llevar continuamente la mano debajo,y esto podría llamar la atención, en tantoque con el nudo corredizo le bastabaponer en él el hierro del hacha, y quedabasuspendida bajo el sobaco todo el tiempode la marcha, sin peligro de que cayera.Podía también impedir que se moviesesin más que oprimir la extremidad delmango con la mano metida en el bolsillodel gabán. Este era muy ancho, unverdadero saco, y la maniobra no podríaser advertida.
Hecho esto, Raskolnikoff metió el brazobajo la otomana e introduciendo losdedos en una hendidura del suelo, sacóde aquel escondrijo el objeto empeñablede que había tenido cuidado de proveersecon anticipación. Este objeto noera más que una tableta de madera acepillada,del tamaño que suelen tener lascigarreras de plata. En uno de sus paseosel joven había encontrado por casualidadeste trozo de madera en el corral deun taller de carpintería. Tomó, además,una plaquita de hierro delgada y pulimentada,pero de menos dimensiones,que había encontrado también en la calle,y después de juntar una cosa con laotra (la tabla y la placa), las ató fuertementecon un hilo, y lo envolvió todo enun trozo de papel blanco.
Este paquetito, al cual el joven habíatratado de dar un aspecto todo lo eleganteque le fué posible, quedó atado demanera que era muy difícil desatarlo.
Por tal medio se ocuparía momentáneamentela atención de la vieja; mientrasésta estuviese procurando deshacer elnudo, Raskolnikoff podría elegir el momentooportuno. Había juntado con latabla la placa de hierro para que el supuestoobjeto de empeño pesase más,a fin de que en el primer momento, porlo menos, la usurera no sospechase quese le pedía dinero a cambio de un pedazode madera. Apenas Raskolnikoff acababade guardarse el hacha en el bolsillo, cuandooyó una voz que le decía en la escalera:
—Ya hace mucho que han dado lasseis.
—¡Dios mío! ¿Mucho?
Se dirigió a la puerta, aplicó el oídoy se puso a bajar los treinta escalonessin hacer más ruido que un gato. Quedabalo más importante: ir a la cocina arecoger el hacha con que se había determinadoa cometer el crimen. Ya hacíatiempo que tenía pensado valerse de unhacha. Había en su casa una especie dehoz, pero este instrumento no le inspirabaconfianza, y además desconfiaba de sudestreza para manejarla; así fué que sedecidió definitivamente por el hacha.Advirtamos a propósito de esto una particularidadsingular; a medida que susresoluciones tomaban un carácter determinado,más absurdas y horribles leparecían al joven. A pesar de la luchadesesperada que se libraba en su interior,no llegaba a admitir ni por un solo instanteque acabaría por no poner en ejecuciónsu sanguinario proyecto.
Si todos los obstáculos hubieran sidovencidos, todas las dudas disipadas, todaslas dificultades allanadas, probablementehabría renunciado a su designio por absurdo,monstruoso e imposible. Pero lequedaba todavía multitud de puntosque esclarecer y de problemas que resolver.Lo de hacerse con el hacha no inquietabaen modo alguno a Raskolnikoff,porque esto era muy fácil. Anastasiano estaba casi nunca por la tarde encasa; acostumbraba salir para chismorrearcon sus amigas o en las tiendas,y éste solía ser el motivo de las reprimendasde su ama.
No había más que entrar cautelosamenteen la cocina cuando llegase elmomento oportuno, tomar el hacha y ponerlaen el mismo sitio una hora despuéscuando todo hubiese terminado.
Dudaba, empero, que saliese todo amedida de sus deseos.
—Supongamos—pensaba el joven—quedentro de una hora, cuando yo vuelvaa dejar el hacha, haya regresado Anastasia.Naturalmente, en tal caso tendréque aguardar para entrar en la cocina aque salga la criada; ¿pero y si duranteeste tiempo echa de menos el hacha yse pone a buscarla? Si no la encuentrarefunfuñará, y ¡quién sabe! armará unalboroto en la casa. Esto sería una circunstanciaque podría ser funesta.
Sin embargo, no quería pensar en talespormenores; además, no tenía tiempopara ello. Se preocupaba de lo más importante,decidido a desdeñar lo accesoriohasta que hubiese tomado una determinaciónsobre lo esencial. Esto último,empero, le parecía irrealizable. No podíaimaginar que en un momento dado cesaríade pensar, se levantaría e iría allíderechamente... Aun en su recienteensayo(es decir, en la visita que había hechopara tantear el terreno), había faltadopoco para que el joven hubiese ensayadoseriamente. Actor sin convicción,no pudo sostener su papel y huyóindignado contra sí mismo.
No obstante, desde el punto de vistamoral, la cuestión estaba resuelta. Lacasuística del joven, afilada como unanavaja de afeitar, había cortado todaslas objeciones; pero no encontrándolasen su mente se esforzaba en buscarlasfuera. Hubiérase dicho que, arrastradopor una potencia ciega, irresistible, sobrehumana,trataba desesperadamentede encontrar un punto fijo a que agarrarse.Los imprevistos accidentes de la vísperainfluían sobre él de una manera automáticadel mismo modo que el hombrea quien el engranaje de la rueda deuna máquina le agarra una parte de sutraje acaba por ser despedazado por lamisma máquina.
La primera cuestión que le preocupabasobremanera y en la cual había pensadomuchas veces, era esta: ¿por qué sedescubren tan fácilmente todos los crímenesy por qué se encuentran con tantafacilidad las huellas de casi todos losculpables?
Poco a poco llegó a diversas conclusionesmuy curiosas. Según él la principalrazón del hecho consistía menos en la imposibilidadmaterial de ocultar el crimenque en la personalidad misma del criminal.Este último experimentaba en elmomento de cometer el delito una diminuciónde la voluntad y de la inteligencia;por esta razón solía proceder con aturdimientoinfantil, con ligereza fenomenal,precisamente cuando la circunspeccióny la prudencia le eran más necesarias.
Raskolnikoff comparaba este eclipsedel juicio y este desfallecimiento de lavoluntad, a una afección morbosa que sedesarrolla por grados, que llega al máximumde intensidad poco antes de la perpetracióndel crimen, que subsistía en lamisma forma durante la comisión de ély aun algunos momentos después (máso menos tiempo según los individuos)para cesar luego como cesan todas lasenfermedades. Un punto no esclarecidoera el de saber si la enfermedad determinael crimen o si el crimen, por su naturalezapropia, va acompañado siempre dealgún fenómeno morboso; pero el jovenno se sentía capaz de resolver esta cuestión.
Razonando de esta manera llegó apersuadirse de que él personalmente estabaal abrigo de semejantes trastornosmorales, y de que conservaría la plenitudde su inteligencia y de su voluntad,durante la empresa, sencillamente porque[41]«su empresa no era un crimen...» Noreferiremos la serie de argumentos que lehabían conducido a esta última conclusión.Nos limitamos a decir que en suspreocupaciones, al lado práctico, las dificultadespuramente materiales de ejecución,quedaban en el segundo término.«Que conserve yo mi presencia de espíritu,mi fuerza de voluntad, y cuandollegue el momento triunfaré de todos losobstáculos...» Pero no ponía manos a laobra. Menos que nunca creía en la persistenciafinal de sus resoluciones, y al sonarla hora se despertó como de un sueño.
No estaba aún al pie de la escaleracuando una circunstancia insignificantevino a desconcertarle. Llegado al descansilloen que estaba el cuarto de su patrona,encontró, como siempre, abiertade par en par la puerta de la cocina, ymiró discretamente: estando ausenteAnastasia, ¿no era posible que estuvieseallí la patrona? Y aunque no se hallaseen la cocina, ¿tendría bien cerrada lapuerta de su habitación? ¿No podríaverle cuando entrase por el hacha? Eranecesario cerciorarse. Pero, ¡cuál no seríasu estupor al ver que Anastasia, contrasu costumbre, estaba en la cocina! Mástodavía: que andaba muy atareada, sacandoropa del cesto y tendiéndola enunas cuerdas. Al aparecer el joven, lacriada, interrumpiendo su trabajo, sevolvió hacia él y no dejó de mirarle hastaque se hubo alejado.
Raskolnikoff volvió los ojos y pasócomo si no se hubiera fijado en nada;pero aquélla era cosa concluída: no teníahacha. Esta circunstancia fué paraél un golpe terrible.
—¿De dónde había sacado yo—pensabaal bajar los últimos peldaños de la escalera—queprecisamente en este momentohabía salido Anastasia? ¿Por qué seme habrá metido tal cosa en la cabeza?
Sentíase como aplastado, como anonadado.Su despecho le impulsaba a burlarsede sí mismo. Hervía en todo su seruna cólera salvaje.
Se detuvo indeciso en la puerta cochera;vagar por las calles, salir sin objeto,no le apetecía; pero aun le era más desagradablevolver a subir. «¡Y pensarque he perdido para siempre tan buenaocasión!», murmuró enfrente del cuartodeldvornik, cuarto que estaba tambiénabierto.
De repente se echó a temblar. En lagarita del portero, a dos pasos de Raskolnikoff,debajo del banco, brillaba unhacha... El joven miró en derredor suyo.Nadie. Se aproximó suavemente al chiribitil,bajó dos escaloncitos y llamó convoz débil aldvornik: «Vamos, no estáen su casa; pero no debe de andar lejos,porque no ha cerrado la puerta.» De pronto,como un rayo, se lanzó hacia el hachay la sacó de debajo del banco donde estabaentre dos troncos. En seguida pasóel arma por el nudo corredizo, se metiólas manos en los bolsillos y salió. Nadiele vió. «No es la inteligencia la que meayuda, es el diablo», pensó, sonriéndosede un modo extraño. Aquella casualidadcontribuyó poderosamente a darle valor.
Caminaba lenta, gravemente, temerosode despertar sospechas. Apenas mirabaa los transeuntes a fin de atraer lo menosposible la atención. De repente pensóen su sombrero. «¡Dios mío! ¡Anteayertenía dinero y hubiera podido comprarmeuna gorra!» Del fondo de su alma brotóuna imprecación. Una ojeada que porcasualidad dirigió a una tienda donde habíaun reloj colgado de la pared, le hizosaber que eran ya las siete y diez. Urgíael tiempo, y, sin embargo, tenía que darun rodeo para que no se le viese llegarde aquel lado a la casa.
Entretanto se verificaba en él un extrañofenómeno; en contra de lo que sefiguraba, no sentía miedo alguno; así,en vez de preocuparse por el crimen quese disponía a cometer, otros sentimientosajenos a su empresa ocupaban su espíritu.Al pasar por delante del jardín deJussupoff pensaba que sería convenienteestablecer en todas las plazas públicasfuentes monumentales que refrescasenla atmósfera. Luego, por una serie detransiciones insensibles, comenzó a fantasearque si al jardín de Verano se lediese toda la extensión del campo deMarte y se le añadiese el jardín del palacioMiguel, San Petersburgo ganaría conello higiénica y artísticamente considerado.
«Del mismo modo, sin duda, las perso[42]nasque son conducidas al suplicio se fijanen todos los objetos que encuentran en elcamino.» Se le ocurrió esta idea; pero seapresuró a desecharla. En tanto se aproximó:vió la casa, vió la puerta. De repenteoyó que un reloj daba una solacampanada. «¡Cómo! ¿Serán ya las sietey media? ¡Imposible! Ese reloj adelanta.»
También esta vez la casualidad sirvióa Raskolnikoff. Como si lo hubierahecho a propósito, en el momento mismoen que llegaba frente a la casa,entraba por la puerta cochera una enormecarreta cargada de heno. El jovenpudo franquear el umbral sin ser visto,deslizándose por el espacio que quedabaentre la carreta y la pared. Cuando estuvoen el patio, tomó rápidamente porla derecha. Del otro lado de la carretadisputaban algunos hombres. Raskolnikoffles oía gritar pero ninguno se fijó enél ni él por su parte encontró a nadie.Muchas de las ventanas que daban a aquelinmenso patio cuadrado estaban abiertas:sin embargo, no levantó la cabeza.Su primer movimiento fué ganar la escalerade la vieja que era la de la derecha.
Conteniendo la respiración y con lamano apoyada en el corazón para comprimirsus latidos, se puso a subir lospeldaños, cerciorándose antes de que elhacha estaba bien sujeta por el nudo corredizo.A cada minuto se paraba a escuchar;pero la escalera estaba completamentedesierta y todas las puertas cerradas.En el segundo piso había un cuartodesalquilado, que estaba abierto, yen donde trabajaban algunos pintores;pero éstos no vieron a Raskolnikoff, quese detuvo un instante para reflexionar, yluego continuó subiendo. «Mejor hubierasido que no estuviesen; pero por encimade ellos, hay todavía dos pisos.»
Llegó al cuarto piso sin encontrarsecon nadie, y se halló ante la puerta deAlena Ivanovna, donde volvió a detenersepara reflexionar. El cuarto de enfrenteestaba desocupado. En el tercero,la habitación situada precisamente pordebajo de la de la vieja, se hallaba tambiénvacía, según todas las apariencias:la tarjeta que antes había en la puerta,no estaba: los inquilinos se habían ido...Raskolnikoff se ahogaba. Vaciló un momento.«¿No sería mejor que me fuera?»Pero sin responder a esa pregunta, sepuso a escuchar; no oyó ningún ruidoen casa de la vieja; en la escalera el mismosilencio. Después de haber estado escuchandolargo rato, el joven echó unamirada en torno suyo y tentó nuevamentesu hacha. «¿No estaré demasiado pálido?—pensó—.¿No se notará mi agitación?Esa mujer es muy desconfiada.Debiera esperar a que se calmase miemoción.»
Pero, lejos de calmarse, eran cada vezmás violentas las pulsaciones del corazóndel joven. No pudo contenerse más, yextendiendo lentamente la mano haciael cordón de la campanilla, tiró de él.Al cabo de medio minuto llamó de nuevo,con más fuerza. Ninguna respuesta;llamar violentamente hubiera sido inútily hasta imprudente. La vieja de seguroestaba en su casa; pero como era desconfiada,debía serlo más en este momentoen que se encontraba sola. Raskolnikoffconocía en parte las costumbres de AlenaIvanovna. De nuevo aplicó el oídoa la puerta. Su excitación desarrollabaen él una agudeza particular de sensaciones(lo que en general es difícil de admitir),o en rigor el ruido era fácilmenteperceptible.
Sea como fuere, le pareció oír que unamano se apoyaba con precaución en lacerradura, escuchaba, esforzándose pordisimular su presencia. No queriendo parecerque se ocultaba, el joven llamó portercera vez pero suavemente para no denunciarsu impaciencia. Aquel instantedejó a Raskolnikoff un recuerdo imborrable.Cuando después pensaba en ello,no acertaba a explicarse cómo había podidodesplegar tanta astucia precisamenteen el momento en que su emoción eratal que le quitaba el uso de sus facultadesintelectuales y físicas. Al cabo de uninstante oyó que descorrían el cerrojo.
Lo mismo que en su visita anterior,Raskolnikoff vió entreabrirse la puertalentamente y por la estrecha aberturados ojos muy brillantes que se fijaban[43]en él con expresión de desconfianza. Entoncesle abandonó su sangre fría y cometióuna falta que hubiera podido daral traste con todo.
Temiendo que Alena Ivanovna tuviesemiedo de encontrarse sola con un visitantede aspecto poco tranquilizador,tiró de la puerta con violencia hacia sípara que la vieja no procurase cerrarla.La usurera no intentó siquiera hacerlo,pero no quitó la mano de la cerradura,de manera que faltó poco para que cayerade bruces en el descansillo, hacia dondese abría la puerta. Como Alena Ivanovnapermanecía de pie en el umbralpara no dejar el paso libre, el joven avanzóhacia ella. Aterrada la vieja dió unsalto hacia atrás; pero no pudo pronunciaruna palabra y miró a Raskolnikoffabriendo los ojos desmesuradamente.
—Buenas tardes, Alena Ivanovna—dijoél con el tono más natural que pudo;pero en vano trataba de fingir; su vozera entrecortada y temblorosa—; traigoun objeto, pero entremos: para examinarlohay que verlo a la luz...
Y sin esperar a que se le dijera que pasase,penetró en la habitación. La viejase le acercó vivamente; ya se le habíadesanudado la lengua.
—¡Señor!... ¿Qué quiere usted, quiénes usted, qué se le ofrece?
—¡Vamos, Alena Ivanovna!; usted meconoce muy bien... Raskolnikoff; tengausted paciencia. Vengo a empeñar estaalhaja de la que le hablé el otro día—yle alargó el paquete.
Alena Ivanovna iba a examinarlo,cuando de repente cambió de idea, y levantandolos ojos dirigió una mirada penetrante,irritada y desconfiada sobreaquel importuno que se le metía en casacon tan poca ceremonia. Raskolnikoffhasta creyó advertir cierta especie de burlaen los ojos de la vieja, como si ésta lohubiese adivinado todo. Se daba cuentael joven de que perdía la serenidad, deque tenía casi miedo, de que si aquellamuda investigación se prolongaba mediominuto, iba, sin duda, a echar a correr.
—¿Por qué me mira usted de ese modo,como si no me conociese?—dijo irritándosea su vez—. Si usted quiere eso, lotoma, si no, lo deja; iré a otra parte conello; es inútil que me haga usted perderel tiempo.
Se le escaparon estas palabras sin quelas hubiera premeditado.
El lenguaje resuelto del visitante tranquilizóa la usurera.
—¿Qué prisa hay,batuchka? ¿Qué eseso?—preguntó mirando el paquete.
—Una cigarrera de plata; ya se lo dijea usted la otra tarde.
La vieja extendió la mano.
—¡Qué pálido está usted! ¿Está ustedmalo,batuchka?
—Tengo fiebre—respondió con vozbrusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?...Cuando uno no tiene que comer...—acabóde decir, no sin esfuerzo—, le abandonanlas fuerzas de nuevo.
La respuesta parecía verosímil; la viejatomó el paquete.
—¿Qué es esto?—preguntó por segundavez, y tanteando el peso de laprenda, miró fijamente a su interlocutor.
—Una petaca de plata... mírela usted.
—Cualquiera diría que no es plata...¡Oh, cómo la han atado!
En tanto que Alena Ivanovna hacíaesfuerzos por desatar el hilo, se habíaaproximado a la luz. (Todas las ventanasestaban cerradas, a pesar del calor sofocanteque hacía.) En esta posición dabala espalda a Raskolnikoff, y durante algunossegundos no se ocupó en él. El jovense desabrochó el gabán y separó elhacha del nudo corredizo; pero sin sacarlatodavía, se limitó a tenerla con lamano derecha debajo del sobretodo. Sentíauna terrible debilidad en todos susmiembros. Comprendía que cada instanteque pasaba su debilidad iba en aumento;temía que se le escapase el hachade la mano, y le parecía que todo le dabavueltas en su derredor.
—¿Pero qué hay aquí dentro?—gritócoléricamente Alena Ivanovna, e hizoun movimiento en dirección a Raskolnikoff.
No había tiempo que perder. Sacó eljoven el hacha de debajo del gabán, lalevantó con las dos manos casi maquinalmente,porque no tenía fuerzas, y ladejó caer sobre la cabeza de la vieja. De[44]repente, en cuanto hubo dado el golpe,sintió Raskolnikoff que recobraba todasu energía física.
Alena Ivanovna, como de costumbre,no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,grises y escasos, y, como siempre,untados de aceite, recogíalos, formandotrenzas en la nuca con un trozo de peinetade cuerno. El golpe dió precisamenteen la coronilla, a lo cual contribuyó laescasa estatura de la víctima. La usureralanzó un grito débil y cayó desplomadateniendo, sin embargo, todavía fuerzaspara llevarse los brazos a la cabeza. Enuna de las manos conservaba la «prenda».Entonces Raskolnikoff que, como hemosdicho, había recobrado todo su vigor,asestó dos nuevos hachazos en el occipuciode la vieja. La sangre brotó a chorrosy el cuerpo quedó exánime. El joven seechó hacia atrás y en cuanto vió a la ancianasin movimiento se inclinó para mirarla:estaba muerta; los ojos, desmesuradamenteabiertos, parecían salirse de lasórbitas, y las convulsiones de la agoníadaban a su rostro la expresión de una horriblemueca.
El asesino dejó el hacha en el suelo einmediatamente se puso a registrar elcadáver, tomando todo género de precaucionespara no mancharse de sangre.Se acordaba de haber visto la última veza Alena Ivanovna buscar las llaves en elbolsillo derecho de su vestido. Se hallabaen plena posesión de su inteligencia. Noexperimentaba ni aturdimiento ni vértigos;pero seguían temblándole las manos.Más tarde recordó que había sidomuy prudente, y que había puesto muchocuidado en no mancharse. No tardó enencontrar las llaves. Como el día anterior,estaban todas reunidas en una anilla deacero.
Después de haberse apoderado de ellas,Raskolnikoff entró en la alcoba. Eraésta muy pequeña, y había en ella un estantelleno de imágenes piadosa; en elotro lado una gran cama muy limpia conuna colcha de seda almohadillada y hechade pedazos cosidos. En la otra pared unacómoda. Cosa extraña; apenas hubo comenzadoel joven a servirse de las llavespara abrir este mueble, le recorriótodo el cuerpo un escalofrío. Estuvo tentadode renunciar a todo y marcharse;pero esta idea duró sólo un momento;era demasiado tarde para retroceder.
Hasta llegó a sonreírse de haber podidopensarlo, cuando, de repente, sintióuna terrible inquietud: ¿Si por acaso lavieja no estuviera muerta y recobrase elsentido? Dejando las llaves en la cómoda,acudió vivamente cerca del cuerpo, tomóel hacha y se dispuso a dar otro golpea su víctima; pero el arma, ya levantada,no cayó; no había duda de que Alena Ivanovnaestaba muerta. Inclinándose denuevo sobre ella para examinarla másde cerca, Raskolnikoff se convenció deque la mujer tenía el cráneo partido. Enel sucio se había formado un lago de sangre.Viendo de improviso que la vieja teníaun cordón al cuello, el joven tiró deél violentamente; pero el cordón ensangrentadoera recio y no se rompió.
El asesino trató entonces de quitárselo,haciendo que se deslizase a lo largodel cuerpo; pero no fué más afortunadoen esta segunda tentativa; el cordónencontró un obstáculo y no pasaba. ImpacienteRaskolnikoff, blandió el hacha,pronto a descargarla sobre el cadáverpara cortar con el mismo golpe aquelmaldito cordón. Sin embargo, no pudoresolverse a proceder con aquella brutalidad.Al cabo, después de dos minutosde esfuerzos que le pusieron rojas las manos,logró cortar el cordón con el filo delhacha, sin herir el cuerpo de la muerta.Como había supuesto, lo que la vieja llevabaal cuello era una bolsa. Tambiénestaban sujetas al cordón una medallitaesmaltada y dos cruces, la una de maderade ciprés, la otra de cobre. La bolsa,grasienta (un saquito de piel de camello),estaba completamente llena. Raskolnikoffse la metió en el bolsillo sin mirarlo que contenía; arrojó las cruces sobreel pecho de la vieja, y tomando el hachavolvió a entrar con ella apresuradamenteen la alcoba.
La impaciencia le devoraba, y puso manoa la obra de desvalijamiento; pero sustentativas para abrir la cómoda eran infructuosas,no tanto por el temblor delas manos, como por sus continuas tor[45]pezas.Veía, por ejemplo, que tal llaveno era de la cerradura y se obstinaba,sin embargo, en hacerla entrar.
De pronto se acordó de una conjeturaque había hecho en su anterior visita:aquella gruesa llave que estaba con lasotras pequeñas en la anilla de acero,debía de ser no de la cómoda, sino de algunacaja en que acaso la vieja tenía encerradostodos sus valores. Sin ocuparsemás en la cómoda, miró bajo la cama,sabiendo que los viejos tienen la costumbrede ocultar en ese sitio sus tesoros.En efecto, había allí un cofre de poco másde una archina de largo y cubierto decuero rojo. La llave dentellada entrabaperfectamente en la cerradura. CuandoRaskolnikoff levantó la tapa, viócolocados sobre un trapo blanco unabrigo forrado de piel de liebre conguarnición roja, debajo del abrigo unafalda de seda y después un chal; el fondoparecía contener solamente trapos. Eljoven comenzó por secarse las manos ensangrentadasen la guarnición roja. «Sobrelo rojo, la sangre se conocerá menos.»De pronto pareció como que volvía ensí: «¡Señor! ¿Me habré vuelto loco?»,murmuró con terror.
Pero apenas empezó a registrar aquellasropas, cuando de debajo de la piel sedeslizó un reloj de oro. En vista de esto,revolvió de arriba abajo el contenido delcofre. Entre los vestidos se hallaban objetosde oro, sin duda depositados comoempeños, en manos de la usurera, brazaletes,cadenas, pendientes, alfileres decorbata, etc.; los unos encerrados en susestuches, los otros anudados con una cintaen un pedazo de periódico doblado endos partes.
Raskolnikoff no vaciló; metió mano atodas estas alhajas y se llenó los bolsillosdel pantalón y del gabán sin abrirlos estuches ni deshacer los paquetes;pero de pronto fué interrumpido en estamaniobra. En la habitación donde estabala vieja sonaron pasos. Se detuvo heladode terror. Pero el ruido había cesado,el joven empezaba a creer que habíasido engañado por una alucinación desu oído, cuando de súbito percibió, distintamente,un ligero grito o más bienun gemido débil y entrecortado. Al cabode uno o dos minutos, todo volvió a quedaren un silencio de muerte. Raskolnikoff,sentado en el suelo cerca del cofre,esperaba respirando apenas. De repentedió un salto, tomó el hacha y se lanzófuera de la alcoba.
En medio de la sala, Isabel, con ungran bulto en las manos, contemplabaaterrorizada el cadáver de su hermana,y, pálida como la cera, parecía no tenerfuerzas para gritar ante la brusca aparicióndel asesino. Comenzó a temblar,trató de levantar el brazo, de abrir laboca; pero no pudo dar ni un grito, y andandohacia atrás lentamente con la miradafija en Raskolnikoff, fué a refugiarseen un rincón de la sala. La pobre mujerhizo esto sin gritar, como si le faltaseel aliento. El asesino se lanzó sobre ellacon el hacha levantada; los labios de lainfeliz tomaron la expresión lastimera quesuelen tomar los de los niños pequeñoscuando están espantados.
Tal horror sentía la desdichada, queaunque vió que el hacha se levantabasobre ella, no pensó ni aun en defenderla cara, llevándose las manos a la cabezacon un movimiento maquinal que sugiereen semejantes casos el instinto de conservación.Apenas si levantó el brazo izquierdoextendiéndolo lentamente en direccióndel agresor, que descargó sobreIsabel un golpe terrible. El hierro del hachapenetró en el cráneo, hendió toda laparte superior de la frente y llegó casihasta el occipucio: Isabel cayó rígida,muerta. Sin saber lo que hacía, Raskolnikofftomó el paquete que la víctima teníaen la mano; después lo tiró y salióal recibimiento.
Estaba aterrado a causa de aquel nuevoasesinato que no había sido premeditadopor él. Quería desaparecer cuantoantes. «Si hubiese podido darse mejorcuenta de las cosas; si hubiese calculadotodas las dificultades de su posición, sila hubiera previsto tan desesperada, tanhorrible, tan absurda, como era; si hubieracomprendido bien los obstáculosque quedaban por vencer, quizá los crímenesque tendría que perpetrar parahuir de aquella casa y entrar en lasuya... probablemente habría renunciadoa la lucha para correr a denunciarse, y[46]no por cobardía, sino por horror de loque había hecho.» Esta impresión le ibadominando. Por nada del mundo se habríaaproximado a la caja ni entradoen la alcoba.
Poco a poco, sin embargo, comenzarona surgir en su espíritu otros pensamientos,y cayó en una especie de delirio.Por momentos el asesino parecía olvidarsede sí mismo, o más bien, de olvidarlo principal, para fijarse en lo insignificante.Una mirada dirigida a la cocinale hizo descubrir un cubo medio llenode agua, y se le ocurrió lavarse las manosy limpiar el hacha. A causa de la sangretenía pegajosas las manos. Después dehaber metido el hierro del arma en elagua, tomó un pedazo de jabón que habíaen el poyo de la ventana y comenzó arefregarse las manos. Cuando se las hubolavado, enjugó el hierro del hacha y enseguida empleó tres minutos en jabonarel mango, para hacer desaparecer las salpicadurasde sangre. Después lo secó todocon un paño de cocina que estaba colgadoen una cuerda. Hecho esto, se aproximóa la ventana, con objeto de examinaratenta y detenidamente el hacha. Lashuellas acusadoras habían desaparecido;pero el mango estaba húmedo. Raskolnikoffocultó cuidadosamente el arma bajosu gabán, colocándola en el nudo corredizo;después hizo una inspección minuciosade sus vestidos con todo el cuidadoque le permitía la débil luz que iluminabala cocina. A primera vista el pantalóny el gabán no tenían nada de sospechoso;pero en los zapatos observó algunasmanchas. El joven las limpió con untrapo humedecido en agua.
No obstante, estas precauciones no letranquilizaban más que a medias, porqueveía mal y comprendía que podían pasarseinadvertidas algunas manchas. Permanecióirresoluto en medio de la salabajo la influencia de un pensamientosombrío y angustioso: el pensamiento deque se volvía loco, de que en aquel momentoera incapaz de tomar una determinaciónni de velar por su seguridad yde que su manera de proceder no era laque convenía en las circunstancias presentes...
—¡Dios mío, debo irme; irme en seguida!—murmuróy se lanzó al recibimiento,en donde le esperaba un sustomayor de los que hasta entonces habíaexperimentado. Se quedó inmóvil, noatreviéndose a dar crédito a sus ojos: lapuerta del cuarto, la puerta exterior quedaba al descansillo, la misma en que élhabía llamado hacía poco, por la cualhabía entrado, estaba abierta: hasta estemomento había permanecido entreabierta:acaso por precaución, la vieja, ni habíadado vuelta a la llave ni echado el cerrojo.¡Pero Dios mío! el joven había visto enseguida a Isabel. ¿Cómo no se le ocurrióque la vendedora había entrado por lapuerta? No había podido penetrar en elcuarto a través de la pared.
Cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Pero no; no es eso lo que debo hacer.Es menester partir, huir inmediatamente.
Descorrió el cerrojo, y después de haberabierto la puerta, se puso a escucharlargo rato en la escalera. Abajo, probablementeen la puerta cochera, dos vocesruidosas se insultaban. Esperó pacientemente.Por último, callaron las voces; losdos alborotadores se habían ido cadacual por su lado. Iba ya el joven a salircuando en el piso inferior se abrió con estrépitouna puerta y alguien empezó abajar tarareando una canción. ¿Qué lespasaba a esta gente para armar tantoruido? Cerró de nuevo la puerta, esperandootra vez dentro del cuarto. Finalmentese restableció el silencio; pero en elinstante en que Raskolnikoff se disponíaa bajar, percibió un nuevo rumor.
Eran pasos todavía distantes, que resonabanen los primeros peldaños de laescalera; sin embargo, en cuanto empezóa oírlos, adivinó la verdad—: Vienenaquí, al cuarto piso, a casa de la vieja.
¿De dónde provenía aquel presentimiento?¿Qué tenía de significativo elruido de aquellos pasos? Eran pesados,regulares, y más bien lentos que ligeros...
—Yaél ha llegado al primer piso...se le oye cada vez mejor... resuella comoun asmático... ya llega al tercer piso...¡aquí!
Y Raskolnikoff experimentó súbitamenteuna parálisis general, como ocurreen una pesadilla cuando uno se cree[47]perseguido por varios enemigos: estána punto de alcanzaros, os van a matary os quedáis como clavados en el sueloimposibilitados de moveros.
El desconocido comenzaba a subir eltramo del cuarto piso.
Raskolnikoff, a quien el espanto habíatenido inmóvil en el descansillo, pudo,por último, sacudir su estupor y entrandoapresuradamente en el cuarto cerró lapuerta y corrió el cerrojo, teniendo cuidadode hacer el menor ruido posible. Elinstinto, más bien que el razonamiento,le guió en estas circunstancias.
Armóse después del hacha, se arrimó ala puerta y se puso a escuchar, sin atreversea esperar siquiera. Ya el visitanteestaba en el descansillo.
No había entre los dos hombres másque el espesor de una tabla. El desconocidose encontraba frente a frente de Raskolnikoffen la situación en que éste sehabía encontrado respecto de la vieja.
El visitante respiró varias veces confatiga.
«Debe ser grueso y alto», pensó el joven,apretando con la mano el mangodel hacha. Todo aquello parecía un sueño.Al cabo de un momento, el visitantedió un fuerte campanillazo. Creyó percibircierto ruido en la sala. Durante algunossegundos escuchó atentamente;llamó después de nuevo, esperó todavíaun poco, y de pronto, perdida la paciencia,se puso a sacudir la puerta con todassus fuerzas. Raskolnikoff contemplabacon terror el cerrojo que temblaba ensu ajuste; temía verlo saltar de un momentoa otro. Pensó sujetar el cerrojocon la mano; pero el hombre hubierapodido desconfiar. La cabeza comenzabaa írsele de nuevo. «¡Estoy perdido!»,se dijo; sin embargo, recobró súbitamenteánimos, cuando el desconocido rompióel silencio.
—¿Estarán durmiendo o las habránestrangulado? ¡Malditas mujeres!—murmurabaen voz baja el visitante—. ¡Eh,Alena Ivanovna, vieja bruja! ¡Isabel Ivanovna,belleza indescriptible! ¡Abrid!
Exasperado, llamó diez veces seguidastodo lo más fuerte que pudo. Sin dudaaquel hombre tenía confianza en la casay dictaba en ella la ley.
Así pensaba Raskolnikoff cuando, deimproviso, sonaron en la escalera pasosligeros y rápidos. Era, sin duda, otro quesubía al cuarto piso. El joven no se enteróal pronto de la llegada del recién venido.
—¿Es posible que no haya nadie?—dijouna voz sonora y alegre, dirigiéndoseal primer visitante, que continuabatirando de la campanilla—. ¡Buenastardes, Koch!
Por el timbre de la voz comprendióRaskolnikoff que era un jovenzuelo.
—¡El demonio lo sabe; poco ha faltadopara que haya saltado la cerradura!—respondióKoch—; ¿pero usted, cómo meconoce?
—¡Vaya una pregunta! ¿No le gané austed anteayer en el café Gambrinus trespartidas seguidas de billar?
—¡Ah!
—¿De modo que no están? Es extraño,y además estúpido. ¿A dónde habrá idola vieja? Tenía que hablarle.
—Yo también.
—¿De modo que no hay más remedioque marcharse? ¿Qué hacer? ¡Y yo quevenía a pedirle dinero prestado!—exclamóel joven.
—En efecto; no hay más remedio quemarcharse. Pero no comprendo por quéno está la bruja en casa habiéndome dadouna cita. ¡Pues hay una buena caminatade aquí a mi casa! ¿Y a dónde demonioshabrá ido? Esta bruja no se mueve en todoel año, puede decirse que echa raícesen su casa, tiene malas las piernas... ¡yde repente se va de parranda!
—Podíamos preguntarle al portero.
—¿Para qué?
—¡Toma! para saber a dónde ha idoy cuándo volverá.
—¡Hum... preguntar!... ¡pero si nosale nunca!—y tiró del cordón de la campanilla—.¡Vaya, es inútil, hay que marcharse!
—¡Espere usted!—gritó de repente eljoven—. Fíjese, vea usted cómo resistela puerta cuando se tira de ella.
—¿Y qué?
—Esto prueba que no está cerrada conllave, sino con cerrojo. ¡Mire usted, mireusted cómo suena!
—¿Y qué?
—¿Pero no comprende usted todavía?Eso prueba que una, por lo menos, estáen casa. Si las dos hubieran salido, habríancerrado la puerta por fuera con llave,y claro es que no hubieran podidoechar el cerrojo por dentro. Repare ustedel ruido que hace. Es evidente quepara pasar el cerrojo tiene que estar encasa. ¿Comprende usted? De modo, queestán dentro y no quieren abrir.
—¡Pues es verdad!—exclamó Kochasombrado—. ¿De manera que estánahí?
Y se puso a sacudir furiosamente lapuerta.
—No siga usted—dijo el joven—; aquípasa algo extraordinario... Usted ha llamado...ha sacudido la puerta con todassus fuerzas y ellas no abren; luego, o estándesmayadas o..
—¿Qué?
—Hay que llamar aldvornik para quelas despierte.
—¡Buena idea!
Los dos empezaron a bajar.
—Espere usted, quédese aquí; iré yoa buscar aldvornik.
—¿Para qué me he de quedar?
—¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
—Está bien.
—Verá usted; yo me dispongo a serjuez de instrucción. Aquí hay algo queno está claro; esto es evidente, evidentísimo.
Y así diciendo el joven bajó de cuatroen cuatro los peldaños de la escalera.
Cuando se quedó solo, Koch llamó otravez, pero suavemente; después se pusocon aire distraído a empujar el botón dela cerradura para cerciorarse de que lapuerta estaba cerrada nada más que concerrojo. Luego, resoplando como un fuelle,se bajó para mirar por el ojo de lallave, pero ésta estaba puesta por dentro,de modo que no pudo ver nada.
En pie, del otro lado de la puerta, estabaRaskolnikoff con el hacha en la manoy dispuesto a deshacer el cráneo alprimero que osara asomar la cabeza. Másde una vez, oyendo a los dos curiososhurgar en la puerta y concertarse entresí, estuvo a punto de acabar de una vezy de interpelarlos, pero sin abrir. Pormomentos sentía deseos de injuriarlos,de insultarlos, de abrir la puerta parahacerles entrar y matarlos a ambos.«Mejor será que acabe cuanto antes»—pensaba.
—¡Qué diablo! ¡No sube nadie!—se dijoKoch, comenzando a perder la paciencia—.¡Qué diablo!—volvió a decir, yfastidiado de esperar abandonó su puestopara bajar en busca del joven.
Poco a poco dejó de oírse el ruido desus botas, que resonaban pesadamenteen la escalera.
—¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Raskolnikoff descorrió el cerrojo y entreabrióla puerta. Tranquilizado por elsilencio que reinaba en la casa, y, por otraparte, incapaz de reflexionar en aquelmomento, salió, cerró detrás de sí lo mejorque pudo, y empezó a bajar la escalera.
Había descendido ya muchos escalones,cuando se produjo abajo un gran estrépito.¿Dónde ocultarse? No había mediode esconderse en ninguna parte, yvolvió a subir apresuradamente.
—¡Eh, pardiez, espera, aguarda!
El que lanzaba estas voces acababa desalir de un cuarto situado en los pisos inferioresy bajaba a saltos gritando:
—¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡El demoniose lleve a ese loco!
La distancia no permitió oír más. Elhombre que profería aquellas exclamacionesestaba ya lejos de la casa. El silenciose restableció; pero apenas habíacesado esta alarma cuando le sucedióotra. Varios individuos que hablaban entresí en voz alta subían tumultuosamentela escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikoffreconoció la voz chillona del jovenestudiante.
—Son ellos—se dijo, y sin procurarya escapar, se fué derechamente a su encuentro—.Ocurra lo que quiera—añadió.Si me detienen, todo ha terminado; ysi me dejan escapar, también, porque seacordarán de haberme visto en la escalera.
Iba ya a reunirse con ellos, pues sóloles separaba un piso, cuando de repentevió la salvación. A pocos escalones delantede él, a la derecha, había un cuartodesalquilado, completamente abierto, el[49]mismo donde trabajaban los pintores;pero, como si lo hubieran hecho adrede,éstos acababan de dejarlo.
Eran, sin duda, los que un momentoantes habían salido vociferando. Se veíaque la pintura estaba todavía fresca; enmedio de la sala habían dejado los obrerossus útiles, una cubeta, un cacharrocon color y una brocha. En un abrir y cerrarde ojos Raskolnikoff se escurrió enel cuarto desalquilado y se arrimó cuantopudo a la pared. Ya era tiempo: sus perseguidoresllegaban al descansillo; pero,sin detenerse, subieron al cuarto piso, hablandoruidosamente. Después de cerciorarsede que se habían alejado un poco,el asesino salió de puntillas y descendióprecipitadamente. Nadie en la escalera,nadie en el patio. Atravesó rápidamenteel umbral, y una vez en la calle dobló laesquina de la izquierda.
Comprendía perfectamente que los quele buscaban habían llegado en aquel momentoa la puerta del cuarto de la vieja,quedándose estupefactos al verlaabierta.
—Indudablemente están examinandolos cadáveres—se decía—; sin duda lesbastará un minuto para adivinar que elasesino ha logrado escapar; sospecharán,quizá, que se ha escondido en el cuartodesalquilado del segundo piso cuandoellos subían al de la usurera.
Pero, a pesar de hacerse estas reflexiones,no se atrevía a apresurar el paso,aunque estaba aún lejos de la primeraesquina.
—¿Si me deslizara en un portal, enalguna calle extraviada y esperase allíun momento? No, malo. ¿Si fuese a arrojarel hacha a cualquier parte? ¿si tomaraun coche? ¡Malo, malo!
Al cabo se ofreció ante sus ojos unpereuloky se metió en él más muerto quevivo. Allí estaba casi en salvo; así locomprendió. Era difícil que las sospechasrecayeran sobre él. Por otra parte, era fácilno llamar la atención en medio de lospaseantes; pero de tal manera aquellasangustias le habían debilitado, que apenaspodía sostenerse en pie. Por la carale corrían gruesas gotas de sudor y teníaempapado el cuello.
—¡Buena la has tomado!—le gritó,al desembocar el canal, uno que le creyóborracho.
No se daba cuenta de nada; cuanto másandaba, más se obscurecían sus ideas. Noobstante, cuando llegó al muelle del Neva,se asustó de ver tan poca gente, ytemiendo que reparasen en él en un lugartan solitario, se volvió otra vez alpereulok; y aunque apenas tenía fuerzaspara andar, dió un largo rodeo para volvera su domicilio.
Al franquear el umbral no había recobradoaún su presencia de espíritu; a lomenos, hasta que llegó a mitad de la escalerano se acordó de que llevaba todavíael hacha. La cuestión que tenía queresolver era muy grave: se trataba de dejarel hacha donde la había tomado, sinllamar en lo más mínimo la atención. Sihubiera estado más tranquilo habría comprendido,de seguro, que en vez de dejarel arma en su antiguo puesto, hubiera sidomucho mejor deshacerse de ella arrojándolaen cualquier corral. Sin embargo,todo le resultó a maravilla: la puerta deldvornik estaba cerrada, pero sin llave,lo cual hacía suponer que el portero no sehabía ausentado; pero Raskolnikoff, incapazen aquel instante de discurrir ni decombinar un plan, se fué derecho a lapuerta y la abrió. Si el portero le hubiesepreguntado: «¿Qué quiere usted?»,quizá el joven le habría entregado sencillamenteel hacha; pero esta vez, comola anterior, eldvornik había salido, loque dió facilidad a Raskolnikoff para colocarel hacha debajo del banco, en el sitiodonde la había encontrado. En seguidasubió la escalera y llegó a su habitaciónsin tropezarse con nadie: la puertadel cuarto de la patrona estaba cerrada.Cuando entró en su aposento se echóvestido en el diván, y aunque no se durmió,quedó en estado inconsciente. Sihubiese entrado alguien en su habitación,habríase levantado bruscamentegritando despavorido. Mil ideas distintasle hormigueaban en el cerebro.
Raskolnikoff estuvo mucho tiempoacostado. A veces salía de su somnolenciay observaba que la noche estaba muyavanzada; pero no se le ocurría la ideade levantarse. Luego notó que empezabaa amanecer. Echado boca arriba en elsofá, no había podido recobrarse de la especiede letargo en que se hallaba sumido.De pronto oyó gritos terribles y desesperadosque sonaban en la calle: eranlas mismas voces que daba todas las nochesa las dos, bajo sus ventanas, la genteque salía de las tabernas.
Aquel ruido le despertó.
—¡Ah, son borrachos!—pensó—. Lasdos—y sintió un brusco sobresalto, comosi le hubiesen levantado con violenciadel sofá—. ¡Cómo! ¡Las dos ya!—Sesentó en el diván y lo recordó todo.
En el primer momento creyó que sevolvía loco. Sentía mucho frío, que procedía,sin duda, de la fiebre que le habíaasaltado durante el sueño. Ahora tiritabade tal modo que le castañeteabanlos dientes. Abrió la puerta y se puso aescuchar; todo dormía en la casa. Echóuna mirada sobre su persona y en derredorsuyo. ¿Cómo, el día antes, al entraren su habitación, se le olvidó de cerrarla puerta con el pestillo? ¿Por qué se habíaechado en el sofá, no solamente sindesnudarse, sino hasta con el sombreropuesto? Este había rodado por el suelo.«Si alguno entrase aquí, qué pensaría?De seguro me creería borracho; pero...»
Se acercó a la ventana. Era ya día claro.El joven se examinó de pies a cabezapara ver si tenía alguna mancha en la ropa;pero no se podía fiar de una inspecciónhecha de aquel modo; siempre temblando,se desnudó y miró de nuevo su ropa conel mayor cuidado. Por exceso de precauciónrepitió este examen tres veces seguidas.No descubrió nada, excepto algunasgotas de sangre coagulada en la partebaja del pantalón, cuyos bordes estabanrotos y deshilachados. Tomó un cuchillo,y doblando los bordes de aquellaprenda hizo dos tiras. De repente se acordóde que la bolsa y los objetos que habíatomado del cofre de la vieja seguían en susbolsillos. No había pensado en sacarlosni en ocultarlos en cualquier parte. No sele ocurrió tampoco momentos antescuando examinaba su ropa. «¡Si pareceimposible!»
En un abrir y cerrar de ojos se vaciólos bolsillos y puso su contenido sobre lamesa. Después de haberlos registradobien, a fin de asegurarse de que no quedabanada en ellos, lo llevó todo a un rincóndel cuarto. En aquel sitio, la tapicería destrozadase destacaba de la pared, y allífué, bajo el papel, donde metió las alhajasy la bolsa.
—Así, ni visto ni conocido—pensó conalegría, medio incorporándose; y, mirandocomo atontado el ángulo en que latapicería estaba desgarrada, bostezabamás aún.
De pronto, el terror agitó sus miembros.
—¡Dios mío!—murmuró con desesperación—.¿Qué es lo que me pasa?[51]¿Está eso bien oculto? ¿Es así como seesconden estas cosas?
A la verdad, no era aquél el botín deque había esperado apoderarse; su intentoera apropiarse del dinero de la vieja;así es que la necesidad de ocultar las alhajasle pillaba desprevenido.
—¿Pero ahora tengo yo motivos paraalegrarme?—se decía—. ¿Es éste el modode ocultar lo robado? Creo que me abandonala razón.
Falto de fuerzas, extenuado, se sentóen el diván, acometido de fuerte temblor.
Maquinalmente tomó un gabán viejode invierno hecho jirones, que se encontrabaen una silla, y se tapó con él;le invadió inmediatamente un sueñomezclado de delirio y perdió la concienciade sí mismo.
Cinco minutos después se despertó sobresaltado,y su primer movimiento fuéexaminar de nuevo sus vestidos.
—¿Cómo he podido volver a dormirmesin haber hecho nada?; el nudo corredizoestá en el sitio en que yo lo cosí. ¡Y nohaber pensado en ello! ¡Semejante piezade convicción!
Arrancó la venda de tela, la redujoa trozos pequeños y los confundió conla ropa que tenía debajo de la almohada.
—Me parece que estos trapos no puedenen caso ninguno despertar sospechas;por lo menos así lo creo—repetíaen pie, en medio de la sala, con una atenciónque el esfuerzo hacía dolorosa, ymiraba en derredor suyo para cerciorarsede que no había olvidado nada.
Le atormentaba cruelmente el convencimientode que todo, la razón, hasta lamás elemental prudencia, le abandonaba.
—¡Cómo! ¿Comienza ya el castigo? Sí,sí... así es, en efecto.
Los hilachos que había cortado delpantalón estaban en el suelo en mediode la sala, expuestos a la vista del primeroque llegase.
—¿Pero dónde tengo yo la cabeza?—exclamócomo anonadado.
Entonces le asaltó una idea extraña;pensó que su traje estaba todo ensangrentado,y que, a causa de la debilidad de susfacultades, no se había enterado de lasmanchas.
De repente se acordó de que la bolsaestaba también manchada de sangre.
Debe de haberse manchado el bolsillo,porque la bolsa estaba húmeda cuandola guardé.
En seguida dió la vuelta al bolsillo, yen efecto, encontró manchas en el forro.
—La razón no me ha abandonado porcompleto; soy capaz todavía de reflexionar,puesto que he podido hacer estaobservación—pensó gozoso, lanzando unsuspiro de satisfacción—; todo ello ha sidoun instante de fiebre que me ha privadomomentáneamente del juicio.
Arrancó inmediatamente todo el forrodel bolsillo izquierdo del pantalón. Enaquel momento un rayo de sol fué a daren la punta de la bota izquierda: al jovenle pareció que había allí indicios reveladores.Se descalzó.
—¡En efecto, son indicios! Toda la puntade la bota está llena de sangre. Sinduda puse imprudentemente el pie enaquel charco... ¿Pero qué hacer ahora detales cosas? ¿Cómo deshacerme de estabota, de estos trapajos y del forro delbolsillo?
Estaba en pie en medio de la sala, teniendoen la mano aquellos objetos que ledenunciaban y le comprometían.
—Si los echase en la chimenea... Peroprecisamente donde registrarán primeroserá en la chimenea. Si los quemase...¿pero con qué? No tengo ni cerillas. Esmejor tirarlo todo en cualquier parte. Sí,lo mejor será tirarlo—repetía sentándosenuevamente en el diván—; pero en seguida,sin pérdida de tiempo.
Mas en vez de ejecutar esta resolucióndejó caer la cabeza en las manos; empezóde nuevo el temblor, pero transido defrío se envolvió en su gabán de invierno.Durante muchas horas, esta misma ideaestuvo presente en su espíritu: «Es precisoarrojar esto cuanto antes en cualquierparte». Varias veces se agitó bajo el gabán,quiso levantarse y no pudo conseguirlo.Al cabo de un rato, varios golpesviolentos dados a la puerta le sacaron desu abstracción. Era Anastasia quienllamaba.
—¡Abre si no te has muerto!—gritóla criada—. ¡Se pasa la vida durmiendo,[52]tendido como un perro! ¡Sí, como un perro!¡Abreme, te digo; son ya las diezdadas!
—Puede que no esté—dijo una vozde hombre.
—Es la voz deldvornik...—se dijoRaskolnikoff, y temblando se sentó en elsofá.
Le latía el corazón hasta hacerle daño.
—¿Por qué habrá cerrado la puertacon el pestillo?—dijo Anastasia—. Secree, sin duda, un bicho raro y teme acasoque alguien se lo lleve. Abre, despiértate...
—¿Qué querrán? ¿Por qué habrá subidoeldvornik? Todo se ha descubierto.¿Debo resistir o abrir desde luego? ¡Malditossean!
Se medio incorporó, inclinóse haciaadelante y quitó el picaporte. La habitaciónera tan pequeña, que el joven podíaabrir la puerta sin levantarse del sofá.Anastasia y eldvornik aparecieron enel umbral. La criada contempló a Raskolnikoffcon extrañeza. Por su parteel joven miró con audacia desesperadaal portero, que silenciosamente le alargóun papel ceniciento plegado en dospartes y sellado con cera basta.
—Es una citación. Procede de la comisaría—dijoeldvornik.
—¿De qué comisaría?
—¡De cuál ha de ser! De la de policía.
—¿Se me llama ante la policía?... ¿Porqué?
—¿Cómo he de saberlo yo? Se le llamaa usted, pues obedezca y punto en boca.
El portero examinó atentamente alinquilino, después miró en derredor suyoy se dispuso a retirarse.
—Parece que estás peor—observó Anastasia,que no separaba los ojos de Raskolnikoff.
Eldvornik volvió la cabeza.
—Desde ayer tiene fiebre—añadió lacriada.
El joven no respondió, seguía con elpliego en la mano sin abrirlo.
—Quédate acostado—prosiguió la sirvientacompadecida de él al ver que sedisponía a levantarse—. Estás enfermo,no vayas. No es cosa urgente. ¿Qué tienesen las manos?
El joven miró: tenía en la derecha lastiras del pantalón, la bota, y el forro debolsillo. Se había dormido con aquellosobjetos. Más tarde, tratando de explicarseel hecho, se acordó de que mediodespierto, en un acceso febril, apretófuertemente todo aquello contra su pechoquedándose luego dormido sin aflojarlos dedos.
—¡Ha tomado esos andrajos y se duermecon ellos como si fueran un tesoro!...
Al decir estas palabras, Anastasia seretorcía con la risa nerviosa que le erahabitual.
Raskolnikoff ocultó rápidamente bajosu abrigo todo lo que tenía en las manosy fijó una penetrante mirada en lacriada. Aunque no se encontraba en estadode reflexionar, comprendía que nose busca así a un hombre cuando seintenta prenderle. «¿Pero la policía?»
—¿Tomarás te?, ¿quieres que te lotraiga? Queda algo...
—No, voy allá, voy en seguida—balbuceó.
—¿Pero podrás bajar la escalera?
—Quiero ir.
—Allá tú.
Anastasia salió detrás deldvornik.Raskolnikoff se puso en seguida a examinara la luz la bota y las tiras. «Hay manchas,pero no son muy visibles; el barroy el roce han hecho desaparecer el color.El que no sospeche no advertirá nada; porconsiguiente, Anastasia, desde el sitiodonde estaba, no ha podido notar nada,¡gracias a Dios!»
Después, con mano temblorosa, abrióel pliego y comenzó a leer; pero tuvo queleerlo varias veces antes de darse cuentadel contenido. Era una citación redactadaen la forma ordinaria. El comisariode policía del distrito invitaba a Raskolnikoffa presentarse en su oficina alas nueve y media de aquel mismo día.
—¿Para qué se me cita? Yo no tengoque ver nada con la policía... ¡Y hoy precisamente!—sedijo, presa de la másviva ansiedad—. ¡Señor, haced que estoacabe lo más pronto posible!
En el momento en que iba a arrodillarsepara rezar, se echó a reír, no de la oración,sino de sí mismo, y empezó a vestirserápidamente.
—Voy yo mismo a meterme en la bo[53]cadel lobo... Pues bien, tanto peor, mees igual... me pondré esta bota... La verdades que, gracias al polvo de la calle,se advertirán menos las manchas.
Pero apenas se la hubo calzado se laquitó de repente con temor y disgusto.Después reflexionó que no tenía otra y sela volvió a poner riéndose otra vez.
—Todo esto es circunstancial, todo relativo;lo único que puede haber son conjeturas,suposiciones y nada más.
Esta idea, a la cual se aferraba con convicción,no le impedía temblar.
—¡Vamos! Ya estoy calzado; he acabadopor hacerlo.
Al abatimiento siga la hilaridad.
—No, esto es superior a mis fuerzas...las piernas se me doblan... ¡Esto es miedo!
Le dolía la cabeza a causa del calor.
—Es un lazo que se me tiende, lo sé.Se valen de la astucia para atraerme, ycuando esté allí descubrirán de repentesus baterías—continuaba diciéndose altiempo que se aproximaba a la escalera—.Lo peor es que estoy como loco y puedocometer alguna tontería.
Ya en la escalera pensó que los objetosrobados en casa de la usurera estabanmal ocultos en el sitio que los habíapuesto.
—Quizá me llamen con objeto de hacerun registro durante mi ausencia.
Pero tan desesperado estaba, aceptabasu perdición, por decir así, con tal cinismo,que esta preocupación le detuvoapenas un minuto.
—¡Con tal de que se acabe pronto!
Al llegar a la esquina de la calle quehabía doblado la víspera, dirigió furtivamenteuna mirada inquieta ala casa;pero al punto volvió la vista.
—Si me interrogan quizá confiese—pensabaal aproximarse a la oficina.
Desde poco tiempo antes, estaba instaladala comisaría en el cuarto piso deuna casa situada a corta distancia de lade Raskolnikoff. Antes de que la policíase hubiese trasladado a este nuevo local,el joven había sido llamado por ella; peroentonces se trataba de una cosa sin importancia,y de esto había transcurridoya mucho tiempo. Al entrar en el patiovió a unmujick con un libro en la mano,que bajaba una escalera situada a laderecha.
—Debe de ser undvornik; por consiguiente,es aquí donde se encuentra laoficina.
Subió al azar; no quería preguntar anadie.
—Entraré, me pondré de rodillas y loconfesaré todo—pensaba mientras subíaal cuarto piso.
La escalera era estrecha, empinada yrezumaba por todas partes agua sucia.En los cuatro pisos las cocinas de todoslos cuartos daban a la escalera y estabanabiertas de par en par casi todo el día,lo cual hacía que el calor fuera sofocante.Subían y bajaban losdvorniks con suscuadernos debajo del brazo, varios agentesde policía e individuos de uno u otrosexo, que sin duda tenían asuntos en laoficina. La puerta de la comisaría estabatambién abierta de par en par.
Raskolnikoff entró y se detuvo en laantesala donde esperaban algunosmujicks.Allí, como en la escalera, el calorera asfixiante. Además, el local, recientementepintado, exhalaba un olor aaceite de linaza que daba náuseas. Despuésde una corta espera decidióse a entraren el departamento contiguo, compuestode una serie de habitaciones pequeñasy bajas. El joven estaba cadavez más impaciente por saber a qué atenerse.Nadie hacía caso de él. En la segundahabitación trabajaban varios escribientes,vestidos poco más o menoscomo él estaba. Todos tenían extrañoaspecto. Raskolnikoff se dirigió a uno deellos.
—¿Qué se le ofrece?
El joven mostró la citación enviadapor la comisaría.
—¿Es usted estudiante?—preguntó elescribiente después de haber ojeado elpapel.
—Sí, antiguo estudiante.
El empleado examinó a su interlocutorsin ninguna curiosidad. Era un hombrede cabellos rizados que parecía dominadopor una idea fija.
—De éste nada he de saber, porquetodo le es igual—pensó Raskolnikoff.
—Diríjase usted al jefe de la Cancille[54]ría—añadióel escribiente señalando conla mano la última dependencia.
Raskolnikoff entró en ella. Aquel despacho,el cuarto, era estrecho y estaballeno de gente que vestía algo mejor quelas otras personas que acababa de ver.Entre ellas había dos señoras. Una, vestidade luto, denotaba pobreza. Sentadadelante del jefe de la Cancillería escribíalo que este funcionario le dictaba.
La otra señora tenía formas exuberantes,la cara roja, un tocado elegante yllevaba en el pecho un broche de dimensionesextraordinarias. Permanecía enpie, un poco separada, en actitud expectante.
Raskolnikoff entregó el papel al jefede la Cancillería, el cual echó sobre él unarápida ojeada y dijo:
—Espere usted un poco—y siguió dictandoa la señora de luto.
El joven respiró con más libertad.
—Indudablemente no se me llama paraaquello. Poco a poco recobraba valor;por lo menos hacía todo lo posiblepara recobrarlo.
—La menor tontería, la más pequeñaimprudencia, puede perderme... esun mal que no haya aire aquí—añadió—;se ahoga uno y mi razón vacila...
Sentía un malestar indefinible en todosu ser, y temía que le faltara la serenidaden presencia de aquel funcionario.Trataba de buscar algún objeto en quefijar su atención, pero no podía conseguirlo.Toda su atención estaba concentradaen el jefe de la Cancillería; hacía esfuerzospara descifrar la fisonomía de esteempleado. Era un joven de veintidósaños, cuyo rostro, moreno y móvil, representabamás edad; vestía con la eleganciapeculiar del lechuguino y llevabael pelo partido con una raya artísticamentehecha. Ostentaba en las manos,muy cuidadas, muchas sortijas y le serpenteabapor el chaleco una cadena deoro. Dijo a un extranjero que se encontrabaallí dos palabrejas en francés y sequedó tan satisfecho.
—Tome usted asiento, Luisa Ivanovna—dijoa la señora lujosa, que permanecíaen pie, sin atreverse a sentarse, aunquetenía una silla al lado.
—Itch danke—respondió la señora sentándosey ahuecando con un ligero rocesus faldas impregnadas de perfume.
Desplegado en derredor de la silla sutraje de seda azul claro, guarnecido deencajes blancos, ocupaba más de la mitaddel despacho; pero a la señora parecíaque le daba vergüenza oler tan bieny ocupar tanto sitio. Sonreía de una maneraa la vez temblorosa y descarada; sin embargo,era visible su inquietud. Una vezterminado su asunto, la señora de lutose levantó. En aquel momento entró haciendoruido un oficial de modales muydesenvueltos, que puso sobre la mesasu gorra galoneada y se sentó en una butaca.
Al verle, la señora lujosamente vestidase levantó con prontitud e inclinósecon mucho respeto ante el oficial, peroéste no hizo el menor caso de ella y la mujerno se atrevió a volver a sentarse.
Era este personaje el ayudante del comisariode policía; tenía largos bigotesrojizos y retorcidos y facciones extremadamentefinas, pero no expresivas y quedenotaban cierta impudencia. Miró aRaskolnikoff de reojo y con algo de indignación;porque aunque era muy modestoel aspecto de nuestro héroe, suactitud contrastaba con la pobreza de sutraje. Olvidando toda prudencia, el jovensostuvo tan atrevidamente la miradadel oficial, que éste se ofendió.
—¿Qué se te ofrece?—dijo, asombrado,sin duda, al ver que semejante desharrapadono bajaba los ojos ante su centelleantemirada.
—Se me ha hecho venir... He sido citado—balbucióRaskolnikoff.
—Es el estudiante a quien se le reclamael pago de una deuda—se apresuró adecir el jefe de la Cancillería, dejandopor un momento sus papelotes—. Entéreseusted—y presentó un cuaderno aRaskolnikoff señalándole una parte delo escrito—. Lea usted.
—¿Dinero? ¿Qué dinero?—pensó eljoven sorprendido y alegre al mismotiempo—. ¿De modo que no es por aquellopor lo que me han hecho venir aquí?
Experimentaba un alivio inmenso,inexpresable...
—¿A qué hora, señor mío, se le hamandado a usted venir?—le preguntó el[55]ayudante, cuyo mal humor iba en aumento—.Se le cita a usted a las nuevey son más de las once.
—Me han entregado ese papel haceun cuarto de hora—replicó vivamenteRaskolnikoff, invadido también de repentinacólera, a la cual se abandonabacon placer—; estoy enfermo, tengo fiebre,y sin embargo, aquí me tienen ustedes.
—¡No grite usted!
—No grito, hablo con naturalidad;usted es quien levanta la voz. Soy estudiantey no permito que se me hablede este modo.
Esta respuesta irritó de tal manera aloficial, que en el primer momento nopudo articular ni una sola frase, dejandoen cambio escapar de sus labios sonidosinarticulados. De repente dió un saltoen su asiento y dijo:
—¡Cállese usted! ¡Está usted en la salade audiencia! ¡no sea usted insolente!
—También lo está usted—replicó Raskolnikoffcon violencia—, y no contentocon gritar, está usted fumando; por consiguiente,nos falta usted a todos al respeto.
Pronunció estas palabras con indeciblesatisfacción.
El jefe de la Cancillería miraba sonriendoa los dos interlocutores. El fogosoayudante se quedó con la boca abierta.
—Eso no le importa a usted—respondiólevantando aún más la voz a fin deocultar su cortedad—; preste la declaraciónque se le pide. Dígaselo usted, AlejandroGrigorievitch. Hay queja contrausted, porque no paga sus deudas. ¡Heaquí un viejo zorro!
Raskolnikoff no le escuchaba; habíatomado vivamente el papel, impacientepara descubrir la clave de este enigma.Lo leyó, una, dos veces, sin comprendernada.
—¿Qué es esto?—preguntó al jefe dela Cancillería.
—Es un documento en que se le reclamael pago de una deuda: tiene ustedque saldarlo con todas las costas, o declararpor escrito en qué fecha podrá ustedpagar. Es preciso, al mismo tiempo, quese comprometa usted a no abandonar lacapital y a no vender ni ocultar lo queusted posea, hasta que haya liquidadosu deuda. En cuanto al acreedor, es librede vender los bienes de usted y tratarlesegún el rigor de las leyes.
—¡Si no debo nada a nadie!
—Eso no es cuenta nuestra. Se nospresenta una letra de cambio, protestada,de ciento quince rublos, que ustedfirmó hace nueve meses a la señora Zarnitzin,viuda de un asesor de colegio, letraque la viuda Zarnitzin ha traspasadoal consejero Tchebaroff, y hemos llamadoa usted para tomarle declaración.
—Pero desde el momento que se tratade mi patrona...
—¿Qué importa que sea la patrona deusted?
El jefe de la Cancillería contemplabacon cierta sonrisa de indulgente piedad,y al mismo tiempo de triunfo, aaquel novato que iba a aprender a susexpensas el procedimiento que suele emplearsecon los deudores. ¿Pero qué leimporta ahora a Raskolnikoff la letra decambio? La reclamación de su patronale tenía sin cuidado. ¿Valía aquello lapena de inquietarse ni de fijar siquierala atención en semejantes futesas? Estabaallí leyendo, escuchando, respondiendoalgunas veces, pero todo ello lo hacíamaquinalmente. La felicidad de sentirsea salvo, la satisfacción de haber escapadoa un peligro inminente, llenaba enaquel momento todo su ser.
En aquel instante habíanse desvanecidotodas sus preocupaciones y cuidados;fué para Raskolnikoff un momentode alegría absoluta, inmediata, puramenteinstintiva.
De improviso estalló una tempestad enel despacho de la comisaría. El ayudante,que no había podido digerir aún la afrentahecha a su prestigio y a su amor propio,buscaba evidentemente el desquite;así es que se puso a apostrofar rudamentea la lujosa señora que, desde la entradadel oficial, no cesaba de mirarle, sonriendocon estúpida sonrisa.
—Y di tú, bribona—gritó el ayudante(la señora de luto se había retirado ya)—,¿qué es lo que ha sucedido en tu casa lanoche pasada? ¡Otra vez escandalizandoal barrio! ¡Siempre riñas y borracheras!¡Estás empeñada en dar con tus huesos[56]en la cárcel! Te he advertido ya diez veces,y a la undécima va la vencida. ¡Eresincorregible y se me agota la paciencia!
El mismo Raskolnikoff dejó caer elpapel que tenía en las manos y mirócon asombro a la elegante señora que eratratada con tan poca consideración. Notardó, empero, en comprender de lo quese trataba, y prestó atención a aquellaescena que le divertía hasta el punto quetenía que hacer sobrehumanos esfuerzospara no soltar el trapo a reír.
—Ilia Petrovitch—comenzó a decir eljefe de la Cancillería; pero comprendiendoen seguida que su intervención enaquel momento sería inoportuna, se detuvo.
Sabía por experiencia que cuando elfogoso oficial se disparaba nada podíacontenerlo.
En cuanto a la señora, la tempestadque se había desencadenado sobre su cabezale hizo temblar en el primer momento;pero, cosa extraña, a medida que aumentabanlos insultos a ella dirigidos, tomabauna expresión más amable y poníamás seducción en las sonrisas y en lasmiradas en que envolvía al terrible ayudante.Hacía continuas reverencias y esperabaque se la dejase hablar.
—En mi casa no hay escándalos niriñas, ni borracheras, señor capitán—seapresuró a decir en cuanto le permitieronmeter baza (se expresaba en rusopero con marcado acento alemán)—. No,señor, no hubo ningún escándalo. Aquelhombre entró en mi casa ebrio, pidió tresbotellas y en seguida se puso a tocar elpiano con los pies, cosa que, como ustedcomprende, no se había de permitir enuna casa como la mía. No contento conesto, rompió las cuerdas. Le hice observarque no era aquel el modo convenientede conducirse; pero él, sin hacer caso,tomó una botella y comenzó a pegar atodos. Llamé a Carlos, eldvornick, y pegóa Carlos una bofetada; lo mismo hizocon Enriqueta, y tampoco yo escapé a susbofetones. Es innoble portarse de esa maneraen una casa respetable, señor capitán.Pido socorro, y el hombre se acercaa la ventana que da al canal y se pone agritar como un loco. ¿No es eso vergonzoso?¿Le parece a usted que está bienasomarse a la ventana y ponerse a imitarel gruñido del cerdo? Carlos tiró de élpor detrás para quitarle de la ventana,y a fuerza de tirar, es verdad, le desgarróel gabán, y ahora reclama quince rublosen indemnización del daño causado a suropa. Le entregué de mi propio bolsillocinco rublos, señor capitán. Ese visitantemal educado, señor capitán, es el queha armado todo el escándalo.
—¡Ea, basta! Te tengo dicho y vuelvoa repetir...
—¡Ilia Petrovitch!—volvió a decir entono significativo el jefe de la Cancillería.
El oficial echó sobre él una rápida miraday le vió mover ligeramente la cabeza.
—Pues bien, en lo que a ti se refiere, escuchami última palabra, respetableLuisa Ivanovna: si en lo sucesivo vuelvea armarse otro escándalo en tu respetablecasa, te meto en chirona, como se diceen estilo elevado. ¿Me entiendes?Ahora, lárgate cuanto antes, y no olvidesque te tengo echada la vista. ¡Muchoojo!
Con exagerada amabilidad, Luisa Ivanovnasaludó a un lado y otro; pero entanto que se dirigía a la puerta andandohacia atrás haciendo reverencias, dióun golpe con la espalda a un apuestooficial de rostro fresco y abierto y de magníficaspatillas rubias muy espesas ybien cuidadas. Era el comisario de policíaNikodim Fomitch en persona. LuisaIvanovna se apresuró a inclinarse hastael suelo y salió del despacho dando saltitos.
—¡Siempre el trueno, la tempestad, elrayo, los relámpagos, la tromba, el huracán!—dijo,en tono amistoso, el reciénllegado, dirigiéndose a su ayudante—.Se te ha alborotado la bilis y, como decostumbre, te has disparado. Te he oídodesde la escalera.
—¿Y quién no se sulfura con lo quepasa?—repuso negligentemente Ilia Petrovitch,trasladándose con sus papelesa otra mesa—. Ese caballerito, ese estudiante,o, mejor dicho, ex estudiante,que no paga sus deudas, que firma letrasde cambio y rehusa dejar su habitación,es citado ante el comisario y se[57]escandaliza porque enciendo un cigarroen su presencia. Antes de advertir quese le falta al respeto, debería respetarsemás a sí mismo. Ahí le tiene usted, mírele.A la vista está. ¿Le parece a ustedque su aspecto puede inspirar consideraciónalguna?
—Pobreza no es vicio, amigo mío—replicóNikodim Fomitch—. Sabemosperfectamente que la pólvora se inflamacon facilidad. Sin duda le habrá chocadoa usted algo de su manera de ser y ustedtampoco ha podido contenerse—prosiguió,volviéndose hacia Raskolnikoff—;pero se ha equivocado usted: el señoroficial es un hombre excelente, se lo aseguro;tiene un carácter arrebatado, seexcita, se exalta, pero en cuanto se lepasa el mal humor es un corazón de oro.En el regimiento le llamábamos «el oficialpólvora...»
—¡Qué regimiento aquél!—exclamó IliaFomitch lisonjeado por las delicadas adulacionesde su superior, pero todavíaenfurruñado.
Raskolnikoff quiso súbitamente deciralgo muy agradable para todos.
—Perdóneme usted, capitán—comenzóa decir en tono melifluo, dirigiéndose aNikodim Fomitch—. Póngase usted enmi lugar. Estoy pronto a darle mis excusasa este señor, si es que por mi partehe cometido alguna falta. Soy un estudianteenfermo, pobre, agobiado por lamiseria; he tenido que dejar la Universidad,porque carezco de medios de subsistencia,pero voy a recibir dinero... Mi madrey mi hermana viven en la provinciade***. Me envían fondos, y pagaré. Mi patronaes una buena mujer; pero como desdehace cuatro meses no doy lecciones, nole pago y se incomoda y hasta rehusa darmede comer. La verdad es que no comprendo...Ahora exige que yo le pagueesa letra de cambio; ¿pero cómo podréhacerlo? Juzgue usted por sí mismo.
—Eso no es de mi incumbencia—observóde nuevo el jefe de la Cancillería.
—Es verdad; pero permítanme ustedesque les explique—...replicó Raskolnikoff,dirigiéndose siempre a NikodimFomitch y no a su interruptor, procurandoatraer también la atención de IliaPetrovitch, aunque éste afectase desdeñosamenteno escucharle, como si estuvieraabsorto en sus papeles—. Permítanmeustedes que les diga que vivo encasa de esa mujer desde que vine de mipaís, y que entonces... ¿por qué no he dedecirlo?... me comprometí a casarme consu hija; hice mi promesa verbalmente...Era una muchacha joven, me gustaba,aunque no estuviese enamorado de ella...En una palabra: soy joven, mi patroname abrió crédito... Hice una vida... Vamos,he sido algo ligero.
—No se le pide a usted que entre enesos pormenores íntimos, que no tenemostiempo de escuchar—interrumpió groseramenteIlia Petrovitch; pero Raskolnikoffprosiguió con calor, aunque le costabamucho trabajo hablar.
—Permítanme ustedes, sin embargo,que les cuente cómo han pasado las cosas,aunque comprenda que es completamenteinútil que lo refiera a ustedes. Haceun año, la señorita de que he hablado,murió del tifus; yo seguía a pupilo en casade la señora Zarnitzin, y cuando mi patronase trasladó a la casa en que hoyvive, me dijo amistosamente que teníaconfianza en mí; pero que, sin embargo,deseaba que le firmase un pagaré de cientoquince rublos, cantidad en que calculabael importe de mi deuda. Me aseguróque, una vez en posesión de ese documento,continuaría concediéndome tantocrédito como me fuese necesario, y quejamás, jamás (tales fueron sus propiaspalabras), sacaría a relucir ese documento.¡Y ahora que he perdido mis lecciones,ahora que no tengo un pedazo de pan quellevarme a la boca, me exige el pago deesa suma! ¿Qué les parece a ustedes?
—Todos esos pormenores patéticosno nos interesan—replicó con insolenciaIlia Petrovitch—. Tiene usted que prestarla declaración y firmar el compromisoque se le pide. En cuanto a la historiade sus amores y a todos esos trágicos lugarescomunes, nada tenemos que vercon ellos.
—¡Oh, qué cruel eres!—murmuró NikodimFomitch, que se había sentadodelante de su escritorio y se ocupaba enfirmar papelotes. Parecía avergonzado.
—Escriba usted—dijo a Raskolnikoffel jefe de la Cancillería.
—¿Qué es lo que tengo que escribir?—preguntóel joven brutalmente.
—Lo que yo le dicte.
Raskolnikoff creyó advertir, que, despuésde su confesión, el jefe de la Cancilleríale trataba con mayor desprecio;pero, ¡cosa extraña! se sentía indiferentea la opinión que podía tenerse de él, cambioque se había apoderado en su espírituinstantáneamente.
Si hubiese podido reflexionar un poco,habríase asombrado de que un minutoantes hubiera podido hablar de aquelmodo con los funcionarios de policía yaun obligarles a oír sus confidencias.Ahora, por el contrario, si en lugar deestar lleno de agentes el despacho se hubieseocupado de repente con sus másqueridos amigos, no habría encontradoprobablemente una sola palabra cortésque decirles; de tal manera se había vaciadosu corazón.
Experimentaba la dolorosa impresiónde un inmenso aislamiento; no era la confusiónde haber hecho a Ilia Petrovitchtestigo de sus expansiones, ni tampocoera la insolencia del oficial lo que habíaproducido tal revolución en su alma.¡Oh! ¿Qué le importaba su propia bajeza?¿Qué le importaban las altaneríasde los oficiales, los pagarés, los despachosde policía, etc., etc.? Si en aquel momentolo hubiesen condenado a ser quemadovivo, ni siquiera hubiese pestañeado.Apenas habría oído su sentencia hastael fin.
Se realizaba en él un fenómeno completamentenuevo, sin precedentes hastaentonces. Comprendía, o más bien, cosacien veces peor, sentía que en lo sucesivoestaría separado para siempre de lacomunión humana, que toda expansiónsentimental como la que había tenidoun momento antes, más todavía, que todala conversación le estaba prohibida,no sólo con los empleados de la comisaría,sino hasta con los parientes más próximos.Jamás había experimentado sensacióntan cruel.
El jefe de la Cancillería comenzó adictarle la fórmula de la declaración acostumbradaen tales casos: «No puedo pagar,liquidaré mi deuda en tal fecha, nosaldré de la ciudad, ni haré cesión de loque poseo, etc.»
—No puede usted escribir, le tiemblala mano—dijo el jefe de la Cancilleríamirando con curiosidad a Raskolnikoff—.¿Está usted enfermo?
—Sí; se me va la cabeza. Siga usted.
—Ya está todo; firme usted.
El jefe de la Cancillería tomó el papely se dirigió a otros visitantes.
Raskolnikoff dejó la pluma, pero enlugar de irse se puso de codos en la mesay apoyó la cabeza en las manos. Parecíaleque le hincaban un clavo en el cerebro.En aquel momento recordó los dosasesinatos que había cometido y se leocurrió la extraña idea de acercarse aNikodim Fomitch, y contarle el crimenhasta en sus ínfimos detalles y llevarle enseguida a su casa y mostrarle los objetosocultos en el agujero de la tapicería.De tal modo se apoderó esta idea de suespíritu, que hasta llegó a levantarse paraponerlo en práctica.
—¿No sería mejor reflexionar un instante?—pensó—.No, más vale dejarsellevar de la inspiración, sacudir lo máspronto posible esta carga.
Pero, de repente, se quedó como clavadoen su sitio: entre Nikodim Fomitche Ilia Petrovitch, se acababa de entablaruna conversación animada que llegabahasta los oídos de Raskolnikoff.
—¡No es posible! soltarán a los dos porfalta de pruebas. Si hubiesen cometidoellos el delito, ¿habrían llamado aldvornickpara denunciarse a sí mismos? ¿Sepuede considerar esto como un ardid? No,eso hubiera sido demasiada astucia.Además, los dosdvorniks y una vecinavieron al estudiante Pestriakoff cerca dela puerta cochera en el momento en queéste iba a entrar en la casa. Le acompañabantres amigos que le dejaron en la puerta,y éstos, antes de alejarse le oyeronpreguntar a losdvorniks dónde vivía lavieja. ¿Hubiera hecho tal pregunta dehaber ido con el propósito de cometerun doble asesinato? Kosch, por su parte,estuvo durante media hora en casa delplatero del piso bajo antes de subir acasa de la pobre vieja Alena Ivanovna;eran justamente las ocho menos cuarto[59]cuando subió a las habitaciones de lasvíctimas. Además, se ha de tener encuenta...
—Perdone usted; hay en sus declaracionesalgo que no se explica. Afirman quellamaron y que la puerta estaba cerrada;tres minutos después, cuando volvieroncon eldvornik, estaba abierta.
—Ahí está elbusilis; es indudableque el asesino se encontraba en el cuartode la vieja cuando ellos llegaron; y quehabía echado el cerrojo: de seguro queno se habría escapado a no cometer Koschla simpleza de bajar en busca deldvornik.Sin duda el asesino aprovechó esemomento para deslizarse por la escaleradejándolos con un palmo de narices.Kosch no cesa de santiguarse diciendo:«¡Si llego a quedarme allí, de fijo sale derepente el criminal y me mata de un hachazo!»Quiere mandar que canten unTeDeum. ¡Je, je, je!
—¿Y nadie vió al asesino?
—¿Cómo habían de verle si aquellacasa es el arca de Noé?—dijo el jefe de laCancillería, que escuchaba desde su puestola conversación.
—La cosa es clara, la cosa es clara—repitióvivamente Nikodim Fomitch.
—Antes digo yo que es muy obscura—repitióIlia Petrovitch.
Raskolnikoff tomó su sombrero y sedirigió a la puerta; pero al llegar a ellacayó desvanecido. Cuando recobró elsentido, estaba sentado en una silla. Unole sostenía por la derecha; otro, por laizquierda, le ofrecía un vaso amarillo,lleno de un licor también amarillo. NikodimFomitch, en pie, delante del joven,le miraba atentamente. Raskolnikoffse levantó.
—¿Está usted enfermo?—le preguntócon tono bastante seco el comisario depolicía.
—Hace poco, cuando extendió su declaración,apenas podía sostener la pluma—dijoel jefe de la Cancillería volviendoa sentarse delante de su escritorioy poniéndose de nuevo a examinar suspapelotes.
—¿Hace mucho tiempo que está ustedmalo?—dijo desde su sitio Ilia Petrovitch.
—Desde ayer—balbució el joven.
—¿Ayer salió usted de casa?
—Sí.
—¿A qué hora?
—Entre siete y ocho de la tarde.
—¿Y a dónde fué usted?
—A la calle.
Breve y compendioso, pálido como lacera, Raskolnikoff dió nerviosamente lasanteriores respuestas, sin bajar sus inflamadosojos ante la mirada del oficial.
—Puede apenas tenerse en pie, y tú...—empezóa decir Nikodim Fomitch.
—No importa—respondió enigmáticamenteIlia Petrovitch.
El comisario de policía quiso replicaralgo; pero al dirigir los ojos al jefe de laCancillería, encontró la mirada del funcionariofija en él y guardó silencio.
—Está bien—dijo Ilia Petrovitch—;puede usted retirarse.
Raskolnikoff salió, pero aun no estabaen la sala inmediata cuando ya habíanreanudado su conversación los dos funcionariosde policía con mayor animacióny viveza. Por encima de todas las otrasvoces se elevaba la de Nikodim Fomitchcomo preguntando...
En la calle, el joven recobró todos susánimos.
—Sin duda van a hacer una indagatoria,una indagatoria sin pérdida de tiempo—repetía,dirigiéndose a buen pasohacia su casa—. ¡Los bribones! ¡Sospechan!
Volvió a asaltarle el terror.
—¿Y si hubiesen empezado ya la indagatoria?¿Si al entrar los encontraseen mi casa? He aquí mi habitación.Todo está en orden, nadie ha venido.Anastasia tampoco ha tocado nada. Pero,Señor, ¿cómo he podido dejar todos aquellosobjetos en semejante escondite?
Corrió al rincón, e introduciendo lamano bajo la tapicería, sacó las alhajas,que en junto eran ocho.
Dos estuches contenían pendientes oalgo parecido, no sabía qué; había ademáscuatro estuches pequeños de piel.Envuelta en un trozo de periódico unacadena de reloj; en otro papel un objetoque debía de ser una condecoración.[60]Raskolnikoff se metió todo aquelloen los bolsillos procurando que no hiciesemucho bulto; tomó también la bolsay salió, dejando la puerta abierta de paren par.
Andaba con paso rápido y firme, yaunque se sentía quebrantado, no le faltóla serenidad. Temía que se le persiguiese,y que antes de media hora, dequince minutos quizá, se abriese un sumariocontra él; por consiguiente era precisoque desaparecieran en seguida laspiezas de convicción. Debía despacharcuanto antes, aprovechando la poca fuerzay sangre fría que le quedaba... ¿Pero adónde ir?
Esta cuestión estaba ya resuelta tiempohacía. «Lo tiraré todo al canal, y conello irá también mi secreto al agua.»Así lo había decidido la noche precedenteen los momentos de delirio, durantelos cuales muchas veces sintió impulsosde levantarse y de ir a arrojarlo todo enseguida. Mas no era de fácil ejecucióneste proyecto.
Durante media hora, o acaso más, anduvovagando a lo largo del canal Catalina,examinando, a medida que llegaba aellas, las diversas escaleras que terminabanal borde del agua. Desgraciadamente,siempre se oponía algún obstáculo ala realización de su proyecto; aquí unbarco de lavanderas, allí lanchas amarradasa la orilla. Por otra parte, el muelleestaba lleno de paseantes, que no hubieranpodido menos de notar un hecho taninsólito; no era posible, sin infundir sospechas,descender expresamente hasta elnivel de la corriente para arrojar un objetoal canal. ¿Y si, como era de suponer,los estuches sobrenadaban en vez de desaparecerbajo el agua? Cualquiera de lospaseantes los vería. Aun sin que estoocurriese, Raskolnikoff creía que era objetode la atención general; le parecíaque todo el mundo se ocupaba en él.
Por último, el joven pensó que quizásería lo mejor tirar todos aquellos objetosal Neva: en sus orillas era menos numerosala concurrencia, menor el peligrode llamar la atención, y, consideraciónimportante, estaría más lejos de su barrio.
—¿En qué consiste—se preguntó, conasombro Raskolnikoff—, que desde hacemedia hora vago ansiosamente por lugarespeligrosos para mí? Estas objecionesque ahora me hago, ¿no pude hacérmelasantes? Si he perdido media hora en unproyecto tan sensato, es sin duda porquetomé mi resolución en un momento dedelirio.
Sentíase singularmente distraído y olvidadizo.Decididamente era preciso apresurarse.
Se dirigió al Neva por la perspectivade V***; pero, conforme iba andando,se le ocurrió otra idea.
—¿Para qué ir al Neva? ¿Por qué arrojarestos objetos al agua? ¿No sería mejorir a cualquier parte, muy lejos, a unaisla, por ejemplo? Buscaría un paraje solitario,un bosque, y enterraría las joyasal pie de un árbol, teniendo cuidado deseñalarlo bien, a fin de poder reconocerlomás tarde.
Aunque comprendía que no se encontrabaen estado de tomar una determinaciónjuiciosa, le pareció práctica suúltima idea, y resolvió llevarla a cabo.
Pero la casualidad lo dispuso de otromodo. Al desembocar, por la perspectivaV***, en la plaza, Raskolnikoff advirtióa la izquierda la entrada de un corralrodeado por todas partes de altasparedes y cuyo suelo estaba cubierto depolvo negro. En el fondo había un cobertizoque pertenecía, sin duda, a un tallercualquiera.
No viendo a nadie en el corral, Raskolnikofffranqueó el umbral, y después dehaber mirado atentamente en derredorsuyo, pensó que ningún otro lugar ofreceríamás facilidades para la realizaciónde su plan. Precisamente, al pie delmuro, o más bien de la valla de maderaque lindaba con la calle, había adosadauna piedra enorme, sin labrar, que lomenos pesaría sesenta libras.
Del otro lado de la cerca estaba laacera y el joven oía las voces de los transeuntes,siempre bastante numerosos eneste sitio; pero desde fuera nadie podíaverle; para ello hubiera sido necesariopenetrar en el corral, cosa que, a la verdad,nada tenía de imposible. Por consiguiente,le convenía apresurarse.
Se inclinó sobre la piedra; la aferró[61]con ambas manos por arriba, y, reuniendotodas sus fuerzas, consiguió darle vuelta.El suelo ocupado por el sillar estaba algohundido; echó en el agujero todo lo quellevaba en los bolsillos, y colocó la bolsaencima de las alhajas; sin embargo, elagujero no quedó completamente lleno.En seguida levantó la piedra y consiguiócolocarla en el mismo sitio en que estabaantes; lo más que podía advertirse, fijándosemucho, era que estaba un poco removida;pero apisonó con el pie la tierraalrededor de los bordes y nada podíanotarse.
Hecho esto, se dirigió a la plaza. Comopoco antes en el despacho de policía, seapoderó de él por un momento una alegríaintensa, casi imposible de soportar.
—Las piezas de convicción están enterradas.¿A quién se le podría ocurrir laidea de ir a buscarlas bajo aquella piedra?Está, sin duda, ahí desde que seconstruyó la casa inmediata y Dios sabecuándo la quitarán. Y aun cuando alguienlas encontrase, ¿quién podría sospecharque soy yo el que las ha ocultado?¡Todo acabó! ¡No hay pruebas!
Y se echó a reír. Sí, se acordó más tardeque había atravesado la plaza riendocon risa nerviosa, muda y prolongada.Pero cuando llegó a la avenida de K***su hilaridad cesó súbitamente.
Todos sus pensamientos giraban alrededorde otro principal, de cuya importanciase daba él exacta cuenta. Comprendíaque por la primera vez, después dedos meses, se encontraba en presenciade esta cuestión.
—¡Vaya al diablo todo ello!—se dijoen un repentino acceso de cólera—. ¡Ea,el baile ha comenzado y es preciso danzar!¡Malhaya sea la nueva vida! ¡Qué tontoes todo esto, Señor!... ¡Cuánto he mentidoy cuántas bajezas he tenido que cometerhoy! ¡Cuántas vergonzosas tonteríaspara captarme poco ha la benevolenciade ese estúpido Ilia Petrovitch!¿Pero qué me importa? ¡Me burlo de todosellos y de mis simplezas! ¡No se tratade esto! ¡No, en modo alguno!
Se detuvo de repente, despistado, absorbidopor una nueva cuestión hastaentonces inesperada y excesivamentesimple.
—Si realmente has obrado en esteasunto como hombre inteligente y nocomo un imbécil; si tenías trazado unfin y lo has perseguido derechamente,¿cómo se explica que no hayas miradosiquiera lo que contenía la bolsa? ¿Cómoignoras todavía lo que te ha aprovechadoun acto, por el cual no has temido arrostrarpeligros e infamias? ¿No querías,hace un momento, arrojar al agua esasalhajas y esa bolsa, a las cuales apenassi has echado una ojeada? ¿Qué significaesto?
Al llegar al muelle del pequeño Neva,en la plaza de Basilio Ostroff, se detuvocerca del puente.
—¿Qué es esto? No parece sino que laspiernas me han conducido por sí mismasal alojamiento de Razumikin. ¡La mismahistoria que el otro día! ¡Es curioso!...Marchaba sin objeto, y el azar me conduceaquí. No importa. ¿No decía yoanteayer que iría a verle al día siguientedel golpe? Pues bien, voy a verle. ¿Nopodré hacer ahora yo ni una visita?
Y subió al quinto piso en que vivíasu amigo.
Estaba éste en una habitación muy reduciday se disponía a escribir; él mismoabrió la puerta; los dos jóvenes no se habíanvisto desde hacía cuatro meses.Envuelto en una bata toda desgarraday mugrienta, en zapatillas y sin calcetines,con los cabellos enmarañados, Razumikinestaba sin afeitar y sin lavar.En su rostro se pintó el más vivo estupor.
—¡Caramba! ¿Tú por aquí?—exclamó,mirándole de pies a cabeza, e interrumpiéndoseempezó a silbar—. ¿Es posibleque tan mal vayan los negocios? Laverdad es que aventajas en eleganciaa este servidor—continuó después dehaber echado una ojeada sobre los haraposde su compañero—. Vamos, siéntate,pues observo que estás cansado.
Cuando Raskolnikoff se hubo dejadocaer en un diván más estropeado que elsuyo, Razumikin se hizo cargo de la tristezade su amigo.
—¿Sabes que estás enfermo de verdad?
Quiso tomarle el pulso, pero Raskolnikoffapartó vivamente la mano.
—Es inútil—dijo—. He venido porque...no tengo lecciones... y quisiera...[62]¿Pero qué necesidad tengo yo de lecciones?
—¿Sabes una cosa? Que estás disparatando—observóRazumikin mirandoatentamente a su amigo.
—No, no disparato—repuso levantándoseRaskolnikoff.
Cuando subía a casa de Razumikinno había pensado en que iba a encontrarsefrente a frente con su compañero. Unaentrevista, con quienquiera que fuese, lerepugnaba, y rebosando de hiel, estabaa punto de estallar de cólera contra símismo desde que hubo franqueado elumbral de Razumikin.
—¡Adiós!—dijo bruscamente, y se dirigióhacia la puerta.
—¡Pero, ven acá, hombre! ¡Cuidadoque eres raro!
—Es inútil—replicó el otro, retirandola mano que su amigo le había tomado.
—Entonces, ¿por qué has venido? ¿Hasperdido la cabeza? Esto es casi una ofensay no te dejaré marchar.
—Pues bien, escucha. He venido a tucasa porque no conozco a nadie más quea ti que pueda ayudarme a comenzar...Pero ahora veo que no me hace falta nada,¿entiendes?, absolutamente nada...No tengo necesidad de los servicios ni delas simpatías de nadie; me basto a mímismo. ¡Que me dejen en paz es lo quedeseo!
—¡Pero ven acá, loco de atar! Tendrásque escucharme mal que te pese. Tampocoyo tengo lecciones, ni las quiero; peroen cambio he descubierto un editor,Kheruvimoff, que, en su género, es todauna lección. No lo cambiaría por cincolecciones en casas de comerciantes. Publicalibritos sobre ciencias naturales,que se pelea la gente por comprarlos. Eltoque está en encontrar los títulos. Túsolías decir que yo era tonto; pues ahítienes, hay quien es más tonto que yo.Mi editor, que no conoce siquiera el silabario,se ha puesto al tono del día. Porsupuesto que yo le animo... Aquí tienesestas dos hojas y media de una revistaalemana; me parecen de la charlataneríamás necia que puedas imaginarte. El autorestudia la cuestión de averiguar si lamujer es un hombre, y claro está, se decidepor la afirmación y la demuestra deuna manera incontestable. Estoy traduciendoeste folleto para Kheruvimoff,que lo juzga de actualidad ahora que tanen boga está la cuestión feminista. Publicaremosseis hojas con las dos hojas ymedia del original alemán, le pondremosun título rimbombante que ocupará mediapágina, y lo venderemos a cincuentakopeks. ¡Será un éxito! La traducción seme paga a razón de seis rublos por hoja,lo que hace un total de quince rublos;he cobrado seis por adelantado. Vamosa ver, ¿quieres traducir la segunda hoja?Si quieres, toma el original, pluma ypapel, todo ello corre de cuenta del Estado,y permíteme que te ofrezca tres rublos.Como yo he recibido seis, por la primeray segunda hoja, te corresponden tres,y cobrarás otros tantos cuando hayas terminadola traducción. No me lo agradezcas.En cuanto te he visto he pensado enutilizarte. En primer lugar, yo no estoymuy fuerte en ortografía y además conozcomuy superficialmente el alemán;de modo que a menudo todo lo que escriboes de mi cosecha. Me consuelo conla idea de que de ese modo añado bellezasal texto; pero, ¿quién sabe? quizá me hagoilusiones. Vamos a ver, ¿aceptas?
Raskolnikoff tomó en silencio las hojasdel folleto alemán y los tres rublos ysalió sin decir palabra. Razumikin le siguiócon una mirada de asombro; peroapenas Raskolnikoff hubo llegado a laprimera esquina, volvió sobre sus pasos,subió a casa de su amigo, depositó en lamesa las páginas del folleto y los tres rublosy salió de nuevo sin despegar loslabios.
—¡Tú estás loco!—vociferó Razumikin,ya colérico—. ¿Qué comedia estás representando?¡Me haces salir de mis casillas!¿A qué demonios has venido?
—No tengo necesidad de traducciones—murmuróRaskolnikoff empezandoya a bajar la escalera.
—Entonces, ¿de qué tienes necesidad?—legritó Razumikin desde el rellano desu puerta.
El otro, callado, siguió bajando.
—Dime siquiera dónde vives.
Tampoco esta pregunta obtuvo respuesta.
—¡Ea! ¡vete a freír espárragos!
Raskolnikoff estaba ya en la calle.
El joven llegó a su casa al anochecer,sin que pudiera recordar por dónde habíaido. Temblando como un caballo fatigadose desnudó, se echó en el divány después de haberse cubierto con elsobretodo se quedó dormido...
Era ya completa la obscuridad cuandole despertó un estrépito horrible. ¡Quéescena tan espantosa debía desarrollarsecerca de él! Eran gritos, gemidos, rechinarde dientes, lágrimas, golpes, injuriascomo nunca había oído. Asustado,se sentó en el lecho; su terror crecía pormomentos, porque a cada instante elruido de los porrazos, las quejas, los insultos,llegaban más distintamente a susoídos. Con extraordinaria sorpresa reconocióla voz de su patrona.
La pobre mujer gemía, suplicaba contono doliente. ¡Imposible comprenderlo que decía, pero sin duda suplicaba queno le pegasen más! La estaban maltratandoimplacablemente en la escalera.El hombre brutal que le pegaba gritabade tal modo, con voz sibilante entrecortadapor la cólera, que sus palabras eranininteligibles. De repente, Raskolnikoffempezó a temblar como la hoja en elárbol; acababa de reconocer aquella voz;era la de Ilia Petrovitch.
—¡Ilia Petrovitch ha venido y estápegando a la patrona! ¡Le da puntapiésy coscorrones contra los peldaños de laescalera! Es seguro, no me engaño; elruido de los golpes, los gritos de la víctimalo indican bien a las claras, dicenlo que está pasando; pero, ¿por qué? Elmundo está revuelto.
De todos los pisos acudían a la escalera;se oían voces y exclamaciones. Lagente subía, las puertas se abrían violentamenteo se cerraban con estrépito.
—Pero, ¿qué pasa? ¿Cómo es posible...?—decíacreyendo seriamente que la locuratomaba posesión de su cerebro.
Mas no, percibía distintamente aquellosruidos...
—Si es así, van a venir a mi casa, porquetodo ello seguramente es por lo deayer... ¡Oh Señor!
Intentó echar el picaporte, pero notuvo fuerzas para levantar el brazo; porotra parte, comprendía que de nada leserviría cerrar la puerta; el terror le helabael alma...
Al cabo de diez minutos cesó poco apoco el estrépito: la patrona gemía, IliaPetrovitch continuaba vomitando injuriasy amenazas. Finalmente, se callótambién y no se oyó más.
—¿Se había marchado? Sí. También seva la patrona; todavía llora, pero la puertade su habitación se cierra violentamente...Los inquilinos dejan la escalerapara retirarse a sus respectivos cuartos;lanzan exclamaciones; se llaman unos aotros; tan pronto gritan como hablanen voz baja. Debían de ser muchos...Han tenido que acudir todos los vecinos.Pero, Dios mío, ¿es todo esto posible?¿Por qué, por qué ha venido aquí esehombre?
Raskolnikoff se dejó caer sin fuerzasen el diván, pero ya no pudo dormir; durantemedia hora se sintió acometidode un espanto como nunca lo había sentido.De pronto, viva luz iluminó su estancia.Anastasia entraba con una bujíay un plato de sopa. La criada le miróatentamente, y convencida de que nodormía, colocó la luz sobre la mesa y fuéponiendo en ésta, pan, sal, un plato yuna cuchara.
—Creo que no has comido desde ayer.Andas vagando por esas calles de Diosa pesar de la fiebre...
—Anastasia, ¿por qué han pegado a lapatrona?
La criada le miró fijamente.
—¿Que han pegado a la patrona?
—Hace poco... cosa de media hora.Ilia Petrovitch, el ayudante del comisariode policía le ha pegado, en la escalera...¿Por qué la ha maltratado de estemodo? ¿Por qué ha venido?
Anastasia frunció el entrecejo, y sindecir palabra contempló durante largorato al pupilo. Ante aquella mirada inquisitivael joven se quedó turbado.
—Anastasia, ¿por qué no me contestas?—preguntótímida y débilmente.
—Es la sangre—murmuró la sirvientacomo hablando consigo misma.
—¡La sangre!... ¿Qué sangre?—balbucióRaskolnikoff poniéndose más pálidoaún de lo que estaba y andando haciaatrás hasta la pared.
Anastasia continuaba observándole sindespegar los labios.
—Nadie ha pegado a la patrona—dijo,al fin, con sequedad.
El joven la miró, respirando apenas.
—Si lo he oído... Si no dormía... Estabasentado en el diván—repuso con vozmás temblorosa aún—. He escuchadodurante largo rato... Ha venido el ayudantede policía. Ha salido la gente detodos los cuartos a la escalera...
—Nadie ha venido. Es la sangre laque grita en ti. Cuando no tiene salidase cuaja y uno delira, tiene alucinaciones...¿Vas a comer?
El joven no respondió, y Anastasia, sinsalir de la habitación, le miraba con ojosfuriosos.
—Dame agua.
La sirvienta bajó, y dos minutos despuésvolvía a subir con un jarro lleno deagua. A partir de este momento se interrumpieronlos recuerdos de Raskolnikoff.Se acordaba únicamente de que habíabebido un buche de agua fría desmayándoseen seguida.
Sin embargo, todo el tiempo que durósu enfermedad, nunca estuvo privadopor completo del sentido: hallábase enun estado febril semi-inconsciente y solíadelirar. Más tarde se acordó de muchascosas: ora le parecía que varios individuosestaban reunidos en torno suyo; queríanapoderarse de él y llevarle a alguna parte,y con este motivo disputaban vivamente;ora se veía de repente solo en su habitación;todo el mundo se había marchado,tenían miedo de él. De vez en cuando lapuerta se abría, y le miraban disimuladamente,le amenazaban, reían y se consultaban,y él se ponía colérico, se daba cuentaa menudo de la presencia de Anastasiaa su cabecera; veía también a un hombreque debía de serle muy conocido, pero,¿quién era? Jamás conseguía dar unnombre a aquella figura, y esto le entristecíahasta el punto de arrancarle lágrimas.A veces se figuraba que estaba encama hacía un mes; en otros momentosle parecía que todos los incidentes de suenfermedad habían ocurrido en un solodía; peroaquello,aquello lo había olvidadopor completo. Cierto que a cada instantepensaba que se había olvidado dealgo de que hubiera debido acordarse, yse atormentaba, hacía penosos esfuerzos dememoria, gemía, se ponía furioso o sentíaun terror invencible. Entonces se incorporabaen su lecho, quería huir, pero alguienle retenía a la fuerza. Estas crisisle debilitaban y terminaban en un desvanecimiento.Al fin recobró por completoel uso de sus sentidos.
Eran las diez de la mañana. Cuandohacía buen tiempo, el sol entraba en lahabitación a esa hora, proyectando unaancha faja de luz por el muro de la derechaalumbrando el rincón próximo ala puerta. Anastasia se hallaba delantedel lecho del enfermo, acompañada deun individuo a quien él no conocía, yque le observaba con mucha curiosidad.Era un joven de barba naciente, vestidocon un caftán, y que parecía ser unartelchtchit[13].
Por la puerta entreabierta miraba lapatrona. Raskolnikoff se incorporó unpoco.
—¿Quién es, Anastasia?—preguntó,señalando al joven.
—¡Ha vuelto en sí!—dijo la criada.
—¡Ha vuelto en sí!—repitió elartelchtchit.
Al oír estas palabras, la patrona cerróla puerta y desapareció. A causa de sutimidez, evitaba siempre entrevistas y explicaciones.Aquella mujer, que contabaya cuarenta años, tenía cejas y ojos negros,curvas muy pronunciadas, y el conjuntode su persona resultaba bastanteagradable. Buena como suelen ser laspersonas gruesas y perezosas, era, además,excesivamente pudorosa.
—¿Quién es usted?—preguntó Raskolnikoffdirigiéndose alartelchtchit.
En aquel momento se abrió la puerta,dando paso a Razumikin, que penetróen la habitación, inclinándose un pocoa causa de su alta estatura.
—¡Vaya un camarote de barco!—exclamóal entrar—. Siempre doy con lacabeza en el techo. ¡Y a esto se llama una[65]habitación! ¡Vamos, amigo mío, has recobradoya el sentido, según me acabande decir!
—Sí, ha recobrado el sentido—repitiócomo un eco el dependiente, sonriéndose.
—¿Quién es usted?—interrogó bruscamenteRazumikin—. Yo me llamoRazumikin, soy estudiante, hijo de noblefamilia; el señor es amigo mío. ¡Vamos,ahora dígame usted quién es!
—Estoy empleado en casa del comercianteChelopaief, y vengo aquí para ciertoasunto...
—Siéntese usted en esta silla—dijoRazumikin ocupando él otra al ladoopuesto de la mesa—. Has hecho muybien en recobrar el conocimiento—añadió,volviéndose hacia Raskolnikoff—.Cuatro días hace, puede decirse, que nohas comido ni bebido nada; apenas tomabasun poco de te, que te daban a cucharaditas.He traído aquí dos veces aZosimoff. ¿Te acuerdas de Zosimoff? Teha examinado muy atentamente, y hadicho que no tenías nada. Afirma que tuenfermedad es una simple debilidad nerviosa,resultado de la mala alimentación,pero no reviste gravedad ninguna.
—¡Es famoso ese Zosimoff! ¡Hace curasasombrosas! Pero no quiero abusarde su tiempo—añadió Razumikin, dirigiéndosede nuevo al empleado—. ¿Quiereusted decirnos el motivo de su visita?Advierte, Rodia, que es la segunda vezque vienen ya de esa casa; pero no fuéel señor el que vino. ¿Quién es el que estuvoel otro día?
—El que vino anteayer fué Alejo Semenovitch,también empleado de la casa.
—Tiene la lengua más expedita queusted, ¿verdad?
—Sí. Es un hombre de más capacidad.
—¡Modestia digna de elogio! Vamos,siga usted.
—Pues bien; por orden de la madre deusted, Anastasio Ivanovitch Vakruchin,de quien, sin duda, habrá oído hablarmás de una vez, envía a usted dineroque nuestra casa tiene el encargo de entregarle—dijoel empleado encarándose yadirectamente con Raskolnikoff—. Si poseeusted la cédula de reconocimiento, hágaseusted cargo de estos treinta y cincorublos que Semenovitch ha recibidopara usted de Anastasio Ivanovitch,por orden de su madre. Ha debido ustedtener aviso del envío de esa cantidad.
—Sí; me acuerdo... Vakruchin...—dijoRaskolnikoff, procurando hacer memoria.
—¿Quiere usted firmarme el recibo?
—Sí, va a firmar. ¿Tiene usted ahísu libro?—dijo Razumikin.
—Sí, aquí está.
—Démelo usted. Vamos, Rodia; unesfuerzo, trata de incorporarte. Yo tesostendré; toma la pluma, y pon aquí tunombre; en nuestros tiempos, el dineroes la miel de la humanidad.
—Yo no tengo necesidad de dinero—dijoRaskolnikoff, rechazando la pluma.
—¡Cómo! ¿Que no tienes necesidad dedinero?
—No firmo.
—¡Pero si tienes que dar un recibo!
—No tengo necesidad de dinero.
—¿No tienes necesidad de dinero?—repitióRazumikin—. Amigo mío, faltasa la verdad, doy fe. No se impacienteusted, se lo ruego; no sabe lo que dice...Está todavía en el país de los sueños...Cierto es, sin embargo, que suele ocurrirlelo mismo cuando está despierto... Ustedes un hombre de buen sentido; le llevaremosla mano y firmará. Vamos, ayúdemeusted.
—No; puedo volver otra vez.
—De ningún modo. ¿Por qué se ha demolestar? Usted es un hombre razonable...Ea, Raskolnikoff, no detengas por mástiempo a este señor... ya ves que te espera.
Y Razumikin se dispuso a llevar lamano a Raskolnikoff.
—Deja; lo haré yo solo—dijo éste.
Tomó la pluma, y firmó en el libro. Eldependiente entregó el dinero y se marchó.
—¡Bravo! Y ahora, amigo mío, ¿quierescomer?
—Sí—respondió Raskolnikoff.
—¿Hay sopa?
—Algo queda de ayer—respondióAnastasia que no había salido de la habitacióndurante toda esta escena.
—¿Sopa de arroz con patatas?
—Sí.
—Estaba seguro de ello. Ve a buscarla sopa, y danos también te.
—Bueno.
Raskolnikoff miraba a su amigo conprofunda sorpresa y terror estúpido. Resolviócallarse y esperar.
—Me parece que no deliro—pensaba—;todo esto es muy real.
Al cabo de diez minutos Anastasia volvíacon la sopa y anunció que serviríadespués el te. Trajo también dos cucharas,dos platos y el servicio correspondientede mesa: sal, mostaza para tomarlacon la carne, etc.; nunca había estado tanbien puesta la mesa desde hacía largotiempo; hasta el mantel era limpio.
—Anastasia—dijo Razumikin—,Praskovia Pavlovna no haría mal enenviarnos un par de botellas de cerveza.Asegúrale que no quedará ni gota.
—De nada te privas—murmuró lacriada y fué a hacer el encargo.
El enfermo continuaba observándolotodo con inquieta atención. Razumikinse sentó a su lado en el diván. Con la graciade un oso sostenía, apoyada en el brazoizquierdo, la cabeza de Raskolnikoff,que no tenía ninguna necesidad de esteauxilio, y con la mano derecha le llevabaa la boca cucharadas de sopa, despuésde soplarlas muchas veces para que suamigo no se quemase al tragarlas, a pesarde que la sopa estaba bastante fría.Raskolnikoff tomó con avidez tres cucharadas;pero Razumikin suspendió bruscamentela comida de su amigo, declarandoque para tomarla era preciso consultarcon Zosimoff.
En aquel momento entró Anastasiallevando las dos botellas de cerveza.
—¿Quieres te?
—Sí.
—Ve en seguida a buscar te, Anastasia,porque en lo tocante a esta infusión,opino que no hace falta el permiso dela Facultad. Aquí está la cerveza.
Se volvió a sentar en su silla, se acercóla sopera y la carne y se puso a devorarcon tanto apetito como si no hubiesecomido en tres días.
—Ahora, amigo Rodia, como todoslos días en esta casa—murmuró con laboca llena—. Praskovia, tu amable patrona,me trata a cuerpo de rey; me tienemucha consideración, y, es claro, yome dejo querer. ¿Para qué protestar?Aquí está Anastasia con el te. Es listaesta muchacha. Anastasia, ¿quieres cerveza?
—¿Te burlas de mí?
—¿Pero un poco de te sí tomarás?
—Eso sí.
—Sírvete, o más bien, no, espera; yote serviré. Siéntate a la mesa.
Haciendo de anfitrión, llenó sucesivamentedos tazas, después dejó su almuerzoy fué a sentarse otra vez en el sofá. Lomismo que cuando la sopa, Razumikinempleó todo género de atenciones delicadaspara que Raskolnikoff tomara el te.Este último se dejaba mimar sin decirpalabra, aunque se sentía en estado depermanecer sentado en el diván sin elauxilio de nadie, de tener en la mano lataza y la cuchara y hasta de andar; perocon cierto maquiavelismo extraño y casiinstintivo, se había decidido súbitamentea fingirse débil y simular cierta imbecilidad,teniendo, sin embargo, los ojosy los oídos en acecho. Al cabo, su disgustofué más fuerte que su resolución; despuésde haber tomado diez cucharadasde te, el enfermo apartó la cabeza conun brusco movimiento, rechazó caprichosamentela cuchara y se dejó caer sobrela almohada. Esta palabra no era yauna metáfora. Raskolnikoff tenía ahorabajo la cabeza una buena almohada deplumas, con una funda muy limpia. Estedetalle habíalo advertido el joven yno dejaba de preocuparle.
—Es preciso que Praskovia nos envíeconserva de frambuesa para preparar labebida a Raskolnikoff—dijo Razumikinvolviendo a sentarse en su sitio y reanudandosu interrumpido almuerzo.
—¿Y dónde va a buscar la frambuesa?—preguntóAnastasia que, teniendo elplatillo entre sus dedos separados, tomabasorbos de te «al través del azúcar».
—Querida, tu ama la comprará enuna tienda. Tú no sabes, Rodia: ha pasadoaquí toda una historia. Cuando teescapaste de mi casa como un ladrónsin decirme dónde vivías, me incomodétanto, que resolví encontrarte para tomarde ti una venganza ejemplar. Aquelmismo día me puse en campaña. ¡Lo quetuve que correr y preguntar! Se mehabían olvidado tus nuevas señas, por[67]la sencilla razón de que no las había sabidonunca. En cuanto a tu antiguo alojamiento,sólo me acordaba de que habitabasen los Cinco Rincones, en casa deKharlamoff. Me lancé sobre esta pista,descubrí la casa de Kharlamoff, que noes la casa de Kharlamoff sino la deBukh. Y ahí tienes cómo se embrollauno con los nombres propios. Estaba furioso;al día siguiente, fuí a la oficinade Direcciones, sin confiar nada en elresultado de esta diligencia. Pues bien,figúrate mi asombro cuando en dos minutosme dieron la indicación de tudomicilio. Estás inscrito allí.
—¿Que estoy inscrito?
—¡Ya lo creo! Y, sin embargo, no pudierondar las señas del general Kobeleffa uno que las pedía. Apenas lleguéaquí cuando me enteré de todos tus asuntos,sí, amigo mío, de todos. Lo sé todo;Anastasia te lo dirá: he trabado conocimientocon Nikodim Fomitch; he sidopresentado a Ilia Petrovitch, he entradoen relaciones con eldvornik, conAlejandro Grigorievitch Zametoff, jefede la Cancillería, y, en fin, con la mismaPashenka; ése ha sido el golpe final.Pregúntaselo a Anastasia.
—Por fuerza la has embrujado—murmuróla criada con una sonrisa maliciosa.
—Fué una lástima, querido amigo,que desde el principio no te entendiesescon ella. No debías haber procedido deeste modo con Pashenka. Tiene un caráctermuy extraño... pero ya hablaremosotro día de su carácter. Dime, ¿quéhiciste para que te cortase los víveres?¿y eso del pagaré? Por fuerza estabas lococuando lo firmaste. ¡Y el proyectode matrimonio cuando vivía su hija NataliaEgorovna!... Estoy al corriente detodo. Pero veo que toco una cuerda muydelicada y que soy un burro. Perdóname.Mas, a propósito de tonterías, ¿note parece que Praskovia Pavlovna es menostonta de lo que a primera vista parece?
—Sí—balbuceó, mirándole de reojo,Raskolnikoff.
No comprendía que hubiera sido mejorseguir la conversación.
—¿Verdad que sí?—exclamó Razumikin—.¿No es una mujer muy inteligente?Es un tipo muy original. Te aseguro,querido Rodia, que no la entiendo. Haentrado ya en los cuarenta y no confiesamás que treinta y seis... Cosa que puedehacer sin temor a que la desmientan. Teaseguro que sólo puedo juzgarla desdeel punto de vista intelectual, porque nuestrasrelaciones son las más singularesque puedes imaginarte. Repito que nola entiendo. Volviendo a nuestro asunto,ha sabido que dejaste de ir a la Universidady que estás sin lecciones ni vestidos.Además, desde la muerte de su hijano había motivo para que te considerasecomo de su familia; en tales condicionesle ha asaltado cierta inquietud. Tú,por tu parte, en lugar de conservar conella las relaciones de otro tiempo, vivíasretirado en tu rincón, y, naturalmente,quería que te marchases. Pensaba desdehacía tiempo en eso; pero como le habíasfirmado un pagaré, asegurándole, además,que tu madre pagaría...
—He cometido una bajeza al decirletal cosa... Mi madre está en la miseria.Yo mentía para que me siguiesen dandohospedaje y comida—dijo Raskolnikoffcon voz entrecortada y vibrante.
—Tenías razón al hablar como hablaste;pero la intervención de Tchebaroff,curial y hombre de negocios, lo ha echadotodo a rodar. Si no hubiera sido poréste, Pashenka no hubiera emprendidonada contra ti. Es demasiado tímida parahacer eso. En cambio, el hombre denegocios no es tímido y en seguida haentablado la demanda. ¿El firmante dela letra es persona solvente? Respuesta:sí, porque su madre, aunque no poseemás que una pensión de ciento veinticincorublos, se quedaría sin comer contal de sacar a Rodión de semejante apuro,y tiene además una hermana que sevendería como esclava por su hermano.El señor Tchebaroff se ha fundado en estecálculo. ¿Por qué te agitas? Adivino,amigo mío, lo que estás pensando; notenías inconveniente en refugiarte en elseno de Pashenka cuando podía ver enti un futuro yerno; pero, ¡ay!, en tantoque el hombre honrado y sensible seabandona a las confidencias, el hombrede negocios las recoge y hace su agosto.En suma; le entregó la letra a ese[68]Tchebaroff, que no se ha andado porlas ramas. Cuando lo supe, quise, parala tranquilidad de mi conciencia,tratar también al hombre de negociospor la electricidad; pero, entretanto, seha establecido perfecta armonía entrePashenka y yo, y he suspendido el procedimientorespondiendo de tu deuda.¿Te enteras, amigo mío? He salido fiadorpor ti. He hecho venir a Tchebaroff,se le ha tapado la boca con diez rublosy ha devuelto el papel que tengo el honorde presentarte. Ahora, no eres másque un deudor bajo tu palabra. Tómalo.
—¿Eres tú a quien no conocía cuandodeliraba?—preguntó Raskolnikoff, despuésde una pausa.
—Sí, y aun mi presencia te ha ocasionadoalguna crisis violenta, sobre todocuando he venido con Zametoff.
—¡Zametoff! ¿El jefe de la Cancillería?...¿Por qué lo has traído?...
Al pronunciar estas palabras, Raskolnikoffcambiaba de posición y fijó losojos en Razumikin.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te alteras?Deseaba conocerte y quiso venir porquehabíamos hablado mucho de ti. ¿Cómo,de otra manera, hubiera sabido yo tantascosas acerca de ti? Es un buen muchacho,amigo mío; maravilloso, claro queen su género; ahora somos amigos; nosvemos todos los días porque acabo detransportar mis penates a ese barrio.¿Aun no lo sabías? Me he mudado recientemente.He ido dos veces con éla casa de Luisa. ¿Te acuerdas de Luisa?Luisa Ivanovna...
—¿He disparatado mucho durantemi delirio?
—Ya lo creo. No te lo puedes imaginar.
—¿Qué es lo que decía?
—¿Que qué decías? Ya se sabe lo quepuede decir un hombre que no está ensus cabales... Pero no estamos aquí paraperder el tiempo, sino para ocuparnosen nuestros asuntos.
Y así diciendo se levantó tomando sugorra.
—¿Qué es lo que decía?
—¿Quieres que te lo cuente? ¿Temeshaber dejado escapar algún secreto?tranquilízate; de tus labios no ha salidoninguna palabra acerca de la cuestión,pero has hablado mucho de unbulldog,de pendientes, de cadenas de reloj, de laisla de Krestovsky, de undvornik... ¡quésé yo! Nikodim Fomitch e Ilia Petrovitch,el ayudante, salían a relucir en tu delirio.Además hablabas mucho de una de tusbotas, no cesabas de decir llorando: ¡dámela!Zametoff la estuvo buscando portodos los rincones, y cuando encontróesa alhaja, no tuvo inconveniente entomarla con sus blancas manos cubiertasde sortijas y tan perfumadas... Entoncesfué cuando te calmaste, no soltándoladurante veinticuatro horas. Imposiblequitártela. Aun debe estar ahí, debajode la colcha. También pedías las tirasdel pantalón, ¡y con qué lágrimas! Hubiéramosdeseado saber qué interés teníanpara ti esas tiras; pero no entendíamosni una sola de tus palabras. Ahoravamos a nuestro asunto. Aquí tienestreinta y cinco rublos; tomo diez y dentrode dos horas volveré y te daré cuenta delempleo que habré hecho de ellos. De pasoentraré en casa de Zosimoff; ya deberíaestar aquí, porque son las once dadas.Durante mi ausencia, cuida tú, Anastasia,de que a éste no le falte nada y procuraprepararle algo para beber... Ahora voya dar por mí mismo instrucciones aPashenka. Hasta la vista.
—¡La llama Pashenka! ¿Habráse vistoun bribón como ése?—dijo la sirvientacuando el joven, girando sobre sustalones, abandonó el cuarto, y saliendotambién ella, se puso a escuchar detrásde la puerta; pero al cabo de un instanteno pudo permanecer allí y descendiómuy apresuradamente, deseosa de saberqué hablaba Razumikin con la patrona.Era evidente que Anastasia sentíaverdadera admiración por el estudiante.
Apenas la criada había cerrado lapuerta, el enfermo, echando a un lado lacolcha, saltó del lecho como loco. Habíaesperado con impaciencia febril para ponermano a la obra. ¿A qué obra? Era elcaso que, en aquel instante, no se acordabade nada. «¡Señor! ¡Dime solamenteuna cosa! ¿Lo saben todo, o aun lo ignoran?Quizá ya estén enterados, pero fingenignorarlo, porque me ven enfermo.Esperarán a que esté restablecido para[69]quitarse la máscara: me dirán entoncesque lo sabían todo desde hace largotiempo... Pero, ¿qué es lo que tengo quehacer ahora? Si era una cosa urgente...la he olvidado y pensaba en ella haceun minuto.»
Estaba en pie en medio de la habitación,presa de dolorosa perplejidad. Seacercó a la puerta, la abrió y aplicó eloído; mas, ¿para qué? De repente parecióque recobraba la memoria; acudió alrincón en que la tapicería estaba desgarrada,introdujo la mano en el agujeroy lo escudriñó. Mas no era tampoco aquellode lo que quería acordarse; abrió laestufa y estuvo escarbando las cenizas;los bordes cortados del pantalón y el forrodel bolsillo se encontraban allí, conformelos echó antes el joven; de modoque nadie había hurgado en la estufa.Se acordó entonces de la bota, de la quele había hablado Razumikin. La botaestaba en el sofá, bajo la colcha, pero,desde el crimen había sufrido tantosfrotamientos y manchádose con tantolodo, que sin duda Zametoff no habíapodido notar nada.
—¡Bah!... ¡Zametoff!... ¡La oficina depolicía! Pero, ¿por qué se me cita a esaoficina? ¿Dónde está la citación?... ¡Ah,sí, estoy confundido! Fué el otro díacuando se me hizo ir; examiné entoncestambién la bota; pero ahora, ahora heestado enfermo. Mas, ¿por qué ha venidoaquí Zametoff? ¿Por qué lo ha traídoRazumikin?—murmuraba Raskolnikoff,sentándose fatigado en el sofá—. ¿Quépasa? ¿Estoy delirando, o veo las cosascomo son? Me parece que no sueño. ¡Oh!ahora recuerdo... Es preciso partir, partiren seguida; no hay más remedio quealejarse. Pero ¿a dónde ir? ¿Y dóndeestá mi ropa? No tengo botas. Se las hanllevado o las han escondido. ¡Ah! Comprendo.Aquí está mi gabán. No se hanfijado en él. ¡Dinero aquí, sobre la mesa!¡Gracias a Dios! La letra de cambio aquítambién... Voy a tomarlo y a salir. Alquilaréotro cuarto y no me encontrarán...Pero, ¿y la oficina de Direcciones? Acabaránpor descubrirme... Sí... Razumikinsabrá dar conmigo. Mejor será expatriarme,irme lejos, a América: allí mereiré de ellos. Tengo que llevarme la letrade cambio... Me servirá. ¿Que más necesito?Me creen enfermo, piensan queno me encuentro en estado de andar, ¡ja,ja! He leído en sus ojos que lo saben todo.No tengo más que bajar la escalera. Pero,¿y si la casa estuviese vigilada, si abajome encontrase con los agentes de policía?...¿Qué es esto?... ¿Te...? Tambiénha quedado algo de cerveza. Esto me refrescará.
Tomó la botella que aun contenía lobastante para llenar un gran vaso y lovació de un trago con verdadero placer,porque tenía ardiendo el estómago. Peroun minuto después prodújole la cervezazumbidos en las sienes y un ligero escalofríono del todo desagradable en laespina dorsal. Se acostó y tapó con lacolcha. Sus ideas vagas e incoherentes seembrollaban cada vez más. Bien prontosintió gran pesadez en los párpados, apoyócon placer la cabeza en la almohada,se tapó muy bien con la blanca colchaque había reemplazado y su harapientogabán y se quedó profundamente dormido.
Se despertó al oír ruido de pasos y vióa Razumikin que acababa de abrir lapuerta, pero que dudaba si penetrar ono en la habitación y permanecía de pieen el umbral.
Raskolnikoff se levantó vivamente ymiró a su amigo con la expresión de unhombre que trata de recordar algo.
—Puesto que no duermes, aquí metienes. Anastasia, sube el paquete—gritóRazumikin a la criada que estabaabajo—; voy a darte mis cuentas.
—¿Qué hora es?—preguntó el enfermo,dirigiendo en torno suyo una miradainquieta.
—¡Buena siesta, amigo mío! Van adar las seis y eran las doce cuando tedormiste. Así, tu sueño ha durado seishoras.
—¡Señor! ¡Cómo he podido dormirtanto rato!
—¿De qué te quejas? Este sueño tesentará bien. ¿Tenías algún negocio urgente?¿Una cita quizás? Ahora todo eltiempo nos pertenece. Tres horas haceque esperaba a que te despertases. Dosveces he entrado y tú duerme que duerme.Otras dos veces he estado en casa[70]de Zametoff; había salido; pero no importa,vendrá. Además he tenido queocuparme en mis asuntos. He cambiadohoy de domicilio y he mudado todos mistrastos, incluso mi tío, porque te adviertoque tengo al presente a un tío en micasa... Pero basta, volvamos a nuestroasunto. Trae acá el paquete, Anastasia.Vamos en seguida a... Ante todo, ¿cómoestás?
—Me siento bien, ya no estoy enfermo.¿Hace mucho tiempo que estás aquí,Razumikin?
—Acabo de decirte que he estado treshoras esperando a que te despertases.
—No hablo de ahora sino de antes.
—¿Cómo de antes?
—¿Desde cuándo vienes a esta casa?
—Ya te lo dije otra vez. ¿No te acuerdas?
Raskolnikoff hizo un llamamiento asu memoria. Se le presentaban los incidentesde aquel día como si los hubierasoñado, y viendo que en vano pretendíarecordar, interrogó con una mirada aRazumikin.
—¡Hum!—dijo éste—; lo has olvidado.Ya me hacía yo cargo de que, laotra vez, no estabas en tu juicio. Ahorael sueño te ha sentado bien. Tienes muchomejor cara. Ya recobrarás la memoria.Ahora, mira, querido amigo—y sepuso a deshacer el paquete, que era evidentementeel objeto de todas sus preocupaciones—.Esto, amigo mío, es lo quemás me interesaba. Hay que hacer de tiun hombre. ¡Vamos a ver! Comencemospor arriba. ¿Ves esta gorra?—dijo, sacandodel envoltorio una muy decente,aunque ordinaria y de poco valor—. ¿Medejas que te la pruebe?
—No, ahora no, más tarde—contestóRaskolnikoff rechazando a su amigo conun gesto de impaciencia.
—Tiene que ser ahora mismo, amigoRodia; tú déjame a mí. Después seríademasiado tarde. Además, la inquietudme tendría en vela toda la noche, porquehe comprado estas prendas al buen tuntun, sin tener la medida. ¡Te está perfectamente!—exclamócon aire de triunfodespués de haberle probado la gorra—.Cualquiera diría que te la han hecho ala medida. ¿A que no aciertas, Nastachiuska,lo que me ha costado?—dijo encarándosecon la criada, viendo que suamigo guardaba silencio.
—¿Dos grivnas?—respondió Anastasia.
—¡Dos grivnas! ¿Estás loca?—gritóRazumikin—. Ahora por dos grivnas nose podría comprar siquiera tu personita.¡Ocho grivnas y eso porque está usada!Vamos a ver ahora el pantalón; te adviertoque estoy orgulloso de él—y presentóa Raskolnikoff un pantalón de colorceniza de ligera tela de verano—. Ni unagujero, ni una mancha, y todavía muyllevable, aunque esté ya usado. El chalecoes del mismo color que el pantalón,como lo exige la moda. Por lo demás, estasprendas son mejores que nuevas,porque con el uso han adquirido suavidad,son más flexibles. Soy de parecer,amigo Rodia, de que para andar por elmundo es preciso arreglarse según la estación:las personas razonables no comenespárragos en el mes de enero; en mis compras,he seguido ese principio... Como estamosen verano, he comprado un vestidode verano. Que viene el otoño, teharán falta vestidos de más abrigo yabandonarás éstos... con tanta más razón,cuanto que de aquí allá habrán tenidotiempo de estropearse... Bueno, aver si aciertas lo que han costado. ¿Cuántote parece? Dos rublos y veinticincokopeks. Ahora hablemos de las botas.¿Qué tal? se ve que están usadas, es verdad,pero desempeñarán muy bien su papeldurante dos meses; han sido hechas enel extranjero; eran de un secretario de laembajada británica que las vendió la semanapasada y que no las ha llevado másque seis días; sin duda andaría mal dedinero. Precio: un rublo y cincuenta kopeks:son de balde.
—Pero acaso no le vengan—observóAnastasia.
—¿Que no le vendrán? ¿Para qué sirveesto, entonces?—replicó Razumikin,sacando del bolsillo una bota vieja deRaskolnikoff, sucia y agujereada—. Habíatomado mis precauciones. Todo ellose ha hecho muy concienzudamente.En cuanto a la ropa blanca ha habidomucho regateo con la revendedora; enfin, aquí tienes tres camisas con la pe[71]cherade moda. Y ahora recapitulemos:gorra, ocho grivnas; pantalón y chaleco,dos rublos y veinticinco kopeks; ropablanca, cinco rublos; botas, un rublocincuenta kopeks. Tengo que devolvertecuarenta y cinco kopeks. Toma, guárdalos;de esta suerte cátate ya emperifollado,porque, según mi juicio, tu paletó,no solamente puede servir aún,sino que conserva mucha distinción: seve que ha sido hecho en casa de Charmer;en cuanto a los calcetines, etc...te dejo el cuidado de que los compres tú.Nos quedan veinticinco rublos y no tienesque inquietarte, ni de Pashenka nidel pago de inquilinato. Ya te lo he dicho:se te ha abierto un crédito ilimitado,y ahora es necesario que te mudes deropa blanca, porque tu enfermedad estáen tu camisa...
—Déjame, no quiero—respondió rechazándoleRaskolnikoff, cuyo rostro habíapermanecido triste durante el festivorelato de Razumikin.
—Es preciso, amigo mío; ¿por qué mehe destalonado yo por esas calles? Natachiuska,no te la eches de vergonzosa,ayúdame—y a pesar de la resistencia deRaskolnikoff, logró mudarle de ropa interior.
El enfermo se dejó caer sobre la almohaday no dijo una palabra durantedos minutos.
—¿No me dejarán tranquilo?—pensaba—.¿Y con qué dinero se ha compradotodo esto?—preguntó en seguida, mirandoa la pared.
—¡Vaya una pregunta! ¿Con qué dineroha de haber sido? Con el tuyo. Tumadre te ha enviado por medio de Vakruchintreinta y cinco rublos que te trajeronhace poco. ¿Lo has olvidado,quizá?
—Sí, ya me acuerdo—dijo Raskolnikoffdespués de haberse quedado pensativoy sombrío.
Razumikin, fruncidas las cejas, le mirabacon inquietud. Se abrió la puertay entró en la habitación un hombre dealta estatura. Su manera de presentarseindicaba la costumbre de visitar la casade Raskolnikoff.
—¡Zosimoff! ¡Por fin!—gritó alegrementeRazumikin.
El recién venido era un mocetón deveintisiete años, alto y grueso, de rostroun poco abotargado, pálido y afeitadocuidadosamente. Tenía el cabello de colorrubio, casi blanco y cortado en formade cepillo. Usaba lentes y en el índicede su carnosa mano brillaba un gruesoanillo de oro. Se comprendía que le gustabausar cómodos vestidos que no carecíande cierta elegancia. Llevaba unancho gabán de verano y pantalón claro.La pechera, los puños y cuello eranirreprochables, y brillaba sobre su chalecopesada cadena de oro. Sus modalestenían algo de lentos y de flemáticos,aunque hacía esfuerzos para darse airede desenvuelto. Por lo demás, a despechode su cuidado, se advertía en sus manerasalgo de afectación. Cuantos le conocíanle encontraban insoportable; pero letenían en grande estima como médico.
He estado dos veces en tu casa... ¿Loestás viendo? Ha recobrado ya los sentidos.
—Ya veo, ya veo; ¿cómo nos sentimoshoy?—preguntó Zosimoff a Raskolnikoff,mirándole atentamente.
Y al mismo tiempo se sentaba en elextremo del sofá, a los pies del enfermo,esforzándose por encontrar un sitio parasu enorme persona.
—¡Siempre hipocondríaco!—continuóRazumikin—; hace poco, cuando lehemos mudado de ropa interior, casise ha echado a llorar.
—Se comprende, lo mismo hubiera sidomudarle luego; no era necesario contrariarle...El pulso es excelente, seguimoscon un poco de dolor de cabeza, ¿noes verdad?
—Estoy perfectamente—dijo Raskolnikoffirritado.
Y al pronunciar estas palabras se incorporóde repente en el sofá y brillaronsus ojos. Pero un instante después se dejócaer sobre la almohada, volviéndose dellado de la pared. Zosimoff le miraba atentamente.
—¡Muy bien! Nada de particular—dijocon cierta indiferencia—. ¿Has tomadoalgo?
Se le dijo lo que había comido el enfermoy se le preguntó qué podía dársele.
—Puede tomar lo que quiera, sopa, te...Claro es que quedan prohibidos los cohombrosy las setas; no conviene tampocoque coma carne... aunque esta advertenciaes ociosa.
Cambió una mirada con Razumikin yprosiguió:
—Nada de pociones ni medicamentos;mañana veremos... Hoy se hubiera podido...de todos modos está bien.
—Mañana por la tarde le sacaré a darun paseo—dijo Razumikin—, iremosjuntos al jardín Yusupoff y después alPalacio de Cristal.
—Mañana sería demasiado pronto;pero un paseíto corto... En fin, mañanaveremos.
—Lo que siento es que precisamentehoy inauguro mi nueva vivienda, que estáa dos pasos de aquí, y desearía que fueseuno de los nuestros, aunque tuviese queestar tendido en un sofá. ¿Vendrás tú?—preguntóRazumikin al doctor—; lo hasprometido, no faltes a tu palabra.
—Bueno, no podré ir hasta bastantetarde. ¿Das un convite?
—¡Nada de convite! Te, aguardiente,arenques y pastas... Una reunión de amigos.
—¿Y quiénes son tus huéspedes?
—Compañeros jóvenes y mi tío, unviejo que ha venido a no sé qué negociosa San Petersburgo; llegó ayer. Sólo nosvemos una vez cada cinco años.
—¿En qué se ocupa?
—En vegetar en un distrito. Es maestrode postas, cobra una pensioncilla ytiene sesenta y cinco años. No hablemosmás de él, aunque le quiero. Estará tambiénPorfirio Petrovitch, juez de instruccióndel distrito... un notable jurisconsulto.Tú le conoces.
—¿Es también pariente tuyo?
—Muy lejano. Mas, ¿por qué arrugasel entrecejo? ¿Crees que porque un díatuvisteis no sé qué disputa estás en elcaso de no venir?
—¡Oh! ¡Me río de él!
—Es lo más cuerdo que puedes hacer.Habrá también estudiantes, un profesor,un empleado, un músico y un oficial,Zametoff.
—Dime, te lo ruego, lo que tú o éste—Zosimoffseñaló con un movimiento decabeza a Raskolnikoff—tenéis de comúncon ese Zametoff.
—Pues bien, ya que quieres que te lodiga, entre Zametoff y yo hay algo común;traemos cierto negocio entre manos.
—Me gustaría saber qué negocio esése.
—A propósito del pintor decorador.Trabajamos porque se le ponga en libertad.Creo que lo conseguiremos. Elasunto es perfectamente claro; nuestraintervención tiene por único objeto apresurarel desenlace.
—¿A qué pintor te refieres?
—¿No te he hablado ya de él? ¡Ah! esverdad. No te he contado más que elprincipio... Se trata del asesinato de lavieja prestamista sobre prendas. Puesbien, el pintor fué detenido como autordel doble crimen.
—Sí, antes que me contaras todo esoya había oído yo hablar de esos asesinatos,y, a decir verdad, la cosa me interesahasta cierto punto... He leído algoen los periódicos.
—También mataron a Isabel—dijo,de pronto Anastasia, dirigiéndose aRaskolnikoff.
—¡Isabel!—murmuró el enfermo convoz casi ininteligible.
—Sí, Isabel, la revendedora. ¿No laconocías? Venía a casa de la patrona.Por cierto que te hizo una camisa.
Raskolnikoff se volvió del lado de lapared y se puso a contemplar con granatención una de las florecillas blancasde que estaba sembrado el papel que tapizabasu habitación. Sentía que se leentumecían los miembros, pero no seatrevía a moverse y continuaba con lamirada fija en la florecilla de papel.
—¿Luego resultan cargos contra esepintor?—preguntó Zosimoff interrumpiendocon manifiesto enojo a la criada, quesuspiró y guardó silencio.
—Sí; pero esos cargos, en rigor, no sontales, y eso es precisamente lo que setrata de demostrar. La policía sigue unapista falsa, como la siguió al principiocuando sospechó de Koch y Pestriakoff.Por poco interés que se tenga en lacuestión, se siente uno indignado al ver[73]una sumaria tan neciamente conducida.Pestriakoff vendrá probablemente estanoche a mi casa; y, a propósito, Rodia,tú tienes noticia de ese crimen; ocurrióel día antes que cayeras enfermo, la vísperade tu desmayo en la oficina de policía,precisamente cuando se estaba hablandode él.
El médico miró curiosamente a Raskolnikoff.
—Será preciso que yo no te quite elojo de encima, Razumikin—le dijo—;te interesas demasiado por un asuntoque no te va ni te viene.
—Es posible, pero no importa. Arrancaremosa ese desgraciado de las garrasde la justicia—exclamó Razumikin, descargandoun puñetazo sobre la mesa—.Mas no son los errores de esa gente loque me irritan; cualquiera se equivoca.Además, el error es cosa excusable, puestoque por medio de él se llega a la verdad;no, lo que me molesta es que estandoengañados continúan creyéndose infalibles.Yo estimo a Porfirio; pero...¿Sabes lo que en un principio los ha despistado?La puerta estaba cerrada; ycuando Koch y Pestriakoff subieron conel portero estaba abierta: luego Koch yPestriakoff son los asesinos. ¡Vaya unalógica que me gastan!
—No te acalores. Los han detenidoporque no tenían más remedio que detenerlos.Y a propósito, he visto de nuevoa Koch; creo que estaba en relacionesde negocios con la vieja. ¿Le comprabalos objetos empeñados después delvencimiento?
—Sí, es un camastrón. Negocia tambiénletras de cambio. El mal rato que hapasado no me importa un comino. Perome sublevo contra los sistemas estúpidosde un procedimiento anticuado...Tiempo es ya de emprender un nuevocamino y de renunciar a viejas rutinas.Unicamente los datos psicológicos puedenarrojar luz en estos procesos. «Tenemoshechos», dicen; pero los hechosno son todo; la manera de interpretarloscontribuye por lo menos en una mitadal éxito de un sumario.
—¿Sabes tú interpretar los hechos?
—Mira, es imposible callarse cuandose siente, cuando se tiene la íntima convicciónde que se puede contribuir al descubrimientode la verdad... ¿Conoces lospormenores de ese asunto?
—Me habías hablado no sé qué de unpintor decorador, pero no me has contadoel suceso.
—Pues bien, oye. Dos días despuésde cometido el asesinato, por la mañana,en tanto que la policía procedía contraKoch y Pestriakoff, a pesar de las explicacionesperfectamente categóricas dadaspor ellos, surgió un incidente completamenteinesperado. Cierto Dutchkin,campesino que tiene una taberna enfrentede la casa del crimen, llevó a la comisaríaun estuche que encerraba unos pendientesde oro, y con tal motivo contósu historia: «Anteayer tarde, poco despuésde las ocho (fíjate en esta coincidencia),Mikolai, un obrero pintor, parroquianode mi establecimiento, fué asuplicarme que le prestase dos rublospor los pendientes que contenía el estuche.A mi pregunta: «¿Dónde has encontradoesto?», me respondió que en lacalle. No le pregunté más (es Dutchkinquien habla), y le di un billetito, es decir,un rublo, porque dije para mis adentros:si no tomo este objeto lo tomaráotro, y mejor es que esté en mis manos;si lo reclaman y sé que ha sido robado,iré a entregarlo a la policía.» Bien mirado,al hablar de este modo—prosiguióRazumikin—, mentía descaradamente;conozco a ese Dutchkin, es un encubridor,y cuando tomó de Mikolai una alhajaque valía treinta rublos, no tenía intenciónde entregarla a la policía. Se decidióa ello bajo la influencia del miedo. Perodejemos a Dutchkin continuar su relato:«Desde niño conozco a ese campesino quese llama Mikolai Dementieff; es, como yo,del gobierno de Riazan y del distrito deZaraisk. Sin ser un borracho, bebe algunasveces demasiado. Sabíamos que estabantrabajando con Mitrey, que es de su país.Después de haber recibido el billetito,Mikolai apuró dos copas, cambió su rublopara pagar y se marchó, llevándose elcambio de la moneda. No vi a Mitrey conél. Al día siguiente, oímos decir que habíanmatado a hachazos a Alena Ivanovnay a su hermana Isabel Ivanovna.Nosotros las conocíamos y entonces na[74]cieronnuestras sospechas a propósitode los pendientes, porque sabíamos quela vieja prestaba dinero sobre alhajas.Para aclarar mis dudas, me dirigí a casade las interfectas haciéndome el ignorante,y lo primero que hice fué averiguarsi estaba allí Mikolai. Mitrey me dijoque su camarada andaba de picos pardos,Mikolai entró borracho en su casapor la mañana temprano y diez minutosdespués salió de ella. Desde entoncesMitrey no le había vuelto a ver, y, comoes consiguiente, trabajaba solo. La escaleraque conduce a la habitación de lasvíctimas, es también la del cuarto enque trabajan los dos obreros; este cuartoestá situado en el segundo piso. Habiendosabido esto, no dije palabra a nadie(es Dutchkin el que habla); pero recogímuchas noticias acerca del asesinato yme volví a mi casa preocupado siemprecon la misma duda. Esta mañana, a lasocho (es decir, a las dos horas del crimen,¿comprendes?), he visto a Mikolai entraren mi establecimiento. Estaba algobebido, pero no del todo borracho, demodo que podía comprender lo que se ledijera. El hombre se sentó silenciosamenteen un banco. Cuando llegó Mikolaino había en la taberna más que un parroquianoque dormía en otro banco;sin contar, por supuesto, los dos mozos.«¿Has visto a Mitrey?», pregunté a Mikolai.«No, dijo, no le he visto.» «¿Y nohas ido a trabajar?» «No he ido desde anteayer»,respondióme. «¿En dónde hasdormido esta noche?» «En las Arenas, encasa de los Kolomensky.» «¿Y de dóndehas sacado los pendientes que me trajisteel otro día?» «Los encontré en laacera», dijo con aire sospechoso, evitandomirarme. «¿Has oído decir que esa mismatarde y a la misma hora ha ocurridoalgo en el edificio en que trabajas?»«No, me contestó, nada sé.» Le cuentotodo el suceso, y él me escucha abriendodesmesuradamente los ojos. Derepente, se pone más blanco que lapared, toma la gorra y se levanta. Tratéentonces de detenerle. «Espera un poco,Mitchka, le digo. Echa otra copa». Almismo tiempo hago señas a uno de losmozos para que se ponga delante de lapuerta, mientras yo me aparto del mostrador.Pero adivinando, sin duda, misintenciones, se lanza fuera de la casa,echa a correr y desaparece por una bocacalle.Desde aquel momento no tengo lamenor duda de que es el culpable.
—¡Ya lo creo!—dijo Zosimoff.
—Espera. Escucha hasta el fin. Naturalmente,la policía se puso a buscarpor todas partes a Mikolai. Detuvo aDutchkin y Mitrey e hizo varios registrosen sus casas; pero hasta anteayerno se ha logrado capturar a Mitka, aquien se encontró en una posada delarrabal de***, en circunstancias bastanteraras. Una vez en esa posada, se quitósu cruz que era de plata, la entregó alposadero y pidió unshkalik[14] de aguardiente.Minutos después, una campesinaque acababa de ordeñar las vacas, mirandopor la rendija del establo, vió alpobre hombre haciendo preparativos paraahorcarse. Tenía hecho un nudo corredizoa su cinturón, lo había atado a unaviga del techo; y, subido en una pila demadera, trataba de echarse al cuello lalazada. A los gritos de la mujer acudió lagente: «¡Vaya un entretenimiento el tuyo!»«Conducidme, dijo, a la oficina depolicía; lo confesaré todo.» Se accedióa su demanda, y con todos los honoresdebidos a su clase, se le condujo a la comisaríade nuestro barrio, donde se lesometió a un detenido interrogatorio.«¿Quién eres tú? ¿Qué edad tienes?»«Veintidós años, etc.» Pregunta: «Mientrasestabas trabajando con Mitrey, ¿novieron ustedes a nadie en la escalera entretal y cual hora?» Respuesta: «Quizápasó alguien, pero no reparamos.» «¿Yno oyeron ustedes nada?» «Nada.» «¿Ytú, Mikolai, no supiste que aquel día ya tal hora habían asesinado y robado ala vieja y a su hermana?» «Nada absolutamentesabía de eso; tuve la primeranoticia anteayer, en la taberna; me ladió Atanasio Papritch.» «¿Y en dóndeencontraste los pendientes?» «En lacalle.» «¿Por qué al día siguiente nofuiste a trabajar con Mitrey?» «Porquequise holgar.» «¿En dónde estuviste?» «Endiferentes sitios.» «¿Por qué escapaste[75]de casa de Dutchkin?» «Porque teníamiedo.» «¿De que tenías miedo?» «De lajusticia.» «¿Y por qué tenías miedo de lajusticia no siendo culpable de nada?»
»Pues bien, tú lo creerás o no lo creerás,Zosimoff; pero la cuestión se ha planteadoliteralmente en los términos quete he dicho, lo sé de cierto porque se meha repetido palabra por palabra el interrogatorio.¿Eh? ¿qué tal? ¿Qué te parece?
—Pero, en fin, ¿hay pruebas?
—No se trata ahora de pruebas, sinode las preguntas hechas a Mikolai y de lamanera que tiene la gente de policía deentender la naturaleza humana. Bueno,dejemos esto. Para abreviar: de tal maneraatormentaron a ese infeliz, que acabópor confesar que no fué en la calledonde encontró los pendientes, sino en elcuarto en que trabajaba con Mitrey. «¿Cómolos has encontrado?», le preguntan.Y él contesta: «Mitrey y yo estuvimospintando todo el día; eran las ocho e íbamosa marcharnos, cuando Mitrey tomóun pincel, me lo pasó por la cara y echóa correr, después de haberme untado.Me lancé en su persecución, bajé los escalonesde cuatro en cuatro gritando comoun loco, y en el momento en que llegabaabajo con toda la velocidad de mis piernas,di un empujón al portero y a unoscuantos señores que se encontraban allítambién, no recuerdo cuántos. Entoncesel portero me injurió, otro portero lehizo coro, la mujer del primer piso salióde la portería, donde se hallaba, y añadiósus insultos a los que los otros me dirigían.En fin, un señor, que entraba enla casa con una señora, nos reprendió, aMitka y a mí, porque estábamos derribadosen el suelo delante de la puerta eimpedíamos el paso; yo tenía asido a Mitkapor los cabellos y le pegaba puñetazos.El también me tenía agarrado porel pelo y me daba cuantos golpes podía,aunque estaba debajo de mí. Hacíamosesto sin reñir, en broma, riendo a carcajadas.Luego Mitka logró escapar de mismanos y se escurrió a la calle; yo corrítras él, pero no pude alcanzarle y volvísolo al cuarto en que trabajábamos pararecoger los útiles del oficio. Mientraslos arreglaba, esperando a Mitka, puesestaba seguro de que volvería, vi en unrincón, al lado de la puerta, una cosa envueltaen un papel. Quité el papel y encontréun estuche que contenía unos pendientes...»
—¿Detrás de la puerta? ¿Estaba detrásde la puerta, detrás de la puerta?—repitióRaskolnikoff mirando espantadoa Razumikin y haciendo esfuerzos paraincorporarse en el sofá.
—Sí. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te ponesasí?—dijo Razumikin, saltando de suasiento.
—No, no es nada—respondió Raskolnikoffcon voz débil, dejándose caer denuevo sobre la almohada y poniéndosede cara a la pared.
Reinó un silencio de algunos minutos.
—Estaba, sin duda, adormilado—dijoRazumikin, interrogando con la miradaa Zosimoff, quien hizo con la cabeza unleve movimiento negativo.
—Continúa—dijo el doctor—; ¿ydespués?
—Ya sabes lo demás. En cuanto tuvolos pendientes no pensó ni en sus útilesdel oficio ni en Mitrey; tomó la gorra yse fué en seguida a la taberna de Dutchkin.Como ya te he dicho, hizo que éstele diera un rublo, diciéndole que habíaencontrado el estuche en la calle, y en seguidase fué de holgorio. Mas en lo concernienteal asesinato, su lenguaje no varía:«No sé nada, repite constantemente.No tuve noticias del crimen hasta el díadespués.» «Pero, ¿por qué has desaparecidodurante todo ese tiempo?» «Porquetemía que me vieran.» «¿Y por qué queríasahorcarte?» «Porque tenía miedo.»«¿De qué tenías miedo?» «De que me procesaran.»Esta es la historia. Ahora bien,¿qué dirás que sacan en conclusión detodo ello?
—¿Qué quieres que diga? Existe unapresunción, discutible, quizá, pero nodeja de ser una presunción. ¿Crees túque debían poner en libertad a ese pintordecorador?
—Sí, pero es el caso que están convencidosde que es el autor del crimen.
—Vamos a ver, y no te exaltes. Te olvidasde los pendientes. El mismo día,pocos instantes después de haberse co[76]metidoel crimen, los pendientes, que sinduda se hallaban en el baúl de la víctima,estaban en manos de Mikolai: hasde convenir conmigo en que es precisoaveriguar cómo llegaron a su poder; eséste un punto que el juez instructor nopuede por menos que aclarar.
—¿Que cómo llegaron a su poder?—exclamóRazumikin—. ¿Que cómo llegarona su poder? Ante todo, doctor, portu condición de médico has tenido ocasiónde estudiar al hombre y profundizarla naturaleza humana. Siendo esto así,¿es posible que no veas cuál es la de eseMikolai? ¿Cómo no te haces cargoapriori de que todas las declaracionesprestadas por él en el curso de los interrogatoriosson verdaderas? Los pendientesllegaron a sus manos exactamente comoél dice: tropezó con el estuche y lorecogió.
—¡Verdaderas!... Sin embargo, él mismoha confesado que mintió en su primeradeclaración.
—Escúchame, escúchame atentamente:el portero, la mujer de éste, Koch.Pestriakoff, el otro portero, la inquilinadel primer piso que se hallaba a la sazónen la portería, el consejero Krukoff, queen aquel mismo instante acababa de apearsedel coche y entraba en la casa conuna señora del brazo; todos, es decir,ocho o diez testigos, declaran unánimementeque Mikolai tiró a Mitrey al sueloy que, conforme le tenía debajo, ledaba puñetazos, mientras el otro agarrabaa su compañero del pelo y procurabadevolverle los golpes recibidos. Estabantirados delante de la puerta, interceptandoel paso; los injurian, y ellos«lo mismo que chiquillos» (es la expresiónde los testigos), gritan, se maltratan, lanzancarcajadas y se persiguen en la callecomo dos pilluelos. ¿Comprendes? Ahorafíjate en esto: arriba yacen dos cadáveresque no se han enfriado todavía, pues estabancalientes aún cuando los descubrieron.Si hubiesen cometido el crimen losdos obreros o solamente Mikolai, permítemeque te pregunte: ¿Se comprendetal descuido, tal serenidad en personasque acaban de cometer dos asesinatosseguidos de robo? ¿No existe verdaderaincompatibilidad entre esos gritos, esasrisas, esa lucha infantil y el estado deánimo en que debieran encontrarse losasesinos? ¡Cómo! ¡A los cinco o diezsegundos de haber matado (porque, lorepito, se han encontrado todavía calienteslos cadáveres), se van sin cerrarla puerta del cuarto en que yacen susvíctimas, y sabiendo que sube gente alcuarto en donde se ha perpetrado el delito,retozan en el umbral de la puertacochera, y en lugar de huir apresuradamenteinterceptan el paso, ríen, atraenla atención de la gente, hasta el puntode que hay diez testigos que declaranunánimemente!
—Es verdad; eso es extraño; pareceimposible; pero...
—No haypero que valga, amigo mío.Reconozco que los pendientes encontradosen poder de Mikolai, poco después decometido el crimen, constituyen en contradel pintor un hecho grave, hechopor otra parte, explicado de manera plausiblepor el acusado, y en consecuencia,sujeto a discusión; pero hay que tenertambién en cuenta los hechos justificativos,tanto más cuanto que éstos estánfuera de discusión. Desgraciadamente,dado el espíritu de nuestras leyes, losmagistrados son incapaces de admitirque un hecho justificativo, fundado enuna pura posibilidad psicológica, puedadestruir cualesquiera cargos materiales.No, no los admitirán, por la única razónde que ha encontrado el estuche y de queel hombre ha querido ahorcarse, «cosa enque no habría pensado si no hubiese sidoculpable». Tal es la cuestión capital, y poresta razón me exalto. ¿Comprendes?
—Sí. Veo que te exaltas. Espera unpoco. Hay una cosa que me había olvidadopreguntarte: ¿Qué prueba que el estuchede los pendientes haya sido robadode casa de la vieja?
—Eso está probado—replicó entredientes Razumikin—. Koch ha reconocidoel objeto y ha indicado la personaque lo había empeñado. Por su parte,esta última persona ha demostrado evidentementeque el estuche le pertenecía.
—Tanto peor. Otra pregunta: ¿No havisto nadie a Mikolai cuando Koch y Pestriakoffsubían al cuarto piso, y, por consiguiente,no puede probarse la coartada?
—El hecho es que nadie le ha visto—respondiócon tono malhumorado Razumikin—.Esto es lo que hay de malo.Ni Koch ni Pestriakoff vieron a los pintoresal subir la escalera; por otra partesu testimonio no significará gran cosa.«Vimos—dicen—que el cuarto estabaabierto y que sin duda había gente trabajandoen él; pero pasamos de largosin fijarnos, y no podemos asegurar sien aquel momento había allí o no obreros.»
—De modo que toda la justificaciónde Mikolai descansa sobre la risa y puñetazosque cambiaba con su compañero.Bueno, es una prueba en apoyo de suinocencia; pero permíteme que te preguntecómo te explicas el hecho: siendoverdadera la versión del acusado, ¿cómote explicas el hallazgo de los pendientes?
—¿Que cómo me lo explico? ¿Qué hayque explicar aquí? La cosa es clara comola luz meridiana, o a lo menos así se desprendedel sumario. El mismo estuchenos da la clave de lo sucedido. El verdaderoculpable dejó caer los pendientes.Estaba arriba cuando Koch y Pestriakoffempujaban la puerta, y se había encerradopor dentro con el cerrojo. Kochcometió la insigne torpeza de bajar; entoncesel asesino salió del cuarto y empezóa descender, supuesto que no teníaotro medio de escapar. Ya en la escalera,esquivó las miradas de Koch, de Pestriakoffy del portero, refugiándose en la habitacióndel segundo piso precisamente enel momento en que los obreros acababande salir. El criminal se ocultó detrás dela puerta en tanto que el portero y losotros subían a casa de las víctimas; esperóa que el ruido de los pasos cesase deoírse y llegó tranquilamente al pie de laescalera en el instante mismo en que Mitreyy Mikolai salían corriendo a la calle.Como todo el mundo se había dispersado,no encontró a nadie en la puerta cochera.Puede que alguien le haya visto; pero nadiese fijó en él: ¿quién se fija en las personasque entran o salen de una casa?El estuche debió de caérsele del bolsillocuando estaba detrás de la puerta, y nolo advirtió, porque tenía entonces otrasmuchas cosas en que pensar. El estuchedemuestra claramente que el asesino seocultó en el cuarto desalquilado del segundopiso... Ahí tienes explicado todoel misterio.
—¡Ingenioso, amigo mío, muy ingenioso!Ese relato hace honor a tu imaginación.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué tiene que veren esto mi imaginación? ¿Por qué dicesque es ingenioso mi relato?
—Porque todos los detalles están muybien calculados y todas las circunstanciasse presentan con demasiada oportunidad...Ni más ni menos que en el teatro.
Razumikin iba a protestar de nuevo,cuando la puerta se abrió de repente ylos tres jóvenes vieron aparecer un visitantea quien ninguno de los tres conocía.
Era ya de cierta edad, majestuoso, demodales acompasados y de fisonomía reservaday severa. Se detuvo en el umbraldirigiendo miradas a todas partes consorpresa que no trataba de disimulary que era bastante desagradable. Parecíaque se preguntaba: «¿A dónde he venidoa meterme?» Contemplaba la habitaciónestrecha y baja en que se encontraba condesconfianza y con cierta afectación detemor. Su mirada conservó la misma expresiónde estupor cuando se posó sobreRaskolnikoff. El joven, con un trajebastante descuidado, estaba tendido ensu miserable sofá, y sin hacer movimientoalguno se puso a su vez a contemplaral visitante. Después este último, conservandosu aspecto altanero, examinó lainculta barba y los rizados cabellos deRazumikin, el cual, a su vez, sin moversede su sitio le seguía mirando con impertinentecuriosidad. Durante un minutoreinó un silencio molesto para todos.Finalmente, comprendiendo, sin duda,que su arrogancia no imponía a nadie,el buen señor se humanizó un poco, ycortésmente, aunque con cierta sequedad,se dirigió a Zosimoff.
—¿El señor Rodión Romanovitch Raskolnikoff,un joven que es o ha sido estudiante?—preguntórecalcando cada sílaba.
El médico se levantó lentamente y hubierarespondido, si Razumikin, a quien[78]no iba dirigida la pregunta, no se hubieraapresurado a contestar.
—Ahí está en el sofá; ¿pero a ustedqué se le ocurre?
El desenfado de estas palabras molestóal caballero de aspecto solemne, que hizoademán de arrojarse sobre Razumikin,pero se contuvo y volvióse vivamente haciaZosimoff.
—El señor es Raskolnikoff—dijo negligentementeel doctor, mostrando al enfermocon un ligero movimiento de cabeza.
Después bostezó casi hasta desquijararse,sacó del bolsillo del chaleco un enormereloj de oro, lo miró, y lo volvió aguardar.
Raskolnikoff, que continuaba echadoboca arriba, no apartaba los ojos del reciénvenido; pero ningún pensamientoreflejaba su mirada después que hubodejado de contemplar la florecilla del papel,y su rostro, excesivamente pálido,expresó un extraordinario sufrimiento.Hubiérase dicho que el joven acababa desoportar una dolorosa operación quirúrgicao de ser sometido al tormento. Pocoa poco, sin embargo, la presencia del visitantedespertó en él creciente interés:primero, sorpresa; después, curiosidad,y, finalmente, cierta especie de temor.Cuando el doctor le señaló diciendo: «Elseñor es Raskolnikoff», nuestro héroe selevantó de repente, se sentó en el sofá, ycon voz débil y entrecortada, pero quesonaba a desafío, dijo:
—Sí, yo soy Raskolnikoff. ¿Qué quiereusted?
El señor de aire importante le contemplóatentamente y respondió con tonodigno:
—Soy Pedro Petrovitch Ludjin; tengomotivo para creer que mi nombre nole es del todo desconocido.
Pero Raskolnikoff, que esperaba, sinduda, otra cosa, se contentó con mirara su interlocutor silenciosamente y comosi el nombre de Pedro Petrovitch hubiesesonado por primera vez en sus oídos.
—¿Cómo? ¿Es posible que no hayausted oído hablar de mí?—preguntóLudjin un tanto desconcertado.
Por toda respuesta Raskolnikoff seechó lentamente sobre la almohada, sepuso las manos bajo la cabeza y fijó losojos en el techo. Ludjin estaba perplejo.Zosimoff y Razumikin le miraban concuriosidad cada vez mayor, lo que acabóde desconcertarle por completo.
—Pensaba... creía...—balbució—queuna carta puesta en el correo haceocho días o acaso quince...
—Oiga usted; ¿por qué permanece ahíen la puerta?—interrumpió bruscamenteRazumikin—. Si tiene algo que decir,siéntese usted. Anastasia y usted no cabenlos dos en el hueco de la puerta. Esdemasiado estrecha. Nastachiuska, apártatey deja pasar a ese señor. Entre usted.Aquí hay una silla. Vamos, vengausted.
Apartó su silla de la mesa, dejó un pequeñoespacio libre entre ésta y sus rodillasy esperó en una posición bastanteimpertinente a que el visitante se le acercase.Pedro Petrovitch se deslizó no sintrabajo hasta la silla, y, después de sentarse,miró con aire de desconfianza aRazumikin.
—Por lo demás, no se incomode usted—dijoel estudiante con voz fuerte—.Rodia hace cinco días que se encuentraenfermo. Durante tres ha estado delirando;ahora ha recobrado el conocimientoy hasta ha comido con apetito; esteseñor es su médico, y yo un compañerode Rodia, antiguo estudiante como él,y hago las veces de enfermero suyo: nohaga usted, pues, caso de nosotros, y hablecon él como si no estuviéramos aquí.
—Muchas gracias. Pero mi presenciay mi conversación, ¿no fatigarán al enfermo?—preguntóPedro Petrovitch dirigiéndosea Zosimoff.
—No, al contrario, así se distraerá—respondiócon tono indiferente el médicoy volvió a bostezar.
—¡Oh! Ha recobrado el uso de sus facultadeshace ya un buen rato, desde estamañana—añadió Razumikin, cuya familiaridadrevelaba tan honrada franqueza,que Pedro Petrovitch comenzóa sentirse menos molesto. Además, aquelhombre incivil y mal vestido se recomendabapor su calidad de estudiante.
—Su madre de usted...
—¡Hum!—exclamó estrepitosamenteRazumikin.
Ludjin le miró sorprendido
—No, no es nada, una mala costumbremía; coutinúe usted.
Ludjin se encogió de hombros y prosiguió:
—Su madre de usted tenía empezadauna carta para usted antes de mi partida.Llegado aquí, he diferido de intentomi visita algunos días, a fin de estarbien seguro de que estaba usted perfectamenteenterado de todo. Pero ahoraveo con asombro que...
—Ya sé, ya sé—interrumpió bruscamenteRaskolnikoff, cuyo rostro expresóviolenta irritación—. ¿Usted es elfuturo...? Está bien, ya lo sé. No hablemosmás de eso.
Este lenguaje algo grosero hirió en lovivo a Ludjin, pero guardó silencio, preguntándoselo que aquello significaba. Laconversación se interrumpió momentáneamente.
En tanto, Raskolnikoff, que para responderlese había vuelto un poco haciaél, se puso a contemplarle con marcadaatención, como si antes no le hubiesevisto o como si le hubiese chocado algunacosa en el visitante. Se incorporópara mirarle mejor, y la verdad es queel exterior de Ludjin ofrecía no sé quéaspecto particular que justificaba el apelativodefuturo tan caballerescamenteaplicado poco antes a aquel personaje.
Desde luego se veía, y quizá se veíademasiado, que Pedro Petrovitch se habíaapresurado a aprovechar su estanciaen San Petersburgo para «embellecerse»,en previsión de la próxima llegada de suprometida. Esto, en rigor, era disculpable.Tal vez dejaba adivinar la satisfacciónque sentía por haber logrado su propósito;pero también esta debilidad podíaser perdonada a un pretendiente.Iba enteramente vestido de nuevo, y suelegancia no ofrecía a la crítica más queun punto flaco: el de que la ropa estabademasiado flamante y denunciaba unpropósito determinado. ¡De qué respetuososcuidados rodeaba el elegante sombreroque acababa de comprar! ¡qué miramientostenía con sus guantes Jouvin,que no se había atrevido a calzarse,contentándose con tenerlos en la manopara muestra! En su traje dominabanlos colores claros. Llevaba una graciosaamericana de color café claro; pantalónde un color muy delicado y chaleco dela misma tela que el pantalón. La pechera,cuellos y puños eran muy pulcros yfinos, y la corbata de batista a listasde color de rosa. Pedro Petrovitch, repitámoslo,presentaba buen aspecto conestos vestidos, parecía mucho más jovende lo que era en realidad.
Su rostro muy fresco y no desprovistode distinción, ostentaba espesas patillasque hacían resaltar la deslumbranteblancura de una barbilla cuidadosamenteafeitada. Tenía pocas canas y supeluquero había logrado rizarle el cabellosin ponerle, como casi siempre sucede,la cabeza tan ridícula como la de un desposadoalemán. Si es verdad que en aquellafisonomía seria y bastante bella habíaalgo desagradable y antipático, erapor otras causas. Después de haber tratadodescortésmente al señor Ludjin,Raskolnikoff sonrió burlonamente, apoyóotra vez la cabeza en la almohada yse puso a contemplar el techo. Pero elseñor Ludjin había resuelto no incomodarsepor nada, y fingió no reparar en loextraño de aquel recibimiento. Hastahizo un esfuerzo para reanudar la conversación.
—Siento muchísimo encontrar a usteden este estado. Si hubiera sabido quese hallaba usted enfermo, habría venidoantes; pero ya sabe usted, estoy tan ocupado...Se me ha encargado de un procesomuy importante en el Senado. Estosin contar con los preparativos y preocupacionesque usted adivinará sin duda.Aguardo de un momento a otro a su familia,es decir, a su madre de usted y asu hermana.
Raskolnikoff quiso decir algo. Su rostroexpresó cierta agitación. Pedro Petrovitchse detuvo un instante; espero,pero viendo que el joven guardaba silenciocontinuó diciendo:
—De un momento a otro. En previsiónde su próxima llegada les he buscadohospedaje...
—¿Dónde?—preguntó con voz débilRaskolnikoff.
—Cerca de aquí, en casa de Bakalieff...
—Sí, en elpereulok Vosnesenshy—interrumpióRazumikin—; hay dos pisosamueblados, que los alquila el comercianteUtchin. He estado allí.
—En efecto, en esa casa hay dos cuartospara alquilar. Es aquello un agujeroinnoblemente sucio y, además, de muymala fama. Han ocurrido allí sucesosnada limpios... Ni el mismo diablo sabela gente que la habita. Yo mismo presenciéallí cierta aventura escandalosa. ¡Claro!¡Las habitaciones esas cuestan baratas!
—Como usted comprenderá, yo nopodía saber esas cosas, puesto que acababade llegar de provincias—replicó Ludjinun tanto picado—. De todos modos, lasdos habitaciones que he tomado estánmuy limpias, y como son para tan pocotiempo... Tengo ya apalabrado nuestrofuturo alojamiento—añadió dirigiéndose aRaskolnikoff—. Lo están arreglando.Ahora estoy también a pupilo. Vivo ados pasos de aquí, en casa de la señoraLippevechzel, en el departamento de unjoven amigo mío, Andrés Semenitch Lebeziatnikoff,que es quien me ha indicadola casa de Bakalieff.
—Lebeziatnikoff—pronunció lentamenteRodia, como si este nombre lehubiese recordado alguna cosa.
—Sí, Andrés Semenitch Lebeziatnikoff,que es empleado en un ministerio.¿Usted le conoce?
—Sí, es decir, no—respondió Raskolnikoff.
—Perdone usted. Su pregunta me hahecho suponer que no le era desconocidosu nombre. Fuí en otro tiempo su tutor;es un joven muy agradable y que profesaideas muy avanzadas. Yo trato congusto a los jóvenes: por ellos se sabe loque hay de nuevo.
Al acabar de decir estas palabras,Pedro Petrovitch miró a sus oyentes conla esperanza de encontrar en su fisonomíaalgún signo de aprobación.
—¿Desde qué punto de vista?—preguntóRazumikin.
—Desde un punto de vista muy serio;quiero decir, desde el punto de vista dela actividad social—respondió Ludjinencantado de que se le hiciese tal pregunta—.Yo no había estado en San Petersburgodesde hace diez años. Todas estasnovedades, todas estas reformas, todasestas ideas han llegado hasta nosotroslos provincianos; mas para verlo todoclaramente, es preciso venir a San Petersburgo.Observando las nuevas generacioneses como se las conoce mejor.Lo confieso, estoy contentísimo.
—¿De qué?
—La pregunta de usted es complicada.Puedo engañarme, pero creo haber notadopuntos de vista más concretos, unespíritu crítico, una actividad más razonada.
—Es verdad—dijo negligentementeZosimoff.
—¿Verdad que sí?—dijo Pedro Petrovitchque recompensó al médico conuna amable mirada—. Convendrá ustedconmigo—prosiguió dirigiéndose aRazumikin—en que hay progreso, porlo menos en el orden científico y en eleconómico.
—¡Lugares comunes!
—No, no son lugares comunes. Si amí, por ejemplo, se me dice: «Ama a tussemejantes», y pongo este consejo enpráctica, ¿qué resultará?—se apresuró aresponder Ludjin con demasiado calor—.Rasgaría mi capa y daría la mitad a miprójimo, y los dos nos quedaríamos mediodesnudos. Como dice el proverbioruso: «Si levantáis muchas liebres a lavez, no cazaréis ninguna». La ciencia meordena no amar a nadie más que a mí,supuesto que todo en el mundo está fundadoen el interés personal. Si usted noama más que a sí mismo, hará usted deun modo conveniente sus negocios y sucapa quedará entera. Añade la Economíapolítica que cuantas más fortunasprivadas surgen en una sociedad, o enotros términos, cuantas más capas enterashay, más sólida y felizmente estáorganizada esa sociedad. Así, pues, altrabajar únicamente para mí, trabajotambién para todo el mundo; y resultaen último extremo que mi prójimo recibeun poco más de la mitad de una capay no solamente gracias a las liberalidadesprivadas e individuales, sino como consecuenciadel progreso general. La ideaes sencilla; desgraciadamente ha necesitadomucho tiempo para hacer su caminoy para triunfar de la quimera y del[81]sueño. Sin embargo, no es preciso, meparece a mí, mucho ingenio para comprender...
—¡Perdón! pertenezco a la categoríade los imbéciles—interrumpió Razumikin—.No se hable más de eso. Yo teníaun objeto al empezar esta conversación;pero desde hace tres años me zumban losoídos ya con toda esta palabrería y contodas estas vulgaridades, y me da vergüenzahablar y aun oír hablar de ellas.Naturalmente, usted se ha apresuradoa darnos a conocer sus teorías... Es cosamuy disculpable y no se la censuro. Solamentedeseaba saber quién era usted,porque ya se le alcanza que en estos tiemposhay una porción de embaucadoresque han caído sobre los negocios públicos,y, no buscando más que su propiomedro, han echado a perder cuanto hantocado con sus manos... y... ¡ea, basta!
—¡Señor!—replicó Ludjin, heridoen lo vivo—, ¿eso es decir que yo también...?
—¡Oh! de ninguna manera. ¿Cómohabía yo de...? No se hable más—dijoRazumikin, y sin hacer caso del visitantereanudó con Zosimoff la conversacióninterrumpida con la llegada de PedroPetrovitch.
Adoptó éste el buen acuerdo de aceptarsin protesta la explicación del estudiante.Tenía, además, la intención deirse en seguida.
—Ahora que ya nos conocemos—dijo,dirigiéndose a Raskolnikoff—, esperoque nuestras relaciones continuarán encuanto se ponga usted bueno del todo,y serán cada vez más íntimas, merceda las circunstancias que ya conoce... Ledeseo un pronto restablecimiento.
Raskolnikoff hizo como si no le hubieraentendido. Pedro Petrovitch se levantó.
—De seguro es uno de sus deudoresquien ha matado a la vieja—afirmó Zosimoff.
—Seguramente—repitió Razumikin—.Porfirio no dice lo que piensa, pero interrogaa los que habían empeñado alhajasen casa de la usurera.
—¿Que los interroga?—preguntó convoz fuerte Raskolnikoff.
—Sí, ¿y qué?
—Nada.
—¿Y cómo los conoce?—preguntó Zosimoff.
—Koch ha designado alguno; se hanencontrado los nombres de otros muchosen los papeles que envolvían los objetos.En fin, otros se han presentado en cuantohan tenido noticia del hecho.
—El pillo que ha dado el golpe debede ser un mozo experimentado. ¡Quédecisión, que audacia!
—No hay tal cosa—replicó Razumikin—.Eso es precisamente lo que teengaña y lo que engaña a todos. Sostengoque el asesino no es ni hábil ni experimentado;ese crimen ha sido probablementeel primero que ha cometido. En lahipótesis de que el criminal fuese un asesinoconsumado nada explicaría todo uncúmulo de inverosimilitudes... Si, por elcontrario, le suponemos novato, habráque admitir que la casualidad solamenteha sido causa de que pudiera escapar.¿Quién sabe? Quizá ni ha previsto losobstáculos. ¿Cómo lleva a cabo su empresa?Asesina a dos personas, toma luegoalhajas de diez o veinte rublos, y sellena con ellas los bolsillos; revuelve elcofre en que la vieja guardaba sus trapos,no toca el cajón de la cómoda en donde seha encontrado una cajita que contenía milquinientos rublos en metálico sin contarlos billetes. No, no ha sabido robar,sólo ha sabido matar. Lo repito, es principiante;se aturdió en el momento decometer el crimen. Si no le han detenidoya, debe dar más gracias al azar que a sudestreza.
Pedro Petrovitch iba ya a marcharse,pero antes de salir quiso pronunciar algunasfrases profundas. Deseaba dejarbuena impresión, y la vanidad le privó detacto.
—¿Hablan ustedes, sin duda, del asesinatorecientemente perpetrado en lapersona de una anciana, viuda de un secretariode colegio?—preguntó dirigiéndosea Zosimoff.
—Sí. ¿Usted ha oído hablar de esecrimen?
—¿Cómo no? Si se habla de él en todaspartes.
—¿Conoce usted los pormenores?
—No todos; pero este asunto me interesapor la cuestión de carácter gene[82]ralque plantea. No me refiero al aumentode crímenes en la clase baja durante estoscinco últimos años; dejo a un lado la sucesiónno interrumpida de robos y de incendios.Lo que más me preocupa es queen las clases elevadas la criminalidadsigue una progresión en cierto modo paralela.
—Pero, ¿de qué se preocupa usted?—dijobruscamente Raskolnikoff—. Todoeso es el resultado práctico de la teoríade ustedes.
—¿Cómo de nuestra teoría?
—Es la deducción lógica del principioque usted acaba de sentar. Según usted,es lícito matar al prójimo.
—¿Cómo? ¡Yo!—exclamó Ludjin.
—No, no es eso—observó Zosimoff.
Raskolnikoff se puso pálido y respirabafatigosamente; cierto estremecimientoagitaba su labio superior.
—Todo consiste en los justos medios—prosiguiócon tono altanero Pedro Petrovitch—;la idea económica no es aún,que yo sepa, una excitación al asesinato,y de lo que yo he expuesto al principio...
—¿Es verdad—saltó Raskolnikoff convoz temblorosa de cólera—, es verdadque usted dijo a su futura esposa... cuandoaceptó la petición de usted, que loque más le agradaba de ella era su pobreza...porque es mejor casarse con unamujer para dominarla y echarle en caralos beneficios de que se ha colmado?
—¡Caballero!—exclamó Ludjin—, rugiendode furor—. ¡Caballero! ¡Eso esdesnaturalizar mi pensamiento! Dispenseusted que le diga que los rumores que hanllegado a su conocimiento, o mejor dicho,que han sido puestos en su conocimiento,no tienen ni sombra de fundamentoy sospecho que... en una palabra...Ese dardo... en una palabra, quesu madre de usted... Ya me había parecidoa mí, que, a pesar de sus buenas cualidades,era un poco exaltada y novelesca;sin embargo, estaba a mil leguas deimaginar que pudiese desnaturalizar hastaese punto el sentido de mis palabras ycitarlas alterándolas de tal suerte... Enfin...
—¿Sabe usted lo que le digo?—gritó eljoven incorporándose y echando lumbrepor los ojos—. ¿Sabe usted lo que le digo?
—¿Qué?
Y al decir esta palabra se detuvo Ludjiny esperó con aire de desafío.
Hubo algunos momentos de silencio.
—Pues bien, que si usted se permitedecir una sola palabra más de mi madre,le tiro de cabeza por la ventana.
—¿Qué te pasa? ¿Qué arrebato es ése?—exclamóRazumikin.
—¡Ah! ¡Lo haré como lo digo!
Ludjin palideció y se mordió los labios.Se ahogaba de rabia, aunque hacíaesfuerzos inauditos para contenerse.
—Escuche usted, caballero—dijo despuésde una pausa—. La manera comousted me recibió cuando entré, no me dejóninguna duda acerca de su enemistad;sin embargo, he prolongado mi visita porexceso de cortesía. Hubiera podido perdonara un enfermo y a un pariente,pero ahora... ¡jamás! ¡jamás!
—¡Yo no estoy enfermo!—gritó Raskolnikoff.
—¡Tanto peor!
—¡Váyase usted al infierno!
Pero Ludjin no tuvo necesidad de estainvitación para marcharse. Se apresuróa salir sin mirar a nadie y sin saludar aZosimoff, que durante un rato estuvohaciéndole señas de que dejase en reposoal enfermo.
—¿Ese es el modo de portarse?—dijoRazumikin, moviendo la cabeza.
—¡Dejadme! ¡Dejadme todos!—exclamócolérico Raskolnikoff—. ¿Me dejaréisen paz, verdugos? ¡No tengo miedode vosotros! ¡No temo a nadie, a nadie!Ahora, marchaos. ¡Quiero estar solo,solo, solo!
—Vámonos—dijo Zosimoff haciendouna seña con la cabeza a Razumikin.
—Pero, ¿le vamos a dejar así?
—¡Vámonos!—insistió el médico.
Razumikin reflexionó un instante y sedecidió a seguir al doctor, que ya habíasalido.
—Nuestra resistencia a sus deseos lehubiera sido perjudicial—dijo Zosimoffa su amigo ya en la escalera—. No convieneirritarle.
—¿Qué le pasa?
—Una sacudida que le sacase de suspreocupaciones le haría mucho provecho.[83]Alguna idea fija le atormenta... Eso eslo que más me inquieta.
—El señor Pedro Petrovitch, ¿tendráalgo que ver en esto? Según la conversaciónque acaban de sostener, pareceque ese individuo va a casarle con unahermana de Rodia, y que nuestro amigoha recibido una carta acerca de esteasunto muy pocos días antes de su enfermedad.
—El diablo, sin duda, es quien ha traídode visita a ese señor, que ha podidoecharlo todo a perder. Pero, ¿has reparadoen que sólo una cosa hace salir al enfermode su apatía y mutismo? ¡Cómose excita cuando se habla de ese asesinato!
—Sí, sí, lo he advertido—respondióRazumikin—; presta más atención, seinquieta. Es, sin duda, porque el mismodía que se puso malo le asustaron en laoficina de policía y se desmayó.
—Ya me lo contarás circunstanciadamenteen otra ocasión, y a mi vez te diréalgo... Me interesa mucho, muchísimo.Dentro de media hora volveré a ver cómosigue. No es de temer le inflamación...
—Gracias a ti. Ahora voy a entrar unmomento en casa de Pashenka, y haréque le cuide Anastasia.
Cuando se quedó solo, Raskolnikoffmiró a la criada con impaciencia y disgusto;pero ésta vacilaba antes de irse.
—¿Tomarás ahora el te?—preguntólela sirvienta.
—Más tarde; quiero dormir. Déjame.
El joven se volvió con un movimientoconvulsivo hacia la pared, y la criadasalió del aposento.
Pero en cuanto la criada hubo salido,Raskolnikoff se levantó, cerró la puertacon el picaporte y se puso las prendasque Razumikin le había llevado. Cosaextraña. De repente se trocó en tranquilidadcompleta el frenesí de antes y elterror pánico que el joven había sentidoen los últimos días. Era aquel el primermomento de una tranquilidad extrañay repentina. Precisos y sin vacilación losmovimientos del joven, denotaban unaresolución enérgica. «Hoy mismo, hoymismo», murmuraba. Comprendía, sinembargo, que estaba aún débil; pero laextrema tensión moral a que debía sucalma, le daban seguridad y confianza;no quería caerse en la calle. Después dehaberse vestido por completo, miró eldinero colocado sobre la mesa, reflexionóun poco y se lo metió en el bolsillo.
La cantidad subía a veinticinco rublos.Tomó también todas las monedasde cobre que quedaban de los diez rublosgastados por Razumikin, abrió suavementela puerta, salió de su habitacióny bajó la escalera. Al pasar por delantede la cocina, cuya puerta estabaabierta de par en par, echó una ojeada.Anastasia estaba vuelta de espaldas,ocupada en soplar el samovar de la patronay no le vió. Por otra parte, ¿quiénhubiera podido prever esta fuga? Un instantedespués estaba en la calle.
Eran las ocho y se había puesto el sol.Aunque la atmósfera era sofocante comoel día anterior, Raskolnikoff respirabacon avidez el aire polvoriento emponzoñadopor las exhalaciones mefíticas dela gran ciudad. Sentía algunos ligerosvahídos; sus ojos inflamados, su rostrodelgado y lívido expresaban salvajeenergía. No sabía dónde ir ni tampocole preocupaba; sabía solamente que erapreciso acabar con «aquella historia»;pero de repente y en seguida; que de otromodo no entraría en su casa. «Porqueno quería vivir así.» ¿Cómo acabar? Nolo sabía y hacía esfuerzos para desecharesta pregunta que le atormentaba. Sólocomprendía que era menester cambiasetodo de una manera o de otra, «cuestelo que cueste», repetía con desesperadaresolución.
Siguiendo una antigua costumbre sedirigió al Mercado del Heno. Antes dellegar vió en la calzada, frente a una tiendecilla,a un organillero joven, de cabellosnegros, que tocaba una melodía muysentimental. El músico acompañaba consu instrumento a una joven de quinceaños, que estaba de pie en la acera. Lamuchacha, vestida como una señorita,llevaba crinolina, manteleta, guantes,chal y sombrero de paja, adornado conuna pluma encarnada, todo viejo y arrugado.Con voz cascada, pero bastante[84]fuerte y agradable, cantaba una romanza,esperando que en la tienda le diesen unpar de kopeks. Dos o tres personas sehabían detenido; Raskolnikoff hizo comoellas, y después de haber escuchado unmomento, sacó del bolsillo un piatak ylo puso en la mano de la joven. La muchachacortó en seco su canto en la nota másalta y conmovedora—. ¡Basta!—gritóla cantora a su compañero y ambos sedirigieron a la tienda de al lado.
—¿Le gustan a usted las cancionesde las calles?—preguntó bruscamenteRaskolnikoff a un transeunte, ya de ciertaedad, que había estado oyendo a sulado a los músicos callejeros y que parecíaun paseante desocupado.
El interrogado miró con sorpresa alque le dirigía esta pregunta.
—Yo—prosiguió Raskolnikoff (al verlese hubiera creído que hablaba de otracosa que de la música de las calles)—, yogusto de oír cantar al compás del organillo,sobre todo en una tarde fría, sombríay húmeda de otoño, principalmente húmeda,cuando todos los transeuntes tienencara verdosa o enfermiza, o mejoraún, cuando la nieve cae verticalmente,sin que el viento le desparrame y cuandolas luces brillan al través de las nubes...
—Yo no sé. Usted me dispense—balbuceóel señor, aterrado de la preguntay del extraño aspecto de Raskolnikoffy se pasó a la otra acera.
El joven continuó su camino y llegóal Mercado del Heno, al sitio mismo enque días antes cierto tendero y su mujerhablaban con Isabel; pero no estabanallí. Reconociendo el lugar, se detuvo,miró en derredor suyo y se dirigió a unmozo de camisa roja que bostezaba a lapuerta de un almacén de harinas.
—¿Es aquí en este rincón, donde ciertotendero y su mujer se ponen a vender?
—Todo el mundo vende—respondióel mozo, mirando con desdén a Raskolnikoff.
—¿Cómo le llaman?
—Le llaman por su nombre.
—Tú no eres de Zaraisk. ¿De qué provinciaeres?
El mozo miró de nuevo a su interlocutor.
—Alteza, nosotros no somos de una provincia,sino de un distrito. Mi hermanoha partido, y yo me he quedado en la casa,de manera que no sé nada. PerdónemeVuestra Alteza.
—¿Hay arriba un bodegón?
—Es untraktir y un billar. Hastaprincesas van ahí... se ve muy favorecido.
Raskolnikoff se dirigió a otro ángulode la plaza, en donde había un grupocompacto, exclusivamente compuesto demujiks. Se metió entre la gente, mirandoa todas las personas y deseoso de hablarcon todo el mundo. Pero los campesinosno fijaban la atención en él, y formandogrupos pequeños hablaban en voz altade sus asuntos. Después de un momentode reflexión, dejó el Mercado del Henoy se entró en elpereulok.
En otras varias ocasiones había pasadopor esta callejuela, que forma un recodoy une el mercado con la Sadovia.Desde hace algún tiempo, gustábale ira pasear por aquellos sitios, cuando comenzabaa aburrirse... «a fin de aburrirsetodavía más». Ahora iba allí sin propósitoalgo determinado. Se encuentraen esta callejuela una gran casa, cuyaplanta baja está ocupada por tabernas yfigones de los que salían continuamentemujeres, sin nada a la cabeza y descuidadamentevestidas. Se agrupaban en doso tres sitios de la acera, principalmentecerca de las escaleras por las que se bajaa una especie de cafetines de mala fama.En uno de ellos, sonaba alegre estrépito:cantaban dentro, tocaban la guitarray el ruido se extendía de un extremoa otro de la calle. La mayor parte delas mujeres se habían reunido en la puertade aquel antro; unas estaban sentadasen las escaleras, las otras en la acera, lasotras, en fin, hablaban en pie. Un soldadoborracho, con el cigarrillo en la boca,golpeaba el suelo profiriendo imprecaciones:hubiérase dicho que quería entraren alguna parte, pero que no sabía dónde.Dos individuos desharrapados se insultaban.Un hombre completamenteebrio yacía tirado, cuan largo era, en mediode la calle. Raskolnikoff se detuvocerca del principal grupo de mujeres.Hablaban a voces, todas llevaban vestidosde indiana, calzado de piel de ca[85]bray la cabeza descubierta. Muchas habíanpasado ya de los cuarenta años;otras no representaban más de diez ysiete. Casi todas tenían amoratadas lasorejas.
Los cantos y el ruido que salían de lazahurda, llamaron la atención de Raskolnikoff.En medio de las carcajadas y delbarullo, una agria voz de falsete cantabaal son de una guitarra y una persona danzabafuriosamente marcando el compáscon los tacones. El joven, inclinado haciala entrada de la escalera, escuchabasombrío y pensativo.
cantaba la voz de falsete. Raskolnikoffno hubiera querido perder palabra deaquella canción, como si el oírla hubiesesido para él cosa de grandísima importancia.
«Si entrase...»—pensaba—. «Se ríen,están borrachos.»
—¿No entras, buen mozo?—le preguntóuna de las mujeres con voz bastantebien timbrada y que conservaba aúncierta frescura.
Era una muchacha joven, y la únicaen el grupo que no daba náuseas.
—¡Oh, bonita muchacha!—respondióel joven levantando la cabeza y mirándola.
Sonrióse la moza, lisonjeada con el requiebro.
—También tú eres muy guapo.
—¡Guapo un tipo semejante!—gruñóen voz baja otra mujer—; de seguro queacaba de salir del hospital.
Bruscamente se aproximó unmujik,medio ebrio, con el capote desabrochadoy el rostro resplandeciente de maliciosaalegría.
—Parece que son hijas de generales,lo que no les impide ser chatas—dijo elmujik—. ¡Oh, qué hermosuras!
—Entra, puesto que has venido.
—Entraré, preciosa—y descendió alcafetín.
Raskolnikoff hizo ademán de alejarse.
—Escuche usted,barin[15]—le gritóla joven cuando nuestro héroe volvíaya la espalda.
—¿Qué?
—Queridobarin, tendré mucho gustoen pasar una hora con usted; pero en estemomento me siento cortada en su presencia.Déme seis kopeks para echar untrago, amable caballero.
Raskolnikoff buscó en el bolsillo y sacótres piataks.
—¡Ah! ¡Qué bueno es usted!
—¿Cómo te llamas?
—Pregunte usted por Duklida.
—¡Qué desfachatez!—dijo bruscamenteuna de las mujeres que se encontrabanen el grupo, señalando a Duklida, con unmovimiento de cabeza—. ¡No sé cómohay personas que pidan de ese modo!Yo no me atrevería jamás... Creo que antesme moriría de vergüenza.
Raskolnikoff sintió curiosidad por vera la mujer que hablaba de aquel modo.Era una moza de treinta años, toda llenade equimosis y el labio superior hinchado.Había lanzado su sentencia contoda calma y seriedad.
«¿En dónde he leído yo—pensaba Raskolnikoffalejándose—, que se concedeno sé qué a un condenado a muerte unahora antes de su ejecución? Aunque éltuviese que vivir sobre una cima escarpada,en una roca perdida en medio delOcéano, donde no hubiese más que elsitio suficiente para colocar los pies, aunquetuviese que pasar así toda su existencia,mil años... una eternidad, derechoen el espacio de un pie cuadrado, solo enlas tinieblas, expuesto a todas las intemperies...preferiría aquella vida a la muerte.Vivir, no importa cómo, pero vivir.¡Qué verdad es, Dios mío, qué verdades! ¡Qué cobarde es el hombre y qué cobardetambién aquel que por ello le llamacobarde!»—añadió al cabo de un instante.
Hacía largo tiempo que andaba alazar, cuando le llamó la atención la muestrade un café: «¡Hola!El Palacio de Cristal.Poco ha me habló de él Razumikin.Pero, ¿qué es lo que yo quiero haceraquí? ¡Ah! Sí, leer. Zosimoff dice que habíaleído en los periódicos...»
—¿Tienen ustedes periódicos?—preguntóentrando en un salón muy espacio[86]soy bastante bien decorado, donde habíapoca gente.
Dos o tres parroquianos tomaban te.En una sala distante, cuatro personas,sentadas a una mesa, bebíanChampagne.Raskolnikoff creyó reconocer entre ellosa Zametoff, pero la distancia no le permitíadistinguirlo bien.
«Después de todo, ¿qué me importa?»se dijo.
—¿Quiere usted aguardiente?—preguntóel mozo.
—Sírveme te y tráeme también losperiódicos, los de los últimos cinco días,te daré buena propina.
—Bueno, aquí tiene usted los de hoy.¿Quiere usted también aguardiente?
Cuando le sirvieron el te y le dieron losperiódicos, Raskolnikoff se puso a buscar.
—Izler. Izler. Los Aztekas. Los Aztekas.Bartola. Máximo. Los Aztekas.Izler... ¡Oh, qué lío! ¡Ah! Aquí están lossucesos: una mujer se ha caído por unaescalera... Un comerciante trastornadopor el vino. El incendio de las Arenas. Elincendio de la Petersburgskaia. Otravez el incendio de la Petersburgskaia.Izler. Izler. Izler. Izler. Máximo... ¡Ah!Aquí está.
Cuando encontró lo que buscaba, comenzóla lectura; danzaban las letrasdelante de sus ojos. Pudo, sin embargo,leer «los sucesos» hasta el fin y se puso abuscar ávidamente los «nuevos detalles»en los otros números.
Impaciencia febril le hacía temblarlas manos conforme ojeaba los periódicos.De repente se sentó a su lado uno.Raskolnikoff miró. Era Zametoff. Zametoffen persona y con el mismo trajeque llevaba en el despacho de policía consus sortijas, sus cadenas, los negros cabellosrizados y llenos de cosmético, separadoselegantemente en medio de la cabeza,con su elegante chaleco, su levitaalgo usada y algo arrugada la camisa.
El jefe de la Cancillería estaba alegre;por lo menos se sonreía con satisfaccióny franqueza. Por efecto delChampagneque había bebido, tenía el moreno rostrobastante enrojecido.
—¡Cómo! ¿Usted aquí?—exclamó conasombro y con el tono que hubiera usadopara saludar a un antiguo camarada—.¡Si ayer mismo Razumikin me dijo queseguía usted sin conocimiento!... Es extraño.He estado en su casa...
Raskolnikoff no creía que el jefe de laCancillería vendría a hablar con él. Apartólos periódicos y se volvió hacia Zametoffcon una sonrisa por la cual se transparentabaviva irritación.
—Me han hablado de su visita—contestó—;usted buscó mi bota. Razumikinestá loco con usted. Han ido ustedes juntos,según parece, a casa de Luisa Ivanovna,a quien usted trató de defenderel otro día. ¿No se acuerda? Usted hacíaseñas al ayudantePólvora, y él no hacíacaso de sus guiños. Sin embargo, no eranecesaria mucha penetración para comprenderlos.La cosa es clara, ¿eh?
—Es más charlatán...
—¿Quién?¿Pólvora?
—No, Razumikin...
—Pero usted se lleva la mejor vida,señor Zametoff. Tiene usted entradagratuita en lugares encantadores. ¿Quiénle ha regalado a usted elChampagne?
—¿Por qué me lo habían de regalar?
—A título de honorarios. Usted sacapartido de todo—dijo con sorna Raskolnikoff—.No se incomode usted, queridoamigo—añadió dando un golpecito enel hombro a Zametoff—. Lo que le digoa usted es sin malicia, en broma, comodecía, a propósito de los puñetazos dadospor él a Mitka, el obrero detenido por elasunto de la vieja.
—Pero, ¿usted cómo sabe eso?
—Lo sé quizá mejor que usted.
—¡Qué original es usted!... Verdaderamenteestá algo enfermo. Ha hechomal en salir...
—¿Me encuentra usted raro?
—Sí. ¿Qué es lo que usted leía?
—Periódicos.
—Ha habido estos días muchos incendios.
—No me importan los incendios—repusoRaskolnikoff mirando a Zametoffcon aire singular y con sonrisa burlona—.No, no son los incendios lo que me interesa—continuóguiñando los ojos—.Pero confiese usted, querido joven, quetiene grandes deseos de saber lo que yoleía.
—No, no tengo ninguno; se lo preguntabaa usted por decir algo. ¿Es que nole puedo preguntar a usted...? Porquesiempre...
—Escuche. Usted es un hombre instruído,letrado, ¿no es cierto?
—He seguido mis estudios en el Gimnasiohasta el sexto curso inclusive—respondiócon cierto orgullo Zametoff.
—Hasta el sexto curso. ¡Ah, pícaro!Tiene buena raya y sortijas. Es un hombrerico y muy guapo.
Al decir esto, Raskolnikoff se echó areír en las barbas mismas de su interlocutor.Este se retiró un poco; no ofendido,precisamente, pero sí sorprendido.
—¡Qué original es usted!—repitió contono muy serio Zametoff—. Me pareceque sigue usted delirando.
—¿Que deliro? Te burlas, amiguito...¿Conque soy original, eh? Es decir queparezco un bicho raro, ¿eh? raro, ¿verdad?¿Que excito la curiosidad?
—Sí.
—¿Usted deseaba saber lo que leía,lo que buscaba en los periódicos? Veausted cuántos números me han traído.Esto da mucho en que pensar, ¿no eseso?
—Vamos, diga usted.
—Usted cree haber levantado la liebre.
—¿Qué liebre?
—Luego se lo diré a usted; ahora, queridoamigo, le declaro... o más bien,«confieso»... no, no es eso: presto una declaracióny usted toma nota de ella. Puesbien, yo declaro que he leído, que teníacuriosidad de leer, que he buscado y quehe encontrado.... (Raskolnikoff guiñólos ojos y esperó), por eso he venido aquípara saber los detalles relativos al asesinatode la vieja prestamista.
Al pronunciar estas palabras bajó lavoz y arrimó la cara a la de Zametoff.Este le miró fijamente sin pestañear ysin apartar la cabeza. Al jefe de la Cancilleríale pareció muy extraño que duranteun minuto se estuviesen mirandosin decir palabra.
—¿Sabe usted?—continuó en voz bajaRaskolnikoff sin hacer caso de la exclamaciónde Zametoff—se trata de aquellamisma vieja de la cual se hablaba en eldespacho de policía cuando yo me desmayé.¿Comprende usted ahora?
—¿Qué quiere decir con eso de comprendeusted?—dijo Zametoff casi asustado.
El rostro inmóvil y serio de Raskolnikoffcambió repentinamente de expresióny se echó a reír de un modo nerviosocomo si no pudiera contenerse. Experimentabaidéntica sensación que el díadel asesinato cuando, sitiado en el cuartode sus víctimas por Koch y Pestriakoff,le había dado ganas de insultarlos, provocarlosy reírse de ellos en sus propiasbarbas.
—O usted está loco, o...—comenzóa decir Zametoff y se detuvo como sicruzara por su mente una idea repentina.
—O ¿qué? ¿qué iba usted a decir?Acabe la frase.
—No—replicó Zametoff—; todoeso es absurdo.
Ambos guardaron silencio. Despuésde un súbito acceso de hilaridad, Raskolnikoffse quedó sombrío y pensativo.
De codos en la mesa, con la cabeza entrelas manos, parecía haber olvidadopor completo la presencia de Zametoff.
—¿Por qué no toma usted el te?—dijo,al fin éste—. Va a enfriarse.
—¿Qué?... ¿el te?... Bueno.
Raskolnikoff se llevó la taza a los labios,comió un bocado de pan, y fijandolos ojos en Zametoff recobró su fisonomíala expresión burlona que tenía antesy continuó tomando el te.
—Los delitos de todo género son ahoramuy numerosos—apuntó Zametoff—.Precisamente hace poco leí en laMoskovskiaViedomosti que había sido detenidaen Moscou una cuadrilla de monederosfalsos, toda una sociedad que se dedicabaa la fabricación y expendición debilletes del Banco.
—¡Oh! ¡Eso es ya viejo! ¡Hace un mesque lo he leído!—respondió flemáticamenteRaskolnikoff—. ¿De modo queusted supone que son estafadores?
—¿Cómo? ¿Cree usted que no lo son?
—¿Ellos? Chiquillos, novatos infelices,y no estafadores. ¡Se reunen cincuentapara ese objeto! ¿A quién se le ocurre?En semejante caso, tres son ya mucho, yaun es menester que cada miembro de la[88]asociación esté más seguro de sus asociadosque de sí mismo. Basta que a unode ellos un poco bebido se le escape unapalabra, y todo se derrumba. ¡Son novatos!Envían a personas de las cualesno pueden responder a cambiar sus billetesen las casas de banca. ¿Es discretoencargar al primero que se presentade una comisión semejante? Supongamosque, a pesar de todo, hayan conseguidosu propósito; supongamos que elnegocio ha producido un millón a cadauno de ellos. Helos durante toda la vidaen dependencia los unos de los otros.Mejor es ahorcarse que vivir así. Pero nohan sabido representar su papel: uno desus agentes se presenta a este efecto enuna oficina, se le entregan cinco mil rublosy sus manos tiemblan. Cuenta loscuatro primeros miles, el quinto lo guardasin recontarlo; tanto deseo tenía deescapar. De este modo, despierta sospechasy todo el negocio se echa a perderpor la falta de un solo imbécil. Esto esverdaderamente inconcebible.
—¿Que le tiemblan las manos?—replicóZametoff—. Pues me parece muy natural.En ciertos casos, no es uno dueñode sí mismo. Ahí tiene usted, sin ir máslejos, una prueba reciente. El asesinode esa vieja debe ser un bribón muy resueltopara no haber vacilado en cometersu crimen en pleno día y en las condicionesmás peligrosas. Milagro es que yano esté preso. Pues bien, a pesar de esto,sus manos temblaban: no ha sabido robar:le ha faltado la serenidad, como loshechos demuestran claramente.
Aquel lenguaje hirió en lo más vivoa Raskolnikoff.
—¿Usted cree? Pues bien, échele ustedel guante, descúbralo usted ahora—exclamóel joven experimentando malignoplacer al mortificar al jefe de la Cancillería.
—No tenga usted cuidado, se le descubrirá.
—¿Quién? ¿Usted? ¿Usted va a descubrirle?Perderá usted el tiempo y eltrabajo. Para ustedes toda la cuestión essaber si un hombre hace o no hace gastos.Uno que no poseía nada tira el dineropor la ventana; luego es culpable.Ajustándose a esta regla, un chiquillo,si quisiese, escaparía a las investigacionesde ustedes.
—El hecho es que todos se conducendel mismo modo—respondió Zametoff—.Después de haber desplegado a menudomucha habilidad y astucia en la perpetracióndel asesinato, se dejan pescaren la taberna. Los denuncian sus gastos,no son tan astutos como usted. Usted, esclaro, no iría a la taberna.
Raskolnikoff frunció las cejas y mirófijamente a Zametoff.
—¿Usted quiere saber cómo obraríayo, en caso semejante?—preguntó contono malhumorado.
—Sí—replicó con energía el jefe de laCancillería.
—¿Tiene usted mucho empeño?
—Sí.
—Pues bien, he aquí lo que yo haría—comenzóa decir Raskolnikoff, bajandode repente la voz y aproximando de nuevola cara a la de su interlocutor, a quienmiró fijamente. Por esta vez no pudo menosde temblar—. He aquí lo que haríayo. Tomaría el dinero y las joyas, y después,al salir de la casa, iría, sin un minutode retraso, a un paraje cerrado y solitario,a un corral o un huerto, por ejemplo.Me aseguraría antes de que en unrincón de este corral, al lado de una valla,hubiese una piedra de cuarenta osesenta libras de peso, levantaría estapiedra, bajo la cual el suelo debía de estardeprimido, y depositaría en el hueco eldinero y las alhajas. Hecho esto volveríaa poner la piedra y me iría. Durante uno,dos, o tres años, dejaría allí los objetosrobados, y ya podrían ustedes buscarlos.
—Usted está loco—respondió Zametoff.
Sin que podamos decir por qué, pronuncióestas palabras en voz baja y seapartó bruscamente de Raskolnikoff.Los ojos de éste relampagueaban. Habíapalidecido de un modo horrible y un temblorconvulsivo agitaba su labio superior.Se inclinó lo más posible hacia el rostrodel funcionario y se puso a mover los labiossin proferir una sola palabra. Asípasó medio minuto. Nuestro héroe nose daba cuenta de lo que hacía, pero nopodía contenerse. Estaba a punto de escapárselesu espantosa confesión.
—¿Y si fuese yo el asesino de la viejay de Isabel?—dijo de repente; pero secontuvo ante el sentimiento del peligro.
Zametoff le miró con aire extraño y sepuso tan blanco como la servilleta, entanto que en su rostro se dibujaba unaforzada sonrisa.
—Pero, ¿es eso posible?—dijo con vozque apenas podía ser entendida.
Raskolnikoff fijó en él una mirada maliciosa.
—Confiese usted que lo ha creído. ¿Aque sí? ¿A que lo ha creído usted?
—No, de ninguna manera—se apresuróa decir Zametoff—. Usted me ha asustadopara sugerirme esa idea.
—¿Según eso, usted no lo cree? ¿Entonces,de qué se pusieron a hablar elotro día al salir yo de la oficina? ¿Por quéel ayudantePólvora me interrogó despuésde mi desmayo? ¡Eh! ¿Cuánto debo?—gritóal mozo levantándose y tomandola gorra.
—Treinta kopeks—respondió éste, acudiendoa la llamada del parroquiano.
—Toma, además, veinte kopeks depropina. Vea usted cuánto dinero tengo—,prosiguió, mostrando a Zametoffunos cuantos billetes—: ¿los ve usted?Rojos, azules, veinticinco rublos. ¿Dedónde procede este dinero? ¿Cómo, además,tengo ropa nueva? Usted sabe, enefecto, que yo no tenía ni un kopek.Apuesto cualquier cosa a que ha preguntadousted a mi patrona... ¡Ea! ¡Bastantehemos hablado! Hasta la vista.
Salió tan agitado con cierta extrañasensación, a la cual se unía un acre placer.Estaba, además, sombrío y terriblementecansado. Semejaba su rostro convulsivoel de un hombre que acababa desufrir un ataque de apoplejía. Poco antes,bajo la acción de sus emociones, sentíafuerzas; pero cuando aquel estimulantehubo cesado, invadíale intensaemoción.
Cuando se quedó solo, Zametoff permanecióaún largo tiempo sentado en elmismo sitio. El jefe de la Cancillería parecíapensativo. Raskolnikoff acababa detrastornarle inopinadamente todas susideas sobre «cierto punto»; estaba despistado.
—Ilia Petrovitch es un imbécil—dijopor último.
Apenas Raskolnikoff abrió la puerta dela calle, se encontró frente a frente en elvestíbulo con Razumikin que entraba. Aun paso de distancia los dos jóvenes nose habían visto y poco faltó para que chocasenuno contra otro. Durante un momentose midieron con la mirada. Razumikinse quedó atónito; pero de repentebrilláronle en los ojos llamaradas verdaderasde cólera.
—¿De modo que has venido aquí?—dijocon voz tonante—. ¡Pues no se haescapado de la cama! ¡Y yo que le he buscadohasta debajo del sofá! ¡Hasta el granerose ha revuelto para ver si se daba contigo!Por causa tuya ha faltado poco paraque le pegase a Anastasia... ¡Y vea usteddónde estaba metido! ¿Qué significa esto,Rodia? Di la verdad. Confiesa...
—Esto significa que me fastidiáis todoshorrorosamente y que quiero estarsolo—respondió fríamente Raskolnikoff.
—¡Solo, cuando no puedes aún ni andar,cuando estás pálido como la cera;cuando te falta el aliento! ¡imbécil! ¿Quéhas venido a hacer alPalacio de Cristal?Confiésamelo en seguida.
—Déjame pasar—replicó Raskolnikoff,y trató de alejarse.
Esto acabó de poner a Razumikin fuerade sí, y asiendo violentamente a su amigopor el brazo, le dijo:
—¿Y te atreves a decirme que te dejepasar? ¿Que te deje pasar? ¿Sabes loque voy a hacer ahora mismo? A tomartedebajo del brazo, a llevarte a tu casa,como se lleva un envoltorio y encerrarteallí bajo llave.
—Escucha, Razumikin—dijo sin levantarla voz y con tono en la aparienciamuy tranquilo—; ¿qué he de hacer paraque comprendas que no necesito de tusbeneficios? ¡Qué manía de hacer bien a laspersonas, en contra de su expresa voluntad!¿Por qué viniste cuando caí enfermoa instalarte a mi cabecera? ¿Qué sabestú si yo hubiera sido feliz muriéndome?¿No te he manifestado hoy con toda claridadque me martirizabas, que me erasinsoportable? ¿Qué gusto sacas en mortificara la gente? Te juro que todo esto[90]impide mi curación, teniéndome en unairritación continua. Ya has visto que Zosimoffse marchó para no martirizarme.¡Déjame tú también, por amor de Dios!...
Razumikin se quedó un momento pensativoy después soltó el brazo de su amigo.
—Bueno. ¡Vete, con mil diablos!—dijocon voz que no había perdido todavehemencia.
Pero en cuanto dió un paso Raskolnikoff,con extraordinario arrebato gritóRazumikin:
—¡Espera, escucha! Ya sabes que hoydaré una comida; quizá hayan llegado yamis convidados; pero he dejado ya allía mi tío para que los reciba. Si tú no fuesesun imbécil, un imbécil rematado, unimbécil incorregible... Escucha, Rodia;reconozco que no te falta inteligencia,pero eres un imbécil. Digo, pues, que sitú no fueses un imbécil, vendrías a pasarla noche en mi casa en vez de estropeartelas botas vagando sin objeto por las calles.Puesto que has salido, mejor es queaceptes mi invitación. Haré que te subanun cómodo sofá. Mis patrones lo tienen.Tomarás una taza de te y estarás acompañado.Si no quieres un sofá, te echarásen el catre... Al menos estarás con nosotros;irá Zosimoff... ¿vendrás?
—No.
—Pero esto es absurdo—replicó vivamenteRazumikin—. ¿Qué sabes tú? Túno puedes responder a ti mismo; yo tambiénhe escupido mil veces sobre la sociedad,y después de haberme apartado deella no he tenido más remedio que volvera buscarla. Llega un momento en que seavergüenza uno de su misantropía y procurareunirse con los hombres. Acuérdate,en casa de Potchinkoff, tercer piso.
—No iré, Razumikin—contestó Raskolnikoffalejándose.
—Apuesto que vendrás; de lo contrario,como si no te conociese—le gritó su amigo—.Espera un poco. ¿Está aquí Zametoff?
—Sí.
—¿Te ha visto?
—Sí.
—¿Te ha hablado?
—Sí.
—¿De qué? Vamos, bueno; no lo digassi no quieres decirlo. Casa de Potchinkoff,núm. 47, habitación de Babusckin.Acuérdate.
Raskolnikoff llegó a la Sadovia y doblóla esquina. Después de haberle seguidocon la mirada, Razumikin se decidió aentrar en el café, pero en medio de la escalerase detuvo.
—¡Por vida de...!—continuó casi envoz alta—. Habla con lucidez y como...¡qué imbécil soy!... ¿Acaso los locos disparatansiempre? Zosimoff, por lo que amí me parece, también teme como yo—yse llevó el dedo a la frente—. ¿Cómoabandonarle ahora? ¡Puede que vaya aahogarse!... He hecho una tontería. Nohay que vacilar—y echó a correr en buscade Raskolnikoff.
Pero no pudo encontrarle y le fué forzosovolverse a grandes pasos alPalaciode Cristal para interrogar cuanto antesa Zametoff.
Raskolnikoff se fué derecho al puente***,y deteniéndose en medio de él, sepuso a mirar a lo lejos. Desde que hubodejado a Razumikin, su debilidad habíaaumentado, hasta el punto que solamentea duras penas pudo llegar a aquelsitio. Hubiera querido sentarse o acostarseen cualquier parte, aunque fuese en lacalle. Inclinado sobre el agua, contemplabacon mirada distraída los últimosrayos del sol poniente y la fila de casasque la noche velaba poco a poco con sustinieblas.
—Sea, pues—dijo, alejándose del puentey tomando la dirección de la oficinade policía.
Tenía el corazón como vacío: no queríapensar, ni siquiera sentía angustia.Una completa apatía había sucedido ala energía que experimentara cuandosalió de casa resuelto «a acabar con todo».
—Después de todo, lo mismo da unasolución que otra—pensaba avanzandolentamente por el muelle del canal—. Porlo menos, el desenlace depende de mi voluntad...¡Qué fin, sin embargo! ¿Es posibleque sea esto el fin? ¿Confesaré o noconfesaré?... ¡pero si no puedo más!; quisieraacostarme o sentarme en algunaparte. Lo que me causa más vergüenzaes la tontería de lo que he hecho. ¡Vamos,es preciso que esto acabe! ¡Qué ideas tantontas tiene uno algunas veces!...
Para ir a la comisaría, le era precisoseguir todo derecho y tomar por la segundacalle de la izquierda. Una vezallí, estaba a dos pasos del despacho depolicía; pero al llegar al primer recodose detuvo, reflexionó un instante y entróen elpereulok. Después anduvo sin rumbopor otras dos calles, sin duda para ganarun minuto y dar tiempo a sus reflexiones.Andaba con los ojos fijos en tierra. Derepente, le parecía que alguien le murmurabaalguna cosa al oído. Levantóla cabeza y advirtió que estaba en lapuerta deaquella casa. No había pasadopor allí desde el día del crimen.
Cediendo a un deseo tan irresistiblecomo inexplicable, Raskolnikoff entróen ella, se dirigió a la escalera de la derechay se dispuso a subir al cuarto piso.La empinada y estrecha escalera estabamuy obscura. El joven se detenía en cadadescansillo y miraba con curiosidad entorno suyo. En el del primer piso habíanpuesto un vidrio en la ventana. «Esevidrio no estaba la otra vez»—pensóel joven—. «He aquí el segundo piso enque trabajaban Mikolai y Mitrey: estácerrado y la puerta recién pintada. Sinduda han alquilado la habitación... Heaquí el tercero... y el cuarto. Aquí es».Tuvo un momento de vacilación: la puertade la casa de la vieja estaba abiertade par en par. Raskolnikoff oía que hablabandentro. No había previsto aquello;sin embargo, tomó en seguida una resolución:subió los últimos escalones y entró.
Varios obreros lo estaban restaurando,lo que causó un asombro grande a Raskolnikoff.Creyó encontrar el cuarto talcomo lo había dejado él; quizá se figuróque yacerían los cadáveres en el suelo.Ahora, con gran sorpresa suya, vió queestaban desnudas las paredes. Se aproximóa la ventana y se sentó en el poyo.
No había más que dos obreros, dos jóvenes,de los cuales uno era bastante mayorque el otro. Se ocupaban en cambiarla antigua tapicería amarilla, queestaba muy usada, por otra blanca sembradade violetas. Esta circunstancia(ignoramos por qué) desagradó mucho aRaskolnikoff, el cual miraba colérico elpapel nuevo, como si le contrariasen enextremo tales variaciones.
Los papelistas se disponían a marcharse,y, sin hacer caso del visitante, continuaronsu conversación.
Raskolnikoff se levantó y pasó a laotra habitación, que contenía ante elcofre, la cama y la cómoda; este gabinetesin muebles le pareció muy pequeño. Latapicería no había sido cambiada; se podíaseñalar aún en el rincón el lugar queocupaba en otro tiempo el armario de lassagradas imágenes. Después de haber satisfechosu curiosidad, Raskolnikoff volvióa sentarse en el poyo de la ventana.
El mayor de los dos obreros le miróde reojo, y de repente, dirigiéndose a él,le dijo:
—¿Qué hace usted ahí?
En vez de responder, Raskolnikoffse levantó, fué al descansillo y se puso atirar del cordón. Era la misma campanilla,el mismo sonido. Llamó por segunday tercera vez, aplicando el oído, reconstituyendosus recuerdos. La impresiónterrible que sintiera ante la puerta de lavieja se produjo con vivacidad y lucidezcrecientes; temblaba a cada campanillazoy sentía a cada golpe un placer cadavez mayor.
—¿Qué busca usted aquí? ¿quién esusted?—gritó el obrero encarándosecon él.
Raskolnikoff volvió a entrar en elcuarto.
—Quiero alquilar una habitación y hevenido a mirar ésta—respondió.
—No se va por la noche a ver cuartos,y además debiera usted haber subidoacompañado deldvornik.
—Han fregado el suelo; ¿van a pintarlo?—prosiguióRaskolnikoff—. ¿Nohay sangre?
—¿Cómo sangre?
—Aquí fueron asesinadas la vieja y suhermana; había un verdadero mar desangre.
—¿Quién eres tú?—gritó el obrero asustado.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Quieres saberlo? Vamos a la comisaríay allí te lo diré.
Los dos papelistas le miraron estupefactos.
—Ya es hora de marcharnos. Vamos,[92]Aleshka. Hay que cerrar—dijo el de másedad a su compañero.
—Pues bien, vamos—replicó con tonoindiferente Raskolnikoff, y saliendo élprimero, precediendo a los dos operarios,bajó lentamente la escalera—. ¡Eh,dvornik!—gritóal llegar a la puerta de la calledonde había reunidas varias personasmirando pasar a la gente: dos porteros,un campesino, un ciudadano en trajede casa y algunos otros individuos.
Raskolnikoff se fué derecho a ellos.
—¿Qué se le ofrece a usted?—preguntóleun portero.
—¿Has estado en la oficina de policía?
—De allí vengo.
—¿Están allí todavía?
—Sí.
—¿El ayudante del comisario tambiénestá?
—Estaba hace un momento. ¿Qué eslo que usted desea?
Raskolnikoff no contestó y se quedópensativo.
—Ha venido a ver el cuarto—dijouno de los operarios.
—¿Qué cuarto?
—En el que trabajábamos. «¿Por quése ha lavado la sangre?», nos ha dicho.«Aquí se ha cometido un asesinato yvengo para alquilar el cuarto.» Se pusoa tirar de la campanilla. «Vamos a la oficinade policía», añadió después; «allílo diré todo».
El portero, preocupado, contempló aRaskolnikoff frunciendo las cejas.
—¿Quién es usted?—preguntó, levantandola voz con acento de amenaza.
—Yo soy Rodión Romanovitch Raskolnikoff,antiguo estudiante y vivocerca de aquí, en elpereulok inmediato,casa de Chill, departamento número 14.Pregunta al portero; me conoce.
Raskolnikoff dijo todo esto con aireindiferente y tranquilo, mirando obstinadamentea la calle y sin fijar la vistauna sola vez en su interlocutor.
—¿Y qué ha venido usted a haceraquí?
—He venido a ver la casa.
—¿Y qué se le ha perdido a usted enella?
—¿No sería mejor detenerle y conducirlea la comisaría?—propuso de repenteel burgués.
Raskolnikoff le miró con atención porencima del hombro.
—Vamos allá—dijo el joven con indiferencia.
—Sí. Es preciso llevarle a la comisaría—siguiódiciendo y con mayor seguridadel burgués—. Cuando ha venido aquí,es que algo le pesa en la conciencia.
—¡Dios sabe si estará borracho!—murmuróun obrero.
—¿Pero qué es lo que quieres?—gritóde nuevo el portero, que empezaba a incomodarsede verdad—. ¿Por qué vienesa molestarnos?
—¿Te da miedo ir a la comisaría?—dijocon tono burlón Raskolnikoff.
—¿Por qué he de tener miedo? ¿Sabesque nos estás fastidiando?
—Es un granuja—dijo una campesina.
—¿Para qué disputar con él?—apuntóa su vez el otro portero, unmujick enormeque llevaba un gabán desabrochadoy un manojo de llaves pendientes de lacintura—. De seguro es un granuja. ¡Ea!¡Lárgate en seguida!
Y agarrando a Raskolnikoff por unbrazo lo lanzó en medio del arroyo.
El joven estuvo a punto de caer alsuelo; sin embargo, pudo sostenerse enpie. Cuando hubo recobrado el equilibrio,miró silenciosamente a todos losespectadores y se alejó silenciosamente.
—¡Vaya un tipo!—observó un obrero.
—Todo el mundo se ha vuelto ahoramuy extravagante—dijo la campesina.
—Lo que usted quiera y mucho más—añadióel burgués—; pero hubiera sidoconveniente llevarle a la comisaría.
—¿Iré o no iré?—pensaba Raskolnikoffdeteniéndose en medio de una encrucijaday mirando en torno suyo, como sihubiese estado esperando un consejo dealguien.
Pero su pregunta no obtuvo respuesta;todo estaba sordo y sin vida, como laspiedras de las calles... De pronto, a doscientospasos de él, distinguió, a travésde la obscuridad, un grupo de gente delque partían gritos y palabras animadas...El grupo rodeaba un coche. En el suelobrillaba una débil luz.
—¿Qué pasa ahí?
Raskolnikoff volvió a la derecha y fuéa mezclarse con la multitud. Parecía quereraferrarse al menor incidente, y estapueril predisposición le hacía sonreír,porque ya había tomado su partido y decíapara sus adentros:
—De un momento a otro acabará todoesto.
Detenido en medio de la calle había unelegante coche particular, tirado por dossudorosos caballos tordos. En el interiorno había nadie y el cochero se había bajadodel pescante y sujetaba a los caballospor el bocado. En torno del carruajese apiñaba la multitud, contenida porlos agentes de policía. Uno de éstos teníauna linterna pequeña en la mano einclinado hacia el suelo alumbrado algoque yacía en el arroyo cerca de las ruedas.Todo el mundo hablaba, gritaba yparecía consternado; por su parte, elcochero, aturdido, no cesaba de repetir:
—¡Qué desgracia, Señor! ¡Qué desgracia!
Raskolnikoff se abrió paso a fuerzade codazos al través de los curiosos y logróver lo que había sido causa de quela gente se reuniese. En medio de la calleyacía ensangrentado y privado delconocimiento un individuo que acababade ser atropellado por los caballos. Aunqueestaba muy mal vestido, su aspectono era el de un hombre vulgar. Teníael cráneo y el rostro cubiertos de horriblesheridas, por las cuales salía la sangrea borbotones. No se trataba de un incidentesin importancia.
—¡Dios mío!—decía el cochero—; nohe podido impedir esta desgracia. Si yohubiese llevado los caballos al galope,o si no lo hubiese visto y avisado, buenoque se me echase la culpa. Pero no; elcoche iba despacio como todo el mundoha podido ver. Desgraciadamente, sabidoes que un borracho no se fija en nada...Le veo atravesar la calle una vez,dos y tres haciendo eses, y le grito: «¡Eh!¡cuidado!» Refreno los caballos; pero élse va derecho a ellos. ¡Si parecía que lohacía adrede! Los animales son jóvenesy fogosos, se lanzaron... el hombre gritóy sus gritos los excitaron más... así haocurrido esa desgracia.
—Sí, de ese modo ha pasado—afirmóuno que había sido testigo de la escena.
—En efecto—dijo otro—; por tresveces le avisó el cochero.
—Sí, por tres veces, todos le hemosoído—añadió uno del grupo.
Por su parte, el cochero no parecíamuy inquieto por las consecuencias deaquel suceso; evidentemente, el propietariodel carruaje era un personaje poderosoque esperaba la llegada de su coche.Esta última circunstancia despertabala cuidadosa solicitud de los agentesde policía. Era, sin embargo, preciso llevaral herido al hospital. Nadie sabíasu nombre.
Raskolnikoff, a fuerza de dar codazos,logró aproximarse al herido. De prontoun rayo de luz iluminó el rostro del desgraciado,y el joven lo reconoció.
—Le reconozco, le reconozco—gritóempujando a los que le rodeaban y colocándoseen la primera fila del grupo—;es un antiguo funcionario, el consejerotitular Marmeladoff. Vive aquí cerca,en casa de Kozel... ¡Pronto! ¡un médico!¡yo pago!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostróa un agente de policía. Revelaba extraordinariaagitación.
Los agentes se alegraron de saber quiénhabía sido el atropellado. Raskolnikoffdió su nombre y dirección e insistió conempeño para que se transportase el heridoa su domicilio. Aunque la víctima delaccidente hubiese sido su padre, no habríamostrado el joven mayor solicitud.
—Es ahí, tres casas más allá dondevive; en la de Kozel, un alemán rico...Sin duda se retiraba embriagado. Le reconozco...Es un borracho... Vive ahícon su familia, tiene mujer e hijos. Antesde llevarle al hospital, es menesterque le vea un médico; alguno habrá poraquí cerca; yo pagaré lo que sea, lo pagaré;su estado exige una cura inmediata.Si no se le socorre en seguida, morirá antesde llegar al hospital.
Raskolnikoff puso disimuladamente algunasmonedas en la mano de un agentede policía. Por otra parte, lo que el joven[94]le mandaba era perfectamente lógico,se explicaba bien. Levantaron a Marmeladoffy algunos voluntarios se ofrecierona transportarle a su casa. La de Kozelestaba situada a treinta pasos dellugar en que había ocurrido el accidente.Raskolnikoff iba detrás sosteniendo conprecaución la cabeza del herido, y enseñandoel camino.
—¡Aquí, aquí! En la escalera, tenedcuidado de que no vaya la cabeza baja:dad la vuelta... eso es, yo pago. Muchasgracias—murmuraba.
En aquel momento Catalina Ivanovna,como de costumbre, cuando tenía unminuto libre, paseaba de un lado a otrode su reducida sala, yendo de la ventanaa la chimenea y viceversa, con los brazoscruzados sobre el pecho, charlandosola y tosiendo. Desde algún tiempohablaba cada vez de mejor gana con suhija mayor Polenka. Aunque esta niña,de diez años de edad, no comprendía aúnmuchas cosas, se daba, sin embargo,cuenta de la necesidad que su madre teníade ella, de modo que fijaba siempresus grandes e inteligentes ojos en CatalinaIvanovna, y en cuanto ésta le dirigíala palabra, la niña hacía todos losesfuerzos imaginables para comprender,o, por lo menos, para hacer ver que comprendía.
Ahora Polenka desnudaba a su hermanitoque había estado durante todo el díaenfermo y que iba a acostarse. Esperandoa que le quitasen la camisa para lavarlapor la noche, el niño, con aspectoserio, estaba sentado en una silla silenciosoe inmóvil y escuchaba, abriendomucho los ojos, lo que su mamá decía asu hermana. La niña más pequeña, Lida(Lidotshka), vestida con verdaderos harapos,esperaba a su vez en pie, cerca dela mampara. La puerta que daba al descansilloestaba abierta, a fin de que salierael humo del tabaco que llegaba de lahabitación contigua, y que, a cada instante,hacía toser a la pobre tísica. CatalinaIvanovna estaba peor desde hacíaocho días, y las siniestras manchasde sus mejillas tenían un color más vivoque nunca.
—No puedes imaginarte, Polenka—decíapaseándose por la habitación—,qué alegre y brillante vida era la que hacíamosen casa de papá y cuán desgraciadossomos todos a causa de este borracho.Papá tenía en el servicio civil un empleoequivalente al grado de coronel.Era casi gobernador y no le faltaba másque un paso para llegar a este puesto; asíes que todo el mundo le decía: «Consideramosa usted ya, Ivan Mikhailtch, comogobernador.»
La interrumpió un golpe de tos.
—¡Oh condenada vida!
Escupió y se apretó el pecho con lasmanos.
—¿Está ya el agua? ¡Ea! dame la camisay las medias, Lida—añadió, dirigiéndosea la chiquita—. Esta nochedormirás sin camisa. Pon las medias allado... Se lavará todo al mismo tiempo...¡Y ese borracho sin venir!... Quisiera lavartambién su camisa con todo lo demás,para no tener que fatigarme dos nochesseguidas. ¡Señor, Señor!—volvió a toser—.¡Otra vez! ¿Eh? ¿Qué es eso?—exclamóal ver que el vestíbulo se llenaba de gente,la cual penetraba en la sala con unaespecie de fardo—. ¿Qué es eso? ¿Qué eslo que traen? ¡Dios mío!
—¿Dónde hay que ponerlo?—preguntóun agente de policía mirando en derredorsuyo mientras introducían en la habitacióna Marmeladoff ensangrentado yexánime.
—En el sofá. Extenderle en el sofá...La cabeza aquí—indicó Raskolnikoff.
—Es un borracho que ha sido atropelladoen la calle—gritó uno desde lapuerta.
Catalina Ivanovna, intensamente pálida,respiraba con dificultad. La pequeñaLida corrió gritando hacia su hermanamayor, y toda temblorosa la estrechóen sus brazos.
Después de haber ayudado a colocara Marmeladoff en el sofá, Raskolnikoffse acercó a Catalina Ivanovna.
—Por el amor de Dios, tranquilícese,cálmese, no se asuste tanto—dijo el jovenvivamente—. Atravesaba la calley un coche le ha atropellado; no se alarmeusted, va a recobrar el conocimiento.He mandado que le traigan aquí. Yo ya[95]he venido a esta casa otra vez. Quizáno se acuerde usted. Volverá en si. Yopagaré...
—No volverá en si, no volverá en si—dijocon desesperación Catalina Ivanovnay se precipitó hacia su marido.
Raskolnikoff echó de ver en seguidaque esta mujer no era propensa a desmayos.En un instante colocó una almohadadebajo de la cabeza del herido, cosa enque nadie había pensado. Catalina Ivanovnase puso a desnudar a Marmeladoff,a examinar sus heridas y a prodigarle inteligentescuidados. La emoción no lequitaba la presencia de ánimo; se olvidabade sí misma, mordíase los labiostemblorosos y contenía en su pecho losgritos prontos a escaparse.
Durante este tiempo, Raskolnikoffmandó por un médico que vivía en la vecindad.
—He mandado a buscar un médico—dijoa Catalina Ivanovna—. No se preocupeusted, yo pagaré. ¿No tiene ustedagua? Déme una toalla, una servilleta,cualquier cosa, en seguida. No podemosjuzgar de la gravedad de las heridas...está herido, pero no muerto; convénzaseusted. Ya veremos lo que dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió a la ventana;colocada sobre una mala silla había unacubeta con agua, preparada para lavardurante la noche la ropa del marido y desus hijos. Catalina Ivanovna solía hacereste lavado nocturno con sus propiasmanos, dos veces por semana, cuando nomás a menudo, porque los Marmeladoffhabían llegado a tal extremo de miseria,que les faltaba casi en absoluto ropa paramudarse: cada miembro de la familiano tenía más camisa que la que llevabapuesta, y como Catalina Ivanovna nopodía sufrir la suciedad, prefería la pobretísica, antes que verla reinar en su casa,fatigarse por las noches lavando la ropade los suyos, para que ellos la encontrasenlimpia y repasada al día siguiente aldespertar.
Obedeciendo a Raskolnikoff, tomó lacubeta y se la llevó al joven, pero faltópoco para que se cayese con ella. Raskolnikofflogró encontrar una toalla, la empapóde agua y lavó con ella el rostroensangrentado de Marmeladoff. CatalinaIvanovna, en pie a su lado, respirabacon dificultad y se apretaba el pecho conlas manos.
No hubieran estado de más para ellalos cuidados facultativos.
—Quizá he hecho mal en traer el heridoa su casa—pensaba Raskolnikoff.
El guardia no sabía qué decidir.
—¡Polia!—gritó Catalina Ivanovna—,ve corriendo a casa de Sonia; pronto, dileque su padre ha sido atropellado por uncoche, que venga en seguida. Si no laencuentras en casa, se lo dices a los Kapernumoffpara que le den el recado encuanto vaya. ¡Despáchate, Polia; anda,ponte ese pañuelo en la cabeza!
En tanto, la sala se había llenado detal modo de gente, que no cabía ya niun alfiler. Los agentes de policía se retiraron;uno solo se quedó momentáneamentey trató de desalojar algo el aposento.Mientras que ocurría esto, por lapuerta de comunicación interior penetraronen la sala casi todos los inquilinosde la señora Lippevechzel: primero sedetuvieron en el umbral, pero bien prontoinvadieron la habitación. CatalinaIvanovna se puso furiosa.
—Deberíais al menos dejarle moriren paz—gritaba a los asaltantes—. Venísaquí como a un espectáculo—y se interrumpiópara toser—. Y entráis con elsombrero puesto; marchaos, tened por lomenos respeto a la muerte.
La tos que la ahogaba la impidió seguir;pero su severa admonición produjoefecto. Evidentemente, Catalina Ivanovnainspiraba cierto temor.
Los inquilinos fueron unos tras otrosdesfilando hacia la puerta, llevándose ensus corazones ese extraño sentimientode satisfacción que hasta los hombres máscompasivos experimentan a la vista dela desgracia ajena. Después que hubieronsalido se oyeron las voces del otro ladode la puerta: decían en alta voz queera preciso enviar el herido al hospital,pues no había derecho para turbar latranquilidad de la casa.
—Ese es el inconveniente de morirse—vociferóCatalina Ivanovna, y ya se preparabaa desahogar en ellos su indignación,cuando se abrió la puerta y aparecióla señora Lippevechzel en persona.
La patrona acababa de saber la desgraciay venía a restablecer el orden. Erauna alemana intrigante y mal educada.
—¡Ah, Dios mío!—dijo juntando lasmanos—, ¡su marido de usted, que estababorracho, se ha dejado aplastar por uncoche! Hay que llevarle al hospital, yosoy la propietaria.
—Amalia Ludvigovna, suplico a ustedque piense lo que habla—comenzó adecir con tono arrogante Catalina Ivanovna.(Siempre que hablaba a la patronaempleaba el mismo tono para recordarlela debida compostura; y aun enaquel momento no pudo resistir a semejanteplacer.)—Amalia Ludvigovna.
—Ya se lo he dicho a usted de una vezpara siempre, no quiero que se me llameAmalia Ludvigovna; yo soy Amalia Ivanovna.
—Usted no es Amalia Ivanovna sinoAmalia Ludvigovna, y como yo no pertenezcoal grupo de viles aduladores deusted, tal como el señor Lebeziatnikoffque se está riendo ahora detrás de lapuerta. (Ahora se agarran ji, ji—decíaen efecto una voz burlona en la piezainmediata), yo la llamaré a usted siempreAmalia Ludvigovna, aunque no puedocomprender por qué le molesta estenombre. Ya ve usted lo que acaba deocurrirle a Simón Zakharovitch: estámuriéndose. Suplico a usted que cierrela puerta y que no deje entrar nadie aquí.Déjele, al menos, que muera en paz. Delo contrario le juro a usted que mañanamismo daré parte al gobernador general.El príncipe me conoce desde mi juventudy se acuerda muy bien de Simón Zakharovitch,a quien más de una vez ha hechoalgún favor. Todo el mundo sabe que mimarido tenía muchos amigos y protectores;como se daba cuenta de su desgraciadovicio, cesó de tratarse con ellos porun sentimiento noble de delicadeza; peroahora—añadió señalando a Raskolnikoff—hemosencontrado apoyo en estemagnánimo joven que es rico, tiene muybuenas relaciones y es amigo desde la infanciade Simón Zakharovitch. Téngalousted presente, Amalia Ludvigovna.
Todo este discurso fué pronunciadocon creciente rapidez, pero la tos interrumpióla elocuencia de Catalina IvanovnaEn aquel momento, Marmeladoff,volviendo en sí, lanzó un gemido. Catalinase acercó solícita a su esposo. Este,sin darse aún cuenta de nada, miraba aRaskolnikoff, en pie a su cabecera. Surespiración era débil y penosa, tenía sangreen las comisuras de los labios y lafrente empapada en sudor. No reconociendoa Raskolnikoff le miraba con ciertainquietud. Catalina Ivanovna fijó enel herido una mirada afligida, pero severa.Después la pobre mujer rompió allorar.
—¡Dios mío! ¡Tiene el pecho aplastado!¡Cuánta sangre!—decía acongojada—.Hay que quitarle la ropa. ¡Vuélvete unpoco, si puedes, Marmeladoff!
Marmeladoff la reconoció.
—¡Un sacerdote!—dijo con voz ronca.
Catalina Ivanovna se aproximó a laventana y apoyando la frente en el marcogritó con desesperación:
—¡Oh vida, mil veces maldita!
—¡Un sacerdote!—repitió el moribundodespués de una pausa.
—¡Silencio!—le gritó Catalina Ivanovna.
El herido obedeció y calló. Buscaba asu mujer con ojos tímidos y ansiosos.Catalina fué de nuevo a situarse a su cabecera;Marmeladoff se tranquilizó, perono por largo tiempo. De repente vió enel rincón a la pequeña Lida (su predilecta),que temblaba como si le fuese a daruna convulsión y que le miraba con ojosenormemente abiertos de niño asombrado.
—¡Ah, ah!—dijo con gran agitaciónseñalando a la chiquilla.
Se comprendía que trataba de deciralgo.
—¿Qué?—gritó Catalina Ivanovna.
—¡No tiene calzado!—y sus ojos, comode loco, no se apartaban de los piesdesnudos de la niña.
—¡Cállate!—replicó con tono irritadoCatalina Ivanovna—: demasiado sabesque no tiene calzado...
—¡Gracias a Dios! ¡Aquí está el médico!—dijogozosamente Raskolnikoff.
Entró un viejecillo alemán de modalesacompasados, que miraba con desconfianzaen derredor suyo. Se aproximóal herido, le tomó el pulso, examinó atentamentela cabeza, y después, ayudado[97]por Catalina Ivanovna, desabrochó lacamisa, toda ensangrentada, y dejó elpecho al descubierto, que estaba magullado;varias costillas de la derecha rotas,a la izquierda, al lado del corazón,se veía una gran mancha negruzca y amarillentamarcada por una violenta pisadade caballo. El doctor frunció el entrecejo.El agente de policía acababa de contarleque el herido había sido atropelladoen una calle y arrastrado en una extensiónde treinta pasos.
—Es asombroso que esté todavía vivo—murmuróen voz baja el doctor dirigiéndosea Raskolnikoff.
—¿Qué le parece a usted?—preguntóeste último.
—Caso perdido.
—¿No hay esperanza?
—Ninguna. Va a exhalar el últimosuspiro... Tiene una herida muy peligrosaen la cabeza. Podría sangrársele...pero sería inútil: morirá de seguro dentrode cinco a seis minutos.
—Sángrele usted, sin embargo.
—Sea; pero le advierto que la sangríano servirá absolutamente de nada.
Estando en esto se oyó otra vez ruidode pasos. La multitud, que se agrupabaen el umbral, se abrió, y apareció un eclesiásticode cabellos blancos. Traía la Extremaunciónpara el moribundo. El doctorcedió el puesto al sacerdote, con elcual cambió una significativa mirada.Raskolnikoff suplicó al médico que sequedase un momento todavía. El médicoaccedió encogiéndose de hombros.
Todos se apartaron. La confesión durómuy poco tiempo. Marmeladoff no se hallabaen estado de discurrir. Sólo podíalanzar sonidos entrecortados e ininteligibles.Catalina Ivanovna fué a arrodillarseen el rincón inmediato a la chimenea,e hizo que se arrodillasen delantede ella los dos niños. Lidotshka no hacíamás que temblar. El pequeñuelo, de rodillas,imitaba los grandes signos de cruzque hacía su madre y se prosternaba dandoen el suelo con la frente, lo que parecíadivertirle. Catalina Ivanovna se mordíalos labios y contenía las lágrimas. Rezabaarreglando al mismo tiempo la camisadel pequeñuelo, sin interrumpir suoración, y sin levantarse consiguió sacarde la cómoda un pañuelo del cuello queechó sobre los hombros desnudos de la niña.En tanto la puerta de comunicaciónhabía sido abierta de nuevo por los curiososvecinos. En el descansillo había tambiénaumentado el grupo de espectadores.Se encontraban en él todos los inquilinosde los diversos pisos; pero sin franquearel umbral de la estancia. Toda estaescena estaba alumbrada por un cabode vela.
En aquel momento, Polenka, que habíaido a buscar a su hermana, atravesóvivamente el grupo formado en el corredory entró, pudiendo apenas respirara causa de lo que había ocurrido. Despuésde quitarse el pañuelo, buscó con los ojosa su madre, y acercándose a ella le dijo:
—Ahí viene; la he encontrado por lacalle.
Catalina Ivanovna la hizo arrodillarsea su lado. Sonia se abrió paso tímidamente,y sin ruido, por en medio de la gente.En aquella habitación, que era la imagende la miseria, de la desesperación y de lamuerte, su entrada repentina produjoextraño efecto. Aunque muy pobrementevestida, iba muy ataviada con ese airellamativo que distingue a las pobres mujerzuelasdel arroyo. Al llegar a la entradadel aposento, la joven se detuvo en elumbral y echó al interior una mirada deasombro. Parecía que no tenía concienciade nada; no se cuidaba de su faldade seda, comprada de lance, cuyo colorchillón y cuya cola desmesuradamentelarga eran muy impropias de aquel lugarlo mismo que su inmenso miriñaque queocupaba toda la anchura de la puerta,sus botas provocadoras, la sombrilla quetenía en la mano, aunque no tuviese necesidadde ella, y, en fin, su ridículo sombrerode paja, adornado con una plumabrillantemente roja.
Bajo aquel sombrero picarescamenteladeado, se veía una carita enfermiza,pálida y asustada con la boca abierta einmóviles de terror los ojos. Sonia teníadiez y ocho años, era rubia, bajita y delgada,pero bastante linda. Llamaban laatención sus ojos claros. Tenía la miradafija en el lecho y en el sacerdote. ComoPolenka, estaba sofocada por lo de prisaque había venido. Por último, algunas pa[98]labras,murmuradas por la gente, llegaronsin duda a sus oídos. Bajando la cabezafranqueó el umbral y penetró en lasala, pero se quedó cerca de la puerta.
Cuando el moribundo hubo recibidolos Santos Sacramentos, su mujer se acercóa él. Antes de retirarse, el sacerdotecreyó de su deber dirigir algunas palabrasde consuelo a Catalina Ivanovna.
—¡Qué va a ser de ellos!—interrumpióla mujer con amargura mostrando sushijos.
—Dios es misericordioso; confíe usteden el socorro del Altísimo—replicó eleclesiástico.
—¡Misericordioso, sí; pero no para nosotros!
—Eso es un pecado, señora, un pecado—observóel sacerdote moviendo la cabeza.
—¿Y esto no es un pecado?—replicóvivamente Catalina Ivanovna mostrandoal moribundo.
—Los que le han privado involuntariamentede su sostén le ofrecerán quizáuna indemnización para reparar al menosel perjuicio material.
—Usted no me comprende—replicócon tono irritado Catalina Ivanovna—.¿De qué hay que indemnizarme si hasido él mismo que, borracho como estaba,se ha arrojado a los pies de los caballos?¡El mi sostén! ¡Si ha sido siemprepara mí causa de disgusto! ¡Si se lo bebíatodo! ¡Si nos despojaba para ir a gastarseel dinero de la casa en la taberna!¡Dios ha hecho bien llevándoselo! ¡Estoes un verdadero alivio para nosotras!
—Hay que perdonar a un moribundo;esos sentimientos son un pecado, señora,un gran pecado.
Mientras hablaba con el sacerdote,Catalina Ivanovna no cesaba de ocuparsedel herido: le daba agua, le enjugabael sudor y la sangre de su cabeza y arreglabalas almohadas. Las últimas palabrasdel eclesiástico la pusieron hechauna furia.
—¡Eh,batuchka! ¡Esas no son más quepalabras! ¡Perdonar! Si hoy no le hubiesenaplastado los caballos, habría entradoen casa, como de costumbre, borracho.Como no tiene más camisa que laque lleva puesta, hubiera tenido yo quelavársela mientras él durmiese, así comola ropa de los niños. Después hubieranecesitado secarlo todo, para repasarloa la madrugada. Tal es el empleo de misnoches. ¡Y me habla usted de perdón!Además, le he perdonado.
Un violento acceso de tos le impidióseguir adelante. Escupió en un pañueloy lo extendió ante los ojos del eclesiástico,mientras con la mano izquierda apretabadolorosamente su pecho. El pañueloestaba ensangrentado.
El pope bajó la cabeza y no dijo palabra.
Marmeladoff estaba en la agonía; noapartaba los ojos de su mujer, que denuevo se había inclinado sobre él. Teníadeseos de decirle algo, trataba de hablar,movía los labios con esfuerzo, pero noconseguía otra cosa que prorrumpir ensonidos inarticulados. Catalina Ivanovna,comprendiendo que su marido quería pedirleperdón, le gritó con tono imperioso:
—Cállate. Es inútil... Sé lo que quieresdecir...
El herido se calló, pero en aquel instantesus miradas se dirigieron a la puertay vió a Sonia...
Hasta entonces no había reparado enel rincón sombrío en que la joven se encontraba.
—¿Quién está allí? ¿Quién está allí?—dijode repente con voz ronca y ahogadamostrando al mismo tiempo con los ojos,que expresaban un gran terror, la puertafrente a la cual estaba en pie su hija.
Marmeladoff trató de incorporarse.
—¡Sigue echado! ¡No te muevas!—gritóCatalina Ivanovna.
Pero, merced a un esfuerzo sobrehumano,logró sentarse en el sofá. Durantealgún tiempo contempló a su hija con aireextraño; parecía no reconocerla; eratambién la vez primera que la veía enaquel traje. Tímida, humillada y avergonzadabajo sus oropeles de mujerpública, la infeliz esperaba humildementeque se le permitiese dar el últimobeso a su padre. De pronto, éste la reconocióy se pintó en su rostro un sufrimientoinmenso.
—¡Sonia! ¡hija mía!... ¡perdóname!—gritó.
Quiso tender hacia ella la mano, y perdiendosu punto de apoyo rodó pesadamentepor el suelo. Se apresuraron a levantarley le pusieron en el sofá; pero yatodo era inútil. Sonia, casi sin poder sostenerse,lanzó un débil grito, corrió haciasu padre y le besó. El desdichado expiróen los brazos de su hija.
—¡Ha muerto!—exclamó Catalina Ivanovnaante el cadáver de su marido—.¿Qué hacer ahora? ¿Cómo pagaré el entierro?¿Cómo daré de comer mañana amis hijos?
Raskolnikoff se aproximó a la viuda.
—Catalina Ivanovna—le dijo—, lasemana pasada me contó su marido todala vida de usted sin omitir detalle... Puedeestar segura de que me habló de ustedcon verdadero entusiasmo. Desdeaquella tarde, al ver cuánto la estimaba,cuánto amaba y honraba a usted, a pesarde su malhadada debilidad, desdeaquella tarde, repito, soy su amigo...Permítame, pues, que le ayude a cumplirsus últimos deberes con el difunto. Aquítiene usted veinte rublos, y si mi presenciapuede serle de alguna utilidad... Yovendré a verla a usted muy pronto...¡Adiós!
Y salió precipitadamente de la sala;pero al atravesar el descansillo encontróentre el grupo de curiosos a NikodimFomitch, que había tenido noticia delaccidente e iba a cumplir con los deberesde su cargo llenando las formalidadespropias del caso. Desde la escena ocurridaen la oficina de policía, el comisariono había vuelto a ver a Raskolnikoff.Sin embargo, le reconoció en seguida.
—¡Ah! ¿Es usted?—le preguntó.
—Ha muerto—contestó Raskolnikoff—.Le han asistido un médico y unsacerdote; nada le ha faltado. No molesteusted a la pobre viuda; está tísica ysu nueva desgracia le será funesta. Consuélelausted... Sé que usted es un hombremuy bueno—añadió sonriendo y mirandofrente a frente al comisario.
—Está usted manchado de sangre—dijoNikodim Fomitch, que acababa dever algunas manchas recientes en el chalecode su interlocutor.
—Sí, me ha caído encima... Estoy empapadoen sangre—agregó el joven conextraño acento; después, sonrióse, saludóal comisario con un movimiento decabeza y se alejó.
Bajó la escalera sin apresuramiento.Una especie de fiebre agitaba todo suser: sentía que una vida potente y nuevabrotaba de repente en él. Podía compararseesta sensación a la de un condenadoa muerte que recibe a última hora el inesperadoindulto. En medio de la escalerase hizo a un lado para dejar pasar al sacerdoteque volvía a su domicilio. Lo doshombres cambiaron un silencioso saludo.Cuando Raskolnikoff bajaba los últimosescalones, oyó pasos presurosos detrásde sí. Alguien trataba de alcanzarle. Enefecto, Polenka corría en pos de él gritándole:
—¡Oiga usted, caballero, oiga usted!
Raskolnikoff se volvió. La niña descendióapresuradamente el último tramoy se detuvo enfrente del joven en un escalónpor encima de él. Un débil resplandorprovenía del patio. Raskolnikoffexaminó el rostro demacrado de la niña;Polenka le miraba con alegría infantilque hacía resaltar su delicada belleza.Se le había confiado una misión que, evidentemente,le agradaba mucho.
—Oiga usted, ¿cómo se llama usted?...¡Ah! ¿Dónde vive usted?—preguntó precipitadamente.
Raskolnikoff le puso las manos en loshombros y la contempló con una especiede felicidad. ¿Por qué experimentabatal placer mirando a la niña? Ni él mismolo sabía.
—¿Quién te manda?
—Mi hermana Sonia—respondió laniña sonriendo aún más alegremente.
—Ya suponía yo que venías de partede tu hermana.
—Sonia me envió primero; pero en seguidamamá me dijo: «Ve corriendo, Polenka.»
—¿Quieres mucho a tu hermana Sonia?
—La quiero más que... a todo el mundo—afirmócon singular energía Polenka,y su sonrisa tomó de repente una expresiónseria.
—¿Y a mí me querrás?
En lugar de responder la niña, aproximóla cara a la del joven y presentó[100]cándidamente la boca para besarle. Derepente, con sus bracitos delgados comocerillas, estrechó fuertemente a Raskolnikoff,e inclinando la cabeza en el hombrodel joven se puso a llorar en silencio.
—¡Pobre papá!—dijo al cabo de un momento,levantando la cabeza y enjugándoselas lágrimas con la mano—. Ahorano se ven más que desgracias—añadiósentenciosamente, con esa gravedad particularque afectan los niños cuandoquieren hablar como las personas mayores.
—¿Te quería tu papá?
—Quería más a Lidotshka—respondióen el mismo tono serio (su sonrisahabía desaparecido),—sentía predilecciónpor ella, porque es la más pequeñay porque está delicada; siempre le traíacosas. Nos enseñaba a leer; me daba leccionesde gramática y doctrina—añadióla niña con dignidad—. Mamá no decíanada; pero nosotros sabíamos que estole daba gusto y papá también lo sabía.Mamá quiere enseñarme el francés, porqueya es tiempo de comenzar mi educación.
—¿Sabes rezar?
—¡Vaya si sabemos! ¡Desde hace muchotiempo! Yo, como soy la mayor, rezosola; Kolia y Lidotshka dicen sus oracionesen voz alta con mamá. Recitanprimero las letanías de la Santísima Virgen,luego otra oración: «¡Señor! Concedetu perdón y tu bendición a nuestra hermanaSonia», y luego: «¡Señor! Concedetu perdón y tu bendición a nuestro otropapá», porque no le he dicho a ustedque nuestro antiguo papá hace tiempoque murió; éste era otro; pero nosotrosrezamos también por el primero.
—Polenka, me llamo Rodión Romanovitch;nómbrame también alguna vezen tus oraciones: «perdona a tu siervoRodión» y nada más.
—Siempre, siempre rezaré por usted—respondiócalurosamente la niña; y echándosea reír, besó de nuevo al joven conternura.
Raskolnikoff le repitió su nombre, ledió las señas y le prometió volver al otrodía sin falta. La niña se separó de él encantada.Eran las diez dadas cuando salíade la casa.
No le costó trabajo encontrar la habitaciónde Razumikin; en casa de Potchinkoffconocían a su nuevo inquilinoy eldvornik indicó en seguida a Raskolnikoffel cuarto de su amigo. Hasta lamitad de la escalera llegaba la algazarade la reunión que debía ser numerosa yanimada. La puerta estaba abierta y seoía el ruido de las voces.
La estancia de Razumikin era bastantegrande; la reunión se componía deunas quince personas. Raskolnikoff sedetuvo en la antesala; detrás del tabiquehabía dos grandes samovars, botellas,platos y fuentes cargados de pastas; doscriados de la patrona se agitaban en mediode todo aquello. Raskolnikoff hizoque llamasen a Razumikin. Este se presentómuy contento. A la primera ojeadase adivinaba que había bebido conexceso; y aunque en general a Razumikinle fuese imposible emborracharse, poresta vez probaba su exterior que no habíapodido contenerse.
—Escucha—comenzó a decir Raskolnikoff—,he venido con el solo objetode decirte que, en efecto, has ganadola apuesta y que nadie sabe lo que puedepasar. En cuanto a entrar ahí, no; estoymuy débil; apenas si puedo tenerme enpie. De modo que, buenas noches, yadiós. Mañana pásate por mi casa.
—¿Sabes tú lo que voy a hacer? Acompañarte.Según tu propia confesión, estásdébil.
—¿Y tus invitados? ¿Quién es esehombre de cabello rizado que acaba deentreabrir la puerta?
—¿Ese? ¿Quién lo sabe? Debe de serun amigo de mi tío o acaso un señor cualquieraque ha venido sin invitación...Los dejaré con mi tío; es un hombre inapreciable;siento que no puedas trabarconocimiento con él. Por lo demás, queel diablo se los lleve. Nada tengo que hacerahora con ellos; necesito tomar elaire, de modo que has llegado a propósito,amigo mío: dos minutos más tarde, hubieracaído sobre ellos. ¡Dicen tales majaderías!No puedes imaginarte de qué divagacionessuelen algunos hombres sercapaces. Digo, si puedes imaginártelo.¿Acaso nosotros no divagamos también?¡Ea! dejémosles decir necedades; no siem[101]pretendrán ocasión de colocarlas... Esperaun momentito; voy a traer a Zosimoff.
El doctor acudió con extraordinarioapresuramiento a ver a Raskolnikoff. Alechar la vista encima a su cliente se manifestóen su rostro una gran curiosidadque bien pronto se desvaneció.
—Es menester que se acueste usted enseguida—dijo al enfermo—; y tome uncalmante para procurarse un sueño apacible.Aquí tiene usted esos polvos queyo he preparado hace poco. ¿Los tomaráusted?
—Ciertamente—respondió Raskolnikoff.
—Harás bien en acompañarle—dijoZosimoff dirigiéndose a Razumikin—;veremos mañana cómo está; hoy no vamal. Ha cambiado mucho en poco tiempo.Cada día se aprende una cosa nueva.
—¿Sabes lo que Zosimoff me decíahace un momento por lo bajo?—comenzóa decir con voz pastosa Razumikin, cuandolos dos amigos estuvieron en la calle—.Me recomendaba que hablase contigoen el camino, que te hiciera hablar y quele contase en seguida tus palabras, porquese le ha metido entre ceja y cejaque estás loco o que te encuentras a puntode estarlo. ¿Qué te parece? En primerlugar, tú eres tres veces más inteligenteque él. En segundo lugar, puesto queno estás loco puedes burlarte de su estúpidaopinión, y en tercer lugar, esehombrón, cuya especialidad es la cirugía,sólo tiene en la cabeza, desde hace algúntiempo, enfermedades mentales; pero laconversación que has tenido tú hoy conZametoff, ha modificado por completosus apreciaciones sobre tu persona.
—¿Zametoff te lo ha contado todo?
—Todo y ha hecho muy bien. He comprendidoahora toda la historia y Zametofftambién. ¡Vamos! Sí, en una palabra,Rodia... El hecho es que... En este momentome encuentro un poco alegre...pero no importa... El hecho es que aquelpensamiento... ¿Comprendes? Aquel pensamientohabía nacido, en efecto, en suespíritu; es decir, ninguno de ellos seatrevía a formularlo en alta voz, porqueera una cosa demasiado absurda, sobretodo desde que ha sido detenido ese pintorde brocha gorda, todo se ha desvanecidopara siempre. Pero, ¿cómo son tan imbéciles?Aquí para entre nosotros, he tenidoun choque con Zametoff; te suplicoque no te des por entendido; he notadoque es susceptible. Ese incidente ocurrióen casa de Luisa... Pero actualmente todoestá esclarecido. Fué principalmente eseIlia Petrovitch quien se fundaba en tudesvanecimiento en la comisaría; peroa él mismo le dió vergüenza luego de semejantesuposición; yo sé...
Raskolnikoff escuchaba con avidez.Bajo la influencia de la bebida, Razumikinhablaba sin tino.
—Yo me desvanecí entonces porquehacía demasiado calor en la sala y porqueel olor de la pintura me trastornó—contestó.
—El busca una explicación, pero nohay otra que la de la pintura: la inflamaciónestaba latente desde hacía un mes.Ahí está Zosimoff para decirlo. No puedesfigurarte lo confuso que se siente ahoraese tonto de Zametoff: «Yo no valgo—dice—nilo que el dedo pequeño de esehombre». Así habla refiriéndose a ti. Algunasveces tienen buenos sentimientos;pero la lección que le has dado hoyen elPalacio de Cristal es el colmo de laperfección: has comenzado por hacerque tuviese miedo, que temblase. Le hicistepensar de nuevo en esa monstruosatontería, y de repente le has mostradoque te burlabas de él. ¡Se ha quedado conun palmo de narices! Perfectamente.Ahora está aplastado, anonadado. Verdaderamenteeres un maestro y le hacíafalta lo que has hecho. Siento no haberestado allí. Zametoff está ahora en casay hubiera querido verte. También deseaverte Porfirio Petrovitch.
—¡Ah! ¿Ese también? Pero, ¿por quése me considera como un loco?
—Como un loco precisamente, no.Amigo mío, yo creo que me he ido unpoco de la lengua contigo. Lo que supongoque le ha preocupado más que nadaes que sóloeso te interesa, y ahora comprendepor qué te interesa: conociendotodas las circunstancias... sabiendo quéespecie de enervamiento te ha causadoeso y como tal cosa se relaciona con tuenfermedad... Estoy algo chispo, amigo[102]mío; cuanto puedo decirte es que él tienesu idea... te lo repito, no sueña más quecon sus enfermedades mentales; no, notienes por qué inquietarte.
Durante medio minuto ambos guardaronsilencio.
—Escucha, Razumikin—dijo Raskolnikoff—.Quiero hablarte con franqueza:vengo de casa de un muerto; el difuntoera un funcionario... He dado allí todomi dinero... y además de eso hace un instantehe sido besado por una criaturaque, aun cuando yo hubiese matado aalguien... en una palabra, he visto allítambién a una joven... con una plumacolor de fuego, pero divago; estoy muydébil, sostenme... Aquí está la escalera.
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?—preguntóRazumikin alarmado.
—La cabeza que me da vueltas; peroesto no es nada; lo malo es que estoy tantriste... como una mujer. Mira: ¿qué esaquello? mira, mira...
—¿Qué he de mirar?
—¿No ves? Hay luz en mi cuarto,¿no lo estás viendo por la rendija?
Estaban en el último rellano de la escalera,cerca de la puerta de la patrona,desde donde se podía advertir, que, enefecto, en la habitación de Raskolnikoffhabía luz.
—Es extraño.
—Estará quizá en ella Anastasia—observóRazumikin.
—No viene nunca a mi cuarto a esahora. Además, se acuesta muy temprano;pero, ¿qué importa? Adiós.
—¡Eh! ¿qué dices? Te acompaño, vamosa subir juntos.
—Sí que subiremos juntos; pero quieroestrecharte la mano y decirte adiósaquí. Vamos, dame la mano. Adiós.
—¿Qué te pasa, Rodia?
—Nada. Subamos y tú serás testigo...
Mientras subían la escalera se le ocurrióa Razumikin que Zosimoff tenía quizásrazón.
—Sin duda le he perturbado el espíritucon mi charla—dijo para sí.
Cuando se acercaban a la puerta oyeronvoces en la habitación.
—¿Qué es esto?—exclamó Razumikin.
Raskolnikoff tiró de la puerta y laabrió de par en par, quedándose en elumbral como petrificado.
Su madre y su hermana, sentadas en elsofá, le esperaban hacía media hora.
La aparición de Raskolnikoff fué saludadacon gritos de alegría. Su madrey su hermana corrieron hacia él; pero eljoven quedó inmóvil, y casi privado desentido; había como helado todo su serun pensamiento súbito e insoportable.Ni siquiera tuvo fuerza para abrir los brazos.Las dos mujeres le estrecharon contrasu pecho, le cubrieron de besos, llorandoy riendo al mismo tiempo; Raskolnikoffdió un paso, se tambaleó y cayódesvanecido al suelo.
Alarma, gritos de terror, gemidos. Razumikin,que se había quedado en el umbral,se precipitó en la sala, tomó al enfermoen sus vigorosos brazos y en unabrir y cerrar de ojos le echó en el diván.
—No es nada, no es nada—dijo a lamadre y a la hermana—. Esto es un desvanecimiento,no tiene importancia. Elmédico decía hace un momento que vamucho mejor, que estaba casi restablecido.¡Un poco de agua! Vamos, ya recobrael conocimiento; miren ustedes, yavuelve en sí.
Y al decir esto apretaba con inconscienterudeza el brazo de Dunia obligándolaa inclinarse sobre el sofá para comprobarque, en efecto, su hermano volvíaen sí.
Raskolnikoff se incorporó y se sentóen el diván, e invitando con una leve señaa Razumikin a que suspendiese el cursode su elocuencia consoladora, tomó lamano a su hermana y a su madre y lascontempló alternativamente durante dosminutos, sin proferir palabra. Había ensu mirada, impregnada de dolorosa sensibilidad,algo de fijo y de insensato.Pulkeria Alexandrovna, asustada, seechó a llorar.
Advocia Romanovna estaba páliday le temblaba la mano que tenía entrelas de su hermano.
—Vuélvete a casa con él—dijo Rodiacon voz entrecortada, señalando a Razumikin—.Mañana, mañana... todo.¿Cuándo habéis llegado?
—Esta noche—respondió Pulkeria Alexandrovna—.El tren traía mucho retraso.Pero ahora, Rodia, por nada del mundoconsentiría en separarme de ti. Pasaréla noche a tu lado...
—¡No me atormentéis!—replicó Raskolnikoffcon cierta irritación.
—Yo me quedaré aquí con él—saltóvivamente Razumikin—; no le dejaréni un minuto, y que se vayan al diablomis convidados. Que se incomoden, siquieren. Además, allí está mi tío para hacerel papel de anfitrión.
—¡Cómo agradecérselo a usted!—empezóa decir Pulkeria Alexandrovna, estrechandode nuevo las manos de Razumikin;pero su hijo le atajó la palabra.
—No puedo, no puedo...—repitió contono irritado—; no me atormentéis más.Basta, idos; ¡no puedo!...
—Retirémonos, mamá—indicó en vozbaja Dunia, inquieta—; salgamos de lahabitación, por lo menos, un instante;está visto que nuestra presencia le atormenta.
—¿Será posible que no pueda estarun momento con él, después de tres añosde separación?—gimió Pulkeria Alexandrovna.
—Esperad un poco—dijo Raskolnikoff—.Me interrumpís y pierdo el hilode mis ideas... ¿Habéis visto a Ludjin?
—No, Rodia; pero ya tiene noticiasde nuestra llegada. Sabemos que ha tenidola bondad de venir a verte hoy—añadiócon cierta timidez Pulkeria Alexandrovna.
—Sí. Ha tenido esa bondad... Dunia,le dije a Ludjin que iba a tirarle por laescalera...
—¿Qué dices, hijo? Pero, ¿tú? ¿Tú?...No es posible—comenzó a decir la madreasustada; pero una mirada de Dunia leimpidió continuar.
Advocia Romanovna, con los ojos fijosen su hermano, esperaba que éste se explicasecon mayor claridad. Informadasde la querella por Anastasia, que se lahabía contado a su manera y según laentendió, las dos señoras se encontrabanperplejas.
—Dunia—prosiguió, haciendo un esfuerzo,Raskolnikoff—, yo me opongo aese enlace; por consiguiente, despide mañanaa Ludjin y que no se vuelva a hablarmás de él.
—¡Dios mío!—exclamó Pulkeria Alexandrovna.
—Hermano mío, piensa un poco en loque dices—observó con vehemencia Dunia;pero en seguida se contuvo—. Note encuentras ahora en tu estado normal:estás fatigado—añadió con tono cariñoso.
—Que deliro, ¿no es eso? No... te engañas;quieres casarte con Ludjin por mí,pero yo rehuso ese sacrificio. Así, pues,mañana le escribes una carta rompiendotu compromiso, me la lees a primerahora, la mandas, y asunto concluído.
—Yo no puedo hacer eso—exclamó lajoven, un tanto mortificada—. ¿Con quéderecho...?
—Dunia, tú también te exaltas. Hastamañana... ¿Pero no estás viendo?—balbuceóla madre con temor, dirigiéndosea su hija—. Vamos, vamos; será lomejor.
—No sabe lo que se dice—exclamó Razumikincon voz que denunciaba su embriaguez—;de lo contrario, no se permitiría...Mañana será razonable... Hoy, enefecto, ha echado con cajas destempladasa ese sujeto; el buen señor se ha incomodado.Estuvo aquí perorando en pro desus teorías. Después se marchó con lasorejas gachas.
—¿De modo que es verdad?—exclamóPulkeria Alexandrovna.
—Hasta mañana, hermano—dijo contono compasivo Dunia—. Vámonos, mamá...Adiós, Rodia.
El joven hizo un último esfuerzo paradirigirle algunas palabras.
—Oyeme; no deliro. Ese casamientosería una infamia. Pase que yo sea un infame...pero tú, tú no debes serlo... Bastacon uno... Mas, por miserable que yosea, renegaría de ti, si contrajeses esaunión. O yo, o Ludjin. Marchaos.
—Pero, ¿has perdido el juicio? ¡Eresun déspota!—gritó Razumikin.
Raskolnikoff no respondió; quizá nose hallaba en estado de hacerlo. Agotadassus fuerzas, se tendió en el diván, volviéndosedel lado de la pared. AdvociaRomanovna miró a Razumikin con ojosbrillantes que revelaban curiosidad. Elestudiante tembló ante aquella mirada.Pulkeria Alexandrovna parecía consternada.
—No me resuelvo a irme—murmurótrémula, al oído de Razumikin—; me quedaréaquí en cualquier parte... Acompañeusted a Dunia.
—Lo echarán ustedes a perder todo—respondió,también en voz baja, Razumikin—.Salgamos, a lo menos, de estecuarto. Anastasia, alúmbranos. Juro austedes—continuó en voz queda cuandoestuvieron en la escalera—que hace pocorato estuvo a punto de pegarnos al médicoy a mí. Figúrese usted, ¡al médico!Por otra parte, es imposible que deje ustedsola a Advocia Romanovna en elcuarto de alquiler que han tomado ustedes.¡Si supieran ustedes en qué casitase han alojado! Ese pillo de Pedro Petrovitch,¿no podía haber encontrado unamás decente?... Yo, es cierto, estoy algochispo, y ahí tiene usted por qué son misexpresiones bastante vivas. No haganustedes caso.
—Pues bien—replicó Pulkeria Alexandrovna—.Voy a ver a la patrona demi hijo y a suplicarle que nos deje pasarla noche en cualquier rincón. No puedoabandonarle en tal estado, no puedo...
Hablaban en el rellano de la escaleracorrespondiente a la habitación de la patrona.Anastasia estaba en el último escalón,con la luz en la mano. Razumikinse hallaba extraordinariamente animado.Un poco antes, cuando acompañó a Raskolnikoffa su casa, se había ido de la lenguacomo él mismo había reconocido;pero tenía la cabeza fuerte y despejada,no obstante la excesiva cantidad de vinoque acababa de beber. Ahora estaba sumidoen una especie de éxtasis, y la influenciaexcitante del alcohol obraba doblementesobre él. Había tomado a lasdos señoras a cada una por una mano,las arengaba con un lenguaje de una desenvolturaasombrosa, y, sin duda, paraconvencerlas mejor, apoyaba cada unade sus palabras con formidable presiónde las falanges de sus interlocutoras. Alpropio tiempo, con el mayor descaro devorabacon los ojos a Advocia Romanovna.
A veces, vencidas por el dolor, las pobresseñoras trataban de separar sus dedosaprisionados en aquellas manos gruesasy huesosas; pero él no hacía caso, y[105]continuaba apretando sin cuidarse deque les hacía daño. Si le hubieran pedidoque se tirase de cabeza por la escalera, nohabría vacilado un segundo en obedecerlas.Pulkeria Alexandrovna se hacía cargode que Razumikin era muy original,y, sobre todo, de que tenía unos puños terribles;pero, con el pensamiento puestoen su hijo, cerraba los ojos ante las extrañasmaneras del joven, que era enaquel momento una Providencia paraellas.
Por su parte, Advocia Romanovna,aunque participaba de las preocupacionesde su madre, y no fuese de naturaltímido, miraba con sorpresa y aun conalgo de inquietud, las ardientes ojeadasque le dirigía el amigo de su hermano.A no ser por la confianza sin límites quelos relatos de Anastasia le habían inspiradoa propósito de aquel hombre singular,no hubiera resistido a la tentaciónde echar a correr, llevándose a su madrecon ella. Comprendía, empero, tambiénque en aquel momento el joven les hacíamucha falta. Esto no obstante, la jovense sintió tranquila al cabo de diezminutos; cualquiera que fuese la disposiciónde ánimo en que se encontrabaRazumikin, una de las propiedades de sucarácter era la de revelarse por completoa primera vista, de suerte que en seguidasabía uno a qué atenerse respecto de él.
—Usted no puede solicitar eso de lapatrona; sería el colmo de lo absurdo—contestóvivamente a Pulkeria Alexandrovna—.De nada le valdría ser la madrede Rodión; si usted se queda, va aexasperarle, y sabe Dios lo que puedeocurrir. Escuchen ustedes lo que yo lespropongo: Anastasia va a quedarse ahoracon él, y las acompañaré a ustedes asu casa, porque en San Petersburgo esuna imprudencia que anden dos mujeressolas por las calles. Después de haber yoacompañado a ustedes, volveré aquí dedos zancadas, y un cuarto de hora despuésdoy a ustedes mi palabra de honorde que iré allí de nuevo y les contaré todo:cómo está, si duerme, etc. En seguida,escuchen ustedes, en seguida, echo a correra mi casa; hay mucha gente en ella.Mis invitados están ebrios. Echaré elguante a Zosimoff que es el médicoque asiste a Rodia y se halla ahora en micasa; pero no está borracho porque esabstemio; lo llevaré a ver el enfermo, yde allí a casa de ustedes. En el espaciode una hora recibirán ustedes, por consiguiente,noticias de su hijo; primero,por mí, y después, por el mismo doctor,que es hombre serio. Si Rodia está mal,juro a usted que la traeré otra vez aquí;si está bien se acostará usted. Yo pasarétoda la noche en el vestíbulo, él no lo sabrá.Haré que Zosimoff se acueste encasa de la patrona, para tenerle a mano,si fuese necesario. Creo que en estos momentosla presencia del médico puede sermás útil a Raskolnikoff que la de usted.Por lo tanto, vamos a su casa. Yo puedo,pero ustedes, no, no consentiría endar a ustedes posada, porque... porquees tonta. Si lo quieren ustedes saber, estáenamorada de mí, tendría celos de AdvociaRomanovna, y de usted también;pero, de seguro, de Advocia Romanovna.Es un carácter muy extraño. Yotambién soy un imbécil. Vamos, venganustedes. Tienen confianza en mí, ¿verdad?¿La tienen ustedes? Sí, o no.
—Vamos, mamá—dijo Advocia Romanovna—;lo que promete, lo haráseguramente. A sus cuidados debe mihermano la vida; y si el doctor consiente,en efecto, en pasar aquí la noche,¿qué más podemos desear?
—Usted me comprende, porque es ustedun ángel—dijo Razumikin con exaltación—.Vamos, Anastasia, sube en seguidacon la luz, y quédate a su lado.Vuelvo dentro de un cuarto de hora.
Aunque no estuviese completamenteconvencida, Pulkeria Alexandrovna nohizo ninguna objeción.
Razumikin tomó a cada una de las dosseñoras por un brazo y, en parte de grado,y en parte por fuerza, las obligó a bajarla escalera.
La madre no dejaba de estar inquieta.
«Seguramente sabe lo que hace; estábien dispuesto con nosotras; pero, ¿podremosconfiar en sus promesas en el estadoen que se encuentra?»
El joven adivinó aquel pensamiento.
—¡Ah! Comprendo. Usted me cree bajola influencia del vino—dijo andandoa grandes pasos por la acera, sin adver[106]tirque apenas podían seguirle las dos señoras—.Esto no significa nada... he bebidocomo un bruto; pero no se trata detal cosa. No es el vino lo que me embriaga.En cuanto he visto a ustedes, he recibidocomo un golpe en la cabeza.... Nome hagan ustedes caso, no digo más quetonterías, soy indigno de ustedes. En extremoindigno... En cuanto las lleve austedes a su casa, iré al canal que hayaquí cerca y me echaré un cubo de aguapor la cabeza. Si supiesen lo que yo lasquiero a ustedes... No se rían, ni se incomoden...Enfádense ustedes con todo elmundo menos conmigo. Yo soy amigode Raskolnikoff, y, por consiguiente, deustedes. Presentía el año pasado lo queahora está sucediendo; hubo un momento...Pero no, yo no presentía nada deesto, puesto que ustedes, por decirlo así,han caído del cielo; mas no dormiré entoda la noche... Zosimoff temía hace pocoque se volviese loco. He aquí por quéno conviene irritarle.
—¿Qué dice usted?—exclamó la madre.
—¿Es posible que el doctor haya dichoeso?—preguntó Advocia Romanovnaasustada.
—Eso ha dicho, pero se engaña, seengaña de medio a medio. Le ha recetadoun medicamento, unos polvos, pero,ya hemos llegado... Hubieran ustedeshecho mejor en venir mañana. Hemoshecho bien retirándonos. Dentro de unahora Zosimoff vendrá a darle a usted noticiasde su salud. No está ebrio; yo tampocolo estaré. Pero, ¿por qué estoy tanexcitado? ¡Me han hecho discurrir tantoesos malditos! Había jurado no tomarparte en esas discusiones. ¡Dicen tantasmajaderías! Un poco más y me agarrocon ellos. He dejado allí a mi tío para quepresida la reunión... ¿Creerán ustedes queson partidarios de la impersonalidad completa?Para ellos el supremo progreso esparecerse lo menos posible a sí mismo.A los rusos nos ha complacido vivir deideas ajenas; ya estamos saturados deellas. ¿Es verdad, es verdad lo que digo?—gritóRazumikin apretando las manosde las dos señoras.
—¡Oh Dios mío, yo no sé!—dijo la pobrePulkeria Alexandrovna.
—Sí, sí, aunque yo no estoy de acuerdocon ustedes, en líneas generales—añadiócon tono grave Advocia Romanovna.
Apenas acababa de pronunciar estaspalabras, cuando lanzó un grito de dolorprovocado por un enérgico apretón demanos de Razumikin.
—¿Sí? ¿usted, dice que sí? Pues bien,usted es, usted es—vociferó el joven entusiasmado—;usted es una fuente debondad, de pureza, de razón y de perfección.Déme usted las manos... démeusted también la suya; quiero besar lasmanos a ustedes. Aquí mismo, en seguida,de rodillas.
Se arrodilló en medio de la calle, quepor fortuna estaba desierta en aquel momento.
—¡Basta! ¡Por Dios! ¿qué hace usted?—exclamóPulkeria Alexandrovna alarmadaante la actitud del estudiante.
—¡Levántese usted, levántese usted!—dijoDunia, que, aunque se reía, no dejabade estar inquieta.
—¡De ninguna manera, si no me danustedes las manos! Así. Ahora continuemos.Soy un desgraciado imbécil indignode ustedes, y en este momento trastornadopor la bebida... Me avergüenzo...Soy indigno de amar a ustedes... pero inclinarse,prosternarse delante de ustedes,es el deber de cualquiera que no sea unbruto completo. Por eso me he prosternadoyo... Esta es la casa. Aunque nosea más que por esto ha hecho bien Rodiaen poner en la calle el otro día a PedroPetrovitch. ¡Cómo se ha atrevido a traera ustedes aquí! Esto es escandaloso. ¿Sabenustedes qué clase de gente vive aquí?¿Y usted es su prometida? ¿Sí? Pues bien.Después de esto declaro que su futuroesposo de usted es un canalla.
—Escuche usted, señor Razumikin—comenzóa decir Pulkeria Alexandrovna.
—Sí, sí, tiene usted razón. Yo me he olvidado—dijoexcusándose el joven—,pero... pero usted no puede guardarmerencor por mis palabras. He habladoasí, porque soy franco y no porque...¡hum!... sería innoble; en una palabra,no es porque a usted yo... ¡hum!... no meatrevo a acabar... Pero antes, cuando suvisita, hemos comprendido todos que esehombre no era de nuestro mundo. ¡Va[107]mos!¡Basta!, todo está perdonado. ¿Noes cierto que usted me ha perdonado?¡Ea! ¡adelante! Conozco este corredor. Heestado aquí ya; ahí en el número tres hubouna vez un escándalo... ¿Cuál es elcuarto de ustedes? ¿Qué número? ¿Ocho?Entonces harán ustedes muy bien encerrándoseen su habitación por la noche,y no dejando entrar a nadie. Dentro dequince minutos, traeré noticias, y mediahora después me verán ustedes volvercon Zosimoff; escapo.
—¡Dios mío! Dunetshka, ¿qué va aocurrir?—dijo ansiosamente Pulkeria Alexandrovnaa su hija.
—Tranquilízate, mamá—respondióDunia, quitándose el chal y el sombrero—.Dios mismo nos ha enviado a eseseñor; aunque venga de una orgía se puedecontar con él. Te lo aseguro... y loque ha hecho por mi hermano...
—¡Ah, Dunetchka! ¡Dios sabe si volverá!¡Cómo he podido resolverme a dejara Rodia!... ¡Cuán de otra manera pensabaencontrarle! ¡Qué acogida nos hahecho! ¡Cualquiera diría que le disgustabanuestra llegada!
En sus ojos brillaban las lágrimas.
—No, no es eso, mamá, no lo has vistobien, estás llorando siempre. Acaba desufrir una grave enfermedad y ésa es lacausa de todo.
—¡Ah! ¡Esa enfermedad! ¡Qué resultaráde todo eso! ¡Cómo te ha hablado,Dunia!—siguió diciendo la madre, procurandotímidamente leer en los ojosde la joven, y sintiéndose casi consoladaporque Dunia tomaba la defensa desu hermano, y por consiguiente, le habíaperdonado—. Bien sé que mañana seráde otra opinión—añadió, queriendo hacerhablar a su hija.
—Pues yo estoy cierta de que mañanadirá lo mismo, respecto de este asunto...—replicóAdvocia Romanovna.
La cuestión era tan delicada, que PulkeriaAlexandrovna no se atrevió a proseguirla conversación. Dunia fué a besara su madre. Esta, sin decir nada, la estrechófuertemente en sus brazos. Despuésse sentó y esperó con cruel impacienciala llegada de Razumikin, mirando tímidamentea su hija, que, pensativa ycon los brazos cruzados, se paseaba deun lado a otro de la habitación. Era unacostumbre en Advocia Romanovna pasearseasí cuando tenía una preocupación,y en tales casos, su madre se guardabamuy bien de interrumpir sus reflexiones.
Razumikin, embriagado y enamorándoserepentinamente de Advocia Romanovna,se prestaba ciertamente al ridículo.Sin embargo, contemplando a la joven,sobre todo ahora que, pensativa ytriste, se paseaba por la habitación conlos brazos cruzados, quizá muchos habríandisculpado al estudiante, sin necesidadde invocar en descargo suyo lacircunstancia atenuante de la embriaguez.El exterior de Advocia Romanovnamerecía atraer la atención: alta, fuerte,notablemente bien formada, demostrabaen cada uno de sus ademanes una confianzaen sí misma que en otra parte noquitaba nada a su gracia y delicadeza.Se parecía a su hermano, pero de ella podíadecirse que era una beldad. Teníael cabello castaño, algo más claro que losde Rodia; sus ojos, negros, denotabanorgullo; pero en ocasiones demostrabanextraordinaria bondad. Era pálida, perosu palidez no tenía nada de enfermizo;su rostro resplandecía de frescura y desalud. Tenía la boca bastante pequeña,y el labio inferior de subido color rojoavanzaba, un poco, lo mismo que labarbilla. Esta irregularidad, la únicaque se notaba en su hermoso rostro, ledaba una expresión particular de firmezay casi altanería. Su fisonomía era deordinario más bien grave y pensativaque alegre; pero, ¡qué encanto el de aquellacara habitualmente seria cuando veníaa animarla una risa alegre y juvenil!
Razumikin no había visto jamás nadasemejante; era ardiente, sincero, honrado,un poco candoroso. Además, fuerte comoun caballero antiguo y entonces exaltadopor el vino. En estas condiciones se explicaperfectamente elcoup de foudre.Además, quiso la suerte que viese porprimera vez a Dunia en un momento enque la ternura y la alegría de volver aver a Raskolnikoff habían en cierto modotransfigurado el semblante de la joven.La vió, después, soberbia de indignaciónante las insolentes órdenes de su hermanoy no pudo contenerse.
Por lo demás, había dicho verdad cuandoen su charla de borracho dejó traslucirque la extravagante patrona de Raskolnikoff,Praskovia Pavlovna, tendríacelos, no sólo de Advocia Romanovna,sino de la misma Pulkeria Alexandrovna.Aunque ésta tenía cuarenta y tres años,conservaba restos de su antigua belleza,y parecía además mucho más joven delo que era en realidad; particularidadque se observa en las mujeres que hanconservado en los linderos de la vejezla claridad de su espíritu, la frescura delas impresiones, el puro y honrado calordel corazón. Comenzaban ya a blanquearlelos cabellos y aun a faltarle; advertíanseya, desde hacía algún tiempo, algunasarrugas en derredor de los ojos;los cuidados y los disgustos habían demacradosus mejillas; mas, a pesar de todo,su rostro era bello. Era el rostro de Duniacon veinte años más y sin lo prominentedel labio inferior que caracterizaba lafisonomía de la joven. Pulkeria Alexandrovnatenía alma sensible; pero sin llegara la sensiblería. Naturalmente tímiday dispuesta a ceder, sabía, sin embargo,detenerse en el camino de las concesiones,siempre que su honradez, sus principiosy sus convicciones arraigadas se loexigían.
A los veinte minutos justos de salirRazumikin, sonaron en la puerta dosleves golpes: el joven estaba ya de vuelta.
—No entraré, no tengo tiempo—seapresuró a decir en cuanto abrieron—.Duerme como un bienaventurado, susueño es muy tranquilo, y quiera Diosque se pase así durmiendo diez horasseguidas. Anastasia está a su lado; tieneorden de permanecer allí hasta que yovuelva. Ahora voy a buscar a Zosimoff,vendrá a dar a ustedes sus informes, y enseguida a acostarse, porque bien veo queestán ustedes extenuadas.
Apenas hubo acabado de decir estaspalabras, echó a correr por el corredor.
—¡Qué joven tan simpático y tan cariñoso!—exclamóPulkeria Alexandrovnamuy alegre.
—Parece que es de muy buen carácter—contestóDunia, y comenzó a pasearsede nuevo por la habitación.
Cerca de una hora después, volvierona sonar pasos en el corredor y llamaronde nuevo a la puerta. Ahora las dos mujeresesperaban con entera confianza elcumplimiento de la promesa que les habíahecho Razumikin. Volvió éste, enefecto, acompañado de Zosimoff. El médicono había vacilado en dejar inmediatamenteel banquete para ir a visitar aRaskolnikoff; pero no sin trabajo se decidióa ir a casa de las señoras, porque apenasdaba crédito a las palabras de suamigo, que le parecía haber dejado unaparte de su razón en el fondo de los vasos.Sin embargo, muy pronto se sintió satisfechoy aun halagado en su amor propiode doctor. Zosimoff comprendió queera, en efecto, escuchado como unoráculo.
Durante diez minutos que duró la visita,logró tranquilizar por completo aPulkeria Alexandrovna. Manifestó graninterés por el enfermo, expresándose conreserva y seriedad extremadas como convienea un médico de veintisiete añosen circunstancias graves. No se permitióla más leve digresión fuera de su asuntoni manifestó el menor deseo de entablarmás relaciones familiares con sus interlocutoras.Habiendo advertido desde queentró la belleza de Advocia, se esforzabaen no prestar ninguna atención a la joven,dirigiéndose exclusivamente a PulkeriaAlexandrovna.
Todo esto le producía un indeciblecontento interior. En lo concerniente aRaskolnikoff, declaró que le encontrabaen un estado muy satisfactorio. Según suopinión, la enfermedad de su cliente dependía,en parte, de las malas condicionesen que éste había vivido durante algunosmeses; pero era originada tambiénpor otras causas de carácter moral. «Era,por decirlo así, producto complejo deinfluencias múltiples, bien físicas, bienpsicológicas, tales como preocupaciones,cuidados, temores, inquietudes, etc.» Habiendoadvertido, sin manifestarlo, queAdvocia Romanovna le escuchaba conmarcada atención, Zosimoff desarrollócon gusto este tema.
Como Pulkeria Alexandrovna le preguntasecon voz tímida e inquieta si habíaadvertido algún síntoma de locuraen su hijo, Zosimoff le respondió con cal[109]may franca sonrisa, que se había exageradoel alcance de sus palabras, quesin duda, había echado de ver en el enfermouna idea fija, algo así como monomanía,cuanto que él, Zosimoff, estudiabaahora de una manera especial estarama tan interesante de la Medicina.
—Pero—añadió—, es menester considerarque hasta hoy el enfermo ha estadodelirando constantemente, y de segurola llegada de su familia será para éluna distracción, contribuirá a devolverlelas fuerzas y ejercerá sobre él una acciónsaludable... Si se pueden evitar nuevasemociones—terminó diciendo contono significativo.
Levantándose después, y saludando ala vez ceremonioso y cordial, salió seguidode acciones de gracias, de bendicionesy de efusiones de reconocimiento.Advocia Romanovna le tendió su lindamano que el médico no había tratado deestrechar. En una palabra, el doctor seretiró encantado de sí mismo, y más encantadotodavía de su visita.
—Mañana hablaremos. Ahora acuéstenseustedes en seguida; ya es tiempode que descansen—ordenó Razumikin,saliendo con Zosimoff—. Mañana a primerahora vendré a dar a ustedes noticiasdel enfermo.
—¡Qué encantadora joven es esta AdvociaRomanovna!—observó con acentosincero Zosimoff cuando ambos estuvieronen la calle.
—¿Encantadora? ¿Encantadora hasdicho?—rugió Razumikin lanzándose sobreel doctor y agarrándole por el cuello—.Si te atreves... ¿Me entiendes?¿Me entiendes?—gritó apretándole lagarganta y arrojándolo contra la pared—.¿Me entiendes?
—Déjame. ¡Demonio de borracho!—dijoZosimoff, tratando de soltarse delas manos de su amigo.
Cuando Razumikin le soltó, mirólefijamente y lanzó una carcajada.
El estudiante permanecía en pie delantede él con los brazos caídos y la caratriste.
—Es verdad, soy un bestia—dijocon aire sombrío—; pero tú tambiénlo eres.
—No, amigo, yo no lo soy. No sueñocon tonterías.
Continuaron su camino sin decir unapalabra, y únicamente cuando llegaroncerca de la casa de Raskolnikoff, Razumikin,muy preocupado, rompió el silencio:
—Escucha—dijo a Zosimoff—, túeres un buen amigo, pero tienes una variadacolección de vicios; eres un voluptuoso,un innoble sibarita, te gusta lacomodidad, engordas y de nada te privas.Te digo, pues, que esto es innoble,porque conduce derechamente a las mayoressuciedades. Siendo, como eres, afeminado,no comprendo de qué manerapuedes ser un buen médico, y ademásun médico celoso. ¡Duerme sobre colchonesde plumas (¡un médico!) y se levantapara ir a visitar a un enfermo! De aquía tres años estarían llamando a tu puertay no dejarías la cama. Pero no se tratade esto; lo que yo quiero decirte es losiguiente: voy a dormir en la cocina; túpasarás la noche en la habitación de la patrona(he podido, no sin trabajo, obtenersu consentimiento); será una ocasiónpara ti de trabar íntimo conocimientocon ella. No es lo que tú piensas. No hayni sombra de lo que sospechas.
—¡Pero si yo no sospecho!
—Es, amigo mío, una criatura púdica,silenciosa, tímida, de una castidad a todaprueba, y por añadidura, tan sensible,tan tierna... Líbrame de ella, te lo suplicopor todos los diablos. Es muy agradable...Pero al presente estoy satisfecho.Pido un substituto.
Zosimoff se echó a reír de muy buenagana.
—Se conoce que no eres moderado;no sabes lo que dices. ¿Por qué he de hacerlela corte?
—Te aseguro que no te costará trabajoconquistar sus gracias. Te basta concharlar con ella de cualquier cosa, conque te sientes a su lado y la hables. Además,eres médico: empieza por curarlade cualquier tontería. Te juro que notendrás de que arrepentirte. Tiene unclavicordio; yo, como sabes, canto algo.Le he cantado una cancioncilla rusa:«Mis ojos vierten ardientes lágrimas...»[110]Le gustan mucho las melodías sentimentales.Ese fué mi punto de partida; perotú eres un verdadero profesor de piano,una especie de Rubinstein... Te aseguroque no te pesará.
—Pero, ¿a qué viene todo eso?
—Por lo visto yo no sé explicarme. Mira,os conozco perfectamente al uno y alotro. No es solamente hoy cuando hepensado en ti. Tú acabarás de ese modo.¿Qué te importa que sea más pronto omás tarde? Aquí, amigo mío, tendráscolchón de pluma y algo mejor. Encontrarásel puerto, el refugio; el fin de lasagitaciones, tortas excelentes, sabrosasblinas[16], excelentes pasteles de pescado,el samovar por la tarde, el calentadorpor la noche; estarás como muerto, y,sin embargo, vivirás: doble ventaja;pero basta de charla, es hora de acostarse.Escucha: me sucede a veces despertarmepor la noche; en tal caso, iré a vercómo sigue Raskolnikoff. Si te sale delcorazón, puedes ir a verle una vez siquiera;y si adviertes en él algo extraordinario,corre a despertarme. Creo, sinembargo, que no será menester.
Al día siguiente, a las siete dadas, Razumikinse despertó presa de pensamientosque jamás habían turbado su existencia.Se acordó de todos los incidentesde la noche y comprendió que había experimentadouna impresión muy diferentede cuantas sintiera hasta entonces.Comprendía, al mismo tiempo, queel sueño que había acariciado era de todopunto irrealizable. Aquella quimera lepareció de tal modo absurda, que tuvovergüenza de pensar en ella. Así es quese apresuró a pasar a otras cuestionesmás prácticas, que en cierto modo le habíalegado la maldita jornada precedente.
Lo que más le entristecía era habersepresentado el día anterior como un perdido;no solamente le habían visto ebriosino abusando de las ventajas que su posiciónde bienhechor le daba sobre unajoven obligada a recurrir a él, y sin conocera punto fijo lo que era el tal señor.¿Con qué derecho juzgaba tan temeriamentea Pedro Petrovitch? ¿Quiénle preguntaba su opinión? Además, unapersona como Advocia Romanovna, ¿podíacasarse a gusto con un hombre indignode ella? Sin duda que Pedro PetrovitchLudjin tenía algún mérito. Claroes que existía la cuestión del alojamiento;pero, ¿qué motivos tenía Ludjinpara saber lo que era aquella casa? Porotra parte, las dos señoras se albergabanallí provisionalmente, mientras se lespreparaba otra vivienda. ¡Oh, qué miserableera todo aquello! ¿Podría justificarsealegando su embriaguez? Tan neciaexcusa le envilecía más. La verdadestá en el vino, y he aquí que, bajo lainfluencia del vino, había revelado todala verdad, es decir, la bajeza de un corazónvulgarmente celoso. ¿Le estaba permitidotal sueño a Razumikin? ¿Qué eraél comparado con aquella joven, él, elborracho charlatán y brutal de la víspera?¿Qué cosa más aborrecible y másridícula a la vez que la idea de una aproximaciónentre dos seres tan semejantes?
El joven, avergonzado de tan loco pensamiento,se acordó de repente de haberdicho la noche anterior en la escaleraque le amaba la patrona y que ésta tendríacelos de Advocia Romanovna. Talrecuerdo le llenó de confusión. Era demasiado.Descargó un puñetazo sobre elfogón. Se hizo daño en la mano y rompióun ladrillo.
—No hay duda—murmuró al cabode un rato con profunda humillación—;ya está hecho, y no hay medio de borrartantas torpezas... Inútil es pensar enellas; me presentaré sin decir nada, cumplirésilenciosamente con mi deber y nodaré excusas, me callaré. Ahora es demasiadotarde y el mal está hecho.
Puso, sin embargo, particular esmeroen arreglarse; no tenía más que un traje,y aunque hubiese tenido muchos, quizásse hubiera puesto el de la víspera «a finde no parecer que se había arreglado exprofeso...» Sin embargo, un abandonocínico hubiese sido de muy mal gusto.No tenía derecho a herir los sentimientosajenos, sobre todo cuando se tratabade personas que necesitaban de él y quele habían suplicado que fuese a verlas;[111]de consiguiente, cepilló con gran cuidadola ropa; en cuanto a la interior, Razumikinno la podía sufrir sucia.
Habiendo encontrado el jabón de Anastasia,se lavó concienzudamente la cabeza,el cuello, y, particularmente, las manos.Después de vacilar si se afeitaría ono (Praskovia Paulovna poseía excelentesnavajas, herencia de su difunto maridoZarnitzin), resolvió la cuestión negativamentey con cierta brusca irritación,dijo para sí: «No, me quedaré comoestoy. Se figurarían quizá que me habíaafeitado para... ¡De ninguna manera!»
Estos monólogos fueron interrumpidospor la llegada de Zosimoff, el cualdespués de haber pasado la noche en casade Praskovia Paulovna, entró un instanteen la suya, y venía ahora a visitaral enfermo. Razumikin le dijo que Raskolnikoffdormía como un lirón; el médicoprohibió que se le despertara y prometióvolver entre diez y once.
—¡Con tal que esté en su cuarto cuandovuelva!—añadió—. Con un clientetan dado a las fugas, no se puede contarcon él. ¿Sabes si va a ir a verlas o si vendránellas?
—Presumo que vendrán—respondióRazumikin, comprendiendo por qué sele hacía esta pregunta—; tendrán, sinduda, que ocuparse en asuntos de familia.Yo me iré. Tú, en calidad de médico,tienes, naturalmente, más derecho que yo.
—Yo no soy confesor. Además, tengootras cosas que hacer que no son escucharsus secretos; yo también me iré.
—Me inquieta una cosa—repuso Razumikinfrunciendo el entrecejo—. Ayerestaba ebrio, y mientras acompañabaaquí a Rodia no pude contener la lengua:entre otras tonterías, le dije que temíaen él una predisposición a la locura.
—Lo mismo le dijiste a las señoras.
—Sí, una majadería. Pégame si quieres,pero aquí, entre nosotros, sinceramente,¿cuál es tu opinión respecto demi amigo?
—¿Qué quieres que te diga? Tú mismo,cuando me llevaste a su casa, me lopresentaste, diciéndome que era un monomaníaco...Ayer le encontramos algotrastornado, y digo que le encontramos,porque, aunque yo te acompañaba, fuistetú el que con tu relato acerca del pintordecorador, provocaste su exaltación;¡bonita conversación para sostenerla delantede un hombre cuyo trastorno intelectualprocede quizá de ese asunto! Sihubiese tenido yo conocimiento, contoda clase de pormenores, de la escenaocurrida en la oficina de policía; si hubiesesabido yo que Raskolnikoff habíasido blanco de las sospechas de unmiserable, desde la primera palabra tehubiera impedido que hablases. Estosmonomaníacos convierten el Océano enuna gota de agua; las aberraciones de suimaginación se les presentan como realidades...La mitad de lo que le sucedeme lo explico ahora, gracias a lo que Zametoffnos contó anoche en tu casa. Apropósito de este Zametoff, te diré queme parece un buen muchacho; pero ayeranduvo poco acertado en decir lo que dijo.Es un terrible charlatán.
—¿Pero, a quién le ha hablado de eso?A ti y a mí.
—Y a Porfirio Petrovitch.
—¿Y qué importa que se lo haya contadoa Porfirio?
—Bueno, ya hablaremos de eso. ¿Tienesalguna influencia con la madre y lahermana? Harán bien en ser hoy muycircunspectas con Raskolnikoff.
—Se lo diré—respondió con aire contrariadoRazumikin.
—Hasta la vista. Da las gracias de miparte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad.Se encerró en su habitación,y aunque le di gritando las buenas nochesal través de la puerta, no respondió.Sin embargo, a las siete de la mañanaya estaba levantada; he visto en el corredorque le llevaban el samovar de lacocina... No se ha dignado admitirmea su presencia.
A las nueve en punto Razumikin llegabaa la casa Bakaleieff. Las dos señorasle esperaban desde hacía bastantetiempo con febril impaciencia. Se habíanlevantado antes de las siete. Entrósombrío, saludó sin gracia y se hizo cargoamargamente de haberse presentadoasí. No había contado con la huéspeda.Pulkeria Alexandrovna corrió inmediatamentea su encuentro, le tomó las manosy faltó poco para que se las besase. El[112]joven miró tímidamente a Advocia Romanovna;pero en lugar de la expresiónburlona y de desdén involuntario y maldisimulado que esperaba encontrar enaquel orgulloso semblante, advirtió talexpresión de reconocimiento y de afectuosasimpatía, que su confusión no reconociólímites. Le hubiera contrariadomenos, de seguro, que le hubiese acogidocon reproches. Por fortuna, tenía un asuntode conversación perfectamente indicadoy se fué a él derecho.
Cuando supo Pulkeria Alexandrovnaque su hijo no se había despertado aún,pero que su estado era satisfactorio, indicóque tenía necesidad de conferenciarcon Razumikin. La madre y la hija preguntaronen seguida al joven si habíatomado ya el te y le invitaron a que lotomase con ellas, porque habían estadoesperando su llegada para ponerlo en lamesa.
Advocia Romanovna tiró de la campanillay se presentó un criado mal vestido;se le ordenó que trajese el te, y, enefecto, lo sirvió, pero de una manera tanpoco conveniente y tan poco limpia, quelas dos señoras no pudieron menos de sentirseavergonzadas. Razumikin renegóde semejante zahurda, y después, acordándosede Ludjin, se calló, perdió laserenidad y experimentó vivísimo contentocuando pudo librarse de aquellasituación embarazosa, merced a la granizadade preguntas que le dirigió PulkeriaAlexandrovna.
Interrogado a cada instante, estuvohablando durante tres cuartos de hora,y contó cuanto sabía concerniente a losprincipales hechos que habían llenadola vida de Raskolnikoff durante un año.Como es de suponer, pasó en silencio loque convenía callar, por ejemplo, la escenade la comisaría y sus consecuencias.Las dos señoras le escuchaban con la bocaabierta, y cuando el estudiante creyóhaberles dado todos los pormenores quepodían interesarlas, aun no se dieron porsatisfechas.
—Dígame, dígame, ¿qué piensa usted?...¡Ah, usted perdone... no sé todavíasu nombre!...—dijo vivamente PulkeriaAlexandrovna.
—Demetrio Prokofitch.
—Demetrio Prokofitch, tengo grandesdeseos de saber cómo considera mi hijolas cosas; o, para expresarme mejor, quées lo que ama y lo que aborrece. ¿Siguesiendo tan irritable? ¿Cuáles son sus deseos,sus sueños, si usted quiere? ¿Bajoqué influencia particular se encuentraahora?
—¿Qué quiere usted que yo le diga?Conozco a Rodia desde hace diez y ochomeses; es triste, sombrío, orgulloso y altanero.En estos últimos tiempos (peroquizá esta predisposición existiese en éldesde antigua fecha) se ha vuelto suspicaze hipocondríaco. Es bueno y generoso.No gusta de revelar sus sentimientos,y prefiere ofender con su reserva alas personas a mostrarse expansivo conellas. Algunas veces, sin embargo, noparece tan hipocondríaco, sino solamentefrío e insensible hasta la inhumanidad.Diríase que existen en él doscaracteres que se manifiestan alternativamente.En ciertos momentos es porextremo taciturno: todo le molesta, todole desagrada y permanece acurrucadosin hacer nada. No es burlón, aunque suespíritu no carece de causticidad, sinomás bien porque desdeña la burla comoun pasatiempo demasiado frívolo. Noescucha con atención lo que se le dice.Jamás se interesa por las cosas que en unmomento dado interesan a todo el mundo.Tiene una alta opinión de sí mismo, y yocreo que en esto no anda del todo equivocado.¿Qué más puedo añadir? Creoque la llegada de ustedes ejercerá sobreél una acción muy saludable.
—¡Ah! ¡Dios lo quiera!—exclamó PulkeriaAlexandrovna muy preocupadapor estas revelaciones sobre el carácterde su hijo.
Por último, Razumikin se atrevió amirar un poco más detenidamente a AdvociaRomanovna. Mientras hablaba lahabía estado examinando, pero disimuladamentey volviendo en seguida losojos. Por su parte, la joven ora se sentabacerca de la mesa y escuchaba atentamente,ora se levantaba, y, según su costumbre,se paseaba por la habitacióncon los brazos cruzados, cerrados los labiosy haciendo de cuando en cuando algunapregunta sin interrumpir su paseo.[113]Tenía también la costumbre de no escucharhasta el fin lo que se le decía. Llevabaun traje ligero de tela obscura yuna pañoleta blanca al cuello. Por diversosindicios, Razumikin comprendió quelas dos mujeres eran muy pobres. Si AdvociaRomanovna hubiese ido vestidacomo una reina, probablemente no hubieraintimidado a Razumikin; masquizás por lo mismo que iba vestida muypobremente causaba al joven mucho temory le hacía pesar con cuidado cadauna de sus palabras y cada uno de susgestos, lo que, naturalmente, aumentabala cortedad de un hombre ya poco segurode sí mismo.
—Nos ha dado usted muchos pormenorescuriosos acerca de mi hermano y losha dado usted imparcialmente. Está bien.Yo creía que usted le admiraba—dijoAdvocia Romanovna, sonriendo—. Debede haber alguna mujer en su existencia—añadióla joven, pensativa.
—No he dicho eso; pero puede que tengausted razón; sin embargo...
—¿Qué?
—No ama a nadie; quizá no amarájamás—replicó Razumikin.
—Es decir, que es incapaz de amar.
—¿Sabe usted, Advocia Romanovna,que se parece usted mucho a su hermanobajo todos los aspectos?—dijo aturdidamenteel joven.
Después se acordó repentinamente deljuicio que acababa de emitir acerca deRaskolnikoff, se turbó y se puso rojo comoun cangrejo. Dunia no pudo por menosque reírse.
—Quizá se engañen ustedes en el modode juzgar a mi Rodia—apuntó PulkeriaAlexandrovna un poco ofendida—.No me refiero al presente, Dunetchka; loque Pedro Petrovitch escribe en estacarta... y lo que nosotros hemos supuesto,acaso no sea verdadero; pero no puedeusted imaginarse, Demetrio Prokofitch,cuán fantástico y caprichoso es. Hastacuando tenía quince años su carácterera para mí una sorpresa continua. Aunahora le creo capaz de hacer locuras talescomo no se le ocurrirían a ningún otrohombre... Sin ir más lejos, ¿sabe ustedque hace diez y ocho meses que estuvoa punto de causar mi muerte, cuando sedecidió a casarse con la hija de esa señoraZarnitzin, su patrona?
—¿No sabía usted nada de esos amores?—preguntóAdvocia Romanovna.
—¿Usted creerá—prosiguió la madrecon animación—que le conmoverían mislágrimas, mis súplicas, mi enfermedad,nuestra miseria y el temor de verme morir?Pues no, señor; completamente tranquilo,siguió sus planes, sin detenerseante ninguna consideración; y, sin embargo,¿se puede decir por eso que no nosquiere?
—Nada me ha dicho jamás de tal asunto—respondiócon reserva Razumikin—;pero algo he sabido por la señora Zarnitzin,que por cierto no es muy habladora,y lo que he sabido no deja de ser bastanteextraño.
—¿Qué es lo que ha sabido usted?—preguntarona un tiempo las dos mujeres.
—¡Oh! A decir verdad, nada de particular.Todo lo que sé es que ese matrimonio,que era ya cosa convenida y queiba a verificarse cuando la novia murió,desagradaba mucho a la misma señoraZarnitzin... Tengo entendido, además,que la joven, no solamente no era bella,sino que era fea, y, según se dice, muy...caprichosa. Sin embargo, parece que nocarecía de ciertas buenas cualidades, yseguramente las tendría; de otro modo,¿cómo comprender...?
—Estoy convencida de que esa joventenía algún mérito—afirmó lacónicamenteAdvocia Romanovna.
—Que Dios me perdone; pero la verdades que me alegré de su muerte. Sin embargo,no sé para cuál de los dos hubiesesido más funesto ese matrimonio—dijola madre; y luego, tímidamente, tras devarias vacilaciones y sin apartar los ojosde Dunia, se puso a interrogar de nuevoa Razumikin acerca de la escena de lavíspera entre Rodia y Ludjin.
Este incidente parecía inquietarla sobremanera...
El joven volvió a referir minuciosamenteel altercado de que había sido testigo;pero añadiendo que Raskolnikoffinsultó deliberadamente a Pedro Petrovitch,y no excusó la conducta de su ami[114]gocon la enfermedad que éste padecía.
—Antes de estar malo—dijo—ya lotenía premeditado.
—Así lo creo yo también—replicó PulkeriaAlexandrovna, con la consternaciónpintada en su semblante.
Pero se sorprendió mucho al ver queRazumikin hablaba de Pedro Petrovitchen términos convenientes y aun con ciertaespecie de consideración. Esto llamóla atención de Advocia Romanovna.
—¿De modo que ésa es la opinión deusted acerca de Pedro Petrovitch?—nopudo por menos de preguntar PulkeriaAlexandrovna.
—No puedo tener otra acerca del futuroesposo de esta señorita—respondiócon tono firme y caluroso Razumikin—.Y no es por vana cortesía por lo que hablode este modo; lo digo porque... porque...porque... basta que ese hombresea la persona que Advocia Romanovnaha elegido... Si ayer hube de expresarmeen tonos injuriosos respecto de él, fuéporque estaba ebrio, y, además... insensato;sí, insensato; había perdido la cabeza,estaba completamente loco, y ahorame da vergüenza de...
Se interrumpió poniéndose encendidocomo la grana. Las mejillas de AdvociaRomanovna se colorearon; pero guardósilencio. Desde que empezó a hablarde Ludjin, no había despegado los labios.Privada del apoyo de su hija, PulkeriaAlexandrovna se encontraba visiblementecortada.
Al fin tomó la palabra, y, con voz vacilantey levantando a cada momento losojos hacia Dunia, dijo que en aquel momentole preocupaba sobre todas las cosascierta circunstancia.
—Vea usted, Demetrio Prokofitch—comenzóa decir—. Debemos de ser francascon él, Dunetchka.
—Sin duda, mamá—respondió, contono de autoridad Advocia Romanovna.
—Verá usted de lo que se trata—seapresuró a decir la madre, como si el comunicarsu disgusto le quitase una montañadel pecho—. Esta mañana, a primerahora, hemos recibido una cartade Pedro Petrovitch, respondiendo a loque nosotros habíamos escrito ayer, dándolecuenta de nuestra llegada. Vea usted,debía haber ido a esperarnos a la estación,como nos había prometido; peroen su lugar nos hemos encontrado conun criado que nos ha conducido hastaaquí, anunciándonos para esta mañanala visita de su amo. Pero ahora, en vezde venir él, nos ha escrito esta carta...(lo mejor será que usted mismo la lea);hay en ella un párrafo que me pone encuidado. Usted verá en seguida de quése trata y me dará francamente su opinión,pues usted, Demetrio Prokofitch,conoce mejor que nadie el carácter deRodia, y está en condiciones de poderaconsejarme. Prevengo a usted quedesde el primer momento Dunetshka haresuelto la cuestión; pero yo no sé quéhacer, y espero que usted...
Razumikin abrió la carta, fechada lavíspera.
«Señora Pulkeria Alexandrovna: Tengoel honor de manifestar a usted queasuntos imprevistos me han impedidoir a esperar a ustedes a la estación; poreso me he hecho representar por un hombrede mi confianza. El Senado, donde hede entender en una cuestión, me privadel honor de ver a ustedes por la mañana;por otra parte, no quiero interrumpirla entrevista de usted con su hijo ni lade Advocia Romanovna con su hermano.A las ocho en punto de la tarde tendréla satisfacción de saludar a ustedes en sualojamiento. Encarecidamente les suplicoque me eviten la presencia de RodiónRomanovitch, el cual me insultó del modomás grosero en la visita que le hiceayer. Aparte de esto, debo tener con usteduna explicación personal a propósitode un punto que acaso no interpretemosambos de la misma manera. Tengo elhonor de advertir a usted anticipadamenteque, si a pesar de mi deseo, expresadoformalmente, encontrase en casa de ustedesa Rodión Romanovitch, me veréobligado a retirarme en seguida, y ustedsolamente podrá atribuir a sí misma lacausa de mi determinación.
»Digo a usted esto teniendo motivospara creer que Rodión Romanovitch,que parecía tan enfermo cuando yo levisité, recobró la salud dos horas después,y puede, por consiguiente, ir a casa deustedes. Ayer, en efecto, le vi con mis pro[115]piosojos en casa de un borracho que acababade ser atropellado por un coche.So pretesto de costear los funerales, dióveinticinco rublos a la hija del difunto,joven de conducta notoriamente equívoca.Esto me ha causado verdadero estupor,porque sé con cuánta fatiga se haprocurado usted ese dinero. Suplico austed que tenga la bondad de presentarmis homenajes más sinceros a la señoritaAdvocia Romanovna, y permitir que merepita de usted obediente servidor.
»Pedro Petrovitch Ludjin.»
—¿Qué hacer ahora, Demetrio Prokofitch?—preguntóPulkeria Alexandrovna,a quien casi se le saltaban las lágrimas—.¿Cómo decirle a Rodia que venga?Ayer insistió tan vivamente para quese despidiese a Pedro Petrovitch, y ahoraéste pretende que no reciba a mi hijo...Seguramente que él vendrá ex profesoen cuanto sepa esto; y, ¿qué va a sucederentonces?
—Siga usted el consejo de Advocia Romanovna—respondiótranquilamente Razumikin.
—¡Ah, Dios mío!... Ella dice... no puedeimaginarse lo que dice; no aciertoa comprender lo que se propone. Segúnella, es mejor, o, más bien dicho, esabsolutamente indispensable que Rodiavenga esta noche y se encuentre aquícon Pedro Petrovitch... Yo preferiríaenseñarle la carta a mi hijo, e impedirhábilmente que viniese, y para conseguirtal objeto contaba con usted... No comprendoa qué borracho muerto ni a quéjoven se refiere esta carta, ni me explicocómo ha dado a esa persona las últimasmonedas de plata que...
—Que representan para ti tantos sacrificios,mamá—interrumpió la joven.
—Ayer no estaba en su estado normal—dijocon aire pensativo Razumikin—.¡Si supiese usted a qué pasatiemposse entregó ayer en un café! Por lodemás, ha hecho bien. En efecto, me hablóayer de un muerto y de una jovenmientras que yo le acompañaba a sucasa; pero no comprendí ni una palabra...Como ayer estaba yo...
—Lo mejor es, mamá, ir a su casa, yyo te aseguro que veremos allí lo que convienehacer. ¡Qué tarde es ya! ¡Las diezdadas!—observó Dunia, mirando un magníficoreloj de oro esmaltado, que llevabasuspendido del cuello por una largacadena de Venecia y que desentonabacon el resto de su atavío.
—Un regalo de su prometido—pensóRazumikin.
—Es, efectivamente, hora de salir—dijosu madre con apresuramiento—. Vaa pensar que le guardamos rencor por laacogida que nos hizo anoche; a esa causaatribuirá nuestro retraso. ¡Ah, Dios mío!
Hablando así se apresuraba a ponerseel sombrero y la pañoleta.
Dunia se preparaba también a salir.Sus guantes estaban, además de descoloridos,agujereados, lo cual no pasó inadvertidoa Razumikin; sin embargo, aqueltraje, cuya pobreza saltaba a la vista,daba a las dos señoras un sello particularde dignidad, como acontece siemprea las mujeres que saben llevar humildesvestidos.
—Esperen ustedes que me adelantepara ver si está despierto—dijo Razumikincuando comenzaron a subir lasescaleras del domicilio de Raskolnikoff.
Las señoras le siguieron muy despacio.Cuando llegaron al cuarto piso, advirtieronque la puerta del departamentode la patrona estaba abierta, y que porla estrecha abertura las observaban dosojos negros y penetrantes. Las miradasse encontraron y la puerta se cerró contal estrépito, que Pulkeria Alexandrovnaestuvo a punto de lanzar un grito deespanto.
—¡Va bien, va bien!—exclamó alegrementeZosimoff viendo entrar a las dosmujeres.
El doctor había llegado diez minutosantes y ocupaba en el sofá el mismo sitioque la víspera. Raskolnikoff, sentadoen el otro extremo, estaba completamentevestido; habíase tomado también eltrabajo de lavarse y peinarse, cosas ambasque no acostumbraba desde hacíaalgún tiempo. Aunque con la llegada deRazumikin y de las dos señoras quedó llenala habitación, Anastasia logró colocarsedetrás de ellas, y se quedó para es[116]cucharla conversación. EfectivamenteRaskolnikoff estaba bien, pero su palidezera extrema y parecía absorto enuna triste idea.
Cuando Pulkeria Alexandrovna entrócon su hija, Zosimoff advirtió con sorpresael sentimiento que se reveló en lafisonomía del enfermo. En vez de alegríaera una especie de estoicismo resignado;parecía que el joven hacía un llamamientoa todas sus fuerzas para soportardurante una hora o dos un tormentoinevitable. Cuando la conversaciónse hubo entablado, observó tambiénel médico que cada palabra abría comouna herida en el alma de su cliente; peroal mismo tiempo se asombraba de ver aeste último relativamente dueño de símismo. El monomaníaco frenético de lavíspera sabía ahora dominarse hastacierto punto y disimular sus impresiones.
—Sí, veo ahora que estoy casi curado—dijoRaskolnikoff, besando a su madrey a su hermana con una cordialidad quehizo brillar de alegría el rostro de PulkeriaAlexandrovna—. Y no lo digo comoayer—añadió dirigiéndose a Razumikiny estrechándole la mano.
—También yo estoy asombrado de sunotable mejoría—dijo Zosimoff—. Deaquí a tres o cuatro días, si esto continúa,se encontrará como antes, es decir, comoestaba hace uno o dos meses, o quizátres, porque esta enfermedad se hallabalatente desde hace tiempo, ¿eh?Confiese ahora que tenía usted algunaparte de culpa—terminó con sonrisareprimida el doctor, temeroso de irritaral enfermo.
—Es muy posible—replicó fríamenteRaskolnikoff.
—Ahora que se puede hablar con usted—prosiguióZosimoff—, quisiera convencerlede que es necesario apartarsede las causas primeras, a las cuales hayque atribuir su estado morboso. Si ustedhace eso, se curará; de lo contrario,se agravará su mal. Ignoro cuáles sonestas causas primeras; pero usted, de seguro,las conoce. Es usted un hombreinteligente, y, sin duda, se observa a símismo. Me parece que su salud se ha alteradodesde que salió de la Universidad.Usted no puede estar sin ocupación. Leconviene, a mi entender, trabajar, proponerseun proyecto, y perseguirlo tenazmente.
—Sí, sí, tiene usted razón; volveré ala Universidad lo más pronto posible,y entonces todo marchará como una seda.
El doctor dió sus sabios consejos conla intención, en parte, de producir efectoen las señoras. Cuando hubo acabado,miró fijamente a su cliente, y se quedóun poco desconcertado al advertir queel rostro de éste expresaba franca burla.Sin embargo, Zosimoff se consoló bienpronto de su decepción, Pulkeria Alexandrovnase apresuró a darle las graciasmanifestándole, en particular, su reconocimientopor la visita que les hizo lanoche anterior.
—¡Cómo! ¿Fué a ver a ustedes anoche?—preguntóRaskolnikoff con voz inquieta—.¿De modo que no habéis descansadodespués de un viaje tan penoso?
—¡Si no eran más que las dos, queridoRodia, y, en casa, Dunia y yo no nos acostamosnunca antes de esa hora!
—No sé cómo darles las gracias—continuóRaskolnikoff, que de repente frunciólas cejas y bajó la cabeza—. Prescindiendode la cuestión de dinero (perdónemeusted si hago alusión a ella)—dijodirigiéndose a Zosimoff—, no me explicocómo he podido merecer de usted talinterés. No lo comprendo, y aun diréque tanta benevolencia me pesa, pues esininteligible para mí. Ya ve usted quesoy franco.
—No se atormente usted—replicó Zosimoffafectando reírse—; supóngase ustedque es mi primer cliente. Nosotroslos médicos, cuando empezamos, tomamostanto cariño a nuestros primeros enfermoscomo si fuesen nuestros hijos.Algunas veces hasta parecemos enamoradosde ellos, y ya sabe usted que miclientela no es muy numerosa.
—Y no digo nada de éste—siguió diciendoRaskolnikoff, señalando a Razumikin—.¡No he hecho más que injuriarley molestarle sin cesar!
—¡Qué tonterías dices! Según se ve,estás hoy muy sentimental—exclamóRazumikin.
Si hubiera sido más perspicaz, ha[117]bríaechado de ver, que, lejos de estarsentimental, su amigo se encontraba ensituación totalmente distinta. Pero AdvociaRomanovna no se engañaba, y,muy inquieta, observaba atentamentea su hermano.
—De ti, mamá, apenas me atrevo ahablar—dijo Raskolnikoff, que parecíarecitar una lección aprendida por la mañana—;hoy solamente he podido comprenderlo que habrás sufrido ayer esperandoque volviera a casa.
Al decir estas palabras sonrió y tendióbruscamente la mano a su hermana. Estegesto no fué acompañado de ninguna palabra,pero la sonrisa del joven expresabaun sentimiento verdadero, ahora nofingía. Gozosa y reconocida, Dunia tomóla mano que se le tendía y la estrechócon fuerza. Era la primera satisfacciónque le daba después del altercado de lavíspera. Al ver esta reconciliación muday definitiva del hermano con la hermana,Pulkeria Alexandrovna se pusoradiante de alegría.
Razumikin se agitó nerviosamente ensu silla.
—Aunque no fuera más que por estole querría—murmuraba con su tendenciaa exagerarlo todo—. Son impulsospropios de él.
—¡Qué bien ha estado!—murmuró lamadre para sí—. ¡Qué nobles arranqueslos suyos! Este simple hecho de tenderasí la mano a su hermana mirándola conafecto, ¿no es la manera más franca ymás delicada de poner fin al rozamientode ayer?—¡Ah, Rodia—añadió en vozalta apresurándose a responder a la observaciónde Raskolnikoff—, no puedesfigurarte lo desgraciadas que nos consideramosanoche Donetshka y yo! Ahoraque todo ha pasado y que hemos vueltoa ser felices, puedo decírtelo. Figúrate:en cuanto nos apeamos del tren corrimosaquí para abrazarte, y esta joven,ahí la tienes (buenos días, Anastasia),nos dijo de repente que habías estado encama con fiebre, que delirando te habíasescapado y que se te andaba buscando.No puedes imaginarte la impresión quenos hizo esta noticia.
—Sí, sí... Todo eso es seguramentemuy desagradable—murmuró Raskolnikoff;pero dió esta respuesta con airetan distraído, por no decir indiferente,que Dunia le miró sorprendida.
—¿Qué es lo que yo quería deciros?—continuóesforzándose por coordinar susrecuerdos—. ¡Ah! Sí, os suplico a ti, mamá,y a ti, Dunia, que no vayan a creerque no he querido ir a verlas hoy y quehe esperado en casa a que ustedes vinieran.
—¿Por qué dices eso, Rodia?—exclamóPulkeria Alexandrovna no menosasombrada que su hija.
—Cualquiera diría que nos respondepor simple cortesía—pensaba Dunia—;hace las paces y pide perdón como si llenaseuna pura formalidad o recitase unalección.
—En cuanto desperté quise ir a ver austedes, pero no tenía ropa que ponerme;se me olvidó decir ayer a Anastasia quelavase la sangre... Hasta hace un momentono me he podido vestir.
—¿Sangre? ¿Qué sangre?—preguntóPulkeria Alexandrovna alarmada.
—No es nada... No hay que asustarse...Ayer, durante mi delirio, paseando porla calle, me tropecé con un hombre queacababa de ser atropellado. Un funcionario.Por esta razón tenía manchado desangre el traje.
—¿Mientras estabas delirando? ¡Site acuerdas de todo!—interrumpió Razumikin.
—Es verdad—respondió Raskolnikoffalgo inquieto—, me acuerdo de todo,hasta de los más insignificantes pormenores;pero mira qué cosa más extraña:no logro explicarme por qué he dicho eso,por qué lo he hecho, por qué he ido a esesitio.
—Es un fenómeno muy conocido—observóZosimoff—; se realizan los actosa veces con una exactitud y con unahabilidad extraordinarias; pero el principiode que emana ese acto se altera enel alienado y depende de diversas impresionesmorbosas.
La palabra «alienado» heló la sangre atodos; Zosimoff la dejó escapar inadvertidamente,porque estaba absorto en sutema favorito. Raskolnikoff, que seguíameditabundo, pareció no prestar atenciónalguna a las palabras del doctor. En sus[118]pálidos labios vagaba una extraña sonrisa.
—Pero, vamos a ver, ¿ese hombre atropellado...?Te he interrumpido hace unmomento—se apresuró a decir a Razumikin.
—¡Ah, sí!—dijo Raskolnikoff comodespertando de un sueño—. Me manchéde sangre ayudando a transportarle a sucasa... A propósito, mamá; hice ayer unacosa imperdonable. Verdaderamente estabatrastornado. Todo el dinero que mehabías enviado lo di a la viuda para elentierro. La pobre mujer es bien dignade lástima... Está tísica, le quedan treshijos y no tiene con qué alimentarlos...Tiene también una hija... Quizá tú hubieseshecho lo mismo que yo si hubierasvisto tanta miseria. Sin embargo, lo reconozco;yo no tenía el derecho de hacereso, sobre todo sabiendo con cuántotrabajo me habéis procurado ese dinero.
—No te preocupes por eso, Rodia; estoyconvencida de que todo lo que tú hacesestá bien hecho—respondió la madre.
—No, no estás muy convencida—replicóél procurando sonreírse.
La conversación quedó suspendida duranteunos minutos. Palabras, silencio,reconciliación, perdón, en todo habíaalgo de forzado y cada cual de los presenteslo comprendía.
—¿No sabes que Marfa Petrovna hamuerto?—dijo de repente Pulkeria Alexandrovna.
—¿Qué Marfa Petrovna?
—Marfa Petrovna Svidrigailoff. Tehablé extensamente de ella en mi últimacarta.
—¡Ah! Sí, ya me acuerdo... ¿De modoque ha muerto?—dijo el joven con el estremecimientopropio del hombre quedespierta—. ¿Es posible que haya muerto?¿Y de qué?
—De repente—se apresuró a decirPulkeria Alexandrovna, alentada a seguirpor la curiosidad que demostrabasu hijo—. Murió precisamente el mismodía que yo te escribí. Según parece, aquelpícaro de hombre ha sido la causa de sumuerte. Se dice que le pegó demasiado.
—¿Ocurrían con frecuencia esas escenasen su casa?—preguntó Raskolnikoffdirigiéndose a su hermana.
—No, todo lo contrario; siempre semostraba muy paciente y hasta cortésen ella. En muchos casos, daba pruebasde demasiada indulgencia, y esto durantesiete años. Por lo visto le ha faltado, derepente, la paciencia.
—De modo que no era un hombre tanterrible, puesto que la ha soportado durantesiete años. Parece que le disculpas,Dunetshka.
La joven frunció el entrecejo.
—Sí, sí, es un hombre terrible. Yo nopuedo representármelo más detestable—respondiócasi temblando, y se quedópensativa.
—Había ocurrido esta escena por lamañana—continuó Pulkeria Alexandrovna—.Inmediatamente después Marfa dióorden de enganchar, porque quería ira la ciudad después de comer, segúntenía por costumbre en ocasiones semejantes.Según se dice, comió con muchoapetito.
—¿A pesar de los golpes?
—Estaba ya acostumbrada a ellos.Al levantarse de la mesa fué a tomar elbaño para marchar cuanto antes. Se tratabapor la hidroterapia; hay una fuenteen su casa y se bañaba todos los días.Apenas se metió en el agua, le dió un ataquede apoplejía.
—No es extraño—observó Zosimoff.
—¡Como su marido le había pegadotanto!
—¿Qué importa eso?—dijo AdvociaRomanovna.
—¡Hum! Yo no sé, mamá, por qué mecuentas semejantes tonterías—dijo Raskolnikoffcon súbita irritación.
—¡Pero si no sabía de qué hablar!—confesócándidamente Alexandrovna.
—Parece que me tenéis miedo—observóel joven con amarga sonrisa.
—Es la verdad—respondió Dunia fijandoen su hermano una mirada severa—.Cuando subíamos a esta casa, mamá hahecho la señal de la cruz; tan asustadaestaba.
Las facciones del joven se alteraronde tal modo, que parecía que iba a darleuna convulsión.
—¡Ah! ¿Qué dices, hija? No te incomodes,Rodia, por Dios. ¿Cómo diceseso, Dunia?—añadió excusándose y cor[119]tadaPulkeria Alexandrovna—. En eltren no he cesado de pensar en la felicidadde verte y de hablar contigo. Tantailusión tenía, que se me ha hecho muy cortoel camino, y ahora soy feliz de encontrarmeaquí, querido Rodia.
—¡Basta, mamá!—murmuró él muyagitado, y sin mirar a su madre le estrechóla mano—; tiempo tenemos de hablar.
Apenas acabó de decir estas palabrasse turbó y se puso pálido; de nuevo sentíaun frío mortal en el fondo de su alma,de nuevo se confesaba que acababade decir una horrible mentira, porqueen adelante no le era permitido hablarsinceramente ni con su madre. Ni con nadie.La impresión que le produjo estecruel pensamiento fué tan viva que, olvidandola presencia de sus huéspedes,el joven se adelantó y se dirigió a lapuerta.
—¿A dónde vas?—gritó Razumikinasiéndole por un brazo.
Raskolnikoff volvió a sentarse y dirigióen silencio una mirada en torno suyo.Todos le contemplaban con estupor.
—¡Qué fastidiosos son ustedes!—gritóde repente—. Digan algo. ¿Por qué estánahí como mudos? Hablen. Las personasno se reunen para estar calladas.
—¡Bendito sea Dios! Yo pensaba queiba a darle otro acceso como ayer—dijoPulkeria Alexandrovna haciendo la señalde la cruz.
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?—preguntóAdvocia Romanovna con inquietud.
—Nada; una tontería que me ha venidoal pensamiento—y Raskolnikoffse echó a reír.
—Vamos. Si es una tontería, menosmal; pero yo temía...—murmuró Zosimofflevantándose—. Tengo que dejara ustedes; procuraré dar más tarde unavuelta por aquí.
Saludó y salió.
—¡Qué buen hombre!—exclamó PulkeriaAlexandrovna.
—Sí. Es un buen hombre, un hombrede mérito, instruído, inteligente...—dijoRaskolnikoff pronunciando estas palabrascon desacostumbrada animación—.No me acuerdo adónde le he visto antesde mi enfermedad. Tengo idea de que leconocía... ¡Ese sí que es un hombre excelente!—añadióseñalando con un movimientode cabeza a Razumikin, el cualacababa de levantarse.
—Es preciso que me vaya...—dijo—.Tengo que hacer.
—Nada tienes que hacer ahora; ¿quieresdejarnos porque se ha marchado Zosimoff?No, no te vas; pero, ¿qué horaes? ¿las doce? ¡Qué reloj tan bonito tienes,Dunia! ¿Por qué callan ustedes?No habla nadie más que yo...
—Es un regalo de Marfa Petrovna.
—Y ha costado muy caro—añadióPulkeria.
—Creía que era un obsequio de Ludjin.
—Aun no ha dado nada a Dunetshka.
—¡Ah, mamá! ¿No te acuerdas que estuveenamorado y que quise casarme?—dijobruscamente, mirando a su madre,que se quedó asombrada del giro imprevistoque tomaba la conversación y deltono con que su hijo le hablaba.
—¡Ah! sí—respondió Pulkeria Alexandrovna,cambiando una mirada con Duniay Razumikin.
—¿Qué te he de decir de esto?; apenasme acuerdo ya. Era una joven enfermizay raquítica—continuó como absortoy sin levantar los ojos del suelo—. Legustaba dar limosna a los pobres y pensabaentrar en un monasterio. Cierto díase echó a llorar cuando me hablaba deestas cosas... Sí, sí, bien me acuerdo.Era más bien fea que guapa. La verdades que no sé por qué me gustó; quizáporque estaba siempre enferma. Si ademáshubiese sido jorobada o coja, me pareceque la hubiera querido más—añadiósonriéndose—. Aquello no tenía importancia...Fué una locura de primavera.
—No, no era solamente una locura deprimavera—afirmó Dunia con convencimiento.
Raskolnikoff miró atentamente a suhermana; pero o no oyó o no comprendiólas palabras de la joven. Después, conaire melancólico, se levantó, fué a besar asu madre y volvió a sentarse en su sitio.
—¿La amas aún?—dijo con voz temblorosaPulkeria Alexandrovna.
—¿Todavía? ¿Habláis de ella? No. Todoeso es para mí como una visión lejana...muy lejana... y desde hace muchotiempo. Y lo cierto es que me causala misma impresión cuanto me rodea.
Raskolnikoff miró atentamente a lasdos mujeres.
—Están ustedes aquí y me parece queme encuentro a mil verstas de este sitio.Pero, ¿por qué hablamos de estas cosas?¿Por qué preguntarme?—añadió con cólera;después, silenciosamente, se pusoa morderse las uñas y se quedó como ensimismado.
—¡Qué mal alojamiento tienes, Rodia!;parece un sepulcro—dijo bruscamentePulkeria Alexandrovna para interrumpiraquel penoso silencio—: segura estoyde que esta habitación es la causa de tuhipocondría.
—¿Esta habitación?—repitió él conaire distraído—. Sí, ha contribuído mucho...lo mismo he pensado yo; ¡si supieses,mamá, qué ideas tan extrañas acabasde expresar!—añadió de repente consonrisa enigmática.
Apenas podía soportar Raskolnikoff lapresencia de aquella madre y de aquellahermana, de las cuales había estado separadodurante tres años y con quienescomprendía que le era imposible toda conversación.Había, sin embargo, una cosaque no admitía dilación; así es que levantándosepensó que aquello debía serresuelto de una manera o de otra. En talmomento se sintió feliz de encontrar unmedio para salir del paso.
—Ante todo he de pedirte, Dunia—comenzóa decir con tono seco—, que medispenses por el incidente de ayer; perocreo que es una obligación en mí recordarteque sostengo los términos de mi dilema:o Ludjin o yo. Yo puedo ser uninfame; pero tú no debes serlo. Basta conuno. Si te casas con Ludjin ceso de considerartecomo a una hermana.
—Hijo mío, hablas como ayer—exclamóasustada Pulkeria Alexandrovna—;¿por qué te tratas siempre de infame?Yo no puedo soportar que hables así.Ayer empleabas el mismo lenguaje.
—Hermano mío—respondió Dunia conun tono que no cedía en sequedad ni enviolencia al de Raskolnikoff—, la faltade acuerdo en que nos encontramos,proviene de un error tuyo. He reflexionadoesta noche y he descubierto en quéconsiste. Tú supones que me sacrificopor alguien y eso es lo que te engaña.Yo me caso por mí misma, porque misituación personal es difícil. Sin duda podréentonces ser más útil a mis prójimos;pero no es ése el motivo principal de miresolución.
—Miente—pensaba Raskolnikoff, quede cólera se mordía las uñas—. ¡Orgullosa!No confiesa que quiere ser mi bienhechora.¡Oh! ¡los caracteres bajos! ¡Suamor se parece al odio! ¡Oh, cuánto detestoa todos!
—En una palabra—continuó Dunia—,me caso con Pedro Petrovitch, porquede dos males elija el menor. Tengo intenciónde cumplir lealmente cuanto élespera de mí. Por consiguiente no le engaño.¿De qué te ríes?
Enrojeció repentinamente la joven ybrilló en sus ojos un relámpago de cólera.
—¿Que lo cumplirás todo?—preguntóRaskolnikoff sonriendo con amargura.
—Hasta cierto límite; por la maneracomo Pedro Petrovitch ha pedido mimano, he comprendido en seguida a loque debo atenerme. Acaso tenga una opiniónmuy alta de sí mismo; mas esperoque sabrá también apreciarme. ¿Por quésigues riéndote?
—Y tú, ¿por qué te pones otra vez colorada?Mientes, hermana, tú no puedesestimar a Ludjin: le he visto y he habladocon él. Te casas por interés; haces entodo caso una bajeza; por lo menos veocon gusto que sabes ruborizarte.
—No es verdad, yo no miento—gritóla joven perdiendo su sangre fría—. Nome casaré con él sin estar plenamenteconvencida de que le estimo. Felizmentetengo el medio de convencerme de elloen seguida, y lo que es más, hoy mismo.Este matrimonio no es una bajeza, comotú dices; pero aunque tuvieses razón,aun cuando yo estuviese convencidade cometer una bajeza, ¿no sería por tuparte una crueldad hablarme de ese modo?¿Por qué exigir un heroísmo que túno tienes? Eso es una tiranía, una violencia.Caso de causar algún mal, sólo me[121]lo causaré a mí misma. Yo no he matadotodavía a nadie. ¿Por qué me miras así?¿Por qué te pones pálido? ¿Qué tienes,hermano mío?
—¡Dios mío, se ha desmayado! ¡Y túhas sido la causa!—exclamó PulkeriaAlexandrovna.
—No, no es nada, una tontería... Unligero mareo... No he llegado a desmayarmedel todo... los desmayos son buenospara vosotras... ¡hum! sí... ¿Qué es lo queyo quería decir? ¡Ah! ¿Cómo te convenceráshoy mismo de que puedes estimara Ludjin y de que él te aprecia? ¿No eseso lo que decías hace un momento, ote he entendido yo mal?
—Mamá, enseña a mi hermano la cartade Pedro Petrovitch—dijo Dunia.
Pulkeria Alexandrovna presentó lacarta con mano temblorosa. Raskolnikoffla leyó atentamente por dos veces.Todos esperaban algún acceso de furor.La madre, sobre todo, estaba muy inquieta.Después de haberse quedado pensativoun instante, el joven le devolvióla carta.
—No comprendo nada—comenzó adecir sin dirigirse a nadie—: pronunciadiscursos, es abogado, muy redicho ensu conversación y escribe como un hombresin cultura.
Estas palabras causaron una estupefaccióngeneral. Nadie las esperaba.
—Por lo menos no escribe muy literariamente;aunque su estilo no sea deltodo de un iletrado, maneja la pluma comoun hombre de negocios—añadióRaskolnikoff.
—Pedro Petrovitch no oculta que harecibido poca instrucción y se enorgullecede ser hijo de sus obras—dijo AdvociaRomanovna un poco contrariadadel tono con que le hablaba su hermano.
—Sí; tiene motivo para enorgullecerse,no digo lo contrario. Parece que te haincomodado porque sólo se me ha ocurridouna observación frívola a propósitode esta carta, y crees que insistosobre semejantes tonterías para molestarte.Nada de eso; en lo que concierneal estilo, he hecho una observación queen el caso presente está muy lejos de carecerde importancia. Esta frase: «ustedno tendrá que quejarse más que de símisma», no deja nada que desear en puntoa claridad. Además, manifiesta la intenciónde retirarse sobre la marcha siyo voy a vuestra casa. Esta amenaza deirse viene a decir que si no obedecéis, osplantará a las dos después de haberoshecho venir a San Petersburgo. ¿En quépiensas? Viniendo de Ludjin, ¿estas palabraspueden ofender tanto como podríanofender si hubiesen sido escritaspor éste (señaló a Razumikin), por Zosimoffo por uno de nosotros?
—No—respondió Dunia—; bien mehago cargo de que ha expresado demasiadoingenuamente su pensamiento y de quequizá no es muy hábil para servirse dela pluma... Tu observación es muy juiciosa,hermano mío. Yo no esperaba...
—Supuesto que escribe como un hombrede negocios, no podía expresarse deotro modo, y no hay que echarle en caraque se haya mostrado grosero. Por lodemás, debo quitarte una ilusión: en estacarta hay una frase que contiene unacalumnia contra mí, y una calumnia porcierto bastante vil. Yo di ayer, en efecto,dinero a una viuda tísica y agobiadapor la desgracia, no a pretexto, como eseseñor escribe, de pagar los funerales, sinopara pagarlos, y ese dinero se lo di a laviuda misma y no a la hija del difunto,a esa joven de conducta «notoriamenteequívoca» a quien vi ayer por primeravez en mi vida. En todo esto descubroel deseo de pintarme con los más negroscolores e indisponer a vosotras conmigo.Ha escrito en estilo jurídico, es decir,que revela muy claramente su objetoy lo persigue sin pretender disimularlo.Es inteligente, mas, para conducirse condiscreción, no basta siempre la inteligencia.Todo lo que te he hecho notarpinta al hombre... y no creo que te apreciemucho. Lo digo por tu bien, que detodas veras deseo.
Dunia no respondió; había tomado supartido y esperaba que llegase la noche.
—Está bien, Rodia; ¿pero tú, qué decides?—preguntólesu madre, cuya inquietudiba en aumento oyendo discutirreposadamente a su hijo como un hombrede negocios.
—¿Qué quiero decir?
—Ya ves lo que escribe Pedro Petro[122]vitch;desea que tú no vengas a nuestroalojamiento esta noche, y declara quese irá si te encuentra allí; por eso te preguntoqué piensas hacer.
—Yo no soy quien tiene que decirlo.A ti y a Dunia toca ver si esa exigenciade Pedro Petrovitch tiene o no algo demortificante para vosotras—contestó fríamenteRaskolnikoff.
—Dunetshka ha resuelto la cuestión, yyo estoy de perfecto acuerdo con ella—seapresuró a contestar Pulkeria Alexandrovna.
—Creo que es indispensable que asistasa esa entrevista; te suplico, pues, queno faltes. ¿Vendrás? Suplico a usted tambiénque venga—continuó la joven dirigiéndosea Razumikin—. Mamá, me permitohacer esta invitación a DemetrioProkofitch.
—Y lo apruebo, hija mía. Hágase loque vosotros dispongáis—añadió su madre—.Para mí es un alivio, no me gustafingir ni mentir; lo mejor es una explicaciónfranca. Si Pedro Petrovitchse enfada, peor para él.
En aquel momento se abrió la puertasin ruido y entró en la sala una jovenmirando tímidamente en su derredor.Su aparición causó general sorpresa y todoslos ojos se fijaron en ella con curiosidad.Al pronto no la conoció Raskolnikoff.Era Sofía Semenovna Marmeladoff.El joven la había visto por primeravez el día antes, en unas circunstanciasy en un traje que le dejaron en la memoriauna imagen distinta. Ahora era una jovende aspecto modesto, o más bien, pobre,de maneras corteses y reservadas yde expresión tímida. Vestía un traje muysencillo y llevaba un sombrero pasadode moda. No conservaba ninguno de losadornos de la víspera; pero no había prescindidode la sombrilla. Su confusión alver tanta gente que no esperaba encontrarfué tan grande, que dió un paso haciaatrás para retirarse.
—¡Ah! ¿es usted?—dijo Raskolnikoffen el colmo del asombro, y él tambiénse quedó turbado.
Recordó entonces que la carta de Ludjin,leída un momento antes, conteníaalusiones a cierta joven de conducta «notoriamenteequívoca», acababa de protestarcontra tal calumnia y de declararque había visto a aquélla por primera vezel día anterior, y he aquí que se presentabaen su casa. En un abrir y cerrar deojos todos estos pensamientos atravesaronmezclados por su imaginación; masal observar más atentamente a la reciénllegada, la vió tan abatida por la vergüenza,que sintió hacia ella súbita piedad.En el momento en que, asustada, iba aretirarse, se verificó en él un repentinocambio.
—No esperaba a usted—se apresuróa decir invitándola con la mirada a quese quedase—. Haga usted el favor de tomarasiento. ¿Viene, sin duda, de partede Catalina Ivanovna? Permítame usted,ahí no, siéntese aquí.
Al entrar Sonia, Razumikin, que estabasentado cerca de la puerta en una delas tres sillas que había en la habitación,se medio levantó para dejar paso a lajoven. El primer impulso de Raskolnikofffué indicar a Sonia el extremo deldiván que Zosimoff había ocupado unmomento antes; pero, pensando en queaquel mueble le servía de cama, mostróa la joven la silla de Razumikin.
—Tú siéntate aquí—dijo a su amigohaciéndole sitio a su lado en el sofá.
Sonia se sentó casi temblando y mirócon timidez a las dos señoras. Era evidenteque ella misma no se daba cuenta decómo tenía la audacia de sentarse al ladode aquellas personas. Este pensamientole causó tal impresión, que se levantóbruscamente y se dirigió, confusa, haciaRaskolnikoff.
—Es cuestión de un minuto. Perdónemeusted la molestia—dijo con voz trémula—.Me envía Catalina Ivanovna.No tenía otra persona a quien mandar...Catalina Ivanovna suplica a usted encarecidamenteque asista mañana a los funerales...en San Motrifinio, y que vengadespués a nuestra casa... es decir, a casade ella a tomar un bocado. Catalina Ivanovnaespera que le concederá este honor.
—Ciertamente... haré lo posible porcomplacerla—balbució Raskolnikoff, que[123]se había incorporado a medias—. Tengausted la bondad de volver a sentarse;hágame el favor de concederme dos minutos.
Al mismo tiempo la invitaba con ungesto a tomar asiento. Sonia obedeció,y después de dirigir una mirada tímidaa las dos señoras, bajó rápidamente losojos. Las facciones de Raskolnikoff secontrajeron, coloreáronse sus mejillasy sus ojos lanzaron llamas.
—Mamá—dijo con voz vibrante—, esSofía Semenovna Marmeladoff, la hijadel desgraciado funcionario que murióayer atropellado por un coche y del cualya te he hablado.
Pulkeria Alexandrovna miró a Soniay guiñó ligeramente los ojos, pues a pesardel temor que experimentaba delantede su hijo, no pudo negarse esta satisfacción.Dunia se volvió hacia la pobrejoven y se puso a examinarla con gravedad.Al oírse nombrar por Raskolnikoff,Sonia, cada vez más cortada, levantóde nuevo los ojos.
—Quería preguntar a usted—prosiguióRodia—qué ha pasado hoy en sucasa, si las han molestado, si les ha causadoalguna incomodidad la policía...
—No; no ha ocurrido nada de particular...La causa de la muerte era tanevidente... que nos han dejado tranquilas.Sólo los inquilinos se han incomodado.
—¿Por qué?
—Dicen que el cuerpo está demasiadotiempo en la casa... Como ahora hacecalor, el olor... de modo que hoy se leconducirá a la capilla del cementerio,donde permanecerá hasta mañana. Alpronto se negaba Catalina Ivanovna,mas acabó por comprender que era precisosometerse.
—¿De modo que la conducción delcadáver es hoy?
—Catalina Ivanovna espera que noshará usted el obsequio de asistir a lasexequias, y que irá usted después a lacomida fúnebre.
—¿Da una comida?
—Una modesta colación: me ha encargadodar a usted mil gracias por el socorroque nos entregó ayer... Sin usted, no hubiéramospodido hacer los gastos del funeral.
Un temblor repentino agitó los labiosy la barba de la joven; pero logró dominarsu emoción y bajó de nuevo los ojos.
Durante este breve diálogo Raskolnikoffla estuvo contemplando atentamente.Sonia tenía el rostro delgado y pálido;la nariz y la barbilla eran algo angulosasy puntiagudas y el conjunto bastanteirregular; no se podía decir que erauna beldad; pero, en cambio, sus ojoseran tan límpidos, y cuando se animabancomunicaban a su fisonomía tal expresiónde bondad, que atraía irresistiblemente.Además se advertía otra particularidadcaracterística en su rostro comoen su persona: representaba mucha menosedad de la que tenía, y a pesar decontar ya diez y ocho años, se la hubieratomado por una chiquilla. Esta circunstanciahacía reír al ver algunos de susmovimientos.
—¿Pero es posible que Catalina Ivanovnapueda atender a esos gastos contan escasos recursos? ¿Y todavía se proponedar una colación?—preguntó Raskolnikoff.
—El féretro será muy sencillo... Todose hará con mucha modestia, de suerteque costará muy poco... Catalina y yohemos calculado el gasto; después depagado todo, quedará algo para dar lacolación... Catalina Ivanovna tiene muchointerés en darla. No es posible decirnada en contrario... Además, esto lesirve de consuelo, y ya sabe usted cómoestá y cómo es ella.
—Comprendo, comprendo... ¿Le hallamado a usted la atención mi cuarto?...Mi madre dice también que parece unsepulcro.
—Ayer se desprendió usted de todo pornosotras—respondió Sonia con voz sorday rápida, bajando nuevamente losojos.
Sus labios y su barba volvieron a temblar.Desde su entrada le había impresionadola pobreza que reinaba en la habitaciónde Raskolnikoff y las palabrasque acababa de pronunciar habíanseleescapado a su pesar. Siguióse un cortéssilencio. Las pupilas de Dunia brillarony la misma Pulkeria Alexandrovna miróa Sonia con expresión afable.
—Rodia—dijo levantándose—, su[124]pongoque comeremos juntos. Vámonos,Dunetshka... Tú deberías salir, Rodia,dar un paseíto, y, después de descansarun poco, venir a casa lo más pronto posible...Temo haberte fatigado.
—Sí, sí, iré—se apresuró a responder,levantándose también...—Tengo algo quehacer antes.
—¡Cuidado con irte a comer a otra parte!—exclamóRazumikin, mirando conasombro a Raskolnikoff—. Eso no puedeshacerlo de ninguna manera.
—No, no iré con ustedes, les aseguroque iré... Pero tú quédate un minuto.De momento no tenéis necesidad de él,¿verdad?
—No, puede quedarse por ahora. Leespero, sin embargo, Demetrio Prokofitch,a comer con nosotras—dijo PulkeriaAlexandrovna.
—Yo también se lo ruego, venga usted—añadióDunia.
Razumikin se inclinó radiante de alegría.Durante unos momentos todos experimentaronun malestar extraño.
—Adiós, es decir, hasta muy pronto;no me gusta decir adiós... Adiós, Anastasia...vamos, ya se me escapó otra vez.
Pulkeria Alexandrovna tenía intenciónde saludar a Sonia; pero, a pesar de todasu buena voluntad, no pudo resolversea ello, y salió precipitadamente de lahabitación.
No hizo lo mismo Advocia Romanovna,que parecía haber esperado este momentocon impaciencia. Cuando, despuésde su madre, pasó al lado de Sonia, hizoa ésta un saludo en toda regla. La pobremuchacha se turbó, se inclinó con tímidoapresuramiento, y en su rostro semanifestó una impresión dolorosa, comosi la atención de Dunia para con ella lehubiese afectado penosamente.
—Dunia, adiós—dijo Raskolnikoff desdeel rellano—; dame la mano.
—Ya te la he dado. ¿No te acuerdas?—respondióla joven, volviéndose haciaél con aire afable, aunque se sentía contrariada.
—Bueno, dámela otra vez—y estrechóde nuevo la mano de su hermana.
Dunia se sonrió ruborizándose, y enseguida se apresuró a apartar la mano ysiguió a su madre. También ella se sentíacontenta, sin que podamos decir por qué.
—¡Ea! Está bien—exclamó Raskolnikoffvolviendo al lado de Sonia, que sehabía quedado en el cuarto.
Al mismo tiempo la miraba con airetranquilo.
La jovencita advirtió, con sorpresa,que el semblante de su interlocutor sehabía esclarecido de repente. Durantealgunos instantes Raskolnikoff la miróen silencio. Venía ahora a su memorialo que Marmeladoff le había contado desu hija.
—Oye el asunto de que quería hablarte—prosiguióel joven tomando del brazoa Razumikin y llevándoselo a un ángulodel aposento.
—¿De modo que puedo decir a CatalinaIvanovna que irá usted?
Al decir esto, Sonia se dispuso a salir.
—Soy con usted en seguida, Sofía Semenovna;nosotros no tenemos secretosy usted no nos molesta. Tengo que decirledos palabras.
E interrumpiéndose bruscamente sedirigió a Razumikin.
—¿Tú conoces a ése...? ¿Cómo se llama?...¡Ah, sí, ahora caigo! A PorfirioPetrovitch.
—Sí, le conozco; es pariente mío. ¿Porqué me lo preguntas?—repuso Razumikin.
—¿No me dijiste ayer que instruíaesa sumaria... del asesinato?
—Sí, ¿y qué?—insistió Razumikin sorprendidopor el sesgo que tomaba la conversación.
—Me dijiste también que interrogabaa las personas que han empeñado alhajasen casa de la vieja; y como yo he empeñadoalguna cosa, que no merece lapena de que se hable de ella... una sortijaque me dió mi hermana cuando vinea San Petersburgo; y un reloj de plata,que perteneció a mi padre... Esos objetosno valen cinco rublos, pero tienen paramí el valor del recuerdo. ¿Qué debo hacerahora? No quiero que se pierdan.Temblando estaba hace un momento,temeroso de que mi madre quisiera verlocuando se hablaba del reloj de Dunia.Es la única cosa que habíamos conservadode mi padre. Si se hubiese perdido,mi madre tendría un verdadero disgus[125]to,¡las mujeres! Dime, pues, lo que debohacer. Ya sé que es necesario prestar unadeclaración ante la policía; pero, ¿no serámejor que me dirija a Porfirio Petrovitch?¿Qué te parece? Me corre prisaarreglar este asunto. Ya verás cómo antesde comer me preguntará mi madre porel reloj.
—No es a la policía a quien hay queacudir, sino a Porfirio Petrovitch—exclamóRazumikin extremadamente agitado—.¡Oh, qué contento estoy! Podemosir en seguida; vive a dos pasos de aquí;seguro estoy de que le encontraremos.
—Sea; vamos.
—Se alegrará mucho de conocerte. Lehe hablado muchas veces de ti. Ayer,sin ir más lejos. Vamos. ¿De modo quetú conocías a la vieja? ¡Ah, todo se explicaadmirablemente! ¡Ah! sí... SofíaIvanovna.
—Sofía Semenovna—rectificó Raskolnikoff,y dirigiéndose a la joven añadió—:Mi amigo Razumikin, excelente persona.
—Si usted tiene que salir...—comenzóa decir Sonia a quien esta presentaciónhabía dejado aún más confusa y que nose atrevía a levantar los ojos para mirara Razumikin.
—¡Ea, vamos!—dijo Raskolnikoff—:yo pasaré por su casa, Sofía Semenovna.Dígame sus señas.
Pronunció estas palabras no con cortedad,sino con cierta precipitación yevitando las miradas de la joven. Estadió sus señas no sin ruborizarse. Los tressalieron juntos.
—¿No cierras la puerta?—preguntóRazumikin mientras bajaban la escalera.
—Nunca... Dos años hace que estoypensando comprar una cerradura. ¡Felicesaquellos que no tienen nada queguardar bajo llave!—añadió alegrementedirigiéndose a Sonia.
Se detuvieron en el umbral de lapuerta de la calle.
—¿Usted va por la derecha, SofíaSemenovna? ¡Ah! dígame usted: ¿Cómoha podido dar con mi habitación?
Veíase bien claro que lo que decía noera lo que quería decir. No se cansabade contemplar los dulces y claros ojos dela joven.
—¡Pero si dió usted sus señas a Polenka!
—¿Qué Polenka? ¡Ah! Sí. ¿La niña?¿Es hermanita de usted? ¿De modo quele di mis señas?
—¿Lo había usted olvidado?
—No... me acuerdo.
—Yo había oído hablar de usted aldifunto... pero no sabía su nombre... nitampoco él lo sabía... Ahora he venido,y como ya conocía su nombre he preguntado:¿es aquí donde vive el señor Raskolnikoff?Adiós... Ya le diré a CatalinaIvanovna... Ignoraba que ocupabausted un cuarto amueblado...
Muy contenta de poder irse Sonia, sealejó con paso rápido sin levantar lavista. Le faltaba tiempo para llegar a laprimera esquina de la calle a la derecha,a fin de substraerse a las miradas de losjóvenes y reflexionar sin testigos, sobretodos los incidentes de esta visita. Jamáshabía experimentado nada semejante;todo un mundo ignorado surgía confusamenteen su alma. Recordó de pronto queRaskolnikoff le había manifestado espontáneamentesu intención de ir a verlaaquel mismo día, quizá aquella mismamañana, tal vez dentro de un momento.
—¡Ah, ojalá no venga hoy!—murmuróangustiada—. ¡Dios mío! ¡En mi casa!¡En aquella habitación...! y vería... ¡Diosmío, Dios mío!
Estaba demasiado preocupada paranotar que desde su salida de la casa habíasido seguida por un desconocido. Enel momento en que Raskolnikoff, Razumikiny Sonia se habían detenido enla acera para hablar breves instantes,la casualidad hizo que aquel señor pasaseal lado de ellos. Las palabras de la joven:«He preguntado si vive aquí el señorRaskolnikoff», llegaron furtivamentea oídos del desconocido y le hicieron estremecerse.Miró disimuladamente a lostres interlocutores y en particular a Raskolnikoff,a quien Sonia se había dirigido,y le examinó después la cara para poderreconocerle en caso de necesidad;todo esto fué hecho en un abrir y cerrarde ojos y de un modo que no pudiera infundirsospechas, después de lo cual elseñor se alejó acortando el paso como sihubiera seguido a alguien. Era a Soniaa quien esperaba; bien pronto la vió des[126]pedirsede los dos jóvenes y encaminarsea su casa.
«¿Dónde vive? Yo he visto esta caraen alguna parte. Es menester que lo averigüe.»
Cuando hubo llegado a la esquina dela calle, pasó a la otra acera, se volvióy advirtió que la joven marchaba en lamisma dirección que él. Sonia no sedaba cuenta de que la seguían y la observaban.Cuando llegó a la esquina, lajoven la dobló y el desconocido continuósiguiéndola, andando por la acera opuesta ysin perderla de vista. Al cabo de cincuentapasos atravesó la calle, alcanzóa Sonia y marchó detrás de ella a una distanciade cinco pasos.
Era un hombre de unos cincuentaaños; pero muy bien conservado y querepresentaba mucha menos edad; era alto,fuerte y algo cargado de espaldas.Vestido de una manera tan cómoda comoelegante y con guantes nuevos, llevabaen la mano un buen bastón que hacíasonar a cada paso sobre la acera. Todoen su persona delataba un hombre distinguido.Su ancho rostro era bastanteagradable; al mismo tiempo el brillo desu tez y sus rojos labios no permitíantomarle por un petersburgués. Sus cabellosmuy espesos, eran excesivamenterubios y apenas empezaban a encanecer;la barba larga, ancha y bien cuidada,tenía todavía un color más claro que suscabellos. La mirada de sus ojos azulesera fría, seria y fija.
El desconocido tuvo bastante tiempopara observar que la joven iba distraíday absorta. Al llegar delante de su casafranqueó el umbral. El señor que la seguíacontinuó detrás de ella un pocoasombrado. Después de entrar en el zaguán,Sonia tomó por la escalera de laderecha que conducía a su habitación.«¡Bah!»—dijo para sí el señor, y subiótambién. Entonces fué cuando la jovenadvirtió la presencia del desconocido.Llegó al tercer piso, se entró por un corredory llamó en el número nueve, debajodel cual se leía en la puerta estas dospalabras escritas con tiza:Kapernumoff,Sastre. «¡Bah!»—repitió el hombre sorprendidopor aquella coincidencia, y llamóal lado, en el número ocho. Las dospuertas estaban a seis pasos la una de laotra.
—¿Usted vive en casa de Kapernumoff?—dijo,riéndose, a Sonia—. Mearregló ayer un chaleco. Yo vivo aquí,cerca de usted, en el departamento dela señora Gertrudis Karlovna Reslich,¡qué casualidad!
Sonia le miró con atención.
—Somos vecinos—continuó diciendocon tono alegre—. Llegué ayer a SanPetersburgo. Vamos, hasta que tenga elgusto de volver a verla.
Sonia no respondió.
Se abrió la puerta y la joven entró ensu cuarto intimidada y vergonzosa.
Razumikin iba muy animado caminode la casa de Porfirio en compañía de suamigo.
—Perfectamente, querido—repetíamuchas veces—. Estoy encantado, loque se dice encantado. No sabía que tuviesesninguna cosa empeñada en casade la vieja y... y... ¿hace mucho tiempoque has estado en su casa?
—¿Que cuándo estuve?—murmuróRaskolnikoff, como procurando recordar—.Me parece que fué la antevísperade su muerte. Por lo demás, no se tratade desempeñar ahora esos objetos—seapresuró a decir como si esta cuestiónle hubiese vivamente preocupado—. Notengo más que un rublo, gracias a laslocuras que hice ayer bajo la influenciade ese maldito delirio.
Y recalcó de una manera particularla palabra «delirio».
—Vamos, sí, sí—contestó Razumikinrespondiendo a un pensamiento que sele había ocurrido en aquel instante—.¿De modo que por eso tú...? La cosa mehabía chocado. Ahora me explico por quéno cesabas de hablar de sortijas, de cadenasde oro y de reloj mientras delirabas.Es claro, ahora todo me lo explico.
«¡Oh!—pensó Raskolnikoff—esa idease la había metido en la cabeza; tengo laprueba: este hombre, que se haría crucificarpor mí, se considera ahora felizal explicarse por qué yo hablaba de sortijasdurante mi delirio. Mi lenguaje hadebido confirmar a todos en sus sospechas.»
—¿Y qué, le encontraremos?—preguntóen alta voz.
—Ya lo creo que le encontraremos—respondiósin vacilar Razumikin—. Esun buen muchacho, amigo mío. Un pocodesmadejado, es cierto, pero no dudo deque carezca de buenos modales, no; espor otro concepto por lo que lo encuentrodesmadejado. Lejos de ser tonto, es muyinteligente; pero tiene un carácter particular...Es incrédulo... escéptico, cínico;le gusta burlarse de sus amigos.A pesar de esto, es fiel alviejo juego, esdecir, no admite más que pruebas materiales...pero sabe su oficio. El año últimodesembrolló todo un proceso deasesinato en el cual faltaban todos losindicios. ¡Tiene tantos deseos de conocerte!
—¿Y por qué?
—¡Oh! no es porque... verás. En estosúltimos días, cuando tú estabas malo,hemos tenido ocasión de hablar a menudode ti... Asistía a nuestras conversaciones,y cuando supo que tú eras estudiantede Derecho y que te habías vistoobligado a dejar la Universidad, dijo:«¡Qué lástima!» Yo he deducido de aquí...es decir, yo no me fundo solamente enesto, sino en otras cosas. Ayer, Zametoff...Oyeme, Raskolnikoff; cuando ayer teacompañaba estaba borracho y hablabasin ton ni son; temo que hayas tomadomis palabras demasiado en serio...
—¿Qué es lo que me dijiste? ¿Que metienen por loco? Acaso tengas razón—respondióRaskolnikoff con sonrisa forzada.
Se callaron. Razumikin estaba radiantede júbilo y Raskolnikoff lo advertíacon cólera. Lo que su amigo acababa dedecirle acerca del juez de instrucciónno dejaba de inquietarle.
«Lo esencial es saber—pensó Raskolnikoff—siPorfirio tiene conocimiento demi visita ayer a casa de la bruja y de lapregunta que hice acerca de la sangre.Es preciso, ante todo, que yo compruebeesto. Es preciso, desde el primer momento,desde mi entrada en su despacho,que lo lea sobre su rostro; de otro modo,aunque me pierda, seré sincero.»
—¿Sabes una cosa?—dijo bruscamentedirigiéndose a Razumikin con maliciosasonrisa—. Me parece que desde estamañana estás muy agitado. ¿No es verdad?
—No, de ninguna manera—respondióRazumikin contrariado.
—No me engaño, amigo mío. Hacepoco estabas sentado en el borde de unasilla, lo que nunca te ocurre. Parecía quete hallabas sobre pinchos; te sobresaltabasa cada instante. Tu humor variabasin cesar. Tan pronto te ponías colérico,tan pronto dulce como la miel. Hasta teruborizabas. Sobre todo, cuando te invitarona comer, te pusiste del color dela grana.
—¡Qué absurdo! ¿Por qué dices eso?
—¿Sabes que tienes timideces de colegial?¡Demonio! ¿Te pones otra vez colorado?
—¡Eres insoportable!
—Pero, ¿por qué esa confusión, Romeo?Deja hacer; yo lo contaré todo hoyen alguna parte, ¡ja, ja, ja! ¡cómo se vaa reír mi madre y otra persona!
—Escucha, escucha, déjate de bromasy ¡diablo!—murmuró Razumikin heladode terror—. ¿Qué le vas a contar?¡di!... ¡Qué puerco eres!
—Estás hecho una verdadera rosa deprimavera. ¡Y si supieses qué bien tesienta eso! ¡Un Romeo de dos archinasy doce verchok! ¡pero, vamos, veo quete has lavado hoy y te has cortado lasuñas! ¿Cuánto tiempo te has estado arreglando?¡Calle! ¡Si hasta creo que te hasdado pomada! ¡Baja, baja la cabeza,para que te huela!
—¡¡¡Indecente!!!
Raskolnikoff soltó la carcajada, y estahilaridad que el joven, en apariencia, nopodía dominar, duraba aún cuando llegarona casa de Porfirio Petrovitch.Desde el cuarto podían oírse las risas delvisitante en la antesala. Esto era precisamentelo que quería Raskolnikoff.
—¡Si dices una palabra, te reviento!—murmuróRazumikin furioso, agarrandopor un brazo a su amigo.
Raskolnikoff entró en el despacho deljuez de instrucción con la fisonomía deun hombre que hace todo lo posible paraestar serio y sólo lo consigue a medias.Detrás de él entró disgustado Razumikiny más rojo que un pavo, con el semblante[128]alterado por la cólera y por la vergüenza.La figura desgarbada y la cara mohinade este mocetón eran bastante chuscaspara justificar la hilaridad de su compañero.Porfirio Petrovitch, en pie enmedio de la habitación, interrogaba conla mirada a los dos visitantes. Raskolnikoffse inclinó ante el dueño de la casa,cambió con él un fuerte apretón de manosy fingió hacer un violento esfuerzopara ahogar su deseo de reír, mientrasque decía su nombre y clase; acababade recobrar su sangre fría y de balbucearalgunas palabras, cuando, en medio de lapresentación, sus ojos se encontraronpor casualidad con Razumikin, y entoncesno pudo contentarse y su seriedad setrocó en una carcajada, tanto más ruidosacuanto más comprimida. Razumikinsirvió a maravilla los propósitos desu amigo, porque aquel desatinado reírle hizo montar en cólera, lo que acabóde dar a toda la escena apariencia de francay natural alegría.
—¡Ah, bribón!—vociferó con tan violentoademán, que derribó un veladorcitosobre el cual estaba un vaso que habíacontenido te.
—Señores, ¿por qué me echan ustedesa perder el mobiliario? Es un perjuicioque causan ustedes al Estado—exclamóalegremente Porfirio Petrovitch.
Raskolnikoff se reía con tantas ganas,que durante algunos momentos se olvidóde retirar la mano de la del juez deinstrucción; pero hubiera sido poco naturaldejarla más tiempo; así es que laseparó en el momento oportuno para darla mayor verosimilitud posible al papelque representaba.
Razumikin, por su parte, se hallabamás confuso que al principio, a causade haber tirado el velador y roto el vaso.Después de haber contemplado con airesombrío las consecuencias de su arrebato,se dirigió a la ventana, y allí, dandola espalda al público, se puso a mirarpor ella, mas sin ver nada. Porfirio Petrovitchse reía por cortesía; pero, evidentemente,aguardaba explicaciones. Enun rincón, sentado en una silla, estabaZametoff. Al entrar los visitantes se habíalevantado a medias, tratando de sonreír;sin embargo, no parecía engañadopor esta escena, y observaba a Raskolnikoffcon curiosidad particular. Esteúltimo no había esperado encontrar allíal polizonte, y su presencia le causó unadesagradable sorpresa.
«He ahí una cosa con la que no contaba»—pensó.
—Perdóneme usted, se lo suplico—dijoalto, con cortedad fingida, Raskolnikoff.
—¡Bah! Me proporcionan ustedes unplacer. Han entrado de un modo tan divertido...Ese no quiere dar los buenosdías—añadió Porfirio Petrovitch, indicandocon un movimiento de cabeza aRazumikin.
—No sé por qué se ha enfurecido conmigo.Le he dicho solamente en la calleque se parecía a Romeo... se lo he demostrado...y no ha pasado más.
—¡Imbécil!—gritó Razumikin, sin volverla cabeza.
—Ha debido de tener motivos másgraves, para tomar tan a mal una burlainsignificante—observó, riendo, PorfirioPetrovitch.
—Ya pareció el juez de instrucción...Siempre investigador. ¡Todos al diablo!—replicóRazumikin, y echándose areír y recobrando súbitamente su buenhumor, se acercó a Porfirio Petrovitch—.Basta de tonterías, y a nuestro asunto.Te presento a mi amigo Rodión RomanovitchRaskolnikoff, que ha oído hablarmucho de ti y desea conocerte; tiene,además, que hablarte de una cosa. ¡Eh,Zametoff! ¿Por qué diantre estás aquí?De modo que os conocíais, ¿y desdecuándo?
«¿Qué quiere decir esto?»—se preguntócon inquietud Raskolnikoff.
La pregunta de Razumikin pareciómolestar algo a Zametoff; sin embargo,se repuso en seguida.
—Fué ayer, en su casa, cuando nosconocimos—dijo con desenvoltura.
—¡Vamos! Entonces ha sido la mano dela Providencia la que ha arreglado todoesto. Figúrate, Porfirio, que la semanapasada me había manifestado vivos deseosde que te lo presentase; pero, segúnse ve, no habéis tenido necesidad de mí.¿Tienes tabaco?
El juez estaba en traje de la mañana.[129]Batín de casa, pantuflas en chancletay camisa muy limpias. Era hombre detreinta y cinco años, más bien bajo quealto, grueso y ligeramente panzudo. Nollevaba barba ni bigote, y tenía los cabelloscortados al rape. Su cabeza, gruesay redonda, presentaba una redondezparticular en la región de la nuca. Surostro gordinflón también redondo y unpoco aplastado, no carecía ni de vivacidadni de alegría, aunque la tez, de uncolor amarillento obscuro, estaba lejosde indicar buena salud. Se hubiera podidoencontrar en él hasta cierta candidez,si no hubiera sido por los ojos que,velados por pestañas casi blancas, parecíanestar siempre guiñados, como si hicieransignos de inteligencia a alguien.La mirada de estos ojos daba un extrañomentís al resto de la fisonomía. A primeravista, el físico del juez de instrucciónofrecía cierta semejanza con el deun campesino; pero esta ilusión no engañabapor mucho tiempo al observadorinteligente.
En cuanto oyó que Raskolnikoff teníaque tratar con él de un negocio, PorfirioPetrovitch le invitó a que se sentase enel diván, tomando él asiento en el otroextremo, y poniéndose con gran celo asu disposición. De ordinario nos sentimosun poco molestos cuando un hombre,a quien apenas conocemos, manifiestauna gran curiosidad por oírnos, y nuestracortedad aumenta cuando el objetode que vamos a hablarle es a nuestrospropios ojos de poca importancia.
Sin embargo, Raskolnikoff pudo, encortas y precisas palabras, exponer sudeseo y observar al mismo tiempo, mientrashablaba, a Porfirio Petrovitch. Este,por su parte, no le quitaba los ojosde encima. Razumikin, sentado enfrentede él, escuchaba con impaciencia, y susmiradas iban sin cesar de su amigo aljuez de instrucción y viceversa, cosa quepasaba los linderos de lo natural.
«¡Ese imbécil!»—decíase interiormenteRaskolnikoff.
—Es preciso hacer una declaración ala policía—respondió con indiferenciaPorfirio Petrovitch—. Expondrá ustedque, informado de tal acontecimiento,es decir, de ese asesinato, desea manifestaral juez de instrucción encargadodel proceso, que tales o cuales objetosle pertenecen a usted, y que quiere desempeñarlos...Por lo demás, ya se le escribiráa usted.
—Desgraciadamente—replicó Raskolnikoffcon fingida cortedad—no estoyen fondos... y mis medios no me permitendesempeñar esas baratijas... ¿Veusted?... Quisiera limitarme a declararque esos objetos son míos, y que, en cuantotenga dinero...
—Eso no importa—replicó PorfirioPetrovitch, que acogió fríamente estaexplicación financiera—; por lo demás,puede usted, si quiere, escribirme directamente,declarando que, enterado delo ocurrido, desea usted decirme que talesobjetos le pertenecen y que...
—¿Y puedo escribir esa carta en cualquierpapel?—interrumpió Raskolnikoffafectando siempre no preocuparse de otracosa que del aspecto pecuniario de lacuestión.
—¡Oh! en cualquier papel.
Porfirio Petrovitch pronunció estaspalabras con aire francamente burlón,haciendo un guiño a Raskolnikoff. Porlo menos, el joven hubiera jurado queaquel movimiento de ojos se dirigía aél y que encubría mal una segunda intención.Quizás después de todo se engañaba,porque aquello duró apenas elespacio de un segundo.
«Ese lo sabe»—se dijo instantáneamente.
—Perdóneme usted haberle molestadopor tan poca cosa—añadió bastantedesconcertado—. Esos objetos valen enjunto cinco rublos, pero tienen paramí especial valor, y confieso que tuvemucha inquietud cuando supe...
—Por esto te pusiste tan alterado ayeral oírme decir a Zosimoff, que PorfirioPetrovitch interrogaba a los propietariosde los objetos empeñados—recalcócon intención evidente Razumikin.
Era demasiado. Raskolnikoff no pudocontenerse y lanzó sobre aquel inadvertidohablador una mirada relampagueantede cólera; mas, comprendiendo en seguidaque acababa de cometer una imprudencia,trató de repararla.
—Parece que te burlas de mí, amigo[130]mío—dijo a Razumikin, con aire ofendido—.Reconozco que me preocupo, quizádemasiado, de cosas muy insignificantesa tus ojos; pero esto no es una razónpara mirarme como un hombre egoístay avaro; estas miserias pueden tener valorpara mí. Como te decía hace un momento,ese reloj de plata, que apenas valeun groch, es lo único que me queda demi padre. Búrlate cuanto quieras, peromi madre ha venido a verme—y al deciresto se volvió hacia el juez—, y si supiese—continuóde nuevo dirigiéndose aRazumikin poniendo la voz todo lo temblorosaque pudo—, si supiese que notengo el reloj, te aseguro que la pobresentiría un nuevo disgusto. ¡Oh, las mujeres!
—¿Pero, qué dices? No me has entendido.Has interpretado mal mi pensamiento—protestabaRazumikin todoacongojado.
—¿Habré hecho bien? ¿Habré forzadodemasiado la nota?—se preguntaba ansiosamenteRaskolnikoff—. ¿Por qué habrédicho yo «las mujeres»?
—¡Ah! ¿Ha venido su madre de usted?—preguntóPorfirio Petrovitch.
—Sí.
—¿Cuándo ha llegado?
—Ayer noche.
El juez de instrucción se quedó calladoun momento como si reflexionase.
—Los objetos que le pertenecen nohubieran podido extraviarse jamás—repusocon tono tranquilo y frío—. Desdehace tiempo, esperaba yo la visita deusted.
Al decir esto aproximó vivamente elcenicero a Razumikin que sacudía implacablementesobre el tapete su cigarro.Raskolnikoff se estremeció; pero eljuez de instrucción no pareció advertirlo,ocupado como estaba en preservarel tapete.
—¿Cómo? ¿Esperabas su visita? ¿Demodo que sabías que había empeñado algunascosas?
Sin responder, Porfirio Petrovitch sedirigió a Raskolnikoff.
—Las alhajas de usted, una sortijay un reloj, se encontraban en casa de lavíctima envueltas en un pedazo de papelen el cual estaba completamente legible,escrito con lápiz, el nombre de ustedcon la indicación del día en que se habíanempeñado esos objetos.
—¡Qué memoria tiene usted para todasestas cosas!—dijo Raskolnikoffcon sonrisa forzada, procurando sobretodo mirar con serenidad al juez de instrucción;no pudo, sin embargo, contenerse,y añadió bruscamente—: digoesto, porque deben de ser muchos, sinduda, los dueños de objetos empeñadosy debe de costarle a usted, me parecea mí, mucho trabajo recordarlos a todos...Pero veo, por el contrario, que noolvida usted ni a uno... y... y...
«¡Estúpido! ¡Idiota! ¿qué necesidadtenías de añadir esto?»
—Es que casi todos se han dado yaa conocer y usted no se había presentadoaún—respondió Porfirio con un dejocasi imperceptible de burla.
—No me encontraba muy bien.
—Lo he oído decir. Se me ha dicho queestaba usted muy enfermo. Todavía estáusted pálido.
—No, no estoy pálido... al contrario,me siento muy bien—respondió Raskolnikoffcon tono brutal y violento.
Sentía hervir en él una cólera que nopodía dominar.
«El arrebato va a hacerme cometeralguna tontería—pensó—. Pero, ¿por quéme exasperan?»
—Que no se sentía muy bien, ¡vayaun eufemismo!—exclamó Razumikin—.La verdad es que hasta ayer ha estadocasi sin conocimiento. ¿Lo creerías, Porfirio?Ayer, pudiendo apenas sostenersesobre las piernas, aprovechando un momentoen que Zosimoff y yo acabábamosde dejarle, se vistió, salió de su casa y estuvovagando hasta media noche, Diossabe por dónde... y estando en completodelirio; ¿puedes imaginarte una cosa semejante?Es un caso de los más notables.
—¡Bah!¿En estado completo de delirio?—dijoPetrovitch con el movimiento decabeza propio de los campesinos rusos.
—Es absurdo, ¿verdad? Por lo demás,yo no tengo necesidad de decirle a ustedesto. La convicción de usted está formada—dejóescapar Raskolnikoff cediendoa un arrebato de cólera; pero Porfirio Pe[131]trovitchno pareció fijarse en estas extrañaspalabras.
—¿Cómo habías de haber salido tú,si no hubieses estado delirando?—dijoexaltándose Razumikin—. ¿Para quésemejante salida? ¿Con qué objeto? Ysobre todo, ¿por qué escapar así, ocultándote?Has de convenir conmigo enque tenías perturbadas tus facultadesmentales. Te lo digo así, muy clarito,ahora que el peligro ha pasado.
—Me habían fastidiado tanto ayer...—dijoRaskolnikoff dirigiéndose al juezde instrucción con una sonrisa que parecíaun desafío—, y queriendo librarmede ellos salí para alquilar un cuarto enque no pudiesen descubrirme; había tomadopara este efecto cierta cantidad.El señor Zametoff me vió el dinero en lamano; dígame usted, señor Zametoff, sideliraba yo ayer o si estaba en mi sanojuicio. Sea usted el árbitro de nuestradisputa.
En aquel momento de buena ganahubiera estrangulado al polizonte que leirritaba por su mutismo y la expresiónde su mirada.
—Me pareció que hablaba usted muysensatamente y con mucha sutileza; perole encontré a usted demasiado irascible—declarósecamente Zametoff.
—Y hoy—añadió Porfirio—me hadicho Nikodim Fomitch que había encontradoa usted ayer, a hora muy avanzadade la noche, en casa de un funcionarioque acababa de ser atropellado por uncarruaje...
—Eso mismo viene en apoyo de lo queyo decía—dijo Razumikin—. ¿No te hasconducido como un loco en casa de unfuncionario? ¿No te despojaste de todotu dinero para pagar el entierro? Comprendoque quisieses socorrer a la viuda;pero podías haberle dado quince rublos,veinte, si quieres, pero siempre reservándotealgo para ti. Por el contrario, lodiste... te desprendiste de tus veinticincorublos.
—Pero, ¿qué sabes tú? Tal vez he encontradoun tesoro. Ayer estaba yo envena de ser generoso... El señor Zametoff,aquí presente, sabe que he encontradoun tesoro... Pido a ustedes perdón dehaberles molestado durante media horaen mi insubstancial palabrería—prosiguiócon los labios temblorosos dirigiéndosea Porfirio—. He importunadoa ustedes, ¿no es eso?
—¿Qué dice usted? Todo al contrario;si usted supiese cuánto me interesa y locurioso que resulta oírle... Confieso austed que estoy encantado de haber recibidosu visita.
—¡Vamos, danos te! Tenemos el gaznateseco—exclamó Razumikin.
—¡Excelente idea!, pero antes del tequerrás tomar algo más sólido, ¿eh?
—¡Caracoles! ¡Algo más sólido! ¿A quéesperas?
Porfirio Petrovitch salió para encargarel te.
En el cerebro de Raskolnikoff, hervíanmultitud de pensamientos. Estaba porextremo excitado.
—Ni siquiera se toman el trabajo defingir, no usan muchas precauciones;este es el punto principal. Puesto que Porfiriono me conocía, ¿por qué ha habladode mí con Nikodim Fomitch? No se cuidande ocultar que husmean mis huellascomo traílla de perros. ¡Me escupen enla cara desfachatadamente!—decía temblandode rabia—. Id derechamente contramí, pero no juguéis conmigo como elgato con el ratón. Eso es una descortesía,Porfirio Petrovitch, y yo no lo tolero...Me levantaré y os arrojaré la verdada la cara y veréis entonces cuántoos desprecio.
Respiró con ansia y continuó pensando:
—¿Pero si todo esto no existiese másque en mi imaginación, si fuese un espejismo,si hubiese interpretado mal lascosas?... Tratemos de sostener nuestrofeo papel y no vayamos a perdernos comoun imbécil por un arrebato de cólera.Quizá les atribuyo intenciones que notienen. Sus palabras carecen en rigor demalicia, nada de particular tienen; perodeben de encerrar una segunda intención.¿Por qué Zametoff ha observadoque yo lehablé con mucha sutileza? ¿porqué me han hablado con ese tono? Sí; mehan hablado con un tono particular...¿Cómo todo esto no le ha chocado a Razumikin?Ese estúpido no se entera jamásde nada. Creo que tengo otra vezfiebre. ¿Me hizo Porfirio hace un poco[132]un guiño con los ojos, o acaso me he engañado?No pienso más que absurdos;¿por qué había de guiñarme los ojos?¿Se proponen irritar mis nervios paraempujarme hasta el fin? todo esto es purafantasmagoría o saben... Zametoff haestado insolente; tiempo ha tenido desdeayer de reflexionar. Ya presumía yo quecambiaría de opinión. Está aquí comoen su casa, y eso que ha venido hoy porprimera vez. Porfirio no le trata como aun extraño y hasta se sienta volviéndolela espalda. Estos dos se han hechoamigos y sin duda por mi causa han comenzadosus relaciones. Seguro estoyde que hablaban de mí cuando he llegado.¿Tienen noticia de mi visita al cuartode la vieja? Desearía saberlo... Cuandohe dicho que había salido para alquilarun cuarto, Porfirio se ha hecho el desentendido...pero he hecho bien en decirlo;más tarde me podrá servir; en cuantoal delirio, el juez de instrucción noparece darle crédito. «Sabe perfectamentelo que hice yo aquella noche... Ignorabala llegada de mi madre... ¡Y aquellabruja que había apuntado con lápiz lafecha del empeño!... No, no, la seguridadque afectáis no me engaña; hasta ahorano tenéis hechos; os fundáis solamenteen vagas conjeturas. Citadme un hecho,si podéis alegar uno solo en contra mía.La visita que hice a la vieja nada prueba;se puede explicar por un delirio. Me acuerdode lo que dije a los dos obreros y aldvornik... ¿Saben que estuve allí? No meiré hasta que me cerciore de que lo sabeno no. ¿Por qué he venido? Pero he aquíque ahora me encolerizo y esto sí que esde temer. ¡Ah, qué irritable soy! Despuésde todo más vale quizá que sea así: sigorepresentando un papel de enfermo. Pareceque va a interrogarme... Esto meva a hacer vacilar y perder la cabeza.¿Por qué he venido?»
Todas estas ideas atravesaron su espíritucon la rapidez del relámpago. Alcabo de un instante volvió Porfirio Petrovitch.Parecía de muy buen humor.
—Ayer, al salir de tu casa, amigo mío,no estaba yo muy bien de cabeza—comenzóa decir dirigiéndose a Razumikin conuna alegría que no había demostradohasta entonces—; pero yo estoy bien.¿Y qué tal? ¿la velada fué interesante?Os dejé en el momento más animado.¿Por quién quedó la victoria?
—Como es natural, por nadie: todosargumentaron a más y mejor en pro desus viejas tesis. Figúrate que la discusiónversaba ayer sobre lo siguiente—agregó,volviéndose hacia Raskolnikoff—:¿hay crímenes o no los hay?¡Cuántas tonterías dijeron con tal motivo!
—¿Qué hay en eso de extraordinario?Es una cuestión social que ni siquieratiene el mérito de la novedad—respondiódistraídamente Raskolnikoff.
—La cuestión no se planteó en esostérminos—observó el juez.
—Es verdad, no fué precisamente enesos términos—repuso Razumikin consu insistencia de costumbre—. Escucha,Rodia, y dinos tu opinión. Ayer me hicieronperder la paciencia; te esperabaporque me habías prometido tu visita.Los socialistas comenzaron por exponersu teoría. Sabido es en qué consiste: elcrimen es una protesta contra un ordensocial mal organizado; nada más. Con esocreen haberlo dicho todo; no admitenotro móvil para los actos criminales; segúnellos, el hombre es lanzado al crimenúnicamente por el ambiente. Es sufrase favorita.
—A propósito de crimen y de ambiente—dijoPorfirio Petrovitch, dirigiéndosea Raskolnikoff—; recuerdo un trabajode usted que me interesó vivamente;hablo de su artículo sobre elCrimen... nome acuerdo bien del título. Tuve el gustode leerlo hace dos meses enLa PalabraPeriódica.
—¡Un artículo mío enLa Palabra Periódica!—exclamóRaskolnikoff, sorprendido—.Recuerdo que, hace seis meses,cuando salí de la Universidad, escribíun artículo a propósito de un libro; perolo llevé aLa Palabra Semanal y no aLa Palabra Periódica.
—Pues fué publicado en esta última.
—ComoLa Palabra Semanal suspendiósu publicación, mi artículo no pudo salir.
—Pero como esa revista se fundióconLa Palabra Periódica, hace dos mesesque apareció en ésta el artículo a que merefiero. ¿No lo sabía usted?
—No.
—Pues bien, puede usted ir a cobrarsu importe. ¡Qué raro es usted! Ni siquierase entera de lo que directamentele interesa.
—¡Muy bien, Rodia!—exclamó Razumikin—.Tampoco yo lo sabía. Hoy mismovoy a pedir el número en el gabinetede lectura. ¿Hace dos meses que se publicó?¿En qué fecha? No importa, loencontraré. ¡Y qué callado se lo tenía!
—¿Cómo ha sabido usted que el artículoera mío? Yo no lo había firmado.
—Lo he sabido recientemente por unamera casualidad. El redactor jefe es amigomío, y me descubrió el secreto. Esetrabajo me interesó sobremanera.
—Examinaba yo en él, lo recuerdoperfectamente, el estado psicológico deldelincuente en el momento de cometerel crimen.
—Sí, y procuraba usted demostrarque en ese momento el criminal es un enfermo.Me parece una teoría muy original;pero no fué ésa la parte de su artículoque más me interesó; me fijé especialmenteen un pensamiento que seencontraba en el mismo, y que, por desgracia,explicaba usted con demasiadaconcisión. En una palabra, como sin dudarecordará usted, parece que queríadar a entender que existen en la tierrahombres que pueden, o por mejor decir,que tienen el derecho absoluto de cometertodo género de acciones culpables ycriminales; hombres, en fin, para quienesen cierto modo no rezan las leyes.
Al oír esta pérfida interpretación desu pensamiento, Raskolnikoff se sonrió.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿El derecho al crimen?No; lo que quiso decir es que el criminalse ve impulsado al delito por la influenciairresistible del ambiente. ¿Noes eso?—preguntó Razumikin con inquietud.
—No, no se trata de eso—replicó Porfirio—.En dicho artículo se clasifica alos hombres en ordinarios y extraordinarios.Los primeros deben vivir en laobediencia y no tienen derecho a violarla ley; los segundos poseen el derecho decometer todos los crímenes y de saltarpor encima de todas las leyes, precisamenteporque son hombres extraordinarios:si no me engaño, esto es lo que usteddijo.
—¡Eh! ¿Como? ¡Es imposible que seaeso!—balbució Razumikin estupefacto.
Raskolnikoff volvió a sonreír. Habíacomprendido en seguida que se tratabade arrancarle una declaración de principios,y acordándose de su artículo novaciló en explicarlo.
—No es eso—comenzó a decir con tonosencillo y modesto—. Confieso, noobstante, que ha reproducido usted conbastante exactitud mi pensamiento, yhasta, si usted quiere, diré que con muchaexactitud (pronunció estas últimaspalabras con cierta satisfacción); lo queyo no he dicho, como usted me lo hacedecir, es que las personas extraordinariastengan absoluto derecho para cometer entodo caso cualesquiera acciones criminales.Supongo que la censura no habríadejado pasar un artículo concebido entales términos. He aquí sencillamentelo que yo me he permitido decir: el hombreextraordinario tiene el derecho, nooficialmente, sino por sí mismo, de autorizara su conciencia a franquear ciertosobstáculos; pero sólo en el caso en que selo exija la realización de su idea, la cualpuede ser a veces útil a todo el génerohumano. Usted pretende que mi artículono es claro y voy a tratar de explicarlo:quizá no me engañe al suponerque tal es el deseo de usted. Según miparecer, si los inventos de Kleper y deNewton, a causa de ciertas circunstanciasno hubieran podido darse a conocersino mediante el sacrificio de uno, dediez, de ciento o de un número mayor devidas que hubiesen sido obstáculos aesos descubrimientos, Newton habría tenidoel derecho, más aún, habría tenidoel deber desuprimir a esos diez, a esoscien hombres, a fin de que sus descubrimientosfuesen conocidos por el mundoentero. Esto no quiere decir, comousted comprenderá, que Newton tuvieseel derecho de asesinar a quien se le antojaseni de robar a quien le viniese en gana.En mi artículo insisto, me acuerdo deello, sobre esta idea, a saber: que todoslos legisladores y guías de la humanidad,comenzando por los más antiguos y pasandopor Licurgo, Solón y Mahoma hasta[134]llegar a Napoleón, etc., todos sin excepciónhan sido delincuentes, porque en elhecho de dar nuevas leyes han violadolas antiguas, que eran observadas fielmentepor la sociedad y transmitidas alas generaciones futuras; indudablementeno retrocedían ellos ante el derramamientode sangre en cuanto les podía ser útil.Es también de notar que todos estos bienhechoresy guías de la humanidad hansido terriblemente sanguinarios. Por consiguiente,no sólo los grandes hombressino todos aquellos que se elevan sobre elnivel común y que son capaces de deciralguna cosa nueva, deben, en virtud desu naturaleza propia, ser necesariamentedelincuentes, en mayor o menor grado,según los casos. De otro modo, sería imposiblesalir de la rutina; y quedarse enella, es cosa en que no pueden consentir,pues, a mi manera de ver, su propio deberse lo prohibe. En resumen, ya ve ustedque aquí no hay nada de particular ynuevo en mi artículo. Esto ha sido dichoe impreso mil veces. En cuanto a miclasificación de personas en ordinarias yextraordinarias, reconozco que es un pococaprichosa, pero dejo a un lado la cuestiónde cifras, a la que doy poca importancia.Creo únicamente que en el fondomi pensamiento es justo. Este pensamientose resume diciendo que la Naturalezadivide a los hombres en dos categorías:la una inferior, la de los hombresordinarios, cuya sola misión es la de reproducirseres semejantes a sí mismos;la otra, superior, que comprende los hombresque poseen el don o el talento dehacer oír una palabra nueva. Claro esque las subdivisiones son innumerables;pero las dos categorías presentan rasgosdistintivos bastante determinados. Pertenecena la primera, de una manera general,los conservadores, los hombresde orden que viven en la obediencia yque la aman. En mi opinión están obligadosa obedecer, porque tal es su destino,y porque esto no tiene nada de humillantepara ellos. El segundo grupo secompone exclusivamente de hombres queviolan la ley o tienden, según sus medios,a violar; sus delitos son naturalmenterelativos y de una gravedad variable. Lamayor parte reclama la destrucción de loque es, en nombre de lo que debe ser. Massi por su idea deben verter la sangre ypasar por encima de cadáveres, puedenen conciencia hacer ambas cosas en interésde su idea, por supuesto. En esesentido, mi artículo reconocía el derechoal crimen (¿recuerda usted que nuestropunto de partida ha sido una cuestiónjurídica?). Por otra parte, no hay que inquietarsemucho; casi siempre la masales niega ese derecho, los decapita o loscuelga, y obrando de esta suerte, cumplecon mucha justicia su misión conservadorahasta el día, si bien es verdad queesta misma masa erige estatuas a los supliciadosy los venera alguna que otra vez.El primer grupo es siempre dueño delpresente, el segundo lo es del porvenir.El uno conserva el mundo y multiplicalos habitantes; el otro, mueve al mundoy lo conduce a su objeto. Estos y aquéllostienen absolutamente el mismo derechoa la existencia y ¡viva la guerra eterna!Hasta la nueva Jerusalén, por supuesto...
—De modo que usted cree en la nuevaJerusalén.
—Sí que creo—respondió enérgicamenteRaskolnikoff, que durante su largodiscurso había tenido los ojos bajos mirandoobstinadamente un punto deltapete.
—¿Y cree usted en Dios? Perdónemeusted esta curiosidad.
—Sí que creo—repitió el joven mirandoa Porfirio.
—¿Y en la resurrección de Lázaro?
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta usted?
—¿Y cree usted al pie de la letra?
—Al pie de la letra.
—Dispense usted que le haga estas preguntas,esto me interesaba; pero, permítame,vuelvo al asunto de que hablábamosantes; no se ejecuta siempre a esoshombres extraordinarios; hay algunos,por lo contrario, que...
—¿Que triunfan en vida? ¡Oh, sí! estoocurre, y entonces...
—Son ellos los que llevan al suplicioa los otros.
—Cuando es preciso. Y a decir verdad,ése es el caso más frecuente. En general,la observación es muy exacta.
—Muchas gracias. Pero, dígame usted,¿cómo pueden distinguirse los hom[135]bresextraordinarios de los ordinarios?¿Traen al nacer alguna señal? Soy de parecerque convendría un poco más deexactitud, una limitación en cierto modomás clara. Dispense usted esta inquietudnatural en un hombre práctico y bien intencionado;pero, ¿no podrían llevar untraje particular, un emblema cualquiera?Porque, figúrese usted... si se produceuna confusión, si un individuo de una categoríase figura que es de otra, y se pone,según la expresión feliz de usted, «a suprimirtodos los obstáculos...»
—Eso ocurre con mucha frecuencia;esa observación es más sutil aún que laprimera.
—Muchas gracias.
—No hay de qué darlas. Pero considereusted que el error sólo es posible en laprimera categoría, es decir, en aquellosque he llamado quizá con impropiedad«hombres ordinarios». No obstante sutendencia innata a desobedecer, muchosde ellos, por efecto de un juego de la Naturaleza,se consideran hombres de lavanguardia, «demoledores», y se creen llamadosa hacer oír la palabra «nueva»,y esta ilusión es en ellos muy sincera. Almismo tiempo no conocen de ordinarioa los verdaderos innovadores y los despreciancomo a gentes atrasadas y sinelevación de espíritu. Pero yo creo queno hay en eso un verdadero peligro yque no debe usted inquietarse, porqueellos no van muy lejos; sin duda se podríaazotarlos como castigo a su errory volverlos de nuevo a su puesto; perode todos modos, no hay necesidad de molestaral ejecutor: ellos mismos se aplicanla disciplina, porque son personasmuy morales y unas veces se prestan losunos a los otros estos servicios y otrasveces se azotan ellos por sus propiasmanos... Ocasiones hay en que ellosmismos se imponen diversas penitenciaspúblicas, lo que no deja de ser edificante;no debe usted preocuparse por ellos.
—¡Vamos! Por esta parte al menos, meha tranquilizado usted; pero hay unacosa que todavía me preocupa: dígameusted, si le place, ¿hay muchas personas«extraordinarias que tienen el derecho deasesinar a las otras»? Pronto estoy a inclinarmeante ellas; pero si son muchas,confiese usted que la cosa será bastantedesagradable.
—Tampoco por eso se debe usted inquietar—prosiguióen el mismo tonoRaskolnikoff—. En general, nace un númeromuy escaso de hombres con una ideanueva, ni aun capaces de darse cuentade lo que es nuevo. Es evidente que elreparto de los nacimientos en las diversascategorías y subdivisiones de la especiehumana, debe de estar estrictamentedeterminado por una ley de la Naturaleza.Claro es que esta ley nos es desconocida;pero yo creo que existe y que llegaráa descubrirse algún día. Una enormemasa de gente sólo ha venido a latierra para dar al mundo, después de largosy misteriosos cruzamientos de razas,un hombre que, entre mil, poseerá algunaindependencia; a medida que vaaumentando el grado de independenciano se encuentra más que un hombre porcada diez mil, o por cada cien mil (son cifrasaproximadas). Se cuenta un genio entremuchos millones de individuos, y quizápasan millares de millones de hombressobre la tierra, antes de que surja una deesas altas inteligencias que renuevan lafaz del mundo. En una palabra, yo nohe ido a mirar en la retorta en que todoeso se opera; pero hay, debe de haberuna ley fija. En esto no puede existirel azar.
—Pero, ¿qué es eso? ¿Os estáis burlandolos dos?—gritó Razumikin—. Estoes una comedia. ¡Se están divirtiendo eluno a costa del otro! ¿Hablas con formalidad,Rodia?
Sin responderle, Raskolnikoff levantóhacia él su rostro pálido en el que se pintabacierta expresión de sufrimiento. Alobservar la fisonomía tranquila y tristede su amigo, Razumikin encontró extrañoel tono cáustico, provocador y descortésque había tomado Porfirio. Luegodijo:
—Sí, amigo mío, en efecto, esto es serio...Sin duda tiene razón al decir que noes nuevo y que se parece a todo lo que hemosoído y leído mil veces; pero lo quehay en ello verdaderamente original yque te pertenece realmente es, siento decirlo,eso del derecho de derramar sangreque concedes o prohibes, perdóname,[136]con tanto fanatismo... He aquí, por consiguiente,el pensamiento principal de tuartículo. Esa autorización moral de matares, a mi entender, más espantosa que losería la autorización legal, oficial...
—Exacto, más espantosa—afirmó Porfirio.
—No. La expresión ha ido más alláde tu pensamiento; no es eso lo que hasquerido decir; yo leeré tu artículo. Sucede,que hablando suele ir uno más lejosde lo que se proponía. Tú no puedes pensartal cosa; yo lo leeré.
—No hay nada de eso en mi artículo;apenas he tocado esa cuestión—dijoRaskolnikoff.
—Sí, sí—repuso el juez—; ahora comprendosobre poco más o menos la maneraque tiene usted de considerar el crimen;pero... perdone usted mi insistencia. Siun joven se imagina ser un Licurgo o unMahoma... futuro, no hay que decir quecomenzará por suprimir cuantos obstáculosle impidan cumplir su misión. Estetal me diría: «Yo emprendo una largacampaña, y para una campaña hace faltadinero...» Esto supuesto, se procuraríarecursos... Ya adivina usted de quémanera...
Al oír estas palabras, Zametoff refunfuñó,no sabemos qué, en su rincón.Raskolnikoff no le miró siquiera.
—Obligado estoy a reconocer—respondióéste con calma—que, en efecto, existiránalgunos de estos casos. Eso es unlazo que el amor propio tiende a los vanidososy a los tontos. Los jóvenes, sobretodo, se dejan cazar con él.
—¿Lo está usted viendo?
—¿Y qué? Yo no tengo la culpa: sucedey sucederá siempre. Hace un momento,este amigo nuestro me reprendía porautorizar el asesinato—añadió señalandoa Razumikin—; ¿qué importa? ¿Acasono está la sociedad suficientemente protegidapor las deportaciones, las cárceles,los jueces de instrucción y los presidios?¿Por qué inquietarse? ¡Buscad al ladrón!
—¿Y si le encontramos?
—Peor para él.
—Por lo menos usted es lógico; ¿peroqué le diría su conciencia?
—¿Y a usted qué le importa eso?
—Es una cuestión que interesa al sentimientohumano.
—El que tiene conciencia sufre reconociendosu error; ése es su castigo, independientementedel presidio.
—¿De modo—preguntó Razumikin,frunciendo el entrecejo—, que los hombresde genio, aquellos a quienes les esconcedido el derecho de matar, no debenexperimentar ningún sufrimiento al derramarsangre?
—¿Qué quiere decir eso de «no deben»?El sufrimiento no se permite ni se prohibe.Que sufran si tienen piedad de suvíctima... El sufrimiento acompaña siemprea una conciencia amplia y a un corazónprofundo. Los hombres verdaderamentegrandes, deben, me parece a mí,experimentar honda tristeza en la tierra—añadióRaskolnikoff, acometido de súbitamelancolía, que formaba contrastecon la conversación precedente.
Levantó los ojos, miró a todos los queestaban en la sala con aire soñador, sonrióy tomó su gorra. Estaba muy tranquilo,con la comparación, con la actitudque tenía cuando entró, y se daba cuentade ello.
Todos se levantaron.
Porfirio Petrovitch volvió a la carga.
—Puede usted injuriarme o incomodarseo no conmigo; pero mi deseo esmás fuerte que yo y es menester que ledirija todavía una pregunta. Verdaderamenteme avergüenza abusar de ustedde este modo... En tanto que pienso enesto, y para no olvidarla, quisiera comunicara usted una idea que se me ha ocurrido...
—¡Bueno!... diga usted su idea—respondióRaskolnikoff en pie, pálido y serio,frente al juez de instrucción.
—Verá usted... verdaderamente no sécómo expresarme... es una idea muy extraña,psicológica... Al escribir su artículo,es muy probable... que se consideraseusted como uno de esos hombres «extraordinarios»de quienes hablaba hace poco...¿No es así?
—Es muy posible—respondió desdeñosamenteRaskolnikoff.
Razumikin hizo un movimiento.
—Si eso fuese así, ¿no estaría usted de[137]cidido,ya para triunfar de dificultadesmateriales, ya para facilitar el progresode la humanidad, no se decidiría ustedrepito, a franquear el obstáculo, por ejemplo...a matar y a robar?
Al mismo tiempo guiñaba el ojo izquierdoy se reía silenciosamente comoantes.
—Si estuviese decidido a eso, no lo diríaa usted—replicó Raskolnikoff conacento altanero de desafío.
—Mi pregunta no tenía más objetoque el de una curiosidad literaria; la hehecho únicamente con el fin de penetrarel sentido del artículo de usted.
«¡Oh qué lazo tan grosero! ¡Qué maliciaprendida con alfileres!»—pensó Raskolnikoffcon algo de desprecio.
—Permítame usted que le diga—respondiósecamente—que yo no me creoni un Mahoma, ni un Napoleón, ni ningúnotro personaje de este género: porconsiguiente, no puedo explicarle a ustedlo que yo haría si estuviese en lugarde ellos.
—¿Quién hay ahora en Rusia que nose crea un Napoleón?—dijo con bruscafamiliaridad el juez instructor.
Esta vez también la entonación de suvoz delataba un segundo fin.
—¿Será acaso un futuro Napoleón elque ha matado a Alena Ivanovna estasemana última?—saltó, de repente, desdesu rincón Zametoff.
Sin pronunciar una palabra, Raskolnikofffijó en Porfirio una mirada fríay penetrante. Las facciones de Razumikinse contrajeron. Un rato hacía ya queparecía dudar de algo. Paseó en tornosuyo una mirada irritada. Durante unminuto reinó sombrío silencio. Raskolnikoffse dispuso a salir.
—¿Se marcha usted ya?—dijo cariñosamentePorfirio tendiendo la mano aljoven con extrema amabilidad—. Estoyencantado de haberle conocido. En cuantoa su solicitud, esté usted tranquilo.Escriba en el sentido que le he dicho. Omás vale que venga usted a verme unode estos días... mañana, por ejemplo.Estaré aquí sin falta a las once. Lo arreglaremostodo y hablaremos un poco...Como usted es uno de los últimos que haestadoallí, podrá quizá decirnos algo—añadióen tono de campesino el juez deinstrucción.
—¿Trata usted de interrogarme entoda regla?—preguntó secamente Raskolnikoff.
—De ninguna manera. No se trata detal cosa en este momento. No me ha comprendidousted. Yo aprovecho todas lasocasiones, y... he hablado ya con todoslos que tenían objetos empeñados en casade la víctima... Muchos me han suministradodatos interesantes... y como ustedes el último que estuvo... A propósito—exclamócon súbita alegría—, es unasuerte que haya pensado... ya se me olvidaba...(al decir esto se volvió hacia Razumikin);el otro día me mareaba a propósitode ese Mikolai... pues mira, estoycierto, convencido de su inocencia—prosiguiódirigiéndose a Raskolnikoff—. Pero,¿qué hacer? Ha sido preciso tambiénmolestar a Mitka. He aquí lo que yoquería preguntar a usted: Al subir la escalerade la casa... permítame usted quese lo pregunte, ¿era entre siete y ochocuando estuvo allí?
—Sí—respondió, y en seguida sintióhaber dado esta respuesta, que no teníanecesidad de dar.
—Bueno. Al subir la escalera entre sietey ocho, ¿no vió usted en el segundopiso, en un cuarto cuya puerta estabaabierta, ¿no recuerda usted?, a dos obreros,o por lo menos uno de ellos, que estabapintando la habitación? ¿No reparóusted? Eso es muy importante para losdos obreros.
—¿Pintores? No, no los vi...—respondiólentamente Raskolnikoff, como si tratasede recordar.
Durante un segundo, puso en tensiónviolenta todos los resortes de su espíritupara descubrir con claridad qué lazoocultaba la pregunta hecha por el juezde instrucción.
—No, no los vi ni advertí tampocosi estaba abierto el cuarto—continuómuy contento de haber descubierto latrampa—; de lo que sí me acuerdo esque del cuarto piso el empleado que vivíaenfrente de Alena Ivanovna estaba demudanza. Lo recuerdo muy bien, porquetropecé con dos soldados que llevabanun sofá y tuve necesidad de arrimarme[138]a la pared... Pero lo que es pintores, norecuerdo haberlos visto, ni tampoco desi alguna puerta estaba abierta. No, nolo vi...
—¡Pero qué estás diciendo!—gritó derepente Razumikin, que hasta entonceshabía estado como reflexionando—: Sifué el mismo día del asesinato cuando lospintores trabajaban en ese cuarto y Rodiaestuvo dos días antes en la casa, ¿porqué le haces esa pregunta?
—¡Calle! pues es verdad, he confundidolas fechas—exclamó Porfirio dándoseuna palmada en la frente—. ¡Qué diablos!este asunto me hace perder la cabeza—añadióa modo de excusa dirigiéndose aRaskolnikoff—. Es tan importante sabersi alguno los ha visto en el cuartoentre siete y ocho, que sin pararme areflexionar he creído obtener de ustedesta aclaración... He confundido los días.
—Pues convendría fijarse más—gruñóRazumikin.
Estas últimas palabras fueron dichasen la antesala. Porfirio acompañó amablementea sus visitantes hasta la puerta.Estos estaban tristes y sombríos cuandosalieron de la casa y anduvieron muchospasos sin cambiar una palabra. Raskolnikoffrespiraba como hombre que acababade atravesar por una prueba penosa.
—No lo creo. No puedo creerlo—repetíaRazumikin, que hacía toda clase deesfuerzos para rechazar las conclusionesde Raskolnikoff.
Estaban ya cerca de la casa Bakalaieffen donde hacía largo tiempo los esperabanPulkeria Alexandrovna y Dunia.
En el calor de la discusión, Razumikinse detenía a cada instante en medio de lacalle; estaba muy agitado, porque era laprimera vez que los dos jóvenes hablabandeaquello sin valerse de palabras encubiertas.
—No lo creas si no quieres—respondiócon fría e indiferente sonrisa Raskolnikoff—.Tú, según tu costumbre, nadahas advertido; pero yo, yo he pesado cadapalabra.
—Tú eres desconfiado; por eso descubresen todas partes segundas intenciones.¡Hum!... Reconozco, en efecto, queel tono de Porfirio era bastante extrañoy sobre todo el de ese bribón de Zametoff...Tienes razón, se advertía en él no sé qué...¿pero cómo puede ser esto?
—Habrá cambiado de opinión desdeayer.
—No, te engañas. Si tuviesen tan estúpidaidea, habrían, por el contrario, puestomucho cuidado en disimularla; habríanocultado su juego a fin de inspirarte unaengañosa confianza, esperando el momentooportuno para descubrir sus baterías...En la hipótesis en que te colocas, su manerade proceder hoy sería tan torpe comodesvergonzada...
—Si tuviesen pruebas, hablo de pruebasserias o de presunciones un tantofundadas, cierto que sin duda se esforzaríanen ocultar su juego con la esperanzade obtener nuevas ventajas sobre mí.(Además, habrían hecho un registro enmi domicilio.) Pero no tienen pruebas,ni una sola; todo se reduce a conjeturasgratuitas, a suposiciones que no se apoyanen nada real, y por eso proceden descaradamente.Quizá no haya en todo ellomás que el despecho de Porfirio, que rabiapor no tener pruebas. Puede tambiénque tenga intenciones... Parece inteligente;acaso haya querido asustarme...Por lo demás, es repugnante ocuparseen estas cosas. Dejémoslas.
—¡Es odioso, odioso! Te comprendo.Pero... puesto que tratamos francamentede este asunto (y creo que hemos hechobien), no vacilo en confesarte que desdehace mucho tiempo había advertido enellos esa idea. Cierto que no se atrevíana formularla, que este pensamiento flotabaen su espíritu en el estado de dudavaga; pero demasiado es ya que hayanpodido acogerla, aun bajo tal forma. ¿Yqué es lo que ha podido despertar en ellostan abominables sospechas? ¡Si supierascuánto furor me han hecho sentir! ¡Cómo!Un pobre estudiante agobiado por la miseriay la hipocondría, en vísperas de enfermedadgrave que existía ya en él; unjoven desconfiado, lleno de amor propio,que tiene la conciencia de su valer, encerradodesde hace seis meses en su habitaciónsin ver a nadie; que se presen[139]tavestido de harapos, calzado con botassin suela, ante miserables polizontes, cuyainsolencia soporta, a quien se reclamaa quema ropa el pago de una letra decambio protestada, en una sala llena degente y en donde hace un calor de treintagrados Réamur y cuyo aire está impregnadode olor insoportable de la pinturareciente... porque el desgraciado se desmayaal oír hablar de una persona encuya casa ha estado la víspera y porqueademás tiene el estómago vacío... ¿haymotivos para sospechar de él? En talescondiciones, ¿cómo no había de desmayarse?¡Y pensar que tales suposicionescaen sobre este desmayo! Tal es el puntode partida de la acusación. ¡Váyanse aldiablo! Comprendo que todo esto te serámortificante; pero yo, en tu lugar, Rodia,me reiría de ellos en sus barbas, omejor aún, les lanzaría al rostro mi desprecioen forma de salivazos; de este modoacabaría yo con ellos. ¡Valor! ¡Escúpeles!¡Es vergonzoso!
«Se ha despachado, convencido de loque dice»—pensó Raskolnikoff.
—¡Escupirles al rostro!... Es fácil decirlo.¡Pero mañana otro interrogatorio!—respondiótristemente—; será menesterque yo me rebaje hasta dar explicaciones.Ya consentí ayer en hablar con Zametoffen eltraktir.
—¡Que se vayan al infierno! Iré a casade Porfirio. Es mi pariente, y de esta circunstanciame aprovecharé para meterlelos dedos en la boca; tendrá que hacermesu confesión completa. En cuanto a Zametoff...¡Espera!—gritó Razumikin,asiendo de repente a su amigo por el brazo—¡espera!Divagabas hace poco. Despuésde reflexionar, estoy convencido deque divagabas. ¿En dónde ves la astucia?¿Dices que la pregunta relativa a losobreros ocultaba un lazo? Razona un poco.Si tú hubieras hechoeso, ¿habríassido tan estúpido de decir que habíasvisto a los pintores trabajando en el cuartodel segundo piso? Por el contrario,aunque los hubieses visto, lo habrías negado.¿Quién a sabiendas hace confesionesque pueden comprometerle?
—Si yo hubiese hechotal cosa, no habríadejado de decir que había visto alos obreros—repuso Raskolnikoff, queparecía sostener aquella conversacióncon violento disgusto.
—¿Para qué decir cosas perjudicialesa los propios intereses?
—Porque solamente losmujiks y laspersonas más limitadas lo niegan todosistemáticamente. Un acusado, por pocointeligente que sea, confiesa en lo posibletodos los hechos materiales cuya vanidadtrataría en vano de destruir; secontrae a explicarlos de otra manera,modifica su significación y los presentabajo un nuevo aspecto. Según todas lasprobabilidades, Porfirio contaba con queyo respondería sí; creía que, para dar mayorverosimilitud a mis confesiones, declararíahaber visto a los obreros, aunqueexplicando en seguida el hecho en unsentido favorable a mi causa.
—Pero él hubiera respondido en seguidaque la antevíspera del crimen los obrerosno estaban allí, y que, por consiguiente,tú habías estado en la casa el día mismodel asesinato entre seis y siete.
—Porfirio contaba que yo no tendríatiempo de reflexionar, y con que obligadoa responder de la manera más verosímilhabría olvidado esa circunstancia: laimposibilidad de la presencia de los obrerosen la casa dos días antes del crimen.
—¿Pero, cómo olvidarlo?
—Nada más fácil. Estos pormenoresson el escollo de los maliciosos; respondiendoa ellos es como se da un traspiésen los interrogatorios. Cuanto más agudoes un hombre, menos sospecha de las preguntasinsignificantes. Porfirio lo sabe.Es mucho más listo de lo que tú supones.
—Eso quiere decir que es un pillo.
Raskolnikoff no pudo menos de reírse;pero en el mismo instante se asombróde haber dado la misma explicación converdadero placer, él, que hasta entonceshabía seguido la conversación a regañadientesy porque no podía menos.
«¿Habré tomado yo gusto a estas cuestiones?»—pensaba.
Pero casi al mismo tiempo sintióseacometido de súbita inquietud, que bienpronto llegó a ser intolerable.
Los dos jóvenes encontrábanse ya a lapuerta de la casa Bakalaieff.
—Entra solo—dijo bruscamente Raskolnikoff—;vuelvo en seguida.
—¿A dónde vas? ¿Hemos llegado ya?
—Tengo una cosa que hacer... Estaréaquí dentro de media hora... Tú les dirás...
—Bueno, te acompaño.
—¿Pero has jurado también tú perseguirmehasta la muerte?
Lanzó esta exclamación con tal acentode furor y con tono tan desesperado,que Razumikin no se atrevió a insistir.Permaneció un rato en el umbral siguiendocon mirada sombría a Raskolnikoff,que caminaba aceleradamente en direccióna su domicilio. Por último, despuésde haber rechinado los dientes apretó lospuños y prometiéndose a sí mismo estrujaraquel mismo día a Porfirio como unlimón, subió a casa de las señoras paratranquilizar a Pulkeria Alexandrovna,inquieta ya por tan largo retraso.
Cuando Raskolnikoff llegó a su casatenía las sienes húmedas de sudor, y respirabapenosamente. Subió los escalonesde cuatro en cuatro, entró en su habitación,que había quedado abierta y la cerrócon el pestillo. En seguida, todo aterrorizado,corrió al escondite, metió lamano bajo la tapicería y exploró el agujeroen todos sentidos. No habiendo encontradonada después de registrarlocuidadosamente, se levantó y lanzó unsuspiro de satisfacción. Poco antes, en elmomento en que se aproximaba a la casaBakalaieff, le asaltó la idea de que algunode los objetos robados habría podidodeslizarse en las hendiduras de la pared:si llegaban a encontrar allí una cadenade reloj, un gemelo o algunos de los papelesque envolvían las alhajas y que teníananotaciones escritas por mano de lavieja, ¡qué prueba de convicción entoncesen contra suya!
Y quedó sumido en un vago sueño,mientras aparecía en sus labios una sonrisaextraña y casi estúpida. Al cabo tomósu gorra y salió sin ruido de la casa. Bajópensativo la escalera y llegó a la puertade la calle.
—Ahí lo tiene usted—gritó una voz.
El joven levantó la cabeza. El portero,en pie en el umbral de su habitación, señalabaa Raskolnikoff, mostrándoselo aun hombre de baja estatura y de aspectoburgués. Este individuo iba vestido conuna especie dekhalat y un chaleco; delejos hubiera podido tomársele por uncampesino. Llevaba una gorra muy grasientay andaba muy encorvado. A juzgarpor las arrugas de su marchito rostro,debía de tener más de cincuenta años.Sus ojillos expresaban dureza y disgusto.
—¿Qué es eso?—preguntó acercándosealdvornik.
El burgués le miró de soslayo, lo examinóatentamente sin decir una palabra,volvió la espalda y se alejó de la casa.
—Pero, ¿qué significa esto?—gritóRaskolnikoff.
—Es un hombre que ha venido aquía ver si vivía un estudiante. Ha dicho elnombre de usted y ha preguntado quécuarto ocupaba usted. En esto ha bajadousted y le he dicho «ése es» y se haido.
Eldvornik estaba también un pocoasombrado; pero no con exceso. Despuésde haber reflexionado un poco, entróen su cochitril.
Raskolnikoff se lanzó tras de las huellasdel burgués. Apenas salió de la casatomó el otro lado de la calle. El desconocidoandaba con paso lento y regular,los ojos bajos y aire pensativo. El jovenhubiera podido alcanzarle en seguida;pero durante algún tiempo se limitó a iral mismo paso que él; al fin se colocó asu lado y le miró oblicuamente el rostro.El burgués lo advirtió en seguida, le dirigióuna rápida ojeada y bajó los ojos;durante un minuto caminaron juntos deesta suerte sin decir una palabra.
—Usted ha preguntado por mí aldvornik...—comenzóa decir Raskolnikoff sinlevantar la voz.
El burgués no respondió, ni miró siquieraal que le hablaba. Hubo un nuevosilencio.
—Usted ha venido a preguntar pormí... y ahora se calla. ¿Qué quiere deciresto?—añadió Raskolnikoff con voz entrecortada:parecía que las palabras salíancon trabajo de sus labios.
Esta vez el burgués levantó los ojos ymiró al joven con expresión siniestra.
—¡Asesino!—dijo bruscamente en vozbaja, pero clara y distinta.
Raskolnikoff, que marchaba a su lado,sintió que sus piernas se doblaban y queun frío estremecimiento le corría por la[141]espalda. Durante un segundo su corazóndesfalleció; después se puso a latir conextraordinaria violencia.
Los dos hombres anduvieron cosa de uncentenar de pasos, sin proferir una solapalabra. El burgués no miraba a su compañero.
—¿Pero qué es lo que usted dice?...¿quién es un asesino?—balbuceó Raskolnikoffcon voz casi ininteligible.
—Tú eres el asesino—replicó el otrorecalcando sus palabras con más precisióny energía que antes, al mismo tiempoque en sus labios se dibujaba la sonrisadel odio triunfante y miraba fijamenteel pálido rostro de Raskolnikoff, cuyosojos se habían puesto vidriosos.
Se aproximaban en aquel momento auna encrucijada. El burgués tomó poruna calle a la derecha y continuó su caminosin volver la vista atrás.
Raskolnikoff le dejó alejarse, pero lesiguió largo tiempo con la mirada. Despuésde haber andado cincuenta pasos eldesconocido se volvió para observar aljoven que continuaba como clavado enel mismo sitio. La distancia no le permitíaver bien; sin embargo, Raskolnikoffcreyó advertir que aquel individuo lemiraba todavía sonriendo con expresiónde odio frío y triunfante.
Helado de espanto, con las piernas temblorosas,volvió como pudo a su casa ysubió a su cuarto. Cuando hubo dejadola gorra sobre la mesa, permaneció de pieinmóvil durante diez minutos. Luego,extenuado, se echó en el sofá y se extendiólánguidamente lanzando un débilsuspiro. Al cabo de media hora sonaronpasos apresurados, y al mismo tiempoRaskolnikoff oyó la voz de Razumikin;el joven cerró los ojos y se hizo el dormido.Razumikin abrió la puerta y durantealgunos minutos permaneció irresolutoen el umbral. En seguida entró suavementeen la sala y se aproximó con precauciónal sofá.
—¡No le despiertes! ¡déjale dormirtranquilo! Comerá más tarde—dijo envoz baja Anastasia.
—Tienes razón—respondió Razumikin.
Salieron andando de puntillas y empujaronla puerta. Pasó otra media hora,al cabo de la cual Raskolnikoff abrió losojos, se tendió con brusco movimientoboca arriba y colocó las manos debajo dela cabeza.
—¿Quién es, quién es ese hombre salidode debajo de la tierra? ¿Dónde estabay qué ha visto? Lo ha visto todo, esindudable. ¿Dónde se encontraba y desdequé sitio pudo ver aquella escena?¿Cómo se explica que no haya dado máspronto señales de vida? ¿Cómo ha podidover...? ¿Es esto posible?—continuóRaskolnikoff, presa de un frío glacial—.Y el encontrar Mikolai el estuche debajode la puerta, ¿era también cosa que nopodía suponerse?
Comprendía que las fuerzas le abandonabany experimentaba un violento disgustode sí mismo.
—¡Yo debía suponer esto!—pensó conamarga sonrisa—. ¿Cómo me he atrevido,conociéndome, previendo lo que ocurriría,cómo me he atrevido a empuñarun hacha y a verter sangre? Estaba obligadoa saber de antemano lo que iba aacontecerme... ¡y lo sabía!...—murmuródesesperado.
A veces se detenía ante este pensamiento.
—No, los hombres extraordinarios noestán hechos como yo: el verdaderoamoa quien le es permitido todo, cañonea aTolón, mata en París, olvida un ejércitoen Egipto, pierde medio millón dehombres en la batalla de Moscou y salede una situación embarazosa en Vilnamerced a un retruécano; después de sumuerte, se le erigen estatuas en pruebade que todo le es permitido. No, esas personasno están hechas de carne sino debronce.
Una idea que se le ocurrió de repentele hizo casi reír.
—¡Napoleón, las Pirámides, Waterlooy una vieja criada de un registrador decolegio, una innoble usurera que tieneun cofre forrado de piel encarnada bajola cama!... ¿Cómo digeriría Porfirio Petrovitchsemejante comparación?... Laestética se opone a ello: «¿Por venturaNapoleón se hubiera metido debajo dela cama de una vieja?», preguntaría sinduda. ¡Vaya una tontería!
De tiempo en tiempo sentía que casi[142]deliraba; hallábase en estado de exaltaciónfebril. Después continuaba, interrumpiéndosea cada momento:
—La vieja no significa nada—se decíaen un acceso—. Supongamos que sumuerte sea un error; no se trata de ella.La vieja no ha sido más que un accidente...yo quería saltar el obstáculo lomás pronto posible... no es una criaturahumana lo que yo he matado, es un principio.¡He matado el principio, pero nohe sabido pasar por encima! Me he quedadodel lado de acá; no he sabido másque matar. Y tampoco, por lo visto, meha resultado bien esto... ¡un principio!¿Por qué hace poco ese estúpido de Razumikinatacaba a los socialistas? Son laboriosos,hombres de negocios, «se ocupanen el bienestar de la humanidad...»No, yo no tengo más que una vida, yono puedo esperar «la felicidad universal».Yo quiero vivir también; de otro modo,mejor es no existir. Yo no quiero pasar allado de una madre hambrienta apretandomi rublo en el bolsillo a pretexto deque un día todo el mundo será feliz. «Yollevo, se dice, mi piedra al edificio universal,y esto basta para poner mi corazónen paz.» ¡Ah, ah! ¿por qué os habéisolvidado de mí? Puesto que yo no tengomás que un período de tiempo para vivir,quiero en seguida mi parte de felicidad...yo soy un gusanillo estético nada más,nada más—añadió riendo de repente comoun loco, y se aferró a esta idea, experimentandoun agrio placer al sondarlaen todos sentidos y a darle vueltas portodos los lados—. Sí, en efecto, yo soyun gusanillo, por el hecho solo de que meditoahora sobre la cuestión de averiguarlo que soy. Además, porque durante unmes he estado fastidiando a la divinaProvidencia tomándola sin cesar por testigode que yo me decidía a esta empresa,no para procurarme satisfacciones materiales,sino en vista de un objeto grandioso.¡Ah! ¡Ah! en tercer lugar, porque en laejecución he querido proceder con todajusticia; entre todos los gusanos he escogidoel más dañino, y al matarle contabacon tomar nada más que lo precisopara asegurar mis comienzos en la vida,ni más ni menos (el resto hubiera ido almonasterio, al cual había legado la viejasu fortuna). ¡Ah! ¡Ah!... Soy definitivamenteun gusano—añadió rechinando losdientes—, porque soy más vil y más innobleque el gusano que he matado, yporquepresentía que después de haberlomatado, diría lo que estoy diciendo. ¿Hayalgo comparable con semejante terror?¡Oh necedad, oh necedad!... ¡Comprendoal Profeta a caballo, con la cimitarraen la mano! «¡Alá lo quiere! ¡obedece, temblorosacriatura!» ¡Tiene razón, tiene razónel Profeta cuando coloca una tropaal través de la calle y hiere indistintamenteal justo y al culpable sin dignarse siquieradar explicaciones! ¡Obedece, temblorosacriatura, yguárdate de querer,porque eso no es cosa tuya!... ¡Oh, jamás!¡jamás perdonaría yo a la vieja!
Tenía los cabellos empapados en sudor,sus labios secos se agitaban y su miradainmóvil no se apartaba del techo.
—¡Cuánto amaba yo a mi madre y ami hermana! ¿De qué procede que ahoralas deteste? ¡Sí, las detesto, las odio físicamente,no puedo soportarlas cercade mí! Hace poco me he acercado a mimadre y la he besado, bien me acuerdo;¡abrazarla pensando que si ella supiese...!¡Oh, cuánto odio ahora a la vieja! ¡Creoque si volviera a la vida la mataría otravez!... ¡Pobre Isabel!, ¿por qué la llevóallí la casualidad? Es extraño, sin embargo,que piense en ella, como si no lahubiese matado... ¡Isabel! ¡Sonia! ¡Pobrescriaturas de ojos azules!... ¿Por qué nolloran? ¿Por qué no gimen?... Víctimasresignadas, todo lo aceptan en silencio...¡Sonia, Sonia, dulce Sonia!
Perdió la conciencia de sí mismo y congran sorpresa advirtió que estaba en lacalle. Era ya entrada la noche. Aumentabanlas tinieblas, la luna llena brillaba conresplandor cada vez más vivo, pero la atmósferaera sofocante. Había mucha genteen las calles; los obreros y los hombresocupados volvían apresuradamente a suscasas; los otros se paseaban. Flotaba enla atmósfera olor de cal, de polvo, deagua cenagosa. Raskolnikoff andaba disgustadoy preocupado. Recordaba perfectamenteque había salido de su casacon algún objeto, que tenía que haceruna cosa urgente; ¿pero cual? La habíaolvidado. Bruscamente advirtió que des[143]dela acera de enfrente un hombre le hacíaseñas con la mano; cruzó la callepara juntarse con él, pero, de repente,este hombre giró sobre sus talones, y,como si tal cosa, continuó su marchacon la cabeza baja, sin volverse, sin parecerque llamaba a Raskolnikoff. «¿Mehabré engañado?»—pensó este último,y se puso a seguirle. Antes de haber andadodiez pasos, lo reconoció de improvisoy se aterró: era el burgués de antes,encorvado, con el mismo traje. Raskolnikoff,cuyo corazón latía con fuerza,marchaba a alguna distancia; entraronen unpereulok. El hombre no se volvía.«¿Sabe que le sigo?»—se preguntaba Raskolnikoff.El burgués franqueó el umbralde una gran casa. Raskolnikoff avanzóvivamente hacia la puerta y se puso amirar, pensando que quizá aquel misteriosopersonaje se volvería para llamarle.En efecto, cuando el burgués estuvo enel zaguán, se volvió bruscamente y parecióllamar con un gesto al joven. Este seapresuró a entrar en la casa; pero cuandoestuvo en el patio no vió al burgués. Presumiendoque aquel hombre habría tomadopor la primera escalera, Raskolnikoffse puso a subir detrás de él. En efecto,dos pisos más arriba se oían resonarlos pasos lentos y regulares en los peldaños.Cosa extraña; le parecía reconoceraquella escalera. He aquí la ventana delprimer piso. La luz de la luna misteriosay triste, se filtraba al través del vidrio;he aquí el segundo piso. «¡Bah! Este es elcuarto en que trabajaban los pintores.¿Cómo no había reconocido en seguidala casa?» Los pasos del hombre que leprecedía cesaron de oírse. «Se ha detenidode seguro u ocultado en alguna parte.He aquí el tercer piso: ¿subiré más arriba?¡Qué silencio! ¡Este silencio es terrible!»Sin embargo, siguió subiendo la escalera.Le daba miedo el rumor de sus propiospasos. «¡Dios mío! ¡Qué obscuro está!El burgués se ha ocultado seguramenteaquí en un rincón. ¡Ah!» El cuarto quedaba al rellano estaba abierto de par enpar. Raskolnikoff reflexionó un instante;después entró. Halló la antesala completamentevacía y muy obscura. El jovenpasó a la sala marchando de puntillas.La luz de la luna daba de lleno sobre estasala y la iluminaba por completo; el mobiliariono había cambiado. Raskolnikoffencontró en sus antiguos puestos las sillas,el espejo, el sofá amarillo y los cuadros.Por la ventana se veía la luna, cuyaenorme faz redonda tenía un color cobrizo.Largo tiempo esperó en medio deun profundo silencio. De repente, oyóun ruido seco, como el de una tabla quese rompe. Después volvió a quedar todoen silencio. Una mosca que se había despertadofué volando a chocar contra elvidrio y se puso a zumbar lastimeramente.En el mismo instante, en un rincón,entre el armarito y la ventana creyónotar que había un manto de mujer colgadoen la pared. «¿Por qué está estemanto aquí?—pensó—; antes no estaba.»Se aproximó cautelosamente sospechandoque tras de aquel vestido debía dehaber alguien oculto. Apartando conprecaución el manto, vió que había allíuna silla, y en esta silla, en el rincón,estaba la vieja. Estaba doblada y de talmodo inclinada tenía la cabeza, que el jovenno pudo ver la cara; pero comprendióque era Alena Ivanovna. «¡Tiene miedo!»—sedijo Raskolnikoff. Sacó suavementeel hacha del nudo corredizo yle dió dos golpes en la coronilla; pero,cosa extraña, la vieja no vaciló bajo losgolpes: se hubiera dicho que era de madera.Estupefacto el joven, se inclinó haciaella para examinarla, pero la vieja bajóaún más la cabeza. Entonces él se inclinóhasta el suelo, la miró de abajo arribay al ver su rostro se quedó espantado:la vieja se reía, sí, reía, con risa silenciosa,haciendo grandes esfuerzos para queno se la oyese. De repente le pareció aRaskolnikoff que la puerta de la alcobaestaba abierta y que allí también se reíany hablaban en voz baja. Se puso entoncesrabioso y comenzó a descargar hachazoscon toda su fuerza, sobre la cabezade la vieja; pero a cada hachazo las risasy los cuchicheos de la alcoba se oían másdistintamente; en cuanto a la vieja,se retorcía de risa. Quiso huir, mas todala antesala se había llenado de gente; lapuerta que daba sobre el descansillo estabaabierta; en éste y en la escalera había,desde arriba hasta abajo, multitudde individuos. Todos miraban, pero sin[144]pronunciar palabra. Tenía encogido elcorazón y parecía que se le habían clavadolos pies en el suelo; quiso gritar y sedespertó.
Respiró con fuerza; pero creía que aunestaba soñando cuando vió en pie en elumbral de su puerta, abierta del todo,a un hombre a quien no conocía y que lemiraba con atención.
Raskolnikoff no había acabado deabrir los ojos cuando los volvió a cerraren seguida. Tendido como estaba bocaarriba no se movió. «Esta es la continuaciónde mi sueño»—pensó mientras abríacasi imperceptiblemente los párpadospara fijar una tímida mirada en el desconocido.Este, siempre en el mismo puesto,no cesaba de observarle. Después entró,cerró la puerta detrás de sí, se aproximóa la mesa, y después de haber esperadoun minuto, se sentó en una sillacerca del sofá. Durante todo este tiempono había cesado de mirar a Raskolnikoff.Luego puso el sombrero en el suelo, a sulado, y apoyó ambas manos en el puñodel bastón y la barba en las manos,como el que se prepara a una larga espera.Por lo que Raskolnikoff había podidojuzgar de él en una mirada furtiva,aquel hombre no era joven; parecía robustoy tenía la barba espesa, de uncolor rubio casi blanco.
Pasaron así diez minutos. Era aún dedía, pero tarde; en la habitación reinabael más profundo silencio; en la escalerano sonaba tampoco ruido alguno, no seoía más que el ruido de un moscardónque al volar había chocado contra laventana. Al fin, esta situación se hizoinsoportable; Raskolnikoff no pudo másy se sentó de pronto en el sofá.
—Vamos, hable usted; ¿qué es lo quequiere?
—Bien sabía que su sueño no era másque una ficción—respondió el desconocidocon sonrisa tranquila—. Permítameusted que me presente: Arcadio IvanovitchSvidrigailoff...
—¿Estoy bien despierto?—pensó denuevo Raskolnikoff, mirando desconfiadamenteal inesperado visitante—. ¿Svidrigailoff?¡No puede ser de ningún modo!—dijoal cabo en voz alta, no atreviéndosea dar crédito a sus oídos.
Esta exclamación pareció no sorprendera su extraño visitante.
—He venido a casa de usted por dosrazones: primera, por conocerle personalmente,porque desde hace muchotiempo he oído hablar a menudo y entérminos muy halagadores de usted; ydespués, porque espero que no me negarásu concurso en una empresa que tienerelación directa con los intereses de suhermana, Advocia Romanovna. Sólo, sinrecomendación, me costaría mucho trabajoser recibido por ella, puesto que estáprevenida contra mí; pero, presentadopor usted, la cosa varía.
—Se engaña usted al contar conmigo—replicóRaskolnikoff.
—¿Fué ayer cuando llegaron esas señoras?Permita usted que se lo pregunte.
Raskolnikoff no contestó.
—Sí, fué ayer, lo sé positivamente. Yollegué anteayer. Escuche usted, RodiónRomanovitch, lo que tengo que decirlea este propósito; creo superfluo justificarme;pero permítame que le pregunte:¿Qué hay, en rigor, en todo esto de particularmenteculpable por mi parte, sise aprecian las cosas con serenidad y sinprejuicios?
Raskolnikoff continuaba examinándolesin despegar los labios.
—Me dirá usted que he perseguido enmi casa a una joven sin defensa y que «lahe insultado con proposiciones deshonrosas».(Quiero adelantarme a la acusación.)Pero considere usted que soy hombre,elnihil humanum... en una palabra, quesoy susceptible de ceder a un arrebato,de enamorarme, cosa independiente de lavoluntad. De esta manera todo se explicarádel modo más natural del mundo.La cuestión estriba en esto: ¿Soy unmonstruo o una víctima? Ciertamentesoy una víctima. Cuando yo proponía ami adorada que huyera conmigo a Américao a Suiza, abrigaba respecto a esa personalos más respetuosos sentimientosy pensaba en asegurar nuestra común felicidad...La razón es la esclava de la pasión;yo he sido el principalmente perjudicado.
—No se trata, en modo alguno, de eso—replicóRaskolnikoff con sequedad—.Tenga usted razón o no, me es usted completamenteodioso. No quiero conocer austed, y le echo de mi casa. ¡Salga deaquí!...
Svidrigailoff soltó una carcajada.
—No hay medio de engañar a usted—dijocon franca alegría—; quería echármelasde ingenioso, pero con usted nosirve.
—¿Todavía quiere usted embromarme?
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué le sorprende?—repitiósu interlocutor, riéndose con todasu alma—; en buena guerra, como dicenlos franceses, la malicia no tiene nada deilícita... Pero usted no me ha dejado aca[146]bar.Volviendo a lo que hace un momentodecía, nada desagradable ha pasado, sinoel incidente del jardín. Marfa Petrovna...
—Se dice también que usted ha matadoa su esposa—dijo, interrumpiéndolebrutalmente Raskolnikoff.
—¡Ah! ¿Ya le han hablado a usted deeso? Realmente nada tiene de asombroso...Pues bien, respecto a la preguntaque usted me hace, no sé, en verdad, quédecirle, puesto que tengo la concienciamuy tranquila. No vaya usted a creerque temo las consecuencias; todas las formalidadesde costumbre se han cumplidominuciosamente. El informe de los médicosha demostrado que mi esposa murióde un ataque de apoplejía, producido porun baño tomado inmediatamente despuésde una abundante comida, rociadacon una botella de vino; es lo único queha podido descubrirse... Por esa partenada me inquieta. Muchas veces, sobretodo cuando venía en el tren, camino deSan Petersburgo, me he preguntado sihabría yo contribuído, moralmente, porsupuesto, a esa... desgracia, sea causandola desesperación de mi mujer, sea de algunaotra manera semejante; pero heacabado por convencerme de que no hahabido ni sombra de eso.
Raskolnikoff se echó a reír.
—¿De modo que esto le divierte...?
—Y usted, ¿de qué se ríe? Solamentele di dos latigazos sin importancia queno le dejaron señal alguna... No me tengausted, se lo ruego, por un hombre cínico;sé muy bien que eso de los latigazos esuna cosa innoble, etc.; pero tampoco ignoroque mis accesos de brutalidad nodesagradaban del todo a Marfa Petrovna.Cuando ocurrió lo de su hermana de usted,mi mujer se fué con el cuento por todala ciudad y fastidió a cuantos la conocíanpor la famosa carta (ya sabrá usted,sin duda, que se la leía a todo el mundo);de modo que los dos latigazos fueronpropinados muy oportunamente.
A Raskolnikoff le dieron intencionesde levantarse, y salir, a fin de cortar porlo sano la conversación; pero cierta curiosidady una especie de cálculo le decidierona tener un poco de paciencia.
—¿Le gusta a usted manejar el látigo?—dijocon aire distraído.
—No mucho—respondió tranquilamenteSvidrigailoff—. Casi nunca habíamosreñido mi mujer y yo. Vivíamos en muybuena armonía, y ella estaba siempre contentade mí. Durante siete años de vidaconyugal, no me serví del látigo más quedos veces (prescindiendo de otra ocasiónque por lo demás fué un caso bastanteambiguo); la primera, ocurrió dos mesesdespués de nuestro matrimonio, en el momentoen que acabábamos de instalarnosen el campo; la segunda, y última, fuéen las circunstancias que recordaba haceun momento. Usted me consideraba yacomo un monstruo, como un retrógrado,como un partidario de la servidumbre.¡Ja, ja, ja!
Raskolnikoff estaba convencido deque aquel hombre tenía un plan muy maduradoy que todo aquello era fina astucia.
—Debe usted haber pasado muchosdías sin hablar con nadie—dijo el joven.
—Algo de verdad hay en esa suposición;pero usted se asombra, ¿no es cierto,de hallarme de tan buen humor?
—Y hasta me parece demasiado bueno...
—¿Porque no me he formalizado conla grosería de las preguntas de usted?¿Y qué? ¿Por qué había de ofenderme?Como usted me ha preguntado le he respondido—contestóSvidrigailoff con unasingular expresión de franqueza—. Enverdad, yo no me intereso, digámoslo así,por cosa alguna. Ahora, sobre todo, nadame preocupa. Por lo demás, libre es ustedde pensar que abrigo propósitos interesadospara captarme sus simpatías,tanto más cuanto que tengo ciertas mirasrespecto a su hermana, como ya se lo hedeclarado. Pero, francamente se lo digo,¡me fastidio mucho! Sobre todo desde hacetres días, que tengo intenciones de venira ver a usted... No se incomode, RodiónRomanovitch, me parecía usted muyraro. En efecto, advierto en usted algoextraordinario y ahora principalmente,es decir, no en este mismo momento, sinodesde hace algún tiempo. Vamos, me callo,no frunza usted el ceño... No soy tanoso como usted cree...
—No lo tengo por oso—dijo Raskolnikoff—;más aún, me parece que es usted[147]un hombre de muy buena sociedad o,por lo menos, que sabe usted ser, en llegandola ocasión,comme il faut.
—Me tiene sin cuidado la opinión de losdemás—contestó Svidrigailoff con tonoseco y ligeramente desdeñoso—; y además,¿por qué no adoptar las maneras deun hombre mal educado, especialmenteen un país en que son tan cómodas y, sobretodo, cuando se tiene para ello propensiónnatural?—añadió riendo.
Raskolnikoff le miraba sombríamente.
—He oído decir que conoce usted a muchagente—le dijo—. No es usted lo quese llama «un hombre sin relaciones». Siendoesto así, ¿qué viene usted a hacer ami casa, si no tiene objeto determinado?
—Es verdad, como usted dice, que tengoaquí muchos conocimientos—repusoel visitante sin responder a la principalpregunta que se le había dirigido—; enlos tres días que llevo de corretear por lacapital, me he tropezado con muchos conocidosy creo que también ellos han reparadoen mí. Visto de una manera conveniente,y se me clasifica entre los quenadan en la abundancia: la abolición dela servidumbre no nos ha arruinado... Sinembargo, no trato de reanudar mis antiguasrelaciones, porque me eran ya insoportables.Estoy aquí desde anteayer yno he querido ver a nadie. No; es menesterque la gente de los círculos y los parroquianosdel restaurant Dugsand sepriven de mi presencia. Por otra parte,¿qué placer hay en hacer trampas en eljuego?
—¡Ah! ¿Hace usted trampas en el juego?
—¡Claro está! Hace ocho años formábamosuna verdadera sociedad (hombrescomme il faut, capitalistas y poetas), quepasábamos el tiempo jugando a las cartasy haciendo todas las trampas que podíamos.¿Ha observado usted que en Rusialas personas de buen tono son todas tramposas?Pero en aquella época, un griegode Niejin, a quien debía ya 70.000 rublos,me hizo encarcelar por deudas. Entoncesse presentó Marfa Petrovna y mediante30.000 rublos que ella pagó a mi acreedor,obtuvo mi libertad. Entonces nos unimosen legítimo matrimonio, y mi esposa seapresuró a llevarme a sus posesiones paraocultarme allí como un tesoro. Tenía cincoaños más que yo y me quería mucho.Durante siete años no me he movido dela aldea. Advierto a usted que toda suvida mi señora guardó, a título de precaucióncontra mí, la letra de cambio queme había hecho firmar el griego y que ellarescató valiéndose de un testaferro; sihubiera tratado de sacudir el yugo, mehabría metido bonitamente en la cárcel.A pesar de todo su afecto hacia mí, nohubiera vacilado un momento; en las mujeresse observan contradicciones comoésta.
—Si no le hubiera tenido así agarrado,¿la habría dejado usted plantada?
—No sé qué responderle. Ese documentono me inquietaba mucho. No deseabair a ninguna parte. Dos veces lamisma Marfa Petrovna, viendo que meaburría, me animó a hacer un viaje porel extranjero. Pero yo había visitado yaa Europa y me había aburrido horriblemente.Allí, sin duda, solicitan la admiraciónlos grandes espectáculos de laNaturaleza; pero mientras contemplamosun amanecer, el mar, la bahía deNápoles... sentimos tristeza y hasta tediosin saber por qué. ¿No es mejor estarentre nosotros? Aquí, por lo menos, seacusa a los demás de todo y se justificauno a sus propios ojos. Ahora haría debuena gana una expedición al Polo ártico,porque el vino, que era mi solo recurso,ha acabado por disgustarme. Noquiero ya beber; he abusado de ello. Perose dice que hay una ascensión aerostáticael domingo en el jardín Jussupoff. Bergintenta, según parece, emprender ungran viaje aéreo y consiente en admitiralgunos pasajeros mediante cierto precio...¿No es verdad?
—¿Desea usted ir en globo?
—¿Yo? No... sí...—murmuró Svidrigailoff,que se había quedado pensativo.
«¿Qué clase de hombre es éste?», se preguntabaRaskolnikoff.
—No, la letra de cambio no me inquietaba—dijoSvidrigailoff—. Por mi gustopermanecía en la aldea. Hará próximamenteun año, Marfa Petrovna, con motivode mi santo, me devolvió el papelacompañado de una cantidad importantea título de regalo. Tenía mucho dinero.[148]«Ya ves, Arcadio Ivanovitch, qué confianzame inspiras», me dijo. Le aseguroa usted que se expresaba así. ¿No lo creeusted? He de decirle que yo cumplía muybien mis deberes de propietario rural;era muy conocido en el país. Además,para entretener mis ocios, encargaba libros.Al principio, mi mujer aprobabami afición a la lectura; pero más tardellegó a temer que me fatigase mi excesivaaplicación.
—Dispense usted—replicó molestadoRaskolnikoff—; déjese de todo eso, y dígame,si quiere, el motivo de su visita,tengo prisa y voy a salir...
—Bueno: ¿Su hermana de usted, AdvociaRomanovna, va a casarse con PedroPetrovitch Ludjin?
—Ruego a usted que deje a mi hermanaa un lado en esta entrevista y queno pronuncie su nombre. Me asombra quese atreva usted a pronunciarlo en mi presencia.
—¿Cómo no nombrarla, si he venidoprecisamente para hablar a usted de ella?
—Está bien; haga usted el favor determinar cuanto antes.
—Ese señor Ludjin es algo parientemío, por parte de mi difunta esposa. Estoyseguro de que usted tiene ya formadaopinión acerca de él si es que le ha visto,aunque no haya sido más que mediahora, o si le ha hablado a usted de él algunapersona digna de crédito. No es unpartido conveniente para Advocia Romanovna.Estoy convencido de que suhermana de usted se sacrifica de una maneratan magnánima como inconsiderada;se inmola por... su familia. Despuésde lo que he sabido respecto a usted, pensabaque vería con gusto la ruptura de esematrimonio, siempre que no perjudicasea los intereses de su hermana. Ahora quele conozco personalmente, no tengo ningunaduda sobre el particular.
—Por parte de usted eso es muycándido; perdone usted, quería decir muydesvergonzado—replicó Raskolnikoff.
—Según eso, Rodión Romanovitch,me supone usted miras interesadas. Estétranquilo: si yo trabajase para míocultaría mejor el juego; no soy tan imbécil.Voy a este propósito a descubrirleuna particularidad psicológica. Hace pocome acusaba de haber amado a su hermanade usted, diciendo que había sidoyo su víctima. Pues bien, al presenteno siento ningún amor por ella, de talmodo que me asombro de haber estadoseriamente enamorado...
—Era un capricho de un hombre desocupadoy vicioso...
—En efecto, soy un hombre desocupadoy vicioso. Por otra parte, su hermanade usted posee mérito bastante para impresionara un libertino como yo; perotodo ello era fuego fatuo, lo veo claramenteahora.
—¿Y desde cuándo lo ha advertidousted?
—Ya lo sospechaba hace algún tiempoy me he convencido definitivamente deello ayer, casi en el momento de llegar aSan Petersburgo. Pero en Moscou todavíaestaba decidido a obtener la mano deAdvocia Romanovna y a disputárselacomo rival al señor Ludjin.
—Perdone usted que le interrumpa.¿No podría abreviar y decirme en seguidael objeto de su visita? Le repito que tengoprisa, que he de hacer varias cosas...
—Con mucho gusto. Determinado ahoraa emprender cierto viaje, quisiera antesarreglar varios asuntos. Mis hijos estánen casa de su tía, son ricos y no menecesitan para nada. Por otra parte,¿comprende usted que pueda representaryo como es debido el papel de padre? Nohe tomado más dinero que el que MarfaPetrovna me regaló hace un año; esedinero me basta. Dispénseme usted, voyal grano. Antes de ponerme en caminoquiero acabar con el señor Ludjin. No esque le deteste precisamente; pero él hasido la causa de mi última rencilla conmi mujer; me incomodé cuando supe queella había concertado ese matrimonio.Ahora me dirijo a usted para poder llegara presencia de Advocia Romanovna; ustedpuede, si le parece, asistir a nuestraentrevista. En primer lugar desearía ponerante los ojos de su hermana todos losinconvenientes que resultarían para ellade su enlace con Ludjin. Le suplicaríadespués que me perdonase por los disgustosque le he causado, y le pediría permisopara ofrecerle 10.000 rublos, lo que laindemnizaría de una ruptura con el señor[149]Ludjin, ruptura que, estoy seguro de ello,no repugnaría a su hermana de usted siviera la posibilidad de realizarla.
—¡Está usted loco, rematadamente loco!—exclamóRaskolnikoff con más sorpresaque cólera—. ¿Cómo se atreve a hablarde esa manera?
—Sabía perfectamente que iba usted aponerse hecho una furia; pero comenzaréhaciéndole observar que, aun no siendorico, puedo disponer, sin embargo, deesos 10.000 rublos; quiero decir, que nolos necesito. Si Advocia Romanovna nolos acepta, sabe Dios el estúpido empleoque les daría. En segundo lugar, mi concienciaestá completamente tranquila; enmi ofrecimiento no entra para nada elcálculo; créanlo o no lo crean, el porvenirse lo demostrará a usted y a AdvociaRomanovna. En resumen, he molestadoexcesivamente a su honradísima hermanade usted; he experimentado un sinceropesar por lo ocurrido, y ansío no repararpor una compensación pecuniaria las contrariedadesque le he ocasionado, sino hacerleun servicio insignificante, para queno se diga que sólo la he hecho mal. Simi ofrecimiento ocultase alguna segundaintención, no lo haría tan francamente yno me limitaría a ofrecer 10.000 rublos,cuando le ofrecí mucho más hace cincosemanas. Por otra parte, yo pienso casarmecon una joven dentro de poco, asíque no puede sospecharse que yo quieraseducir a Advocia Romanovna. En suma,diré a usted que si se casa con el señorLudjin, Advocia Romanovna recibiráesa misma cantidad, sólo que por otroconducto... No se incomode, señor Raskolnikoff;juzgue usted las cosas con calmay sangre fría.
Svidrigailoff había pronunciado estaspalabras con extraordinaria calma.
—Suplico a usted que no siga—repusoRaskolnikoff—; la proposición de ustedes una insolencia imperdonable.
—No hay tal cosa. Según eso, el hombreen este mundo sólo puede hacer mala sus semejantes; en cambio no tiene derechoa hacer el menor bien. Las convenienciassociales se oponen a ello. Esoes absurdo. Si yo, por ejemplo, muriesey dejase en mi testamento esa cantidad asu hermana de usted, ¿la rehusaría?
—Es muy probable.
—No hablemos más. Sea como quiera,suplico a usted que transmita mi demandaa Advocia Romanovna.
—No lo haré.
—En ese caso será necesario, RodiónRomanovitch, que yo trate de encontrarmefrente a frente con ella, lo que no podréhacer sin inquietarla.
—Y si yo le comunico su pretensión,¿no hará usted nada por verla?
—No sé qué contestarle; deseo vivamentehablar con ella aunque sea nadamás que una vez.
—No lo espere usted.
—Tanto peor. Por lo demás, usted nome conoce. Quizá se establezcan entrenosotros relaciones amistosas.
—¿Usted cree...?
—¿Por qué no?—dijo sonriendo Svidrigailoff,y levantándose tomó el sombrero—;no es que yo quiera imponerme austed; aunque he venido aquí, no confiabademasiado... Esta mañana me chocó...
—¿Dónde me ha visto usted esta mañana?—preguntóRaskolnikoff con inquietud.
—Le he visto por casualidad. Me pareceque somos dos frutos del mismo árbol.
—Está bien; permítame usted que lepregunte si piensa usted emprender prontoese viaje.
—¿Qué viaje?
—El de que me ha hablado hace unmomento.
—¿He hablado de un viaje? ¡Ah! ¡Sí,en efecto!... ¡Si supiese usted qué cuestiónacaba de plantearme!—añadió conamarga sonrisa—, quizá en lugar de hacerese viaje me casaré. Se está negociandoun matrimonio para mí.
—¿Aquí?
—Sí.
—No ha perdido usted el tiempo desdesu llegada a San Petersburgo.
—¡Ea! ¡Hasta la vista!... ¡Ah! se me olvidaba.Diga usted a su hermana queMarfa Petrovna le ha legado 3.000 rublos.Es la pura verdad. Mi mujer hizo testamentoen mi presencia ocho días antes desu muerte. De aquí a dos o tres semanas,Advocia Romanovna podrá entrar en posesiónde ese legado.
—¿Eso es verdad?
—Sí; puede usted comunicárselo. Servidor.Vivo muy cerca de aquí.
Al salir Svidrigailoff se cruzó en elumbral con Razumikin.
Eran las ocho. Los dos jóvenes salieronen seguida en dirección a la casa deBakalaieff, deseosos de llegar antes queLudjin.
—¿Quién es ése que salía al entrar yoen tu cuarto?—preguntó Razumikincuando estuvieron en la calle.
—Svidrigailoff, el propietario en cuyacasa estuvo mi hermana de institutriz yde donde tuvo que salir porque el dueñola requería de amores. Marfa Petrovna,la mujer de ese señor, la puso a la puerta.Más tarde, esa misma Marfa Petrovnapidió perdón a Dunia. Esa señora hamuerto repentinamente hace pocos días;de ella hablaba mi madre esta tarde. Nosé por qué me da mucho miedo ese hombre.Es un tipo muy original y, por añadidura,ha tomado una firme resolución.Cualquiera diría que sabe algo... Ha llegadoa San Petersburgo en cuanto se celebraronlos funerales de su mujer... Espreciso proteger a Dunia contra él. Eso eslo que yo quería decirte, ¿entiendes?
—¡Protegerla! ¿Qué puede hacer contraAdvocia Romanovna? Te agradezcoque me hayas dicho eso... La protegeremos,puedes estar tranquilo... ¿Dóndevive?
—No lo sé.
—¿Por qué no se lo has preguntado?Pero no importa, yo le encontraré.
—¿Le has visto?—preguntó Raskolnikoffdespués de una pausa.
—Sí, le he examinado de pies a cabezay te aseguro que no se me despintará.
—¿No le confundirás con otro? ¿Le hasvisto distintamente?—insistió Raskolnikoff.
—¡Ya lo creo! Me acuerdo de su cara yle conocería entre mil. Soy buen fisonomista.
Se callaron de nuevo.
—¡Hum!—exclamó Raskolnikoff—. Meparece que soy víctima de alguna alucinación.
—¿Por qué dices eso?
—He aquí—prosiguió Raskolnikoff conuna mueca que tendía a ser sonrisa—,que decís que estoy loco y voy creyendoque es verdad...
—Vamos, déjate de tonterías y escuchalo que he hecho—interrumpió Razumikin—.Entré en tu cuarto y te encontrédurmiendo. En seguida comimos, despuésde lo cual fuí a ver a Porfirio Petrovitch.Zametoff estaba todavía en su casa. Quisehablar en debida forma y no fuí afortunadoen mi exordio. No acertaba a entraren materia; parecía que no entendía, perome demostraban, por otra parte, la mayorflema. Llevé a Porfirio cerca de unaventana y me puse a hablarle; pero tampocoestuve muy feliz. El miraba de unlado y yo de otro. Por último, le aproximéel puño a las narices y le dije que leiba a reventar. Porfirio se contentó conmirarme en silencio. Yo escupí y me marché.Ya lo sabes todo. Esto es muy tonto.Con Zametoff no cambié ni una palabra.Me daba a los diablos por mi estúpidaconducta; pero me he consolado con unareflexión; al bajar la escalera me dije:¿Vale la pena que tú y yo nos preocupemosde ese modo? Si algún peligro teamenazase sería otra cosa; pero, ¿quétienes tú que temer? No eres culpable;luego no debes inquietarte de lo que piensenellos. Más tarde nos burlaremos de sunecedad. ¡Qué vergüenza será para ellosel haberse equivocado tan groseramente!No te preocupes; ya les sentaremos lamano; mas por el momento, limitémonosa reír de sus tonterías.
—Es verdad—respondió Raskolnikoff—.¿Pero qué dirás tú mañana?—añadiópara si.
¡Cosa extraña! Hasta entonces no sele había ocurrido ni una vez preguntarse:«¿Qué pensará Razumikin cuando sepaque soy culpable?» Al ocurrírsele esta ideamiró fijamente a su amigo. El relato desu visita a Porfirio le había interesadomuy poco; otras cosas le preocupabanen aquel momento.
En el corredor encontraron a Ludjinque había llegado a las ocho en punto;pero había perdido algún tiempo en buscarel número; de modo que los tres entraronjuntos sin mirarse ni saludarse.[151]Los jóvenes se presentaron los primeros.Pedro Petrovitch, siempre fiel a las conveniencias,se detuvo un momento en laantesala para quitarse el gabán. PulkeriaAlexandrovna se dirigió en seguida a él.Dunia y Raskolnikoff se estrecharon lamano.
Al entrar, Pedro Petrovitch saludó alas señoras de manera bastante cortés,aunque con gravedad extremada. Parecía,sin embargo, algo desconcertado.Pulkeria Alexandrovna, que estaba tambiénalgo molesta, se apresuró a hacersentar a todo el mundo alrededor de lamesa, donde estaba colocado el samovar.Dunia y Ludjin tomaron asiento unofrente al otro, en los dos extremos de lamesa. Razumikin y Raskolnikoff se sentarontambién al frente de la mesa: el primero,al lado de Ludjin; el segundo, cercade su hermana.
Hubo un instante de silencio. PedroPetrovitch sacó pausadamente un pañuelode batista perfumado y se sonó.Sus maneras eran, sin duda, las de unhombre benévolo, pero un poco heridoen su dignidad y firmemente resuelto aexigir explicaciones. En la antesala, enel momento de quitarse el gabán, se preguntabasi no sería el castigo paralas dos señoritas retirarse inmediatamente.Sin embargo, no había ejecutado esaidea, porque le gustaban las situacionesclaras; así, pues, existía un punto quepermanecía oculto para él; puesto que sehabía desairado abiertamente su prohibición,debía de haber algún motivo paraello. Mejor era tirar adelante, poner lascosas en claro; siempre habría tiempo deaplicar el castigo, y éste no por ser retrasadosería menos seguro.
—Me alegraré que el viaje de ustedhaya sido feliz—dijo por cortesía a PulkeriaAlexandrovna.
—Sí que lo ha sido, gracias a Dios.
—Me alegro mucho. Y Advocia Romanovna,¿se ha fatigado?
—Yo soy joven y fuerte, no me fatigo;mas para mamá este viaje ha sido muypenoso—respondió Dunia.
—¿Qué quiere usted? Nuestros caminosprovinciales son muy largos. Rusiaes grande... A pesar de mis deseos, nopude ir a recibir a ustedes. Espero, sinembargo, que no se habrán visto en ningúnapuro.
—¡Oh! Por el contrario, Pedro Petrovitch;nos hemos encontrado en una situaciónmuy difícil—dijo con una entonaciónparticular Pulkeria Alexandrovna—;y si Dios no nos hubiese deparadoayer a Demetrio Prokofitch, no sé quéhubiera sido de nosotras. Permita ustedque le presente a nuestro salvador DemetrioProkofitch Razumikin.
—¡Ah! Sí, ayer tuve el placer...—balbuceóLudjin echando una oblicua y malévolamirada al joven; después fruncióel entrecejo y calló.
Pedro Petrovitch era una de esas personasque se esfuerzan por ser amables yvivaces en sociedad, pero que bajo la influenciade cualquier contrariedad pierdensúbitamente la serenidad, hasta elpunto de parecer más bien sacos de harinaque despejados caballeros. El silenciovolvió a reinar de nuevo; Raskolnikoffse encerraba en un obstinado mutismo.Advocia Romanovna juzgaba queno había llegado para ella el momento dehablar. Razumikin nada tenía que decir,de modo que Pulkeria Alexandrovna sevió en la necesidad penosa de reanudarotra vez la conversación.
—¿Sabe usted que Marfa Petrovna hamuerto?—dijo.
—Me lo comunicaron, y puedo, además,decir a ustedes que inmediatamente despuésdel entierro de su mujer, ArcadioIvanovitch Svidrigailoff se ha venido aSan Petersburgo. Sé de buena tinta esanoticia.
—¿En San Petersburgo? ¿Aquí?—preguntóalarmada Dunia, y cambió unamirada con su madre.
—Precisamente, y debe suponerse queha venido con alguna intención; la precipitaciónde su partida y el conjunto decircunstancias precedentes lo hacen creerasí.
—¡Señor! ¿Es posible que, hasta aquívenga a acosar a Dunetshka?—exclamóPulkeria Alexandrovna.
—Me parece que ni la una ni la otradeben ustedes inquietarse mucho de supresencia en San Petersburgo, en el caso,por supuesto, de que ustedes quieran evitartoda especie de relaciones; por mi par[152]teestaré con ojo avizor y sabré prontodónde se hospeda.
—¡Ay! Pedro Petrovitch, usted no puedeimaginarse hasta qué punto me haasustado—repuso Pulkeria Alexandrovna—.Sólo le he visto dos veces y me parecióterrible. Segura estoy de que hacausado la muerte de la pobre MarfaPetrovna.
—Las noticias exactas no autorizan asuponer tal cosa. Por lo demás, no niegoque su mal proceder no haya podido, encierto modo y en cierta medida, apresurarel curso natural de las cosas. En cuantoa la conducta y en general a la característicamoral del personaje, estoy deacuerdo con usted. Ignoro si ahora es ricoy lo que su mujer ha podido dejarle: losabré dentro de poco. Lo que tengo porcierto es que, encontrándose aquí en SanPetersburgo, no tardará en volver a suantigua vida, aunque tenga muy pocosmedios pecuniarios. Es el hombre másperdido, vicioso y depravado que existe.Tengo motivos para creer que Marfa Petrovna,la cual tuvo la desgracia de enamorarsede él y que pagó sus deudas haceocho años, le ha sido útil también en algúnotro sentido. A fuerza de gestionesy sacrificios logró que se diese carpetazoa una causa criminal que podía haber dadoen Siberia con el señor Svidrigailoff.Se trataba nada menos que de un asesinatocometido en condiciones particularmenteespantosas y, por decirlo así, fantásticas.Tal es ese hombre, si ustedes deseabansaberlo.
—¡Ah, señor!—exclamó Pulkeria Alexandrovna.
Raskolnikoff escuchaba atentamente.
—¿Usted habla, dice, según datos ciertos?—preguntócon tono severo Dunia.
—Me limito a repetir lo que oí de labiosmismos de Marfa Petrovna. Hay queadvertir que, desde el punto de vista jurídico,este asunto es muy obscuro. Enaquel tiempo habitaba aquí, y parece quevive todavía, cierta extranjera llamadaReslich que prestaba dinero con módicointerés y ejercía otros diversos oficios.Entre esta mujer y Svidrigailoff existían,desde hacía largo tiempo, relaciones taníntimas como misteriosas. Vivía con ellauna parienta lejana, una sobrina, jovende quince años o de catorce, que era sordomuda.La Reslich no podía sufrir aesta muchacha: le echaba en cara cadapedazo de pan que la pobre comía y lamaltrataba con inaudita crueldad. Undía se encontró a la infeliz muchachaahorcada en el granero. La sumaria acostumbradadió por resultado una comprobaciónde suicidio, y todo parecía haberterminado aquí, cuando la policía recibióaviso de que la joven había sido violadapor Svidrigailoff. En verdad, todo estoera obscuro. La denuncia emanaba deotra alemana, mujer de notoria inmoralidady cuyo testimonio no podía ser degran crédito. En una palabra: no huboproceso. Marfa Petrovna se puso en campaña,prodigó el dinero y logró echar tierraal asunto; pero no dejaron de corrercon aquel motivo los más graves rumoresacerca de Svidrigailoff. En el tiempo enque usted estuvo en su casa, AdvociaRomanovna, habrá oído contar, sin duda,la historia de su criado Philipo, muertoa causa de los malos tratamientos desu amo. Esto ocurrió hace seis años, cuandoaun existía la servidumbre.
—Oí decir, por el contrario, que esePhilipo se había ahorcado.
—Perfectamente; pero se vió reducido,o por mejor decir, impulsado a darse lamuerte por las brutalidades incesantes ylos malos tratamientos sistemáticos desu amo.
—Lo ignoraba—respondió secamenteDunia—. Oí, sí, contar acerca de eso unahistoria muy extraña. Parece que el talPhilipo era un hipocondríaco, una especiede criado filósofo. Sus compañerosdecían que la lectura le había turbado elentendimiento, y, a creerlos, se habíaahorcado para huir, no de los golpes, sinode las burlas del señor Svidrigailoff. Levi tratar muy humanamente a sus servidoresy era muy amado de ellos, aunquele imputaban, en efecto, la muerte dePhilipo.
—Veo, Advocia Romanovna, que tiendeusted a justificarle—repuso Ludjin conuna sonrisa agridulce—. Verdad es quele tengo por hombre muy hábil para insinuarseen el corazón de las señoras. Lapobre Marfa Petrovna, que acaba de moriren circunstancias muy extrañas, es[153]una lamentable prueba de ello. Yo sólotrato de advertírselo a usted y a su mamáen previsión de las tentativas que deseguro no dejará de renovar. Por otraparte, estoy firmemente convencido deque ese hombre acabará en la prisión pordeudas. Marfa Petrovna pensaba demasiadoen el porvenir de sus hijos para tenerel propósito de asegurar a su maridouna parte importante de su fortuna. Esde suponer que le habrá dejado lo suficientepara vivir con decorosa modestia; perocon sus costumbres disipadas se lo comerátodo antes de un año.
—Suplico a usted que no hablemos másde Svidrigailoff. Eso me es desagradable—dijoDunia.
—Ha estado en mi casa hace un rato—dijobruscamente Raskolnikoff, que hastaentonces no había despegado los labios.
Todos se volvieron hacia él con exclamacionesde sorpresa; hasta el mismo PedroPetrovitch se quedó algo pasmado.
—Hace media hora, mientras yo dormía,entró en mi cuarto, y después dedespertarme se presentó él mismo. Estababastante contento y alegre; espera queyo he de hacerme amigo suyo, y, entreotras cosas, solicita una entrevista contigopara decirte que Marfa Petrovna,ocho días antes de su muerte, te habíadejado en su testamento tres mil rublos,cantidad que recibirás en breve plazo.
—¡Alabado sea Dios!—exclamó PulkeriaAlexandrovna, e hizo la señal de lacruz—. ¡Reza por ella, Dunia, reza!
—El hecho es exacto—no pudo menosde afirmar Ludjin.
—¿Y después?—preguntó vivamenteDunia.
—Después me dijo que no era rico,que toda su fortuna pasaba a sus hijos,los cuales están ahora en casa de su tía.También me contó que se hospedabacerca de mi casa; ¿dónde?, no lo sé; nose lo he preguntado.
—¿Qué otra cosa tiene que decir aDunia?—preguntó con inquietud PulkeriaAlexandrovna—. ¿Te lo ha dicho?
—Sí.
—¿Y qué?
—Lo diré luego.
Después de esta respuesta, Raskolnikoffse puso a tomar el te.
Pedro Petrovitch miró el reloj.
—Un negocio urgente me obliga a dejara ustedes, y de este modo no interrumpirésu conferencia—añadió un poco molesto,y al decir estas palabras se levantó.
—Quédese usted, Pedro Petrovitch—dijoDunia—. Usted tenía intención dededicarnos la velada. Además, nos haescrito diciéndonos que deseaba tener unaexplicación con mamá.
—Es verdad, Advocia Romanovna—respondiócon tono punzante Pedro Petrovitch,que se sentó a medias, conservandoel sombrero en la mano—; deseaba,en efecto, tener una explicación consu madre y con usted, sobre algunos puntosde suma gravedad. Pero como su hermanono puede explicarse delante de míacerca de ciertas proposiciones hechas porSvidrigailoff, yo no quiero ni puedo explicarmeante una tercera persona... sobreciertos puntos de extrema importancia.Por otra parte, ya había expresadoen términos formales mi deseo, que nose ha tenido en cuenta.
Las facciones de Ludjin tomaron unaexpresión dura y altanera.
—Ha pedido usted, en efecto, que mihermano no asistiese a nuestra entrevista,y si él no ha accedido a su deseo, hasido únicamente cediendo a mis instancias.Usted nos ha escrito que había sidoinsultado por nuestro hermano, y yo creoque debe de haber en esto alguna malainteligencia y que tienen ustedes quereconciliarse. Si verdaderamente Rodia leha ofendido a usted, debe darle sus excusas,y lo hará.
Al oír estas palabras, Pedro Petrovitchse sintió menos dispuesto que nunca ahacer concesiones.
—A pesar de toda la buena voluntaddel mundo, Advocia Romanovna, es imposibleolvidar ciertas injurias. En todohay un límite que es peligroso traspasar,porque una vez que se franquea, no sepuede retroceder.
—¡Ah! deseche usted esa vana susceptibilidad,Pedro Petrovitch—interrumpióDunia con voz conmovida—. Sea el hombreinteligente y noble que yo siempre hevisto en usted y que quiero ver en adelante.Le he hecho a usted una gran promesa.Soy la esposa futura de usted. Confíe[154]en mí en este asunto y crea que puedo juzgarcon imparcialidad. El papel de árbitroque me atribuyo en este momento esuna promesa tan grande para mi hermanocomo para usted. Cuando hoy, después dela carta de usted, le he suplicado que asistieraa nuestra entrevista, no le dije cuáleseran mis intenciones. Comprenda ustedque si rehusan reconciliarse me veréforzada a optar por uno excluyendo alotro. De tal modo se encuentra planteadala cuestión a causa de ustedes dos. Noquiero ni debo engañarme en mi elección:para usted es preciso que rompa con mihermano; para mi hermano es preciso querompa con usted. Menester es que estécierta de los sentimientos de ustedes.Ahora deseo saber, de una parte, si tengoen Rodia un hermano; de otra, si tengoen usted un marido que me ama y me estima.
—Advocia Romanovna—repuso Ludjinamostazado—: su lenguaje da lugara interpretaciones diversas; es más, lo encuentroofensivo, en vista de la situaciónque tengo el honor de ocupar respecto deusted. Prescindiendo de lo que hay demortificante para mí al verme colocadoal mismo nivel que un... orgulloso joven,parece que usted admite como posiblela ruptura del matrimonio convenido entrenosotros. Dice usted que tiene queelegir entre su hermano y yo; por estomismo se ve lo poco que significo a losojos de usted... No puedo aceptar tal cosa,dadas nuestras relaciones y dadosnuestros compromisos recíprocos.
—¡Cómo!—exclamó Dunia enrojeciendovivamente—. ¿Conque pongo el interésde usted en la balanza con todo loque yo amo más en la vida, y se queja designificar poco a mis ojos?
Raskolnikoff se sonrió sarcásticamente.Razumikin hizo una mueca; pero la respuestade la joven no calmó a Ludjin,que a cada instante se ponía más pedantee intratable.
—El amor por el esposo, por el futurocompañero de la vida, debe estar por encimadel amor fraternal—declaró sentenciosamente—;en todo caso yo no puedoadmitir que se me coloque en la mismalínea... Aunque haya dicho hace un momentoque no quería ni podía explicarmeen presencia de su hermano acerca delprincipal objeto de mi visita, hay un puntode suma gravedad para mí que desearíaesclarecer en seguida con su señoramadre. Su hijo de usted—continuó dirigiéndosea Pulkeria Alexandrovna—,ayer, delante del señor Razumikin, ¿noes éste el apellido de usted?, dispénsemesi he olvidado su nombre—dijo a éstehaciéndole un amable saludo—, me haofendido, alterando una frase pronunciadapor mí el día que tomé café en casa deustedes. Dije yo que, en mi concepto, unajoven pobre y ya experimentada en ladesgracia ofrecía a un marido más garantíasde moralidad y dicha conyugal queuna persona que hubiese vivido siempreen la abundancia. Su hijo de usted, condeliberado propósito, ha dado significadoodioso a mis palabras y presumo quese ha fundado para ello en alguna cartade usted. Sería una gran satisfacción paramí si usted me probase que estaba engañado.Dígame con exactitud en qué términosha reproducido mi pensamiento alescribir al señor Raskolnikoff.
—Ya no me acuerdo—respondió algoconfusa Pulkeria Alexandrovna—; le manifestéel pensamiento de usted, tal comolo había comprendido. Ignoro cómo ha repetidoRodia mi frase. Puede que hayaforzado mis términos...
—No ha podido hacerlo más que inspirándoseen lo que usted haya escrito.
—Pedro Petrovitch—replicó con dignidadPulkeria Alexandrovna—, la pruebade que Dunia y yo no hemos tomadoa mala parte las palabras de usted, esque estamos aquí.
—¡Bien, mamá!—aprobó la joven.
—¿De modo que soy yo el equivocado?—dijoresentido Ludjin.
—¿Ve usted, Pedro Petrovitch? Acusausted a Rodia sin tener en cuenta que ensu carta de hoy le atribuye usted un hechofalso—prosiguió Pulkeria Alexandrovna,muy animada por la aprobación que acababade manifestarle su hija.
—No me acuerdo de haber escrito nadafalso.
—Según la carta de usted—declarócon tono áspero Raskolnikoff sin volversehacia Ludjin—, el dinero que entreguéayer a la viuda de un hombre atropella[155]dopor un coche se lo había dado a su hija(a quien veía entonces por primera vez).Usted ha escrito eso con la intención, sinduda, de indisponerme con mi familia, ypara conseguirlo mejor, ha calificado dela manera más innoble la conducta de unajoven a quien usted no conocía. Esto esuna baja difamación.
—Perdone usted, señor—respondióLudjin temblando de cólera—. Si en micarta me he extendido en lo que a usted serefiere, ha sido porque su madre de ustedy su hermana me suplicaron que les dijesecómo había encontrado a usted y quéimpresión me había usted producido. Porotra parte, le desafío a que señale unasola línea mentirosa en el pasaje en queusted alude. ¿Negará usted, en efecto,que ha dado su dinero? Y en cuanto ala desgraciada familia de que se trata,¿se atrevería usted a responder de la honradezde todos sus miembros?
—Toda la honradez de usted no valelo que el dedo meñique de la pobre jovena quien arroja usted la primera piedra.
—¿De modo que no vacilará usted enponerla en contacto con su madre y suhermana?
—Si lo desea usted saber, le diré que yalo he hecho. La he invitado a tomar asientoal lado de mi madre y de Dunia.
—¡Rodia!—exclamó Pulkeria Alexandrovna.
Dunia se ruborizó, Razumikin fruncióel ceño y Ludjin se sonrió despreciativamente.
—Juzgue usted misma, Advocia Romanovna,si el acuerdo es posible. Supongoque esto es un asunto terminado delcual no hay más que hablar. Me retiropara no interrumpir por más tiempo estareunión de familia.
Se levantó y tomó el sombrero.
—Pero permítanme ustedes que les digaantes de irme que deseo no verme expuestoen lo sucesivo a semejantes encuentros.Es a usted particularmente, mi distinguidaPulkeria Alexandrovna, a quiendirijo esta súplica; tanto más, cuanto quemi carta era para usted y no para otraspersonas.
Pulkeria Alexandrovna se sintió untanto irritada.
—¿Cree usted que es nuestro amo, PedroPetrovitch? Dunia le ha dicho ya porqué no ha sido satisfecho su deseo; mi hijano tenía más que buenas intenciones.Pero, en verdad, usted me escribe en unestilo muy imperioso, y menester es quemiremos sus deseos como una orden. Diréa usted, por el contrario, que ahora, sobretodo, debe tratarnos con consideracionesy miramientos, puesto que la confianzaen usted nos ha hecho dejarlo todopara venir aquí, y, por consiguiente, nostiene ya a su disposición.
—Eso no es del todo exacto, PulkeriaAlexandrovna; sobre todo, desde el momentoque conoce usted el legado hechopor Marfa Petrovna a Advocia Romanovna.Estos tres mil rublos llegan muy apunto, según parece, a juzgar por el nuevotono que toma usted conmigo—añadióagriamente Ludjin.
—Esa observación haría suponer queusted había especulado sobre nuestra miseria—observóDunia con voz irritada.
—Ahora, por lo menos, no puedo especularcon ella. Y sobre todo, no quieroimpedir que oiga usted las proposicionessecretas que Arcadio Ivanovitch Svidrigailoffha encargado, para que se las transmita,a su hermano de usted. Por lo queveo, esas proposiciones tienen para usteduna importancia capital y quizá tambiénmuy agradable.
—¡Ah! ¡Dios mío!—exclamó PulkeriaAlexandrovna.
Razumikin se agitaba impacientementeen su silla.
—¿No te avergüenza, hermana?—preguntóRaskolnikoff.
—Sí—respondió la joven—. Pedro Petrovitch,¡salga usted!—añadió pálida decólera.
Este último no esperaba semejantedesenlace. Era demasiado presumido ycontaba con su fuerza y con la impotenciade sus víctimas. En aquel momento nodaba crédito a sus oídos.
—Advocia Romanovna—dijo pálido ycon los labios temblorosos—, si salgo ahoratenga usted por cierto que ya no volveréjamás. Reflexione usted. Yo no tengomás que una palabra.
—¡Qué impudencia!—exclamó Duniasaltando de su asiento—. ¡Pero si lo quequiero es perderle de vista para siempre!
—¿Cómo? ¿Eso dice usted?—vociferóLudjin, tanto más desconcertado cuantoque hasta el último minuto había creídoimposible semejante ruptura—. ¡Ah! ¿Esasí? ¿Sabe usted, Advocia Romanovna,que yo podría protestar?
—¿Con qué derecho le habla usted así?—dijocon vehemencia Pulkeria Alexandrovna—.¿De qué tiene usted que protestar?¿Cuáles son sus derechos? Sí, susderechos. ¿Iría yo a dar a mi Dunia a unhombre como usted? ¡Váyase en seguiday déjenos tranquilas! ¿En qué estábamospensando, sobre todo yo, para consentiren una cosa tan indigna?
—Sin embargo, Pulkeria Alexandrovna—replicóPedro Petrovitch exasperado—,ustedes me han comprometido, dandouna palabra que ahora retiran... y, porúltimo, esto... esto... me ha ocasionadogastos.
La última recriminación estaba tandentro del carácter de Ludjin, que Raskolnikoff,a pesar del furor que sentía, nopudo oírla sin soltar la carcajada; perono le sucedió lo mismo a Pulkeria Alexandrovna.
—¿Gastos? ¿Gastos?—replicó violentamente—.¿Se trata acaso del cajón queusted nos ha mandado? ¡Pero si usted haobtenido su transporte gratuito! ¿Y pretendeusted que le hemos comprometido?¿Se pueden invertir los papeles hasta esepunto? Nosotras somos las que estamos amerced de usted, y no usted a la nuestra.
—¡Basta, mamá, basta, te lo suplico!—dijoAdvocia Romanovna—. Pedro Petrovitch,tenga usted la bondad de marcharse.
—Sí, me voy. Una palabra solamente—respondiócasi fuera de sí—. Su mamá deusted parece haber olvidado completamenteque pedí su mano cuando corríanacerca de usted muy malos rumores en todala comarca. Al desafiar por usted laopinión pública, y al restablecer su reputación,tenía derecho a esperar que me loagradecería usted; pero esto me hace caerla venda de los ojos, y veo que mi conductaha sido muy inconsiderada y quequizá he cometido un gran error despreciandola voz pública...
—¡Pero este hombre quiere que le rompanla cabeza!—exclamó Razumikin, quese había levantado para castigar al insolente.
—Es usted un malvado—añadió Dunia.
—Ni una palabra, ni un gesto—agregóvivamente Raskolnikoff, deteniendo aRazumikin; y aproximando luego su caraa la de Ludjin, le dijo en voz baja, peroperfectamente clara—: ¡Váyase usted!¡Ni una palabra más! De lo contrario...
Pedro Petrovitch, con el rostro pálidoy contraído por la cólera, le miró durantealgunos segundos; después giró sobre sustalones, y desapareció, llevándose en elcorazón un odio mortal contra Raskolnikoff,a quien imputaba solamente su desgracia.Mientras descendía la escalera, seimaginaba, empero, que no estaba perdidosin remedio, y que no tenía nada deimposible una reconciliación con las señoras.
Durante cinco minutos todos estuvieronmuy alegres; su satisfacción les hacíareír estrepitosamente. Sólo Dunia palidecíade vez en cuando al recuerdo de laescena precedente. Pero de todos, el másgozoso era Razumikin. Aunque no seatrevía abiertamente a manifestar su contento,éste se delataba, a pesar suyo,en el temblor febril de toda su persona.Ahora tenía el derecho de dar su vida porlas dos señoras, y de consagrarse a su servicio.Ocultaba, sin embargo, estos pensamientosen lo más profundo de sí mismo,y temía dar alas a su imaginación.En cuanto a Raskolnikoff, inmóvil y huraño,no tomaba parte en la alegría general;parecía que su espíritu estaba enotra parte... Después de haber insistidotanto porque se rompiese con Ludjin,hubiérase dicho que esa ruptura, ya consumada,le tenía sin cuidado. Dunia nopudo menos de pensar que su hermanoestaba aún enojado con ella, y PulkeriaAlexandrovna le miraba con inquietud.
—¿Qué es lo que te ha dicho Svidrigailoff?—preguntóla joven, acercándose asu hermano.
—¡Ah! Sí, sí—dijo vivamente PulkeriaAlexandrovna.
Raskolnikoff levantó la cabeza.
—Está decidido a regalarte diez milrublos, y desea verte, pero en mi presencia.
—¿Verle? ¡Jamás!—gritó Pulkeria Alexandrovna—.¿Cómo se atreve a ofrecerledinero?
Raskolnikoff refirió entonces con bastantesequedad su entrevista con Svidrigailoff.
A Dunia le preocuparon extraordinariamentelas proposiciones de Svidrigailoff,y quedó largo tiempo pensativa.
—Algún terrible designio ha concebido—murmurópara sí, casi temblando.
Raskolnikoff advirtió este terror excesivo.
—Creo que tendré ocasión de verle másde una vez—dijo a su hermana.
—Encontraremos sus huellas—exclamóenérgicamente Razumikin—. Yo lo descubriré.No le perderé de vista, ya queRaskolnikoff me lo permite. El mismome lo ha dicho hace poco: «Vela por mihermana». ¿Consiente usted, Advocia Romanovna?
Dunia sonrió y tendió la mano al joven;pero seguía preocupada. PulkeriaAlexandrovna le dirigió una tímida mirada.También es cierto que le habíantranquilizado notablemente los tres milrublos. Un cuarto de hora después se hablabacon animación. El mismo Raskolnikoff,aunque silencioso, prestó durantealgún tiempo oído a lo que se decía. Lavoz cantante la llevaba Razumikin.
—¿Por qué, pregunto a ustedes, porqué irse?—gritaba convencido—. ¿Quévan ustedes a hacer en aquel pueblucho?Lo que principalmente hay que procuraraquí es que todos ustedes estén juntos,puesto que se han de menester los unosa los otros. No; no deben separarse. Vamos,quédense ustedes siquiera un tiempo.Acéptenme ustedes como amigo ycomo asociado, y les aseguro que emprenderemosun excelente negocio. Escúchenmeustedes. Voy a explicarles minuciosamentemi proyecto. Se me ocurrió la ideaesta mañana, cuando aun no se sabía nada...He aquí de qué se trata: Yo tengoun tío; se lo presentaré a ustedes; es unviejo muy campechano y muy respetable.Este tío posee un capital de mil rublos,que no sabe qué hacer de ellos, porquecobra una pensión que basta a sus necesidades.Desde hace dos años no cesa deofrecerme esta suma al seis por ciento deinterés. Bien comprendo que es un mediode que se vale para ayudarme. El añoúltimo, yo no tenía necesidad de dinero;pero al presente sólo esperaba que llegaseel buen viejo para decirle que aceptaba.A los mil rublos de mi tío juntan ustedesmil más y ya está formada la asociación.
—¿Qué negocio vamos a emprender?
Entonces Razumikin se puso a desarrollarsu proyecto. Según él, la mayor partede los libreros y editores rusos hacen malosnegocios porque conocen mal su oficio;pero con buenas obras se podía ganar dinero.El joven, que llevaba ya dos añostrabajando para diversas librerías, estabaal corriente del asunto y conocía bastantebien tres lenguas europeas. Seisdías antes le dijo, es cierto, a Raskolnikoff,que no sabía bien el alemán; perohabló de ese modo para decidir a su amigoa que colaborase con él en una traducciónque podía proporcionarle algunos rublos.Raskolnikoff no se dejó engañar poraquella mentira.
—¿Por qué, pues, hemos de despreciarun buen negocio, cuando poseemos unode los medios de acción más esenciales,el dinero?—continuó, animándose, Razumikin—.Claro es que habrá que trabajarmucho; pero trabajaremos, pondremostodos manos a la obra. Usted, AdvociaRomanovna, yo, Rodia... ¡Hay publicacionesque producen al presente excelentesrendimientos! Tendremos, sobre todo,la ventaja de conocer lo que convienetraducir. Seremos a la vez traductores,editores y profesores. Ahora puedo serútil, porque tengo experiencia. Hace dosaños que no salgo de casa de los libreros,y sé todas las triquiñuelas del oficio; creanustedes que lo que propongo no es obrade romanos. Cuando se ofrece la ocasiónde ganar algún dinero, ¿por qué no aprovecharla?Podría citar dos o tres librosextranjeros cuya publicación sería unamina de oro. Si se lo indicase a uno denuestros editores, nada más que por estodebería yo cobrar quinientos rublos; perono lo soy tanto. Por otra parte, capacesserían los imbéciles de vacilar. En cuanto[158]a la parte material de la empresa, impresión,papel, venta, me encargan ustedesa mí; eso lo entiendo. Comenzaremos modestamente;poco a poco iremos ampliandoel negocio, y en todo caso, seguro estoyde que conseguiremos los dos objetos.
A Dunia le brillaban los ojos.
—Lo que usted propone—dijo—megusta mucho, Demetrio Prokofitch.
—Yo, es claro, no entiendo nada de eso—añadióPulkeria Alexandrovna—. Sinduda, conviene. Nosotras tenemos quepermanecer aquí por algún tiempo—dijomirando a Raskolnikoff.
—¿Qué piensas tú de esto, hermano?—preguntóDunia.
—Encuentro su idea excelente—respondióel joven—. Cierto es que no se improvisade un día a otro una gran librería;pero hay cinco o seis libros cuyo buenéxito no me ofrece duda y son los mejorespara comenzar. Conozco uno, sobre todo,que de seguro se vendería. Además, podéistener confianza completa en la capacidadde Razumikin; sabe lo que se hace...Por lo demás, tiempo tenéis de hablar deesto.
—¡Bravo!—gritó Razumikin—. Ahora,escuchen ustedes: hay aquí, en esta mismacasa, un departamento completamentedistinto e independiente del local en quese encuentran estas habitaciones; no cuestacaro y está amueblado... tres piezaspequeñas; aconsejo a ustedes que lo alquilen.Estarán allí muy bien; tanto más,cuanto que podrán ustedes vivir todosjuntos; por supuesto, con Rodia... Pero,¿a dónde vas, hombre?
—¡Cómo! ¿te vas ya?—preguntó coninquietud Pulkeria Alexandrovna.
—¿En un momento como éste?—gritóRazumikin.
Dunia miró a su hermano con sorpresay desconfianza. El joven tenía la gorra enla mano, y se preparaba a salir.
—Cualquiera diría que se trataba deuna separación eterna—exclamó con aireextraño.
Sonreía; ¡pero con qué risa!
—Después de todo, ¿quién sabe? Acasosea ésta la última vez que nos vemos—añadióde repente.
Estas palabras brotaron espontáneamentede sus labios.
—Pero, ¿qué te pasa?—dijo ansiosamentela madre—. ¿A dónde vas, Rodia?—lepreguntó dando a su pregunta unacento particular.
—Tengo que irme—respondió el joven.
Su voz era vacilante; pero su pálidorostro expresaba una firme resolución.
—Quería deciros al venir aquí... Queríadeciros a ti, mamá, y a ti, Dunia, que debemossepararnos por algún tiempo. Nome siento bien; tengo necesidad de reposo...Volveré más tarde. Volveré cuandome sea posible. Guardaré vuestro recuerdo,os amaré... Dejadme, dejadme solo...Era esa mi intención... Mi resolución erairrevocable... Ocúrrame lo que quiera,perdido o no, deseo estar solo. Olvidadmecompletamente. Esto es lo mejor... Noprocuréis tener noticias mías... cuando seamenester, yo vendré a vuestra casa u osllamaré. Quizá se arregle todo; pero hastaque esto suceda, si me amáis, renunciada verme... De otro modo, os odiaré... comprendoque os odiaré... ¡Adiós!
—¡Dios mío! ¡Dios mío!—gimió PulkeriaAlexandrovna.
De las dos mujeres, así como de Razumikin,se apoderó un espanto terrible.
—¡Rodia, Rodia! ¡Reconcíliate con nosotras!¡Sé lo que siempre fuiste!—gritabala pobre madre.
Raskolnikoff se dirigió lentamente haciala puerta, pero al llegar a ella se le acercóDunia.
—¡Hermano mío! ¿Cómo puedes portarteasí con nuestra madre?—murmuróla joven, cuya mirada llameaba de indignación.
Raskolnikoff hizo un esfuerzo para volverlos ojos hacia ella.
—No es nada—musitó como hombreque no tiene plena conciencia de lo quedice, y salió de la sala.
—¡Egoísta! ¡Corazón duro y sin piedad!—gritóDunia.
—¡No es egoísta; es un demente! ¡Estáloco! ¡Le digo a usted que está loco!¿Es posible que usted no lo haya visto?¡Usted es la que no tiene piedad eneste caso!—murmuró Razumikin, inclinándoseal oído de la joven, cuya manoestrechó con fuerza—. Vuelvo en seguida—dijoa Pulkeria Alexandrovna, que[159]estaba desvanecida, y se lanzó fuera delcuarto.
Raskolnikoff le esperaba en el corredor.
—Sabía que correrías detrás de mí—dijo—.Vuélvete con ellas, y no las dejes...Acompáñalas también mañana... y siempre.Yo... yo volveré quizá... si hay medio...Adiós.
Iba a alejarse sin dar la mano a Razumikin.
—¿Pero a dónde vas?—balbuceó esteúltimo asombrado—. ¿Qué tienes? ¿Cómoprocedes de ese modo?
Raskolnikoff se detuvo de nuevo.
—Una vez para todas: no me interroguesmás; nada he de responderte. Novuelvo a mi casa. Quizá venga alguna vezaquí. Déjame... Pero a ellas...no las dejes.¿Me comprendes?
El corredor estaba obscuro; ambosamigos se encontraban cerca de una lámpara.Durante un minuto se miraron ensilencio. Razumikin se acordó toda su vidade este minuto. La mirada fija e inflamantede Raskolnikoff parecía que intentabapenetrar hasta el fondo de su alma.De repente Razumikin se estremecióy se puso pálido como un cadáver. Acababade comprender la horrible verdad.
—¿Comprendes ahora?—dijo de repenteRaskolnikoff, cuyas facciones se alteraronhorriblemente—. Vuelve al ladode ellas—añadió, y con paso rápido salióde la casa.
Inútil es describir la escena que sedesarrolló a la entrada de Razumikin enel cuarto de Pulkeria Alexandrovna. Comose comprende fácilmente, el jovenpuso todo su cuidado en tranquilizar alas dos señoras. Les aseguró que Rodia,como estaba enfermo, necesitaba de reposo;les juró que no dejaría de ir a verlas,que le verían todos los días, que tenía unapreocupación constante, que era precisono irritarle; prometió velar por su amigo,confiarle a los cuidados de un buen médico,del mejor, y si era necesario, llamaríaa consulta a los príncipes de laciencia...
En una palabra, a partir de este día,Razumikin sería para ellas un hijo y unhermano.
Raskolnikoff se dirigió derechamenteal domicilio de Sonia.
La casa, de tres pisos, era un edificioviejo pintado de verde. El joven encontró,no sin trabajo, aldvornik, y obtuvode él vagas indicaciones acerca del cuartodel sastre Kapernumoff. Después de haberdescubierto en un rincón del patio laentrada de una escalera estrecha y sombría,subió al segundo piso y siguió lagalería que daba frente al patio. Mientrasandaba en la obscuridad, se preguntabapor dónde se podía entrar en casa de Kapernumoff.De pronto se abrió una puertaa tres pasos de él, y el joven tomó unade las hojas con un movimiento maquinal.
—¿Quién hay aquí?—preguntó unavoz de mujer.
—Soy yo. Vengo a ver a usted—replicóRaskolnikoff, y penetró en una antesalita.
Allí, sobre una mala mesa, había unavela, colocada en un estropeado candelerode cobre.
—¡Es usted! ¡Dios mío!—dijo débilmenteSonia, que parecía no tener fuerzas paramoverse de su sitio.
—¿Es éste su cuarto?—y Raskolnikoffentró vivamente en la sala, haciendo esfuerzospara no mirar a la joven.
Al cabo de un minuto, Sonia se le acercóy permaneció en pie delante de él, presade una agitación inexplicable. Estainesperada visita la turbaba y aun ledaba miedo. De pronto su pálido rostrose coloreó y se le llenaron los ojos de lágrimas.Experimentaba una gran angustia,con la cual se mezclaba cierta dulzura.Raskolnikoff se volvió con un rápidomovimiento, y se sentó en una silla cercade una mesa. En un abrir y cerrar de ojospudo inventariar todo lo que había en laestancia.
Esta sala grande, pero excesivamentebaja, era la única alquilada por los Kapernumoff.En el muro de la izquierdahabía una puerta que comunicaba con lavivienda del sastre; del lado opuesto, enla pared de la derecha, había otra puerta,siempre cerrada: pertenecía a otro aloja[160]miento.El cuarto de Sonia parecía uncobertizo cuadrilátero muy irregular,cuya forma le daba un aspecto monstruoso.La pared, con tres ventanas que dabanal canal, la cortaba oblicuamente,formando así un ángulo extremadamenteagudo, en el fondo del cual nada se veía,a causa de la débil luz de la vela. Por elcontrario, el otro ángulo era desmesuradamenteobtuso. Esta gran sala apenastenía muebles: en el rincón de la derechaestaba la cama; entre la cama y la puerta,una silla; del mismo lado, y precisamenteenfrente del alojamiento vecino, una mesade madera blanca cubierta con un tapeteazul, y al lado de ella dos sillas dejunco. En la pared opuesta, cerca del ánguloagudo, había adosada una cómodade madera sin barnizar que parecía perdidaen el vacío. A esto se reducía todo elmobiliario. El papel, amarillento y viejo,tenía color obscuro en todos los rincones,efecto probable de la humedad y del humodel carbón. Todo aquel local denotabapobreza: ni siquiera había cortinas en lacama.
Sonia miraba en silencio al visitante,que examinaba la habitación tan atentamentey de un modo tan despreocupado,que al fin la hizo temblar, como si sehallase delante del árbitro de su destino.
—Vengo a casa de usted por últimavez—dijo tristemente Raskolnikoff comosi se olvidase que era aquélla la primeraque visitaba a la joven—. Quizás no nosvolveremos a ver.
—¿Va usted a marcharse?
—No sé... mañana, todo...
—¿De modo que no irá usted mañanaa casa de Catalina Ivanovna?—dijo Soniacon voz temblorosa.
—No sé. Mañana por la mañana todo...No se trata de eso. He venido para decirledos palabras.
Levantó su mirada soñadora, y advirtióde repente que él estaba sentado mientrasque ella permanecía derecha.
—¿Por qué está usted en pie? Siéntese—dijocon voz dulce y acariciadora.
La joven obedeció. Durante un minuto,Raskolnikoff la contempló con ojos benévolosy casi enternecidos.
—¡Qué delgada está usted! ¡Qué manola suya! ¡Se ve la luz al través de ella! ¡Losdedos parecen los de una muerta!
Le tomó la mano.
Sonia se sonrió débilmente.
—Siempre he sido así—dijo.
—¿También cuando vivía usted en casade sus padres?
—Sí.
—Es claro—dijo bruscamente.
Operóse de nuevo un repentino cambioen la expresión de su rostro y en el sonidode su voz.
Después dirigió una nueva mirada enderredor suyo.
—¿Vive usted en casa de Kapernumoff?
—Sí.
—¿Viven ahí, detrás de esa puerta?
—Sí. Su habitación es completamenteigual a ésta.
—¿No tienen más que una sala paratodos?
—Nada más.
—Yo, en una habitación como ésta,tendría miedo por la noche—observó eljoven con aire sombrío.
—Mis patrones son buenas personas,muy amables—respondió Sonia, que parecíano haber recobrado aún su presenciade espíritu—, y todo el mobiliarioles pertenece. Son muy buenos. Sus hijosvienen muy a menudo a verme; los pobrecitosson tartamudos.
—¿Son tartamudos?
—Sí; el padre es tartamudo, y, además,cojo. La madre también. No es precisamenteque tartamudee; pero tiene un defectoen la lengua. Es una mujer muy buena.Kapernumoff es un antiguo siervo.Tiene siete hijos. El mayor es el que tartamudea;los otros son enfermizos, perohablan claro.
—Lo sabía.
—¿Que lo sabía usted?—exclamó Soniasorprendida.
—Su padre de usted me lo contó hacetiempo. Supe por él toda la historia deusted. Me refirió que usted salió un díaa las seis; que volvió a entrar a las ochodadas, y que Catalina Ivanovna se pusode rodillas delante de la cama de usted.
Sonia se turbó.
—Creo haberle visto hoy—dijo titubeando.
—¿A quién?
—A mi padre. Yo estaba en la calle;en la esquina cerca de casa, entre nuevey diez. Parecía andar delante de mí. Hubierajurado que era él. Quise ir a decírseloa Catalina Ivanovna, pero...
—¿Paseaba usted?
—Sí...—murmuró Sonia, bajando,avergonzada, los ojos.
—¿Catalina Ivanovna solía pegarlacuando estaba usted en casa de su padre?
—¡Oh, no! ¿Cómo dice usted eso? No—exclamóla joven mirando a Raskolnikoffcon cierto espanto.
—¿De modo que usted la quiere?
—¿Cómo no?—repuso Sonia con vozlenta y plañidera. Después juntó bruscamentelas manos con expresión de piedad—.¡Ah, si usted...! ¡Si usted la conociese!Es lo mismo que una niña. Tieneel juicio extraviado por la desgracia. ¡Peroes tan inteligente! ¡Es tan buena y generosa!¡Ah, si usted supiera!
Sonia dijo estas palabras con un acentocasi desesperado. Su agitación era extraña;se acongojaba, se retorcía las manos.Sus pálidas mejillas se habían coloreadode nuevo y sus ojos revelaban ungran sufrimiento. Evidentemente acababade herírsele una cuerda sensible y nopodía menos de hablar, de disculpar a CatalinaIvanovna. De repente se manifestóen todos los rasgos de su fisonomía unaexpresión de piedad, por decirlo así, insaciable.
—¡Pegarme ella! ¿Qué dice usted, señor?¡Pegarme ella!... Y, aun cuando mehubiera pegado, ¿qué? ¡si usted supiese!¡Es tan desgraciada, y, además, está enferma!...Busca la justicia... Es pura...cree que en todo puede reinar la justicia,y clama por ella... La maltrataría usted,y ella no haría nada de injusto.
—Y usted, ¿qué va a hacer?
Sonia le interrogó con la mirada.
—Ahora han quedado a cargo de usted.Cierto que antes era lo mismo; el que hamuerto solía pedirle a usted dinero parair a gastárselo a la taberna; pero ahora,¿qué es lo que va a ocurrir?
—No sé—respondió la joven tristemente.
—¿Van a quedarse donde están?
—No sé. Deben a la patrona, y creoque ésta ha dicho hoy mismo que queríaponerlas en la calle. Mi madrastra, porsu parte, dice que no ha de permanecerun momento más en aquella casa.
—¿En qué funda esa seguridad? ¿Piensavivir a costa de usted?
—¡Oh, no! ¡no diga usted eso! Entrenosotras no hay mío ni tuyo; nuestrosintereses son los mismos—replicó vivamenteSonia, cuya irritación en aquel instantese parecía a la inofensiva cólera deun pajarillo—. Por otra parte, ¿qué va aser de ella?—añadió, animándose cadavez más—. ¡Cuánto ha llorado hoy! Tieneperturbado el juicio, ¿no lo ha notado usted?Tan pronto se preocupa febrilmentepor lo que ha de hacer mañana, a finde que todo esté bien, la comida y lo demás,como se retuerce las manos, escupesangre, llora y se golpea, desesperada, lacabeza contra la pared. En seguida se consuela,pone su esperanza en usted, diceque será usted su sostén, habla de pedirdinero prestado en cualquier parte y devolverse a su ciudad natal conmigo. Allí,dice, fundará un pensionado de señoritasde la nobleza y me confiará la direcciónde su establecimiento. «Una vidacompletamente nueva, una vida felizcomenzará para nosotras», me dice besándome.Estos pensamientos la consuelan.¡Tiene tanta fe en sus quimeras!¿Piensa usted que se la puede contradecir?Ha pasado todo el día de hoy lavandoy arreglando el cuarto hasta que, rendida,se tuvo que echar en la cama. Luegofuimos de tiendas juntas; queríamos comprarcalzado a Poletchka y a Lena, porquesus zapatos están inservibles. Desgraciadamenteno teníamos bastante dinero;se necesitaba mucho, ¡y había elegidounos tan bonitos! Porque tiene muybuen gusto. ¡Usted no sabe...! Se echó allorar allí en la tienda, delante del zapatero,porque no le alcanzaba el dinero...¡Ah, qué triste era aquello!
—Vamos, se comprende después deesto que usted viva así—dijo Raskolnikoffcon amarga sonrisa.
—Y usted, ¿no tiene piedad de ella?—exclamóSonia—. Usted mismo, lo sé, seha despojado por ella de sus últimos recursos,y, sin embargo, no ha visto ustednada. ¡Si lo hubiera visto todo! ¡Dios mío![162]¡Cuántas veces, cuántas veces la he hechollorar! La semana última, sin ir más lejos,ocho días antes de la muerte de mipadre... ¡Oh! ¡Cuánto me ha hecho sufrirdurante todo el día este recuerdo!
Sonia se retorcía las manos; tan dolorososle eran estos pensamientos.
—¿Ha sido usted dura con ella?
—Sí; yo, yo. Fuí a verla—continuóllorando—y mi padre me dijo: «Sonia,me duele algo la cabeza... Léeme algo,ahí tienes un libro.» Era un volumen pertenecientea Andrés Semenitch Lebeziatnikoff,el cual solía prestarnos librosmuy divertidos. «Tengo que marcharme»,le respondí yo. No tenía ganas de leer.Había entrado en la casa para enseñara Catalina Ivanovna una compra queacababa de hacer. Isabel, la revendedora,me había traído unos cuellos y unos puñosmuy bonitos, con ramos, casi nuevos.Me costaron muy baratos. A CatalinaIvanovna le gustaron mucho; se los probó,mirándose al espejo, y los encontrópreciosos. «Dámelos, Sonia; anda, dámelos»,me dijo. No los necesitaba para nada,pero ella es así: se acuerda siempre de lostiempos felices de su juventud. Se contemplaal espejo, y eso que no tiene nivestidos ni nada desde hace no sé cuántosaños. Por lo demás, nunca pide nadaa nadie, porque es orgullosa, y antes quepedir daría cuanto posee; sin embargo,me pidió los cuellos casi llorando. A míme costaba trabajo dárselos. «¿Para quélos quiere usted?», le dije. Sí, de ese modole hablé. No debí decirle tal cosa. Me mirócon aire tan afligido, que daba penaverla... y no era por los cuellos por lo quese entristecía, no; lo que la afligió fué minegativa... ¡Ah, si yo pudiese ahora retirartodo lo dicho, hacer que todas aquellaspalabras no hubieran sido pronunciadas!...¡Oh, sí! Pero le estoy contandoa usted lo que no le interesa.
—¿Conocía usted a la revendedoraIsabel?
—Sí... ¿La conocía usted también?—preguntóSonia un poco asombrada.
—Catalina Ivanovna está tísica en elúltimo grado; morirá pronto—dijo Raskolnikoffdespués de una pausa, sin respondera la pregunta.
—¡Oh, no, no!
Y Sonia, inconsciente de lo que hacía,tomó las dos manos del joven, como si lasuerte de Catalina Ivanovna hubiese dependidode él.
—Sería mejor que se muriese.
—No, no sería mejor. ¡Qué había deserlo!
—¿Y los niños? ¿Qué va a hacer ustedde ellos, puesto que no puede tenerlos asu lado?
—¡Oh, no sé!—exclamó con acento angustiadola joven, apretándose la cabezacon las manos.
Era evidente que a menudo la habíapreocupado este pensamiento.
—Supongamos que Catalina Ivanovnaviva todavía algún tiempo; pero puedeusted caer enferma, y cuando la conduzcanal hospital, ¿qué sucederá entonces?—prosiguióimplacablemente Raskolnikoff.
—¡Ah! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted?
El espanto demudó por completo elrostro de Sonia.
—¿Cree usted que es imposible?—repusoél con sonrisa sarcástica—. Supongoque no está usted asegurada contra lasenfermedades. ¿Qué será entonces deellos? Toda la familia se encontrará en elarroyo; la madre pedirá limosna, tosiendoy dando con la cabeza en las paredes, comohoy; los niños llorarán, Catalina Ivanovnacaerá en medio de la calle, la llevaránal puesto de policía y de allí al hospital,y los niños quedarán sin amparo.
—¡Oh, no! ¡Dios no permitirá semejantehorror!—exclamó Sonia con voz ahogada.
Hasta entonces había escuchado en silencio,con los ojos fijos en Raskolnikoffy las manos juntas como en muda plegariapara conjurar la desgracia que el jovenpredecía.
Raskolnikoff se levantó y se puso a pasearpor la habitación. Pasó un minuto.Sonia seguía en pie con los brazos caídosy la cabeza baja presa de atroz sufrimiento.
—¿Y usted no puede hacer economías,ahorrar algún dinero para cuando lleguenlos días tristes?—preguntó deteniéndosedelante de ella.
—No—murmuró Sonia.
—No, naturalmente. ¿Pero lo ha procuradousted?—añadió con cierta ironía.
—Sí.
—¿Y no lo ha conseguido? Es claro, sí,se comprende. Inútil es preguntarlo.
Y volvió a pasearse por la habitación.
—Y... ¿no gana usted dinero todos losdías?—preguntó al cabo de otro minutode silencio.
Sonia se turbó más que nunca y susmejillas se arrebolaron.
—No—respondió en voz baja haciendoun violento esfuerzo.
—La suerte de Poletchka será, indudablemente,la misma de usted—dijo el jovenbruscamente.
—No, no; ¡eso es imposible!—exclamóSonia, herida en el corazón por aquellaspalabras como por una puñalada—. Dios...Dios no permitirá semejante abominación.
—Otras permite.
—No, Dios la protegerá—repitió enfáticamenteSonia.
—¿Y si no hay Dios?—replicó conacento de odio Raskolnikoff, y se echóa reír mirando a la muchacha.
La fisonomía de Sonia cambió repentinamentede expresión. Se le contrajeronlos músculos y fijó en su interlocutoruna mirada preñada de reproches;quiso hablar, pero no pudo articular palabray rompió en sollozos, tapándose lacara con las manos.
—¿Dice usted que Catalina Ivanovnatiene el juicio perturbado? Y el de ustedlo está también—dijo Raskolnikoff despuésde una pausa.
Pasaron cinco minutos. El joven continuabapaseando por la estancia sin hablarni mirar a Sonia. Al fin se acercó aella; tenía los ojos brillantes y los labiostemblorosos; puso ambas manos sobre loshombros de la joven, fijó su ardiente miradaen ella, e inclinándose, de repente,le besó los pies. Sonia se echó atrás aterrada,como si estuviese delante de un loco.La fisonomía de Raskolnikoff en aquelmomento parecía, en efecto, la de un demente.
—¿Qué hace usted? ¡A mí!—balbucióSonia palideciendo y con el corazón dolorosamenteoprimido.
El joven se levantó en seguida.
—No es ante ti ante quien yo me prosterno,sino ante todo el sufrimiento humano—dijocon extraño acento, y fuéa ponerse de codos en la ventana—. Escucha—prosiguió,acercándose a ella un momentodespués—; hace poco le he dichoa un insolente que no valía lo que tu dedomeñique y que yo había hecho a mi hermanael honor de sentarse a tu lado.
—¡Ah! ¿Cómo ha podido usted decireso? ¡y delante de ella!—exclamó Soniaasombrada—. ¡Sentarse a mi lado un honor!¡Pero si yo soy una mujer deshonrada!...¡Ah! ¡Por qué ha dicho usted eso!
—Al hablar así, no pensaba ni en tu deshonor,ni en tus faltas, sino en tus sufrimientos.Sin duda eres culpable—continuódiciendo Raskolnikoff con emocióncreciente—; pero lo eres, sobre todo, porhaberte inmolado inútilmente. Comprendoperfectamente que eres muy desgraciada:vivir en ese fango que tú detestasy saber al mismo tiempo (puesto que nopuedes hacerte ilusiones sobre el particular)que tu sacrificio no sirve de naday que no aprovechará a nadie... Pero dime—añadióexaltándose cada vez más—,¿cómo con las delicadezas de tu alma teresignas a semejante oprobio? ¡Sería mejorarrojarse al agua y acabar de una vez!
—¿Y qué sería de ellos?—preguntódébilmente Sonia, levantando hasta élsu mirada de mártir; pero al propio tiempono parecía en modo alguno asombradadel consejo que se le daba.
Raskolnikoff la contempló con singularcuriosidad. Esa sola mirada se lo explicótodo. Sin duda la joven había pensadomuchas veces en el suicidio; muchastambién, quizá, en el exceso de su desesperación,había pensado en acabar de unavez, y de tal manera y tan seriamente sepreocupó con la misma idea, que al presenteno experimentaba ninguna sorpresaal oír tal solución. No advirtió, sinembargo, la crueldad que encerraban estaspalabras; escapósele también el sentidode los reproches del joven. Como ya se habrácomprendido, el punto de vista desdeel cual consideraba él su deshonor era paraella letra muerta, y esto lo echó de verRaskolnikoff. Se hacía cargo de cómo latorturaba la idea de su situación infamante,y se preguntaba qué había podi[164]doimpedir que acabase con su vida. Laúnica respuesta a tal pregunta era el cariñode Sonia por aquellos pequeñuelos ypor Catalina Ivanovna, la desgraciadatísica y medio loca que se golpeaba la cabezacontra las paredes. Sin embargo, eraevidente para él que la joven, con su caráctery educación, no podía permanecerasí definidamente. Veía claramente queel caso de Sonia era un fenómeno socialexcepcional; pero esto, en rigor, era unarazón de más para que la vergüenza la hubiesematado desde su entrada en un caminodel cual debía alejarla todo su pasadode honradez, tanto como su culturaintelectual, relativamente elevada.¿Qué era, pues, lo que la sostenía? ¿Erainclinación al vicio? No, su cuerpo únicamentese había entregado a aquella vida,el vicio no había penetrado en su alma;así lo comprendía Raskolnikoff, queleía como en libro abierto en el corazón dela joven.
«Su suerte está echada», pensaba. «Tienedelante de sí el canal, el manicomioo el embrutecimiento.»
Más que nada le repugnaba admitir laúltima probabilidad; pero su escepticismole llevaba a considerarla como lamás segura.
«¿Habrá de suceder así?», se preguntaba.«¿Es posible que esta criatura, queconserva todavía la pureza del alma, acabepor hundirse deliberadamente en elfango? Ha puesto ya los pies en él, y sihasta el presente ha podido soportar semejantevida, ¿es porque para ella el vicioha perdido ya su aspecto repugnante?No, no; es imposible», exclamó para sí,como antes había exclamado Sonia. «No,lo que hasta este momento la ha impedidoarrojarse al canal, es el temor de cometerun pecado y el interés que tieneporellos. Si aun no se ha vuelto loca...¿pero quién dice que no lo está? ¿Posee,acaso, todas sus facultades? ¿Razonaríauna persona de juicio sano como ellarazona? ¿Se puede afrontar la propia perdicióncon esa tranquilidad y sin prestaroídos a consejos o advertencias? ¿Es unmilagro lo que espera? Sí, sin duda. ¿Noson todos estos signos de enajenaciónmental?»
Se detenía obstinadamente en estaidea: «¡Sonia loca!» Esta perspectiva ledesagradaba menos que cualquiera otra,y pensando en tales cosas se puso a examinaratentamente a la joven. De prontole preguntó:
—¿De modo que ruegas mucho a Dios?
Ella callaba; en pie, a su lado, el jovenesperaba una respuesta.
—¿Qué sería de mí sin Dios?—dijo envoz baja, pero enérgica, y dirigiendo aRaskolnikoff una rápida mirada de susojos brillantes, le estrechó la mano confuerza.
«Vamos», pensó él, «no me engañaba».
—Pero, ¿qué es lo que Dios hace porti?—preguntó, deseoso de esclarecer porcompleto sus dudas.
Sonia permaneció silenciosa, como si nohubiera podido responder; se le dilatabael pecho con la emoción.
—¡Calle usted, no me lo pregunte! ¡Notiene usted derecho!—exclamó, mirándolecon cólera.
«Eso es, sí; eso es», pensó el joven.
—El lo hace todo—murmuró Sonia rápidamente,bajando los ojos al suelo.
«Ya está encontrada la explicación»,afirmó mentalmente Raskolnikoff y miróa la joven con ávida curiosidad. Experimentabauna sensación nueva, extraña,casi dolorosa, contemplando aquella caritapálida, angulosa, delgada, con aquellosojos tan azules y tan dulces que podíanlanzar tales llamas y expresar unaexpresión tan vehemente, y aquel cuerpecitotembloroso de indignación y decólera; todo aquello le parecía cada vezmás extraño, casi fantástico. «¡Está loca!¡Está loca!», repetía para sí.
Había un libro sobre la cómoda. Raskolnikoffhabíase fijado en él varias vecesdurante sus idas y venidas por la habitación.Al fin lo tomó para examinarlo.Era una traducción rusa del Nuevo Testamento.
—¿Quién te ha dado esto?—preguntóa Sonia desde el otro lado de la habitación.
La joven, que no se había movido desu sitio, avanzó un paso y dijo:
—Me lo han prestado.
—¿Quién?
—Isabel; se lo pedí yo.
«¿Isabel? ¡Es extraño!», pensó él.
Todo en casa de Sonia tomaba a sus[165]ojos un aspecto más extraordinario. Seaproximó a la luz con el libro y se puso ahojearlo.
—¿En qué parte habla de Lázaro?—preguntóbruscamente.
Sonia, con los ojos obstinadamente fijosen el suelo, guardó silencio. Se habíaseparado un poco de la mesa.
—¿Dónde está la resurrección de Lázaro?Búscame ese pasaje, Sonia.
La joven miró con el rabillo del ojoa su interlocutor.
—No está ahí... Está en el cuarto Evangelio—dijosecamente sin moverse de susitio.
—Busca ese pasaje y léemelo—dijo, ydespués se sentó, apoyó los codos en lamesa y la cabeza en la mano, y mirandode través con aire sombrío, se dispuso aescuchar.
Sonia vaciló al pronto dudando aproximarsea la mesa. El extraño deseo manifestadopor Raskolnikoff le parecía pocosincero. Sin embargo, tomó el libro.
—¿Acaso no lo ha leído usted nunca?—preguntó,mirando al joven de soslayo.
—Sí... en mi niñez.
—¿No lo ha oído usted en la iglesia?
—Yo no voy a la iglesia. Y tú, ¿vas amenudo?
—No—balbució Sonia.
Raskolnikoff sonrió.
—Comprendo... ¿Entonces no asistirásmañana a las exequias de tu padre?
—Sí; la semana pasada estuve en laiglesia. Asistí a una misa deRequiem.
—¿Por quién?
—Por Isabel; la mataron a hachazos.
Los nervios de Raskolnikoff estabancada vez más irritados y la cabeza se leiba.
—¿Tratabas a Isabel?
—Sí... Era buena, venía a mi casa...pero pocas veces, porque no era libre.Leíamos juntas y hablábamos. Ahoragoza de la vista de Dios.
Raskolnikoff se quedó pensativo. ¿Quésignificaban las misteriosas confidenciasde dos idiotas como Sonia e Isabel?
«Aquí voy a volverme loco yo también.En esta habitación se respira la locura»—pensó—.¡Lee!—gritó de repente con acentoirritado.
Sonia seguía vacilando. Le latía confuerza el corazón y parecía que le dabamiedo leer. Raskolnikoff miró con expresióncasi dolorosa a la pobre «loca».
—¿Qué le importa a usted eso si ustedno cree?—murmuró con voz ahogada.
—Quiero que leas—insistió él—; bienle leías a Isabel...
Sonia abrió el libro y buscó el pasaje.Le temblaban las manos y las palabras sele atravesaban en la garganta. Dos vecesSonia trató de leer y no pudo articular laprimera sílaba.
«Un hombre llamado Lázaro, de Bethania,estaba enfermo», profirió al fin,haciendo un esfuerzo; pero de repente, ala tercera palabra, su voz se hizo sibilantey se rompió como una cuerda demasiadotensa. Faltaba el aliento a su pecho oprimido.
Raskolnikoff se explicaba, en parte, lavacilación de Sonia para obedecerle, y amedida que comprendía mejor, reclamabamás imperiosamente la lectura; comprendíacuánto costaba a la joven descubrirle,en cierto modo, su interior. Evidentementeno podía, sin embargo, resolversea hacer a un extraño la confidenciade los sentimientos que desde su adolescenciaquizá la habían sostenido, quefueron, sin duda, su viático moral, cuandoentre un padre borracho y una madrastraloca por la desgracia, en medio de losniños hambrientos, no oía más que reprochesy clamores injuriosos. Veía todo esto;pero veía también que, a pesar de su repugnancia,tenía gran deseo de leer, sobretodo para él, «ocurriese lo que quisiera».Los ojos de la joven y la agitación quesentía, se lo dieron a conocer a Raskolnikoff...Por un violento esfuerzo sobre símisma, Sonia dominó el espasmo que leapretaba la garganta, y continuó leyendoel undécimo capítulo del evangeliode San Juan, y llegó al versículo 19.
«Muchos judíos habían venido a Martay a María a consolarlas de la muerte desu hermano. Entonces Marta, como oyóque Jesús venía, salió a su encuentro; peroMaría se estuvo en casa y Marta dijo aJesús—: Señor, si hubieses estado aquíno fuera muerto mi hermano; mas yosé ahora que todo lo que pidieres de Dioste dará Dios.»
La joven hizo aquí una pausa para[166]triunfar de la emoción que hacía temblarde nuevo su voz...
«Dícele Jesús—: Tu hermano resucitará.Marta dijo—: Yo sé que resucitaráen la resurrección en el día postrero. DíceleJesús:Yo soy la resurrección y la vida;el que crea en Mí, aunque esté muerto,vivirá; y todo aquel que vive y cree enMí, no morirá eternamente. ¿Crees tú enesto? Ella le dijo:»
(Aunque apenas podía respirar, Sonialevantó la voz, como si al leer las palabrasde Marta hiciese ella misma su profesiónde fe.)
«Sí, Señor; yo creo que Tú eres el Cristo,el Hijo de Dios que has venido al mundo.»
Sonia se interrumpió, levantó los ojoshasta él; pero los bajó en seguida y prosiguióla lectura. Raskolnikoff escuchabasin pestañear, apoyado de codos sobre lamesa y mirando de lado. La joven continuóleyendo hasta el versículo 32.
«Mas María como vino donde estabaJesús, viéndole derribóse a sus pies y ledijo—: Señor, si Tú hubieras estado aquíno fuera muerto mi hermano. Jesús entoncescomo que la vió llorando y que losjudíos que habían venido con ella llorabantambién, se conmovió en espíritu yturbóse y dijo—: ¿Dónde le pusisteis?Ellos le respondieron—: Señor, ven y verás.Y lloró Jesús. Y los judíos dijeronentonces—: Mirad cómo le amaba; y algunosdijeron—: ¿No podía éste, queabrió los ojos al ciego, hacer que éste nomuriese?»
Raskolnikoff se volvió hacia ella y todoagitado la miró. Sí, era, efectivamente, loque él había pensado. La joven estabatemblorosa y acometida de verdaderafiebre. Raskolnikoff lo había previsto. Soniase aproximaba al milagroso relato yse apoderaba de ella un sentimiento detriunfo. Su voz, fortalecida por la alegría,tenía sonoridades metálicas. Las líneasse confundían ante sus ojos ofuscados;pero sabía de memoria este pasaje. En elúltimo versículo, «no podía éste, que abriólos ojos al ciego...» bajó la voz dando unacento apasionado a la duda, al reprochede aquellos judíos incrédulos y ciegos, queun minuto después iban, como heridosdel rayo, a caer de rodillas sollozando ycreyendo... «Y él, él que es también unciego, incrédulo; él también, dentro deun instante, oirá, creerá; sí... sí... en seguida...ahora mismo...», pensaba Soniaagitada por esta alegre confianza.
«Jesús, conmoviéndose otra vez en símismo, vino al sepulcro; era una cuevala cual tenía una piedra encima. Dice Jesús—:Quitad la piedra. Marta, hermanadel muerto, le dice—: Señor, hiede ya,que es de cuatro días.»
Sonia subrayó la palabra cuatro.
«Jesús la respondió—: ¿No te he dichoque si crees verás la gloria de Dios? Entoncesquitaron la piedra de donde elmuerto había sido puesto, y Jesús, alzandolos ojos al cielo, dijo en voz alta—:¡Padre mío, gracias te doy porque me hasoído; yo sabía que siempre me oyes, maspor causa de la compañía que está alrededorlo dije, para que crean que me hasenviado! Y habiendo dicho estas palabras,exclamó a gran voz—: ¡Lázaro, ven fuera!y el que había muerto salió (al leer estaslíneas Sonia temblaba como si hubiesesido testigo del milagro), con las manosatadas con vendas y el rostro envuelto enun sudario. Y dijo Jesús—: Desatadle ydejadle ir.
»Entonces, muchos de los judíos que habíanvenido a María y habían visto lo queJesús acababa de hacer, creyeron en El.»
La joven no leyó más; le hubiera sidoimposible; cerró el libro y se levantó.
—Esto es todo lo que se refiere a laresurrección de Lázaro—dijo en voz bajay nerviosa sin volverse a Raskolnikoff.
Parecía que temiese encontrar su mirada.Su temor febril duraba todavía. Elcabo de vela, que estaba para consumirse,alumbraba vagamente aquel cuartuchoen que un asesino y una mujer públicaacababan de leer juntos el Santo Libro.De repente Raskolnikoff se levantó y seacercó a Sonia.
—He venido para hablarte de una cosa—dijoen alta voz, frunciendo el entrecejo.
La joven levantó los ojos hasta él y vióque su mirada, de una dureza particular,expresaba una resolución feroz.
—Hoy—prosiguió—, he renunciado atodo género de relaciones con mi madre[167]y con mi hermana. Ya no volveré más ami casa. La ruptura entre los míos y yoestá ya consumada.
—¿Por qué?—preguntó asombrada Sonia.
Su encuentro poco antes con PulkeriaAlexandrovna y Dunia, le había dejadouna impresión extraordinaria, aunqueobscura para ella. Al oír la noticia de queel joven había roto con su familia, sintióuna especie de terror.
—Ahora no tengo en el mundo más quea ti—respondió él—. Partamos juntos. Hevenido a proponértelo. Tú y yo somosmalditos; partamos juntos.
Le relampagueaban los ojos.
«Parece que está loco», pensó a su vezSonia.
—¿A dónde iremos?—preguntó espantada,e involuntariamente se interrumpió.
—¿Cómo he de saberlo? Unicamentesé que el camino y el fin de él, son los mismospara ti y para mí; de eso estoy seguro.
Sonia le miró sin comprender. Una solaidea se desprendía claramente para ellade las palabras de Raskolnikoff: que erainmensamente desgraciado.
—Nadie te comprenderá si tú le hablas—prosiguióél—; pero yo te he comprendido.Tú me eres necesaria; por eso hevenido.
—No comprendo...—balbució Sonia.
—Ya comprenderás más tarde. ¿Acasotú no has procedido como yo? Tú tambiénestás por encima de la regla... Hastenido ese valor. Has alzado la mano sobreti, has destruído una vida, la tuya.Hubieras podido vivir para un espíritu,para la razón, y acabarás en el Mercadodel Heno; pero tú no podrás soportarlo,y si te quedas sola perderás la razón yyo también la perderé. Ahora ya estáscomo loca. Es preciso, pues, que marchemosjuntos; que sigamos el mismo camino.Partamos.
—¿Por qué? ¿Por qué dice usted eso?—repusoSonia extrañamente turbada portal lenguaje.
—¿Por qué? ¡Porque tú no puedes quedarteaquí! Es menester razonar seriamentey ver las cosas bajo su verdaderoaspecto, en vez de llorar como un niñoy de confiarlo todo a Dios. ¿Qué ocurrirá,te pregunto yo ahora, si mañana se teconduce al hospital? Catalina Ivanovna,casi loca y tísica, morirá pronto. ¿Quéserá de sus hijos? La perdición de Poletchka,¿no es cosa segura?
—¿Qué hacer, pues? ¿Qué hacer?—repitióllorando Sonia y retorciéndose lasmanos.
—¿Qué hacer? Hay que levar el anclade una vez para ir adelante, ocurra lo quequiera. ¿No comprendes? Más tarde comprenderás...La libertad y el poder, perosobre todo el poder, reinan sobre todas lascriaturas temblorosas, sobre todo el hormiguero.He ahí el objeto. Acuérdate deesto. Ese es el testamento que te dejo.Quizá te hablo por última vez. Si no vengomañana lo sabrás todo, y entoncesacuérdate de lo que te digo. Más tarde,dentro de algunos años, con la experienciade la vida, comprenderás acaso lo quesignifican mis palabras. Si vengo mañana,te diré quién es el que ha matado a Isabel.
—Pero, ¿es que usted sabe quién la hamatado?—preguntó la joven helada deespanto.
—Lo sé y lo diré... pero a ti, a ti sola.Te he elegido. No vendré a pedirte perdónsino simplemente a decírtelo. Hacemucho tiempo que te he elegido; desde elmomento que tu padre me habló de ti;viviendo aún Isabel se me ocurrió estaidea. Adiós. No me des la mano. Hastamañana.
Raskolnikoff salió, dejando a Sonia laimpresión de que estaba loco; pero ellaestaba también como loca y se daba cuentade su estado; se le iba la cabeza.
—Señor, ¿cómo sabe quién ha matadoa Isabel? ¿Qué significan sus palabras?¡Qué extraño es!
Sin embargo, no tuvo la menor sospechade la verdad.
—¡Oh! ¡Debe de ser inmensamente desgraciado!Se ha separado de su madre yde su hermana; ¿por qué? ¿qué ha podidopasarle? ¿Cuáles son sus intenciones?¿Qué es lo que me ha dicho? Me ha besadoel pie diciéndome (sí, de ese modo se haexpresado), que no podía vivir sin mí...¡Oh Señor!
Detrás de la puerta que permanecíasiempre cerrada, había una habitaciónsin ocupar, desde hacía largo tiempo, que[168]pertenecía a la casa de Gertrudis KarlovnaReslich. Esta habitación se alquilaba,como lo indicaban un rótulo colocado enel exterior de la puerta grande y los albaranescolocados en las ventanas que dabanal canal. Sonia sabía que no vivía nadieallí. Pero, durante toda la escena precedente,el señor Svidrigailoff, oculto detrásde la puerta, no había perdido sílabade la conversación. Cuando Raskolnikoffhubo salido, el inquilino de la señora Reslichreflexionó un momento; después volvióa entrar sin ruido en su habitación,que estaba contigua a la pieza desalquilada,tomó una silla y fué a colocarla juntoa la puerta. Lo que acababa de oír leinteresaba en el más alto grado; así es quellevaba aquella silla para poder escucharla conversación prometida para el díasiguiente, sin verse obligado a permanecerde pie durante una hora por lo menos.
Cuando al día siguiente, a las once enpunto, Raskolnikoff se presentó en casadel juez de instrucción, se asombró dehaber tenido que hacer antesala tantotiempo. Según sus presunciones, debierahabérsele recibido en seguida; sin embargo,pasaron diez minutos antes de ver aPorfirio Petrovitch. En la sala de entrada,en que esperó primero, varias personasiban y venían sin parecer que reparasenen él. En la habitación siguiente,que se asemejaba a una Cancillería, trabajabanalgunos escribientes y saltaba ala vista que ninguno de ellos sospechabaen lo más mínimo lo que pudiera ser Raskolnikoff.
El joven miró en su derredor con desconfianza.¿Habría allí algún esbirro,algúnArgos misterioso encargado de vigilarle,y en el caso oportuno impedir sufuga? Nada de esto descubría; los escribientesestaban todos ocupados en sustareas y los otros no hacían el menor casode él. El visitante se iba tranquilizando.
—Si, en efecto, aquel misterioso personajede ayer, aquel espectro salido de debajode la tierra, lo supiese todo y lo hubiesevisto todo, ¿me dejarían tanto tiempolibre? ¿No me hubieran detenido ya,en vez de esperar que viniese aquí pormi propia voluntad? Siendo esto así, o esehombre no ha hecho ninguna revelacióncontra mí, o... sencillamente no sabe naday no ha visto nada... Y, en rigor, ¿cómohubiera podido ver? Por consiguiente,he debido estar alucinado, y lo que ayerme ocurrió no fué más que una ilusión demi imaginación enferma.
Cada vez encontraba más verosímil estaexplicación, que ya el día antes se lehabía ocurrido cuando más inquieto estaba.
Reflexionando en todo esto y preparándosepara una nueva lucha, Raskolnikoffadvirtió de repente que estaba temblandoy hasta se indignó ante el pensamientode que lo que le hacía temblar era el miedode una entrevista con el odioso PorfirioPetrovitch. Lo más terrible para él eraencontrarse de nuevo en presencia deaquel hombre; le odiaba terriblemente yhasta temía venderse a causa de aquelodio. Se apresuró a entrar con aire frío ytranquilo, y se prometió hablar lo menosposible, estar siempre alerta y dominar,en fin, a toda costa, su temperamentoirascible. Pensando en tales cosas, fuéintroducido en el despacho de PorfirioPetrovitch.
Encontrábase éste solo en su gabinete.Esta habitación, de no muchas dimensiones,contenía una gran mesa colocadafrente a un diván forrado de hule, un escritorio,un armario colocado en un rincóny varias sillas; todo este mobiliario,suministrado por el Estado, era de maderaamarilla. En la pared del fondo habíauna puerta cerrada, lo que hacía suponerque había otras habitaciones detrás deltabique.
En cuanto Porfirio Petrovitch vió queRaskolnikoff entraba en su gabinete, fuéa cerrar la puerta por la cual acababa deentrar el joven, y ambos quedaron frentea frente. El juez de instrucción dispensóa su visitante una acogida en la aparienciapor extremo risueña y afable. Al cabode algunos minutos advirtió Raskolnikoffciertos movimientos que revelaban ligeracontrariedad en el magistrado; parecíaque acababa de interrumpírsele en algunaocupación clandestina.
—¡Ah, respetabilísimo! Ya está usted[169]aquí... en nuestros dominios—comenzó adecir Porfirio Petrovitch tendiéndole ambasmanos—. Vamos, siéntese usted,batuchka. Pero quizá no le guste a ustedque se le llame respetabilísimo y al mismotiempobatuchka,tout court. No lo tomeusted a mal; no es una familiaridad excesiva...Siéntese... aquí, en el diván.
Raskolnikoff se sentó, sin apartar losojos del juez de instrucción.
«Estas palabras «en nuestros dominios»,estas excusas por su familiaridad, la expresiónfrancesatout court... ¿qué quieredecir todo esto? Me ha alargado las manossin darme ninguna; las ha retirado a tiempo»,pensó Raskolnikoff con desconfianza.
Ambos se observaban; pero cuandose encontraban sus miradas, apartabanel uno del otro los ojos con la rapidez delrelámpago.
—He venido a traer este papel... conmotivo del reloj... Tome usted. ¿Está bienasí, o hay que escribir otro?
—¿Qué? ¿Qué papel? ¡Ah, sí!... ¡No sepreocupe usted; está bien!—respondió conprecipitación Porfirio, que pronunció estaspalabras aun antes de haber examinadoel papel, y después, cuando hubo echadouna rápida mirada sobre el documento,añadió—: Sí, está bien; basta con esto—continuó,hablando siempre de prisa, ydepositó el papel sobre la mesa.
Un minuto después lo guardó en el escritorio,hablando de otra cosa.
—Me parece que ayer me manifestóusted deseos de interrogarme... en debidaforma, a propósito de mis relaciones conla... víctima.
«Vamos, ¿para qué habré dicho yomeparece?», pensó de repente Raskolnikoff.«¿Qué importa esa frase? ¿Por qué me hede inquietar yo por ella?», añadió mentalmentey casi al mismo tiempo.
Por el solo hecho de encontrarse enpresencia de Porfirio, con quien apenashabía cambiado dos palabras, su desconfianzatomaba enormes proporciones, yadvirtió súbitamente que esta disposiciónde ánimo era demasiado peligrosa; suagitación y la exaltación de sus nerviosiban en aumento.
«Malo, malo; se me va a escapar algunatontería.»
—Sí, sí; no se inquiete usted, tenemostiempo, tenemos tiempo—murmuró PorfirioPetrovitch, que sin intención algunaaparente iba y venía por la habitación,aproximándose, ya a la ventana, ya al escritorio,para acercarse en seguida a lamesa.
Algunas veces evitaba las recelosas miradasde Raskolnikoff; otras se deteníabruscamente y miraba a su interlocutorcara a cara.
Era un espectáculo verdaderamenteextraño el que ofrecía en tal momentoaquel hombrecillo grueso y redondo, quese movía como una pelota lanzada de unapared a otra.
—No hay prisa, no hay prisa. ¿Fumausted? Tome un cigarrillo—continuó ofreciendoun paquete al visitante—. Le reciboaquí, ¿sabe usted?; pero mi habitaciónestá ahí, detrás de ese tabique... Esel Estado quien me la suministra... yoestoy aquí provisionalmente, porque haymuchos arreglos que hacer en mi vivienda.Ahora todo está arreglado o poco menos...¿Sabe usted que es una gran cosaque el Estado le dé a uno casa? ¿No le parecea usted?
—Sí, una gran cosa—respondió Raskolnikoffmirándole con aire burlón.
—Una gran cosa... una gran cosa...—repitióocupado en otra parte—. ¡Sí, unagran cosa!—volvió a decir bruscamentecon voz casi tonante, deteniéndose a dospasos de Raskolnikoff, a quien miró derepente.
La incesante y necia repetición de estafrase: «Una habitación suministrada porel Estado es una gran cosa», contrastabapor su vacuidad con la mirada seria, profunda,enigmática, que el juez fijaba ahoraen su visitante.
La cólera de Raskolnikoff no le impidiódirigir al juez de instrucción un desafíoburlón y bastante imprudente.
—¿Sabe usted—comenzó a decir, mirándolecasi con insolencia y complaciéndoseen ello—, que es, según creo, unaregla jurídica, un principio para todos losjueces de instrucción, ponerse a hablarde cosas insignificantes o de una cosa seria,pero ajena a la cuestión, a fin de animara aquellos a quienes interrogan, omás bien a fin de distraerlos aletargandosu prudencia, y después, bruscamente,[170]de improviso, descargarles en medio dela coronilla la más peligrosa pregunta?¿No es así? ¿No es una costumbre religiosamenteobservada en la profesión deusted?
—¿De modo que usted supone que sile he hablado tantas veces de la casa queme da el Estado, ha sido para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñólos ojos y dió a su cara, por un instante,cierta expresión de alegría maliciosa, seborraron las leves arrugas de su frente, sele pusieron los ojos todavía más pequeñosde lo que eran, se dilataron sus facciones,y mirando fijamente a Raskolnikoff,se echó a reír de un modo nervioso y prolongado,que agitó toda su persona. El jovense echó a reír también, aunque haciendoun violento esfuerzo. La hilaridadde Porfirio Petrovitch redobló de tal modo,que el rostro del juez de instrucción sepuso de color carmesí. Raskolnikoff experimentóentonces un disgusto que le hizoolvidar toda prudencia; cesó de reír,frunció el entrecejo, y durante todo eltiempo en que siguió riendo Porfirio conaquella alegría que parecía un poco fingida,clavó en él unas miradas preñadasde odio. El juez, por su parte, se cuidabamuy poco del descontento de Raskolnikoff.Esta última circunstancia dió muchoque pensar al joven; creyó comprenderque su llegada no había interrumpidolo más mínimo al juez de instrucción; era,por el contrario, él, Raskolnikoff, el quehabía caído en una trampa. Evidentementehabía allí algún lazo, alguna emboscadaque él no conocía; la mina estaba cargadaquizá, e iba a reventar de un momentoa otro.
Yéndose derecho al asunto, se levantóy tomó su gorra.
—Porfirio Petrovitch—dijo con tono resuelto,pero en el que se descubría bastanteirritación—, ayer manifestó usted el deseode hacerme sufrir un interrogatorio.(Subrayó la palabrainterrogatorio.) He venidoa ponerme a disposición de usted; sitiene preguntas que dirigirme, pregúntemeusted, si no, permítame que me retire. Nopuedo perder el tiempo aquí; tengo otracosa que hacer. He de asistir al entierrode ese funcionario que ha sido atropelladopor un coche y de quien ha oído ustedhablar...—añadió, y en seguida se arrepintióde haber dicho esta frase—. Después—prosiguiócon cólera creciente—,todo eso me fastidia, ¿entiende usted?hace mucho tiempo que dura todo esto,y en parte ha sido causa de mi enfermedad...En una palabra—continuó convoz cada vez más irritada porque comprendíaque la frase acerca de su enfermedadera aún más inoportuna que laotra—, en una palabra, o me interrogausted, o permita que me marche ahoramismo... Pero si usted me interroga, quesea en la forma establecida por el procedimientolegal; de otro modo no se lo permitiréa usted, y hasta entonces, adiós,puesto que por el momento nada tenemosque hacer juntos.
—¡Señor! ¿Pero, qué está usted diciendo?¿Acerca de qué he de interrogar a usted?—replicóel juez de instrucción, quecesó instantáneamente de reír—; no seinquiete usted, se lo suplico.
Incitó a Raskolnikoff a que se sentara,en tanto que él iba y venía de un lado aotro de la habitación.
—Tenemos tiempo, tenemos tiempo, ytodo eso carece de importancia. Por elcontrario, estoy tan contento de que hayausted venido a nuestra casa... Recibo austed como a un visitante... En cuantoa ese maldito reír,batuchka Rodión Romanovitch,perdóneme usted... soy muynervioso y me ha hecho mucha gracia laagudeza de la observación de usted; a veces,le aseguro que me pongo a saltar comouna pelota de goma y estoy así durantemedia hora... Me gusta reír. Mitemperamento me hace temer una apoplejía.Pero siéntese usted, ¿por qué sigueen pie?... Se lo ruego,batuchka, de locontrario creeré que está usted enfadado.
Raskolnikoff, con el entrecejo fruncido,se callaba, escuchaba y observaba; sinembargo, se sentó.
—Por lo que a mí toca,batuchka RodiónRomanovitch, diré a usted una cosaque servirá para explicarle mi carácter—repusoPorfirio Petrovitch, que continuabayendo y viniendo por la habitación, yseguía evitando el cruzar la mirada con ladel joven—. Yo vivo solo, ¿sabe usted?No voy a ninguna parte; soy desconocido.Añada usted que estoy en la decadencia[171]ya acabado... y... ¿ha advertido usted,Rodión Romanovitch, que entre nosotros,es decir, en Rusia, y sobre todo en nuestroscírculos de San Petersburgo, cuandose encuentran dos hombres inteligentesque no se conocen aún bien, pero que recíprocamentese estiman, como usted yyo, por ejemplo, en este momento, nopueden decirse una palabra durante mediahora y permanecen como petrificados,el uno frente al otro? Todo el mundotiene materia de conversación; las señoras,la gente de mundo, las personas dealta sociedad... en todos estos ambienteshay de qué hablar, es de rigor; pero laspersonas de la clase media, como nosotros,son hurañas y taciturnas. ¿De qué procedeesto,batuchka? ¿No tenemos nosotrosintereses sociales, o es que somos demasiadohonrados para engañarnos unos aotros? No lo sé. Vamos a ver, ¿cuál es suopinión? Pero deje la gorra; cualquieradiría que desea usted irse, y eso me causapena... yo, por el contrario, tengo tantogusto...
Raskolnikoff dejó su gorra. No salíade su mutismo, y con las cejas fruncidasseguía oyendo la vana charla de Porfirio.
«Sin duda dice todas estas tonteríaspara distraer mi atención.»
—No le ofrezco a usted café, porqueéste no es lugar para ello; pero, ¿no seráposible pasar cinco minutos con un amigopara procurarle una distracción?—prosiguióel inagotable Porfirio—. Ya sabeusted cuántas son las obligaciones delservicio. No se enoje usted,batuchka,porque siga paseándome; perdóneme usted,sentiría mucho molestarle; ¡pero mees tan necesario el movimiento!... Estoysiempre sentado y es para mí un verdaderoplacer poder pasearme durante cincominutos... padezco de hemorroides.He tenido siempre intención de tratarmepor la gimnasia; el trapecio es, se dice,muy provechoso para los consejeros delEstado, y aun para los consejeros íntimos.En nuestros días, la gimnástica havenido a ser una verdadera ciencia... Encuanto a los deberes de nuestro cargo, aestos interrogatorios y todo este formalismo,usted mismo,batuchka, hablaba hacepoco... ¿Sabe usted, en efecto,batuchkaRodión Romanovitch, que estos interrogatoriosdespistan más al magistrado queal reo?... Usted lo ha hecho notar haceun momento, con tanto ingenio comoexactitud. (Raskolnikoff no había hechosemejante observación.) Se embrolla uno,pierde el hilo. En cuanto a nuestras costumbresjurídicas, estoy plenamente deacuerdo con usted. ¿Cuál es, dice usted,el acusado, aunque sea el más obtusomujik, que ignore que ha de comenzarsepor hacérsele preguntas extrañas paraaletargarle, según la feliz expresión deusted, a fin de asestarle después, bruscamente,un hachazo en medio de la coronilla(sirviéndome de la feliz metáfora deusted)? ¡Je, je! De modo que ha pensadoque hablándole de la habitación, yo trataba...¡je, je! Es usted muy cáustico...vamos, ya no insisto. ¡Ah! Sí, una palabrallama a otra; los pensamientos se atraenmutuamente. Hace un momento hablabausted de la forma en lo que concierne almagistrado. ¿Pero, qué es la forma? Yasabe usted que, en muchos casos, unasimple conversación amistosa conducemás seguramente a ciertos resultados. Laforma no desaparecerá jamás, permítameusted que se lo asegure; ¿pero qué es,en el fondo, la forma? No se puede obligaral juez de instrucción a que la traigasiempre a cuestas. La necesidad del investigadores, en su género, un arte liberalo alguna cosa por el estilo. ¡Je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instantepara tomar aliento. Hablaba sininterrupción, tan pronto diciendo tonterías,como deslizando, en medio de estasnecedades, frasecillas enigmáticas,después de las cuales comenzaba de nuevocon sus trivialidades. Su paseo ahora porla habitación se parecía a una carrera;movía sus gruesas piernas cada vez conmás viveza y continuaba con los ojosbajos, la mano derecha metida en el bolsillo,en tanto que con la izquierda hacíaincesantemente ademanes que no teníanninguna relación con sus palabras. Raskolnikoffadvirtió, o creyó advertir, queal ir y venir por la habitación, el juez sehabía detenido dos veces cerca de la puertacomo para escuchar un instante... «Sinduda espera algo.»
—Tiene usted completa razón—siguiódiciendo alegremente Porfirio, mirando[172]al joven con una candidez que puso a ésteen nueva desconfianza—; nuestras costumbresjurídicas merecen, en efecto, lasburlas ingeniosas de usted. ¡Je, je! Estosprocedimientos, inspirados, según se pretende,por una profunda psicología, sonmuy ridículos y aun a menudo estériles.Volviendo de nuevo a la forma: Supongamosque yo me encargo de la instrucciónde un proceso; yo sé, o más bien creosaber, que el culpable es cierto señor...¿No estaba usted siguiendo la carrera deDerecho, Rodión Romanovitch?
—Sí; la estudiaba.
—Pues bien, he aquí un ejemplo quepodrá servirle a usted más adelante; novaya a creer que trato de echármelas deprofesor con usted; no permita Dios quepretenda yo enseñar una cosa a un hombreque trata en los periódicos las cuestionesde criminalidad; no, me tomo solamentela libertad de citarle un hecho atítulo de ejemplo. Supongo, pues, quehe creído descubrir al culpable; dígameusted ahora: ¿había de inquietarle prematuramente,aunque poseyera pruebascontra él? Acaso a otro que no tuviese elmismo carácter, le haría detener en seguida;pero a éste, ¿por qué no dejarle quese pasee un poco por la ciudad? ¡Je, je!No, veo que usted no me comprende bien;voy a explicarme más claramente. Si, porejemplo, me apresuro a dictar un auto deprisión contra él, merced a este solo hechole suministro, por decirlo así, un punto deapoyo moral. ¡Je, je! ¿Se ríe usted? (Raskolnikoffno pensaba en reírse; tenía loslabios apretados y no apartaba su ardientemirada de los ojos de Porfirio Petrovitch.)Sin embargo, así se hace, porquelas personas son muy diversas, aunque,desgraciadamente, el procedimiento seael mismo para todas. Pero desde el momentoque tiene usted pruebas, podrá decirmeusted, ¿para qué todas esas precauciones?¡Ah, Dios mío!Batuchka, ¿sabeusted lo que son pruebas? Las trescuartas partes de las veces, las pruebasson armas de dos filos, y, yo, juez de instrucción,soy hombre y, por consiguiente,sujeto a error. Así, pues, quisiera dar amis investigaciones el rigor absoluto deuna demostración matemática y desearíaque mis conclusiones fuesen tan claras,tan indiscutibles, como dos y dos soncuatro. De modo que si yo hago detenera ese señor antes del tiempo oportuno,estando bien convencido de que esél,me privo de los medios ulteriores de establecersu culpabilidad. ¿Y por qué?Pues porque le doy, en cierto modo, unasituación definida; al ponerle en la cárcelle tranquilizo, le coloco en su verdaderoequilibrio psicológico; entonces se me escapa,se repliega sobre sí mismo, y comprendeque es un detenido. Si por el contrario,dejo perfectamente tranquilo alpresunto culpable, si no le detengo y sino le inquieto, pero a todas horas está preocupadode que lo sé todo, de que no lepierdo de vista ni de día ni de noche, deque es objeto por mi parte de una infatigablevigilancia, ¿qué es lo que sucederáen semejantes condiciones? Que infaliblementese sentirá acometido del vértigo,vendrá él mismo a mi casa, me suministrarábuen número de armas contraél, y me pondrá en el caso de dar a lasconclusiones de mi investigación un carácterde evidencia matemática que nocarece de encantos. Si este procedimientopuede dar resultados eficaces con unmujikinculto, es también muy eficaz cuandose trata de un hombre muy ilustrado, inteligente,y en cierto modo distinguido.Porque lo importante, mi querido amigo,es adivinar en qué sentido está desarrolladoun hombre. Supongamos que setrata de uno inteligente, pero que tienenervios, nervios que están excitados, queson enfermizos... ¡Y la bilis! La bilis queno se tiene en cuenta, ¡qué papel, sin embargo,tan importante desempeña en todasesas personas! Se lo repito a usted:hay en esto una verdadera mina de indicios.¿Qué me importa que se pasee enlibertad por la ciudad? Puedo dejarle gozarun poco más, seguro de que la presano se me escapará. Y, en efecto, ¿a dóndepodría ir? ¿Al extranjero? Un polacohuiría al extranjero, pero él no; tantomás, que yo le vigilo, y tengo, por consiguiente,tomadas mis medidas. ¿Se retiraráal interior del país? Allí habitanmujiks groseros, rusos primitivos, desprovistosde civilización; este hombre ilustradoquerrá mejor estar preso que viviren tal ambiente. ¡Je, je! Por otra parte,[173]esto no significa nada todavía; es lo accesorio,el lado exterior de la cuestión. Nohuirá, no solamente porque no sabríadónde ir, sino porque, y sobre todo, mepertenece psicológicamente. ¡Je, je, je!¿Qué le parece a usted de esta expresión?En virtud de una ley natural, no huirá,aunque pueda hacerlo. ¿Ha visto ustedla mariposa delante de la luz? Pues bien:él dará sin cesar vueltas en derredor mío,como ese insecto en torno de la llama.Para él no tendrá goces la libertad, cadavez estará más inquieto, cada vez mástrastornado; si le doy tiempo, se entregaráa actos tales que su culpabilidad apareceráclara como dos y dos son cuatro...y siempre, siempre, dará vueltas en derredormío, describiendo círculos cadavez más pequeños, hasta que, por último,¡paf! se meterá él mismo en la boca y melo tragaré. Es esto muy divertido. ¡Je,je, je! ¿No le parece a usted?
Raskolnikoff guardaba silencio. Pálidoe inmóvil, continuaba observando elrostro de Porfirio con un penoso esfuerzode atención.
«La lección es buena—pensaba aterrado—;no es, como ayer, el gato jugandocon el ratón. Sin duda, al hablarme así,no es solamente por placer de mostrarmesu fuerza; es demasiado inteligentepara eso. Debe de tener otro objeto. ¿Cuáles? ¡Bah! amigo mío, cuanto dices es paraasustarme. No tienes pruebas, y el hombrede ayer no existe. Tratas sencillamentede desconcertarme, quieres encolerizarmey dar el gran golpe cuando meveas en ese estado; pero te engañas; pierdesel tiempo y la saliva. Mas, ¿por quéhablas con palabras encubiertas? Cuentascon la excitación de mi sistema nervioso...No, amiguito, no sucederá lo quetú piensas; sea lo que quiera lo que hayaspreparado... Ahora veremos qué lazo metiendes.»
Y se dispuso animosamente a afrontarla terrible catástrofe que preveía. De vezen cuando sentía deseos de lanzarse sobrePorfirio y de estrangularle sobre la marcha.Desde su entrada en el despacho deljuez de instrucción, su principal temor erael de no poder dominar su cólera. Sentíalos latidos violentos del corazón, se le secabanlos labios y le brotaba espuma deellos. Resolvió, sin embargo, callarsecomprendiendo que, en su posición, elsilencio era la mejor táctica. De esta suerte,en efecto, no sólo no se comprometería,sino que quizá conseguiría irritar a suenemigo y arrancarle alguna palabra imprudente.Por lo menos, tal era la esperanzade Raskolnikoff.
—No, bien veo que usted no lo cree.Supone usted que me burlo—prosiguióPorfirio, que cada vez estaba más alegresin dejar su risita, y había reanudado suspaseos por la sala—. Tal vez tenga ustedrazón; me ha dado Dios una cara quedespierta en los que me ven ideas cómicas;soy un bufón; pero perdone ustedel lenguaje de un viejo: usted, Rodión Romanovitch,está en la flor de la juventud,y, como todos los de su edad, apreciasobre todo la inteligencia humana. Laagudeza del ingenio y las deducciones abstractasde la razón le seducen. Volviendoalcaso particular del que veníamos hablando,diré a usted que es preciso contarcon la realidad, con la naturaleza. Es unacosa muy importante. ¡Oh! ¡Cómo triunfamuchas veces de la habilidad! ¡Escucheusted a un viejo! Hablo seriamente, RodiónRomanovitch—al pronunciar estaspalabras, el juez, que escasamente teníatreinta y cinco años, parecía, en efecto,que había envejecido de improviso; en supersona y hasta en su voz habíase producidouna repentina metamorfosis—. Además,yo soy muy franco... ¿Qué le parecea usted? ¿soy o no soy franco? Creo queno se puede ser más; le confío a ustedtodas estas cosas sin pedirle nada en cambio.¡Je, je, je! Pues bien—continuó—: laagudeza de ingenio es, en mi opinión,una cosa excelente; es, por decirlo así,el ornamento de la naturaleza, el consuelode la vida, y con ella solamenteparece que se puede echar la zancadilla aun pobre juez de instrucción, que, porotra parte, suele ser engañado por su propiaimaginación, porque, en resumidascuentas, es hombre. Pero la naturalezaviene en ayuda del pobre juez. En estoes en lo que no piensa la juventud, fiandodemasiado en su inteligencia, la juventudque «salta por encima de todos losobstáculos», como dijo usted ayer de unamanera tan fina e ingeniosa. En elcaso[174]particular de que tratamos, el culpable,yo lo admito, mentirá de una maneraasombrosa; pero cuando crea que no tienemás que recoger el fruto de su habilidad,¡paf! se desmayará en el sitio mismo enque tal accidente ha de ser objeto de mayorescomentarios. Supongamos que puedeexplicar su desmayo por hallarse enfermo,por la atmósfera sofocante de lasala; eso no obstante, nacerán sospechas.Ha mentido de una manera asombrosa;pero no ha sabido tomar precaucionescontra la naturaleza. Ahí tiene usted dóndeestá el verdadero lazo. Otra vez, impulsadopor su carácter burlón, se divertiráembromando a alguno que sospecha,y, como por juego, fingirá ser el criminala quien busca la policía; pero entrarádemasiado bien en el ánimo de su modelo,representará su fingida comedia condemasiadanaturalidad, y éste será otro indicio.De momento, su interlocutor podráser juguete de lo que dice; pero, si esteúltimo no es un zoquete, rectificará alsiguiente día. Nuestro hombre se comprometeráa cada instante, ¡qué digo!vendrá por sí mismo donde no ha sidollamado, se explayará con palabras imprudentes,se extenderá en alegorías cuyosentido no se escapará a nadie... ¡Je, je,je! Hasta preguntará por qué no se le hadetenido aún. ¡Je, je, je! Y esto puedeocurrir a un hombre muy suspicaz, a unpsicólogo, a un literato. ¡No hay espejotan transparente como la naturaleza! bastacon contemplarla... pero, ¿por qué sepone usted tan pálido, Rodión Romanovitch?Quizá hace demasiado calor. ¿Quiereusted que abra la ventana?
—No se moleste usted, se lo ruego—contestóRaskolnikoff, echándose a reír.
El juez se detuvo enfrente de él, esperóun momento, y, de repente, soltó tambiénuna carcajada. Raskolnikoff, cuyahilaridad habíase calmado súbitamente,se levantó.
—Porfirio Petrovitch—dijo con vozruda y fuerte, y manteniéndose con dificultaden pie, a causa del temblor desus piernas—, no tengo duda: usted sospechaque yo he asesinado a esa vieja ya su hermana Isabel. Por mi parte le declaroque estoy ya hasta la coronilla. Siusted cree que tiene el derecho de perseguirmeo de hacerme detener, persígameusted y métame en la cárcel; pero no permitoque se burle nadie de mí, ni de quese me martirice.
De pronto comenzaron a temblarle loslabios, sus ojos despidieron llamas, y suvoz, hasta entonces contenida, alcanzó eldiapasón más elevado.
—¡No lo permito!—gritó bruscamente,y dió un vigoroso puñetazo sobre la mesa—.¿Lo ha oído usted, Porfirio Petrovitch?¡No lo permito!
—¡Ah! ¡Dios mío! ¿Pero qué le pasa austed?—dijo el juez de instrucción enapariencia muy inquieto—. ¡Batuchka!Rodión Romanovitch, amigo mío, ¿quéestá usted diciendo?
—¡No lo permito!—repitió Raskolnikoff.
—¡Batuchka, un poco más bajo! Vana oírle. Vendrán, y, entonces, ¿qué diremos?Piense usted un poco en ello—murmurócomo asustado Porfirio Petrovitch,que había acercado su cara a ladel visitante.
—¡No lo permito! ¡No lo permito!—prosiguiómaquinalmente Raskolnikoff;pero hablaba bajando el tono, de modoque sólo podía ser oído por Porfirio.
Este corrió a abrir la ventana.
—Es menester airear la sala. ¿Porqué no bebe usted un poco de agua, queridoamigo? Eso no es más que un accesosin importancia.
Se dirigía ya a la puerta para dar órdenesa un criado, cuando vió en un rincónuna jarra de agua.
—¡Beba usted,batuchka!—murmuró,aproximándose vivamente al joven conuna jarra—. Esto le sentará a usted muybien.
El susto, y aun la misma solicitud dePorfirio Petrovitch, parecían tan pocofingidos, que Raskolnikoff se calló y sepuso a examinarle con tétrica curiosidad;pero rehusó el agua que se le ofrecía.
—¡Rodión Romanovitch! ¡querido amigo!¡Si usted continúa así, va a volverseloco, se lo aseguro! Beba usted, beba usted,aunque sea un sorbo.
Y le puso casi a la fuerza el vaso en lamano. Maquinalmente, Raskolnikoff se lollevó a los labios; pero de repente mudó[175]de parecer, y lo dejó con disgusto sobrela mesa.
—Eso no ha sido más que un accesoinsignificante. Tanto hará usted, mi queridoamigo, que acabará por recaer denuevo—observó con tono afectuoso eljuez de instrucción, que parecía muy afectado—.Señor, ¿pero es posible que secuide usted tan poco? Lo mismo pasócon Demetrio Prokofitch, que estuvoayer en mi casa. Reconozco que tengoel genio cáustico, que mi carácter es horrible...pero, ¡señor! ¿qué significación seda a mis inofensivas salidas? Vino ayerdespués de la visita de usted; íbamos aponernos a comer y empezó a hablar.Me contenté con apartar los brazos: ¡AhDios mío!... Fué usted quien lo envió,¿verdad? ¡Siéntese usted;batuchka; siénteseusted, por el amor de Cristo!
—No, no le mandé yo; pero sabía queestaba en casa de usted y por qué hacíaesa visita—respondió sarcásticamenteRaskolnikoff.
—¿Usted lo sabía?
—Sí. ¿Qué deduce usted de eso?
—Deduzco,batuchka, que conozco, además,otros muchos hechos y excursionesde usted; estoy informado de todo. Séque a la caída de la tarde fué usted a alquilarelcuarto; que se puso a tirar delcordón de la campanilla; que hizo unapregunta acerca de la sangre, y que el aspectode usted asombró a los obreros y alosdvorniks. ¡Oh! comprendo la situaciónmoral en que usted se encontraba entonces;pero no es menos cierto que todosestos trastornos acabarán por volverle loco.En el alma de usted hierve una nobleindignación; tiene usted motivos paraquejarse de su destino, en primer término,y en segundo, de la policía. Va ustedtambién de aquí para allá forzando, encierto modo, a la gente para que formuleen voz alta sus acusaciones. Estas chismografíasestúpidas le son insoportables,y quiere usted acabar con todo ello. ¿Noes así? ¿No he adivinado alguno de lossentimientos a que usted obedece? Peroel caso es que no se contenta usted condevanarse los sesos, sino que hace perdertambién la cabeza al pobre Razumikin,y es verdaderamente una lástima volverloco a tan buen muchacho. Su mismabondad le expone más que a cualquierotro a sufrir el contagio de la enfermedadde usted... Cuando usted se calme,batuchka,yo le contaré... Pero, siéntese, ¡porel amor de Cristo! Se lo suplico. Recobresus ánimos; está usted trastornado; siéntese.
Raskolnikoff se sentó. Un temblor febrilagitaba todo su cuerpo. Escuchabacon sorpresa profunda a Porfirio, que leprodigaba demostraciones de amistad;pero no daba ningún crédito a las palabrasdel juez de instrucción, aunque sentíauna propensión extraña a creerlas.Le había impresionado mucho el oír aPorfirio hablarle de su visita al cuarto dela vieja. «¿Cómo sabe esto, y por qué melo cuenta él mismo?», pensaba el joven.
—Sí, se ha producido en nuestra tácticajudiciaria un caso psicológico casianálogo, un caso morboso—continuó Porfirio—.Un hombre se acusó de un homicidioque no había cometido. Contó unahistoria completa, una alucinación de queél había sido juguete; y su relato era tanverosímil, parecía tan de acuerdo con loshechos, que desafiaba toda contradicción.¿Cómo explicarse esto? Sin haber intervenidoen él, este individuo había sido,en parte, causa de un asesinato. Cuandosupo que él había, sin saberlo, facilitadoel crimen, se sobrecogió de tal manera,que su razón se alteró e imaginó que élera el verdadero criminal. Al fin y a lapostre, el Senado examinó la causa ydescubrió que el desgraciado era inocente.Sin el Senado, ¿qué hubiera sido deeste pobre diablo? He aquí lo que searriesga,batuchka. Puede uno convertirseen monomaníaco cuando va por la nochea tirar de los cordones de las campanillasy a hacer preguntas acerca de la sangre.En el ejercicio de mi profesión, he tenidoocasión de estudiar toda esta psicología.Es ése de que hablo un atractivo semejanteal que impulsa a un hombre a tirarsepor una ventana de lo alto de unatorre... Usted está enfermo, Rodión Romanovitch,y hace mal en descuidar tantosu enfermedad. Debiera usted consultarun médico experimentado, en vez de hacerseasistir por ese gordinflón de Zosimoff.Todo esto es en usted el efecto deldelirio...
Durante un instante, Raskolnikoff creyóver que todos los objetos daban vueltasen derredor suyo. «¿Es posible quesiga mintiendo en este momento?», sepreguntaba; y esforzábase para desecharesta idea, presintiendo el exceso de rabialoca a que podía impulsarle.
—Yo no deliraba. Me encontraba en elpleno uso de mi razón—gritó, en tantoque ponía su espíritu en tortura para comprenderel juego de Porfirio—. Era dueñode todas mis facultades, ¿entiende usted?
—Sí; comprendo, comprendo. Ya medijo usted ayer que no deliraba, e insistióparticularmente sobre este punto.Comprendo todo lo que puede usted decir.¡Je, je!... Pero permítame usted quesometa a su juicio una observación, queridoRodión Romanovitch: Si en efecto,fuese usted el culpable, o hubiese tomadoparte en ese maldito asunto, yo le pregunto:¿hubiera sostenido que había hechousted todas esas cosas, no delirando,sino con plena conciencia de sus actos?Supongo que habría usted hecho todo locontrario. Si creyese usted que su causaestaba prejuzgada, debería precisamentesostener con tenacidad que obró bajo lainfluencia del delirio; ¿no es así?
El tono de la pregunta hacía sospecharque se le tendía un lazo. Al pronunciarestas últimas palabras, el juez se inclinóhacia Raskolnikoff. Este se recostó enel diván y miró silenciosamente en la caraa su interlocutor.
—Y lo mismo digo respecto de la visitadel señor Razumikin. Si usted fueseculpable, debería decir que nuestro amigovino a mi casa por su propia iniciativa,y ocultar que había dado este paso porinstigación de usted. Por el contrario, lejosde ocultarlo, asegura que fué ustedquien lo mandó.
Raskolnikoff no había afirmado nadade esto, y sintió, al oírlo, un escalofrío enla espina dorsal.
—Usted sigue mintiendo—dijo con vozlenta y débil, esbozando una sonrisa—.Quiere usted suponer que lee en mi interiory que sabe de antemano todas lasrespuestas—continuó, comprendiendoque ya no pesaba sus palabras como debía—;usted quiere meterme miedo... osimplemente burlarse de mí.
Hablando de este modo, Raskolnikoffno cesaba de mirar fijamente al juez deinstrucción. De repente brillaron de nuevoen sus ojos relámpagos de cólera violenta.
—No hace usted más que mentir—gritó—.Sabe usted perfectamente que lamejor táctica para un culpable es confesarlo que no le es posible tener oculto.Yo no le creo a usted.
—¡Qué listo es usted para ver las cosas!—dijoPorfirio sonriéndose—. Peroen este asunto,batuchka, está engañado;es el efecto de la monomanía. ¡Ah! ¿Conqueusted no me cree? Pues yo le digo queme crea un poco, y me arreglaré de maneraque acabe por creerme del todo; porqueyo le quiero a usted sinceramente, yle miro con singular interés.
Los labios de Raskolnikoff comenzarona temblar.
—Sí; yo le quiero a usted—prosiguióPorfirio asiendo amistosamente el brazodel joven por algo más arriba del codo—;vuelvo a repetírselo a usted: cuídese suenfermedad. Además, la familia de ustedse encuentra ahora en San Petersburgo;piense algo en ella. Debería usted hacerla felicidad de sus parientes y, por el contrario,sólo les acarrea inquietudes.
—Y a usted, ¿qué le importa? ¿Cómosabe usted eso? ¿Por qué se mezcla enmis asuntos? ¿De modo que usted me vigila,y además, me lo dice?
—Pero,batuchka. ¡Si es usted mismoquien me lo ha contado! No advierte que,en su agitación, habla usted espontáneamentede sus asuntos a mí y a los demás.Ayer Razumikin me comunicó tambiénmuchas particularidades interesantesacerca de usted. Iba a decirle que, a pesarde todo su genio, ha perdido la vistaexacta de las cosas, a consecuencia desu carácter suspicaz. Vea usted, el incidentedel cordón de la campanilla. Ese esun hecho precioso, un hecho inapreciablepara un magistrado observador; yo se loentrego a usted cándidamente; yo, juezde instrucción. Y esto, ¿no le abre a ustedlos ojos? Pero si yo le creyera culpable,¿hubiera procedido de esa suerte? Ental caso, mi línea de conducta estaba perfectamentetrazada: hubiera debido, porel contrario, desviar la atención de ustedhacia otro punto. Después, bruscamente,[177]le hubiera asestado, según la expresiónde usted, sobre la coronilla, la siguientepregunta: «¿Qué fué usted a hacer a talhora de la noche al domicilio de la víctima?¿Por qué tiró usted del cordón de lacampanilla? ¿Por qué hizo usted preguntasacerca de la sangre? ¿Por qué aturdióusted a losdvorniks pidiendo que le condujesena la oficina de policía?» De estamanera hubiera procedido si hubiese tenidoalguna sospecha acerca de usted.Hubiera debido someter a usted a un interrogatorioen regla, ordenar una investigacióny detenerle. Puesto que heobrado de otro modo, es señal evidentede que no sospecho de usted. Ha perdidoel sentido exacto de las cosas, y está ciego,se lo repito.
Raskolnikoff temblaba, lo cual pudofácilmente advertir Porfirio Petrovitch.
—Sigue usted mintiendo—vociferó eljoven—. No sé cuáles son sus intenciones;pero estoy cierto de que miente... Hacepoco no hablaba usted en ese sentido ysobre ello no me hago ilusiones... Mienteusted.
—¿Que miento?—replicó Porfirio conapariencias de vivacidad. Por lo demás,el juez de instrucción conservaba su aspectojovial, y parecía no dar importanciaalguna a la opinión que Raskolnikoff pudieratener de él—. ¿Que miento? ¿Perousted no recuerda cómo acabo de tratarle?Yo, juez de instrucción, le he sugeridolos argumentos psicológicos que ustedpodía emplear: «La enfermedad, el delirio,los sufrimientos del amor propio, lahipocondría, la afrenta recibida en el despachode policía», etc. ¿No es así? ¡Je, je,je! Verdad es, dicho sea de paso, que estosmedios de defensa no siempre dan el resultadoapetecido; son armas de dos filosy podría cortarse el que las empleara.Si usted dice: «Yo estaba enfermo, yo deliraba,no sabía lo que hacía, no me acuerdode nada», podrá respondérsele: «Todoeso está muy bien,batuchka, pero, ¿cómoes que el delirio toma siempre en usted elmismo carácter?» Debería manifestarse enotras formas, ¿verdad? ¡Je, je, je!
Raskolnikoff se levantó, y mirándoledespreciativamente, dijo:
—En resumen: quiero saber de unamanera concreta si sospecha usted o node mí. Hable usted, Porfirio Petrovitch.Explíquese usted sin ambages ni rodeos;y en seguida, al instante.
—¡Ah, Dios mío! Se parece usted a losniños que piden la luna—replicó Porfiriosiempre con su tono zumbón—. ¿Quénecesidad tiene usted de saber nada, sise le deja a usted perfectamente tranquilo?¿Por qué se altera de ese modo? ¿Porqué viene a mi casa cuando nadie le llama?¿Cuáles son las razones de usted? ¡Je,je, je!
—Le repito—gritó Raskolnikoff furioso—queya no me es posible soportar...
—¿Qué? ¿La incertidumbre?—interrumpióel juez de instrucción.
—No me exaspere usted más... Noquiero, digo a usted que no quiero... nopuedo ni quiero... ¿oye usted?—gritó convoz de trueno Raskolnikoff, descargandoun nuevo puñetazo sobre la mesa.
—Más bajo, más bajo; van a oírle austed, se lo advierto seriamente. Tengacuidado—murmuró Porfirio.
El juez de instrucción no tenía ya aquelaire de campesino que comunicaba a surostro cierta candidez; fruncía las cejas,hablaba como amo y estaba a punto dequitarse la careta; pero esta nueva actitudno duró más que un instante. Aunqueal punto Raskolnikoff se entregó a unarrebato de cólera, sin embargo, cosaextraña, esta vez, como antes, aunqueestaba en el colmo de la exasperación,obedeció la orden de bajar la voz; comprendía,además, que no podía menos dehacerlo, y este pensamiento contribuyóa aumentar su irritación.
—No me dejaré martirizar—murmuró—;deténgame usted, regístreme, hagacuantas investigaciones quiera; pero procedausted en debida forma, y no juegueconmigo. No tenga usted la audacia...
—No se inquiete usted por la forma—interrumpióPorfirio con su acento sardónico,mientras contemplaba a Raskolnikoffcon cierto júbilo—; es familiarmente,batuchka, como amigo, como he invitadoa usted a que viniera a verme.
—No quiero la amistad de usted; ladesprecio. ¿Entiende usted? Y ahora tomola gorra y me voy. Usted dirá si tieneintención de detenerme.
En el momento en que se acercaba a la[178]puerta, Porfirio Petrovitch le asió de nuevodel brazo, por un poco más arriba delcodo.
—¿No quiere usted que le dé una pequeñasorpresa?—dijo, riendo, el juezde instrucción, que cada vez parecía másburlón, lo que acabó de poner a Raskolnikofffuera de sí.
—¿Qué pequeña sorpresa? ¿Qué quiereusted decir?—preguntó el joven, deteniéndosede repente y mirando con inquietuda Porfirio.
—Una pequeña sorpresa que hay detrásde esa puerta. ¡Je, je, je!—y mostrabacon un dedo la puerta cerrada quedaba acceso a su habitación, situada detrásdel tabique—. Yo mismo la he cerradocon llave para que no se vaya.
—¿Qué es? ¿qué es? ¿Qué hay?
Raskolnikoff se acercó a la puerta; quisoabrirla, pero no pudo.
—Está cerrada. He aquí la llave—ydiciendo esto, el juez de instrucción sacóla llave del bolsillo y se la enseñó aljoven.
—¡Mientes! ¡Sigues mintiendo!—aullóéste, que ya no era dueño de sí—. ¡Mientes,maldito pulchinela!
Al mismo tiempo hizo ademán de arrojarsesobre Porfirio, el cual se retiró haciala puerta, pero sin demostrar ningúntemor.
—¡Lo comprendo todo!—vociferó Raskolnikoff—.¡Mientes, mientes para queyo me venda!...
—Pero, ¿por qué ha de venderse usted?¡Vea en qué estado se encuentra, RodiónRomanovitch! No grite, o llamo.
—¡Mientes, no hay nada! ¡Llama a tugente! Sabías que estaba enfermo y hasquerido exasperarme, ponerme en el disparadorpara arrancarme una confesión;ése era tu objeto. Exhibe tus pruebas.Te he comprendido. No tienes pruebas;no tienes más que suposiciones, las conjeturasde Zametoff. Conocías mi caráctery has querido exasperarme, a fin dehacer en seguida que se presentaran bruscamentelos popes y delegados. Los esperas,¿eh? ¿A quién esperas? ¿A ellos?Hazlos entrar.
—¿Qué habla usted de delegados,batuchka?¡Vaya unas ideas! La misma formapara emplear el mismo lenguaje de usted,no permite proceder de este modo; ustedconoce el procedimiento, mi queridoamigo... pero será observada la forma,usted lo verá—murmuró Porfirio, quese había puesto a escuchar junto a lapuerta.
Sonaba, en efecto, cierto ruido en lapieza contigua.
—¡Ah! ¿Vienen?—gritó Raskolnikoff—.¿Los has enviado a buscar? Habíascontado... Pues bien, introdúcelos atodos, delegados y testigos; haz entrar aquien quieras. Estoy pronto.
Pero entonces ocurrió un incidentemuy extraño, tan fuera del curso ordinariode las cosas, que sin duda Raskolnikoffni Porfirio Petrovitch hubieranpodido preverlo.
He aquí el recuerdo que esta escena dejóen el espíritu de Raskolnikoff:
El ruido que sonaba en la habitacióninmediata aumentó de repente, y la puertase entreabrió.
—¿Qué es eso?—gritó Porfirio Petrovitchencolerizado.
No hubo respuesta; pero la causa delruido se dejaba adivinar en parte: algunapersona quería penetrar en el despachodel juez y trataban de impedírselo.
—¿Qué es lo que sucede?—repitióPorfirio.
—Es el procesado Mikolai, que ha sidoconducido aquí.
—No tengo necesidad de él. No quieroverle; llevadle. Esperad un poco. ¿Porqué le han traído? ¡Qué desorden!—murmuróPorfirio lanzándose hacia la puerta.
—El es quien...—replicó la misma voz;y se detuvo de repente.
Durante dos minutos se oyó el ruidode una lucha entre dos hombres; después,uno de ellos rechazó al otro con fuerza, ypenetró bruscamente en el despacho.
El recién venido tenía un aspecto muyextraño. Parecía no ver a nadie. En susojos llameantes se leía una firme resolución,y al propio tiempo su rostro estabalívido como el de un condenado a quien seconduce al cadalso. Temblábanle ligeramentelos labios, exangües.
Era un hombre muy joven todavía, delgado,de mediana estatura y vestido comoun obrero. Tenía el cabello cortadoal rape y sus facciones eran finas y angulosas.El que acababa de ser rechazadopor él, se lanzó en persecución suya dentrodel gabinete y le agarró por un brazo:era un gendarme. Mikolai logró de nuevosoltarse.
En el umbral se agruparon muchos curiosos,algunos de los cuales tenían vivosdeseos de entrar. Todo ello había pasadoen menos tiempo del que se tarda en referirlo.
—¡Vete! Es todavía pronto; espera aque se te llame... ¿Por qué te han traídotan pronto?—preguntó Porfirio Petrovitchtan irritado como sorprendido; perode repente Mikolai se puso de rodillas.
—¿Qué haces?—gritó el juez de instruccióncada vez más asombrado.
—¡Perdón! ¡Soy culpable! ¡Yo soy elasesino!—dijo bruscamente Mikolai, convoz bastante fuerte, a pesar de la emociónque le ahogaba.
Pasaron diez segundos en un silencioprofundo como si todos los asistentes hubiesensido acometidos de un ataque decatalepsia. El gendarme no trató de sujetarde nuevo al preso, y dirigiéndosemaquinalmente hacia la puerta, se quedóinmóvil en el umbral.
—¿Qué estás diciendo?—exclamó PorfirioPetrovitch cuando el asombro lepermitió hablar.
—Yo soy el asesino...—repitió de nuevoMikolai.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Que tú has asesinado...?
El juez de instrucción estaba visiblementedesconcertado. El preso tardó uninstante en responder.
—Yo he asesinado... a hachazos... aAlena Ivanovna y a su hermana IsabelIvanovna. Estaba trastornado—añadióbruscamente.
Se calló, pero continuaba de rodillas.Después de haber oído esta respuesta,Porfirio Petrovitch pareció reflexionarprofundamente, y luego, con un ademánviolento, mandó a los testigos que se retirasen.Estos obedecieron al punto y lapuerta volvió a cerrarse.
Raskolnikoff, en pie, contemplaba aMikolai con aire extraño. Durante algunosinstantes las miradas del juez de instrucciónfueron del detenido al visitantey viceversa. Después se dirigió a Mikolaisin tratar de disimular su cólera.
—Espera a que se te interrogue antesde decirme que estabas trastornado. Yono te preguntaba eso. Habla ahora: ¿Hasmatado...?
—Yo soy el asesino... lo confieso—respondióMikolai.
—¿Oh? ¿Con qué arma has matado?
—Con una hacha. La llevaba prevenida.
—¡Eh, qué apresuramiento! ¿Solo?
Mikolai no comprendió la pregunta.
—¿No tienes cómplices?
—No. Mitka es inocente. No ha tomadola menor parte en el crimen.
—No te apresures tanto para disculpara Mitka. ¿Acaso te he preguntadoacerca de él?... Sin embargo, ¿cómo seexplica que losdvorniks os hayan vistobajar corriendo la escalera?
—Corrí adrede detrás de Mitka porquede ese modo pensé evitar sospechas—respondióel preso.
—Está bien. Basta—gritó Porfirio encolerizado—;no dice la verdad—murmuróen seguida como aparte, y de prontosus ojos se encontraron con los de Raskolnikoff,cuya presencia había evidentementeolvidado durante este diálogo con Mikolai.
Al fijarse en su visitante pareció que seturbaba el juez de instrucción y dirigiéndosea él le dijo:
—Rodión Romanovitch,batuchka, perdónemeusted, se lo suplico... Nada tieneusted que hacer aquí... yo mismo... yave qué sorpresa...
Tomó al joven por el brazo y le señalóla puerta.
—Según se ve, no esperaba usted talcosa—observó Raskolnikoff.
Naturalmente, lo que acababa de sucederera para él un enigma. Sin embargo,había recobrado en gran parte su serenidad.
—Tampoco usted lo esperaba,batuchka.Vea usted cómo le tiembla la mano.¡Je, je, je!
—También está usted temblando, PorfirioPetrovitch—observó Raskolnikoff.
—Es verdad... no esperaba esto...
Se encontraban ya en el umbral de lapuerta. El juez de instrucción tenía prisaporque se marchase el joven.
—¿De modo que no me enseña ustedla «pequeña sorpresa» que me tenía preparada?—preguntóéste bruscamente.
—Apenas si tiene fuerzas para hablary ya se muestra irónico, ¡je, je, je! ¡Ea,hasta la vista!
—Creo que sería más propio decir¡adiós!
—Será lo que Dios quiera—balbuceóPorfirio con risa forzada.
Al atravesar la Cancillería, Raskolnikoffadvirtió que muchos de los empleadosle miraban fijamente. En la antesalareconoció en medio de la gente a losdvorniks deaquella casa, a los que habíapropuesto la tarde de la extraña visitaque le condujesen a la comisaría de policía.Parecía que estaban esperando allíalgo, pero apenas hubo llegado al rellanode la escalera, cuando oyó de nuevo lavoz de Porfirio Petrovitch. El joven sevolvió y vió al juez de instrucción que,todo sofocado, acudía a llamarle.
—Una palabra todavía, Rodión Romanovitch.Dios sabe lo que pasará eneste asunto; pero, para la cuestión de forma,tengo que pedirle a usted algunos datos,de modo que nos volveremos a verde seguro.
Porfirio se detuvo sonriendo delantedel joven.
—De seguro—repitió.
Parecía que iba a decir alguna otracosa; pero nada añadió.
—Perdone usted mi proceder de antes,Porfirio Petrovitch... Me he alterado unpoco—comenzó a decir Raskolnikoff, quehabía recobrado ya toda su serenidad ysentía grandes deseos de burlarse del magistrado.
—¡Bah! Eso no tiene importancia—replicóel juez con tono casi jovial—.También yo tengo un carácter insoportable,lo reconozco. Ya nos veremos; siDios quiere, nos veremos a menudo.
—Y entonces nos conoceremos a fondo—repusoRaskolnikoff.
—Muy a fondo—repitió como un ecoPorfirio Petrovitch, y guiñando un ojo,miró con mucha gravedad a su interlocutor—.¿Y ahora va usted a comer a unafiesta?
—A un entierro.
—¡Ah! Está bien. Tenga usted cuidadode su salud.
—Por mi parte, no sé qué votos hacerpor usted—respondió Raskolnikoff, ycomenzó a bajar la escalera; pero de repentese volvió hacia Porfirio—. ¡Ah! Ledeseo a usted de todo corazón mejor éxitodel que ha conseguido hasta ahora, veausted, sin embargo, qué cómicas son susfunciones.
Al oír estas palabras, el juez de instrucción,que se disponía a volver a su despacho,aguzó el oído.
—¿Qué es lo que tienen de cómicas?—preguntó.
—Mucho. Ahí tiene a ese pobre Mikolai;¡cuánto ha debido usted atormentarle!¡Cuánto lo habrá usted fatigado paraarrancarle su confesión! Día y noche, sinduda, le habrá usted repetido en todoslos tonos: «¡Tú eres el asesino, tú eres elasesino!» Le habrá usted perseguido sintregua, según su método psicológico, yahora, cuando él se reconoce culpable,usted empieza con la cantata en otro tonode «¡Mientes! ¡Tú no eres el asesino! ¡Nopuedes serlo, no dices la verdad!» Puesbien, después de esto, ¿no tengo derechopara encontrar cómicas las funciones deusted?
—¡Je, je, je! ¿De modo que ha reparadousted que hace poco rato he hecho observara Mikolai que no decía la verdad?
—¿Cómo no había de observarlo?
—¡Je, je, je! Tiene usted mucho ingenio;nada se le escapa. Además, le da austed por lo chistoso. Posee usted la cuerdahumorística. ¡Je, je, je! Ese era, segúndicen, el rasgo distintivo de Cogol.
—Sí, de Cogol.
—En efecto, de Cogol, ¡Hasta la vista!...
—Hasta la vista.
El joven se fué directamente a su casa.Cuando llegó a su domicilio, se echó en eldiván y durante un cuarto de hora intentóordenar algún tanto sus ideas, queeran muy confusas. No trató siquiera deexplicarse la conducta de Mikolai, comprendiendoque había allí un misteriocuya clave buscaría en vano por el momento.Por lo demás, no se hacía ilu[181]sionessobre las consecuencias probablesdel incidente. No tardaría en comprenderseque eran mentirosas las confesionesdel obrero, y entonces las sospechas recaeríande nuevo sobre él. Pero, en tanto,era libre y podía tomar sus medidas enprevisión del peligro que juzgaba inminente.
¿Hasta qué punto, empero, estaba amenazado?La situación comenzaba a esclarecerse.El joven temblaba aún alacordarse de su reciente entrevista con eljuez de instrucción. No podía penetrartodas las intenciones de Porfirio, pero loque adivinaba era más que suficiente parahacerle comprender de qué terrible peligroacababa de escapar. Un poco más yse hubiera perdido sin remedio. Conociendola irritabilidad nerviosa de su visitante,el juez se había apoyado sólidamentesobre este dato, y había descubierto conexceso de atrevimiento su juego; pero jugabasobre seguro. Ciertamente, Raskolnikoffse había comprometido demasiado;sin embargo, las imprudencias de que élse acusaba no constituían todavía unaprueba en contra suya: esto no tenía másque un carácter relativo. ¿No se engañaba,sin embargo, al pensar así? ¿Cuál erael proyecto de Porfirio? ¿Habría éste maquinadoalgo aquel día, y si tenía preparadoun golpe, en qué consistía éste? Sinla aparición inesperada de Mikolai, ¿cómohubiera acabado esta entrevista?
Raskolnikoff estaba sentado en el sofácon los codos apoyados en las rodillas yla cabeza en las manos. Un temblor nerviosoagitaba todo su cuerpo. Al fin selevantó, tomó la gorra y después de haberreflexionado un momento, se dirigió haciala puerta.
—Por hoy, al menos—se dijo—, notengo nada que temer.
De repente experimentó una especie dealegría y se le ocurrió la idea de dirigirselo más pronto posible a casa de CatalinaIvanovna. Ya era tarde para asistir alentierro, pero llegaría a tiempo para comery allí vería a Sonia. Se detuvo, reflexionó,y en sus labios se dibujó unatriste sonrisa.
«¡Hoy! ¡Hoy!—repitió—. Sí, hoy mismo.Es preciso.»
En el momento en que se dirigía a lapuerta, ésta se abrió por sí misma. El jovenretrocedió espantado viendo apareceral enigmático personaje de la víspera,al hombre salido de debajo de la tierra.
El recién venido se detuvo en el umbral,y después de haber mirado silenciosamentea Raskolnikoff, dió un paso en lahabitación. Vestía exactamente como eldía anterior, pero su rostro no era el mismo.
—¿Qué quiere usted?—preguntó Raskolnikoffpálido como un muerto.
El hombre, en vez de responder, se inclinócasi hasta el suelo. Por lo menos letocó con el anillo que llevaba en la manoderecha.
—¿Quién es usted?—preguntó Raskolnikoff.
—Pido a usted perdón—dijo el hombreen voz baja.
—¿De qué?
—De mis malos pensamientos.
Los dos hombres se miraron.
—Estaba ciego de ira. Cuando ustedfué el otro día, teniendo, sin duda, la razónperturbada por la bebida, hizo preguntasacerca de la sangre y pidió a losdvorniks que lo condujesen a la oficinade policía, vi con disgusto que no hacíancaso de las palabras de usted, tomándolepor un borracho; esto me contrarióde tal modo, que no pude dormir;pero me acordaba de las señas de ustedy vine ayer aquí...
—¿Fué usted quien vino?—interrumpióRaskolnikoff.
Comenzaba a comprender.
—Sí; yo le he insultado a usted.
—¿Estaba usted en aquella casa?
—Sí, me encontraba junto a la puertacochera cuando la visita de usted. ¿Loha olvidado usted? Vivo allí desde hacemucho tiempo. Soy peletero...
Raskolnikoff se acordó súbitamente detoda la escena de la antevíspera. En efecto:independientemente de losdvornikshabía en la puerta cochera muchas personas,hombres y mujeres. Uno de elloshabía propuesto que se le condujese a lacomisaría de policía. No podía acordarsedel rostro del que emitió esta idea; tampocole reconoció en este momento; perosí se acordaba de haberle respondido algoy de haberse vuelto a mirarle.
Así se explicaba de la manera más sencilladel mundo el terrible misterio de lavíspera. ¡Y bajo la impresión de la inquietudque le causaba una circunstanciatan insignificante, había estado a puntode perderse! Aquel hombre no podíacontar nada sino que Raskolnikoff se presentóa alquilar el cuarto de la vieja yque preguntó acerca de la sangre. Apartede esta excursión de unenfermo endelirio, salvo esapsicología de dos filos,Porfirio no sabía nada. No tenía ningúnhecho, nada positivo. «Por consiguiente—pensabael joven—, si no surgennuevos cargos (y no surgirán, estoy segurode ello), ¿qué pueden hacerme? Aunqueme detuvieran, ¿cómo demostraríandefinitivamente mi culpabilidad?»
Otra conclusión se desprendía paraRaskolnikoff de las palabras de su visitante:hacía muy pocas horas que Porfiriotuvo noticia de su visita al cuartode la víctima.
—¿Usted le ha dicho hoy a Porfirioque estuve yo allí?—preguntó el jovenasaltado por súbita idea.
—¿A qué Porfirio?
—Al juez de instrucción.
—Yo se lo he dicho. Como losdvorniksno habían ido, fuí yo.
—¿Hoy?
—Llegué un minuto antes que usted;lo he oído todo y sé que le ha hecho pasara usted un mal rato.
—¿Dónde? ¿Qué? ¿Cuándo?
—Yo estaba allí, en la pieza contiguaa su gabinete, en donde he permanecidotodo el tiempo que ha durado la entrevista.
—¿Cómo? ¿De modo que era usted lasorpresa? ¿Cómo ha sido eso? Cuéntemelousted todo, se lo ruego.
—Viendo—dijo el menestral—que losdvorniks rehusaban avisar a la policía, apretexto de que era demasiado tarde yde que encontrarían la oficina cerrada,experimenté una viva contrariedad y resolvíenterarme por mí mismo; al día siguiente,es decir, ayer, tomé datos y mehe presentado al juez de instrucción. Laprimera vez que estuve en la oficina nose encontraba allí; volví una hora despuésy no fuí recibido; en fin, la últimavez se me hizo entrar. Conté punto porpunto cuanto había pasado; al oírme eljuez saltaba en la habitación y se dabagolpes en el pecho diciendo: «¿De ese modocumplís, bribones, con vuestra obligación?Si yo hubiese sabido esto antes,le hubiera hecho buscar por la gendarmería.»En seguida salió precipitadamente,llamó a no sé quién y estuvo hablandocon él en un rincón; se dirigió otra vez amí y se puso de nuevo a interrogarme,profiriendo fuertes imprecaciones. No lehe ocultado nada; le he dicho que ustedno se atrevió a contestar a mis palabrasde ayer y que no me había reconocido.Continuaba dándose golpes en el pecho,vociferando y saltando por la habitación.Entonces le anunciaron a usted. «Retíresedetrás del tabique—me dijo dándome unasilla—, y estése ahí sin chistar, oiga loque oiga; puede que le interrogue otravez.» Después cerró la puerta. Cuandocondujeron a Mikolai, despidió a ustedy me hizo salir a mí. «Tendré aún que interrogarle»,me dijo.
—¿Preguntó a Mikolai delante de ti?
—Yo salí inmediatamente después deusted, y entonces fué cuando comenzó elinterrogatorio de Mikolai.
Terminado su relato, el menestral seinclinó de nuevo hasta el suelo.
—Perdóneme usted por mi denuncia ypor el error en que he incurrido.
—¡Que Dios te perdone!—respondióRaskolnikoff.
«Nada de inculpaciones precisas, nadamás que pruebas de dos filos», pensó Raskolnikoffrenaciendo a la esperanza, ysalió de la habitación. «Todavía podemosluchar», se dijo con sonrisa colérica, mientrasbajaba la escalera.
Estaba irritado contra sí mismo y sentíasehumillado.
Al día siguiente de aquel otro fatal enque Pedro Petrovitch tuvo su explicacióncon las señoras de Raskolnikoff, lasideas de aquél se esclarecieron y con extremodisgusto suyo le fué forzoso reconocerque la ruptura, en la cual no habíaquerido creer el día antes, era un hechoconsumado. La negra serpiente del amorpropio herido le estuvo mordiendo elcorazón durante toda la noche. Al saltarde la cama, el primer movimiento de PedroPetrovitch fué irse a mirar al espejo,temiendo que durante la noche le hubieseinvadido la ictericia. Por fortuna estaaprensión no era fundada. Al contemplarsu rostro pálido y distinguido, llegó hastaa consolarse por breves instantes ante laidea de que no le costaría trabajo reemplazara Dunia y quién sabe si ventajosamente.Pero no tardó en desechar estaesperanza quimérica y lanzó un fuertesalivazo, lo que hizo sonreír burlonamentea su joven amigo y compañero de habitación,Andrés Semenovitch Lebeziatnikoff.
Pedro Petrovitch advirtió ese mudosarcasmo y lo puso en la cuenta de suamigo, cuenta que estaba ya bastantecargada, y redobló su cólera después quehubo reflexionado que no debía hablarde esta historia a Andrés Semenovitch.Fué la segunda tontería que el arrebatole hizo cometer el día anterior: había cedidoa la necesidad de desahogar el excesode su irritación.
Durante toda la mañana la suerte seensañó en perseguir a Ludjin. En el mismoSenado, el negocio en que se ocupabale reservaba un disgusto. Lo que le molestabamás que nada era la imposibilidadde hacer entrar en razón al propietariode la nueva casa que había alquiladoen vista de su próximo enlace. Esteindividuo, alemán de origen, era un antiguoobrero a quien la fortuna había sonreído;no aceptaba ninguna transaccióny reclamaba el pago entero del alquilerestipulado en el contrato, aun cuandoPedro Petrovitch le devolvía el cuartocasi restaurado.
El tapicero no se mostraba más complacienteque el propietario, y pretendíaquedarse hasta con el último rublo de laseñal recibida por la venta de un mobiliariode que Pedro Petrovitch «aun no sehabía hecho cargo». «Va a ser menesterque me case para recuperar los muebles»,decía rechinando los dientes el desgraciadoLudjin. Una última esperanza atravesabasu alma. «¿Era posible que aquelmal no tuviera remedio?» Tenía clavadoen el corazón, como una espina, el recuerdode los encantos de Dunia. Fuépara él aquello un trago muy amargo, ysi hubiera podido, con un simple deseo,hacer morir a Raskolnikoff, de seguroque Pedro Petrovitch habría matado aljoven inmediatamente.
«Otra tontería de mi parte ha sido nodarles dinero», pensaba mientras volvía[184]entristecido a casa de Lebeziatnikoff.«¿Por qué he sido yo tan judío? ¡Fué unmal cálculo!... ¡Dejándolas momentáneamenteen la estrechez, yo creía prepararlasa que vieran en mí una providencia,y he aquí que se me deslizan entre losdedos!... No, no. Si yo les hubiera dadomil quinientos rublos, por ejemplo, paraque comprasen la canastilla en el AlmacénInglés, mi conducta hubiera sido a lavez más noble y más hábil y no me habríandejado tan fácilmente. Dados susprincipios, se hubieran creído, sin duda,obligadas a devolverme regalos y dinero;esta resolución les hubiera sido penosay difícil, habría sido para ellas cuestiónde conciencia. ¿Cómo atreverse entoncesa poner así a la puerta a un hombre quese había mostrado tan generoso, y tandelicado?... He hecho una tontería.»
Pedro Petrovitch volvió de nuevo arechinar los dientes y se trató de imbécil,en su fuero interno, por supuesto. Al llegara esta conclusión llevó a su alojamientomucho peor humor y disgusto que sacarade él. Sin embargo, atrajo su curiosidadhasta cierto punto el barullo producidoen casa de Catalina Ivanovna, a causade los preparativos de la comida. Yahabía oído hablar la víspera de este banquete;es más, recordaba que le habíaninvitado; pero sus ocupaciones personalesle hicieron que lo olvidara.
En ausencia de Catalina Ivanovna (quea la sazón se hallaba en el cementerio),la señora Lippevechzel andaba atareadaalrededor de la mesa, que ya estaba puesta.Hablando con la patrona, Pedro Petrovitchsupo que se trataba de una verdaderacomida de gala, a la que estabaninvitados casi todos los vecinos de la casa,y entre ellos muchos que no habíanconocido siquiera al difunto. El propioAndrés Semenovitch recibió la invitacióncorrespondiente, a pesar de estar reñidocon Catalina Ivanovna. En fin, setendría mucho gusto en que Pedro Petrovitchhonrase aquella comida con su presencia,puesto que era, entre todos los inquilinos,el personaje más importante.La viuda de Marmeladoff, olvidando todossus resentimientos con la patrona,había invitado también a Amalia Ivanovna,la cual se ocupaba, en aquellos momentos,con íntima satisfacción, en lospreparativos de la comida. Además, laseñora Lippevechzel habíase vestido deceremonia, y aunque su traje era de duelo,se comprendía que su dueña sentía vivoplacer en exhibir sus galas. Enteradode todos estos pormenores, Pedro Petrovitchtuvo una idea y entró pensativo ensu habitación, o mejor dicho, en la de AndrésSemenovitch Lebeziatnikoff: acababade saber que Raskolnikoff figuraba enel número de los invitados.
Aquel día Andrés Semenovitch habíapasado toda la mañana en su cuarto.Entre este individuo y Ludjin existíanextrañas relaciones perfectamente explicables.Pedro Petrovitch le odiaba yle despreciaba en grado superlativo casidesde el mismo día que fué a su casa apedirle hospitalidad; además, parecía tenerleen poco.
Al llegar a San Petersburgo, Ludjinfué a casa de Lebeziatnikoff, en primerlugar y sobre todo por economía, perotambién por otro motivo. En su provinciahabía oído hablar de Andrés Semenovitch,su antiguo pupilo, como de unode los progresistas jóvenes más avanzadosde la capital y como hombre que ocupabapuesto visible en ciertos círculos yalegendarios. Esta circunstancia tenía muchovalor para Pedro Petrovitch, el cualdesde hacía tiempo experimentaba unvago temor respecto a estos círculos poderososque lo sabían todo, que no respetabana nadie y hacían la guerra a todoel mundo.
Huelga añadir que la distancia no lepermitía tener noción exacta de estas cosas.Como tantos otros, había oído decirque existían en San Petersburgo progresistas,nihilistas, enderezadores de entuertos,etcétera; pero en su espíritu, comoen el de otras muchas personas, estaspalabras tenían una significación exagerada.Lo que temía principalmenteeran las informaciones dirigidas contratal o cual individuo por el partido revolucionario.Ciertos recuerdos que se remontabana los primeros tiempos de sucarrera, no contribuían poco a fortificaren su ánimo aquel temor, muy vivo yadesde que acariciaba el sueño de establecerseen San Petersburgo.
Dos personajes de una categoría bastanteelevada y que protegieron los comienzosde su carrera, fueron objeto delos ataques de los radicales, que llevaron,empero, las de perder. He aquí porquedesde su llegada a la capital, Pedro Petrovitchtrataba de enterarse de dóndesoplaba el viento, para, en caso de necesidad,granjearse las simpatías denuestrasjóvenes generaciones. Contaba conAndrés Semenovitch para que le ayudase.La conversación de Ludjin cuandovisitó a Raskolnikoff nos ha demostradoya que había conseguido apropiarse enparte la fraseología de los reformadores.
Andrés Semenovitch estaba empleadoen un Ministerio. Pequeño, desmedrado,escrofuloso, tenía el cabello de un rubiocasi blanco y llevaba patillas en forma dechuletas con las cuales estaba orgulloso;casi siempre tenía malos los ojos. Aunqueen el fondo era una bella persona, mostrabaen su lenguaje una presunción amenudo rayana con la temeridad, lo quehacía extraño contraste con su aspectoenfermizo. Se le consideraba, por lo demás,como uno de los inquilinoscomme ilfaut porque no se embriagaba y pagabacon puntualidad su pupilaje. Aparte deestos méritos, Andrés Semenovitch eraen realidad bastante necio. Un arrebatoirreflexivo le llevó a afiliarse bajo la banderadel progreso: era uno de esos numerososincautos que se enamoran de lasideas de moda y desacreditan con sus majaderíasuna causa a la cual se han unidosinceramente.
No obstante su buen carácter, Lebeziatnikoffacabó por encontrar insoportablea su huésped y antiguo tutor. PedroPetrovitch, por su parte, correspondíalecon la misma antipatía. A despecho de susimplicidad, Andrés Semenovitch comenzabaa advertir que en el fondo PedroPetrovitch le despreciaba y que con estehombre no se podía ir a ninguna parte.Trató de exponerle el sistema de Fouriery el de Darwin; pero Ludjin, que en unprincipio se contentó con escucharle burlonamente,no se privaba ahora de decirpalabras mortificantes a su joven catequista.Lo cierto es que Ludjin acabó porcreer que Lebeziatnikoff era no solamenteun imbécil, sino un charlatán desprovistode toda importancia en su propio partido.Su función especial era lapropaganda,y todavía no debía de estar muy duchoen ella, porque vacilaba a menudo ensus explicaciones. Decididamente, ¿quétenía que temer Ludjin de semejante sujeto?
Notemos de paso que desde su instalaciónen casa de Andrés Semenovitch (sobretodo en los primeros días), Pedro Petrovitchaceptaba con placer, o por lo menossin protesta, los cumplimientos muyextraños de su huésped cuando éste,por ejemplo, le manifestaba un gran celopor el establecimiento de una nuevacommune en la calle de los Burgueses, ycuando le decía: «Es usted demasiado inteligentepara enfadarse si su mujer tomaun amante un mes después de su matrimonio;un hombre ilustrado como ustedno bautizará a sus hijos, etc., etc.» PedroPetrovitch no pestañeaba al oír que lehablaban de tal modo; tan agradables leeran los elogios, fuesen como fuesen.
Había negociado algunos títulos por lamañana, y ahora, sentado delante de lamesa, recontaba la suma que acababa derecibir. Andrés Semenovitch casi nuncatenía dinero y se paseaba por la habitaciónafectando no mirar aquellos fajosde billetes de Banco sino con despreciativaindiferencia. Ludjin no creía que aqueldesdén fuera sincero. Por su parte, Lebeziatnikoffadivinaba, no sin disgusto,el pensamiento escéptico de su huésped ypensaba que éste se había puesto a contarel dinero para humillarle y recordarlela distancia que la fortuna había establecidoentre ambos.
Ahora Pedro Petrovitch estaba muchopeor dispuesto y desatento que nunca.Aunque Lebeziatnikoff desarrollaba sutema favorito, elcomunismo, el hombrede negocios sólo se interrumpía para hacerde vez en cuando alguna observaciónburlona y descortés. Pero Andrés Semenovitchseguía imperturbable. El mal humorde Ludjin se explicaba a sus ojos porel despecho de un enamorado a quienacababan de dejar compuesto y sin novia.También intentó buscar este motivode conversación con objeto de consolara su respetable amigo.
—Parece que se prepara una comida[186]de duelo en casa de esa... viuda—dijo aquema ropa Ludjin interrumpiendo a Lebeziatnikoffen el punto más interesantede su peroración.
—¿No lo sabía usted, acaso? Ya le habléayer de eso, y le expuse mi opiniónsobre tales costumbres... Según tengo entendido,le han invitado a usted. Ayermismo habló usted con ella.
—Jamás hubiera creído que la miseriaen que se encuentra permitiese a esa imbécilgastar en una comida todo el dineroque le entregó ese otro imbécil de Raskolnikoff.Ahora, al entrar, me he quedadoestupefacto viendo todos esos preparativos,todos esos vinos... Ha invitadoa muchas personas; el diablo sabrápor qué—continuó Pedro Petrovitch, queparecía haber provocado con intencióndeliberada aquella conversación—. ¿Qué?¿Dice usted que me ha invitado?—añadióde repente, levantando la cabeza—.¿Cuándo ha sido eso? No lo recuerdo. Detodas maneras, no pienso ir. ¿Qué tengoque hacer allí? No la conozco más quepor haber hablado un minuto con ellaayer; le dije que como viuda de empleadopodría obtener un subsidio. ¿Mehabrá invitado por eso?
—Tampoco yo tengo intención de asistir—repusoLebeziatnikoff.
—¡Pues no faltaba más! Después dehaberle pegado, natural es que tenga ustedescrúpulo de ir a sentarse a su mesa.
—¿A quién he pegado yo? ¿De quiénhabla usted?—preguntó Lebeziatnikoffturbado y encendido como la grana.
—Hablo de Catalina Ivanovna, a quienpegó usted hará cosa de un mes. Lo supeayer; ¡ésas son sus convicciones!... ¡Vayauna manera de resolver el problema feminista!
Después de esta salida, que pareció haberlealiviado un poco el corazón, Ludjinse puso a contar de nuevo su dinero.
—Eso es una barbaridad y una calumnia—replicóvivamente Lebeziatnikoff, aquien desagradaba que le recordasenaquel suceso—. Las cosas no pasaron deese modo; lo que le han contado a usted escompletamente falso. En las circunstanciasa que usted alude yo no hice más quedefenderme. Fué Catalina Ivanovna laque se lanzó sobre mí para arañarme...Me arrancó una de las patillas. Creo quetodo hombre tiene derecho a defenderse.Por otra parte, soy enemigo de la violencia,de dondequiera que proceda, y esopor principio, porque la violencia tienesu origen en el despotismo. ¿Qué iba ahacer yo? ¿Había de dejar que esa señorame maltratase a su gusto? Me limitéa rechazar una agresión.
—¡Je, je, je!—continuó en son de burlaLudjin.
—Usted me busca querella porque estáde mal humor; pero eso no significa nadani tiene relación alguna con la cuestiónfeminista. Precisamente yo me hehecho a mí mismo este razonamiento: admitiendoque la mujer es igual al hombreen todo, aun en la fuerza (cosa que se comienzaya a sostener), debe existir tambiénla igualdad en esto. Claro es que hereflexionado inmediatamente que, en rigor,no hay motivo para que se planteeesta cuestión, porque en la sociedad futurano habrá ocasiones de querellas, y,por consiguiente, nadie pasará a vías dehecho... Es, por lo tanto, absurdo hablarde la igualdad en la lucha. No soy tantonto... Aunque por lo demás haya riñas...es decir, que más tarde no las habrá,aunque por el momento las haya todavía.¡Ah, diablo, con usted, uno se haceun lío! ¡No, no es eso lo que me impideaceptar la invitación de Catalina Ivanovna!Si no voy a comer a su casa, essencillamente por cuestión de principios,por no sancionar con mi presencia la estúpidacostumbre de las comidas de duelo.Por lo demás, yo podría reírme de esoe ir... Desgraciadamente no habrá allípopes; si los hubiese, le aseguro a ustedque iría.
—¿De modo que se sentaría usted a sumesa para insultar la hospitalidad de esamujer?
—No para insultarla, sino para protestar;y esto con un objeto útil. Yo puedoindirectamente ayudar a la propagandacivilizadora, que es el deber de todo hombre.Quizá se realiza esta tarea tanto mejorcuanto menos formalismo se empleaen ella. Puedo sembrar la idea, el grano...De ese grano nacerá un hecho. ¿Cree ustedque obrando así se falta a las conveniencias?Al pronto se molestan; pero[187]comprenden al punto que se les prestaun gran servicio...
—¡Vamos, bueno!—interrumpió PedroPetrovitch—. Pero, dígame usted ahora,¿conoce usted a la hija del difunto, a esamuchacha flacucha? ¿Es verdad lo quede ella se dice?
—Sí, señor; ¿y qué? Según mi opinión,es decir, según mi convicción personal,su situación es la situación normal de lamujer. ¿Por qué no? Es decir, distingamos.En la sociedad actual, sin duda, esegénero de vida no es normal, porque esforzado; pero en la sociedad futura seráperfectamente normal, porque será libre.Aun ahora mismo tiene el derecho de hacerlo que hace. Era desgraciada, ¿porqué no ha de disponer de lo que es su capital?En la sociedad futura el capitalno tendrá razón de ser; pero el papel dela mujer galante tendrá otro sentidoy será regulado de una manera racional.En cuanto a Sofía Semenovna, yo, en eltiempo presente, considero sus actos comouna enérgica protesta contra la organizaciónde la sociedad, y a causa precisamentede eso, la estimo profundamente;diré más, la contemplo con regocijo.
—Sin embargo, me han contado que ustedla obligó a abandonar esta casa.
Lebeziatnikoff se incomodó.
—¡Eso es también una mentira!—replicóenérgicamente—. No ha habido talcosa. Catalina Ivanovna ha contado esahistoria de un modo inexacto porque nola ha comprendido. Yo no he solicitadojamás los favores de Sofía Semenovna;me limitaba pura y simplemente a desenvolversu espíritu, sin ninguna segundaintención personal, esforzándome pordespertar en ella el sentimiento de protesta...No he procurado otra cosa; ellaes la que ha comprendido que no podíapermanecer aquí.
—¿La ha invitado usted a formar partede lacommune?
—Sí, actualmente me esfuerzo paraatraerla a lacommune. Sólo que ella estaráen otras condiciones que aquí. ¿Dequé se ríe usted? Queremos fundar nuestracommune sobre bases mucho más ampliasque las precedentes. Vamos más lejosque nuestros precursores; negamos muchascosas. Si Dobroliuboff y Bielinskysaliesen de sus tumbas, me tendrían poradversario. En tanto, continúo desarrollandoa Sofía Semenovna. Es una bella,una bellísima naturaleza.
—¿Y usted se aprovecha de esa bellanaturaleza? ¡Je, je, je!
—No, de ninguna manera; todo lo contrario.
—¿Lo contrario?—dijo Ludjin—. ¡Je,je, je!
—Puede usted creerme. ¿Por qué habíade ocultárselo a usted? Al contrario, hayuna cosa que me asombra: conmigo parececortada; tiene como cierto tímido pudor.
—Y, es claro, usted la desarrolla. ¡Je,je, je!... Usted le demuestra que todosesos pudores son estúpidos.
—No hay tal cosa, no hay tal cosa. ¡Oh,qué sentido tan grosero y tan tonto, permitaque se lo diga, da usted a la palabradesarrollo! ¡Oh Dios mío; qué poco avanzadoestá usted todavía! ¡Usted no comprendenada! Nosotros buscamos la libertadde la mujer, y usted sólo piensaen bagatelas. Dejando a un lado el pudory la castidad femeninos, que no hacen alcaso, yo admito perfectamente su reservarespecto de mí, puesto que en ello no haceotra cosa que ejercer su libertad y usarde su derecho. Seguramente si me dijeseella misma «yo te quiero», me alegraríamucho, porque esa mujer me gusta enextremo; pero en la situación presentenadie se ha mostrado jamás más cortésy más conveniente con ella que yo; nadieha hecho más justicia a su mérito... Yoaguardo, espero: eso es todo.
—¿Por qué no le hace usted un regalito?Apuesto a que no ha pensado en eso.
—No comprende usted nada, ya se lohe dicho. Sin duda su situación autorizaen cierto modo sus sarcasmos; pero lacuestión es otra. Usted no tiene más quedesprecios para ella. Fundándose en unhecho que le parece deshonroso, rehusausted considerar con humanidad a unacriatura humana. Usted no sabe qué naturalezaes la suya.
—Dígame—replicó Ludjin—, ¿podríausted... o por mejor decir, está usted bastanterelacionado con esa joven para suplicarque venga aquí un instante? Debende haber vuelto ya del cementerio. Me[188]parece que las he oído subir la escalera.Quisiera hablar un instante con la muchacha.
—¿Para qué?—preguntó asombradoAndrés Semenovitch.
—Es menester que le hable. Tengo queirme de aquí hoy o mañana, y necesitodecirle una cosa. Puede usted asistir anuestra conferencia, y aun creo que serámejor que asista. De lo contrario, ¡sabeDios lo que usted pensaría!
—No pensaría nada... Mi pregunta notenía importancia. Si tiene usted algoque decirle nada es más fácil que hacerlavenir. Voy a buscarla en seguida, y estéseguro de que no le molestaré.
Efectivamente; cinco minutos después,Lebeziatnikoff condujo a Sonia. La jovenllegó extremadamente sorprendida yavergonzada. En semejantes circunstanciasera siempre muy tímida. Las nuevascaras le causaban temor. Era esto comouna impresión de su infancia, y la edadhabía aumentado su salvajez... Pedro Petrovitchse mostró cortés y benévolo. Alrecibir él, hombre serio y respetable, auna muchacha tan joven y en cierto sentidotan interesante, se creyó obligado aacogerla con un ligero tinte de jovial familiaridad.Se apresuró a tranquilizarlay la invitó a que tomase asiento frente aél. Sonia se sentó y miró sucesivamentea Lebeziatnikoff y el dinero colocado sobrela mesa. Después, de repente, sus ojosse fijaron en Pedro Petrovitch y no pudieronapartarse de él; hubiérase dichoque sufría una especie de fascinación. Lebeziatnikoffse dirigió a la puerta. Ludjinse levantó, hizo seña a Sonia para quese sentase, y detuvo a Andrés Semenovitchen el momento en que éste iba asalir.
—¿Raskolnikoff está ahí? ¿Ha venido?—lepreguntó en voz baja.
—¿Raskolnikoff? Sí. ¿Y qué? Sí, estáahí. Acaba de llegar. Le he visto... ¿Yqué?
—En ese caso suplico a usted encarecidamenteque se quede aquí y no me deje asolas con esta... señorita. El negocio deque se trata es insignificante, pero sabeDios qué conjeturas podrían hacerse. Noquiero que Raskolnikoff vaya a creer...¿Comprende usted por qué digo esto?
—Sí, comprendo, comprendo—respondióLebeziatnikoff—. Está usted en suderecho. Sin duda, en mi convicción personal,los temores de usted son muy exagerados,pero... no importa, está usteden su derecho. Bueno, me quedaré. Voya ponerme cerca de la ventana. No lesmolestaré; en mi opinión, está usted ensu derecho.
Pedro Petrovitch volvió a sentarse enfrentede Sonia, y la contempló atentamente.Después su rostro tomó una expresiónmuy grave, casi severa, como siindicase: «No vaya usted a figurarse, señorita,cosas que no son». Sonia perdiópor completo su serenidad.
—Ante todo suplico a usted, Sonia Semenovna,que presente mis excusas a surespetable mamá. Supongo que no me engañoal expresarme así. Catalina Ivanovnahace con usted veces de madre, ¿no esverdad?—dijo Pedro Petrovitch con tonomuy serio, pero a la vez bastante amable.
Evidentemente sus intenciones eranmuy amistosas.
—Sí, en efecto: hace conmigo veces demadre—se apresuró a responder la pobreSonia.
—Pues bien, dígale usted cuánto sientoque circunstancias independientes de mivoluntad me impidan aceptar su amableinvitación.
—Voy a decírselo—y Sonia se levantóen seguida.
—No es eso todo—continuó Pedro Petrovitchsonriendo al ver la candidez dela joven y su ignorancia de las costumbressociales—; usted apenas me conoce,Sonia Semenovna; comprenderá que, porun motivo tan fútil y que sólo me interesaa mí, no me hubiera permitido molestara una persona como usted. Tengo otroobjeto.
A una señal de su interlocutor Sonia seapresuró a sentarse. Los billetes de Bancomulticolores, colocados sobre la mesa, seofrecieron de nuevo ante su vista, perovolvió vivamente los ojos y los fijó en PedroPetrovitch; mirar el dinero ajeno leparecía cosa por extremo inconveniente,sobre todo en su posición. La joven reparócosa tras cosa: primero, en los lentesde montura de oro que Pedro Petrovitchtenía en la mano izquierda; después, en[189]el grueso anillo adornado con una piedraamarilla que el funcionario llevaba en eldedo del corazón; por último, no sabiendoqué hacer de sus ojos, los fijó en el rostromismo de Ludjin. Este, después de haberguardado silencio durante algunos instantes,prosiguió:
—Ayer me bastó cambiar dos palabrascon la desgraciada Catalina Ivanovna,para comprender que esa señora se encuentraen un estado antinatural, pordecirlo así...
—Sí, antinatural—repitió dócilmenteSonia.
—O, para hablar más sencilla e inteligiblemente,que se halla enferma.
—Sí, más sencillamente, más intel... Sí,está enferma...
—Cierto. Por un sentimiento de humanidady, digámoslo así, de compasión,quisiera, por mi parte, serle útil, previendoque inevitablemente va a encontrarseen una situación muy triste. Ahora,según parece, esa familia no tiene en elmundo otro apoyo que usted.
Sonia se levantó bruscamente.
—Permítame que le pregunte: ¿no leha dicho usted que podría cobrar unapensión? Ayer me contó que usted se habíaencargado de hacer que se la concediesen.¿Es eso cierto?
—No, no hay tal cosa. Me limité a decirleque, como viuda de un funcionariomuerto en el servicio, podría obtener unrecurso temporal si contaba con recomendaciones.Mas parece que, lejos dehaber servido bastante tiempo para disfrutarde los derechos pasivos, su padreno estaba en el servicio cuando murió. Enuna palabra: siempre se puede esperar;pero la esperanza es muy poco fundada,porque, en rigor, no existe derecho algunoa pensión; al contrario... ¡Ah, soñaba conuna pensión! ¡Oh, esa señora lo cree todoposible!
—Sí, soñaba en una pensión. Es crédulay buena, y su bondad hace que dé créditoa todo. Y... y... su espíritu es... sí...Dispénsela usted—dijo Sonia, que se levantóde nuevo para marcharse.
—Permítame usted, tengo todavía quedecirle algo más.
—¿Más aún?—balbuceó la joven.
—Siéntese usted.
Sonia, toda confusa, se sentó por terceravez.
—Viéndola en tal situación, con hijospequeños, quisiera, como ya le he dicho,serle útil en la medida de mis medios;compréndame usted bien: en la medidade mis medios nada más. Se podría, porejemplo, organizar, en beneficio suyo, unasubscripción, una tómbola... o una cosaanáloga, como suelen hacer en caso semejantelas personas que desean ayudar,bien sea a los parientes, bien a los extraños.Esto es una cosa posible.
—Sí, eso está bien... pero ella. Dios...—murmuróSonia, con los ojos fijos en PedroPetrovitch.
—Se podría; pero ya hablaremos deesto más tarde, es decir, se podría comenzarhoy mismo. Nos veremos esta noche,hablaremos y echaremos, por decirlo así,los fundamentos. Venga usted aquí a lassiete. Supongo que Andrés Semenovitchno tendrá inconveniente en asistir a nuestraconferencia, pero... hay un punto quedebe de ser previa y cuidadosamente examinado.Por esta razón me he tomadola libertad de molestarle suplicándole queviniese. Según mi opinión, no convieneentregar en sus propias manos el dineroa Catalina Ivanovna; es más, sería peligrosoentregárselo; basta como pruebala comida de hoy. No tiene zapatos; nosabe si dentro de dos días tendrá un pedazode pan que llevarse a la boca, y compraron Jamaica, vino de Madera y café.Lo he visto al pasar. Mañana toda lafamilia volverá a estar a cargo de usted,y tendrá usted que buscarle hasta el últimopedazo de pan. Por lo tanto, soy deopinión que debe de organizarse la suscripciónsin que se entere la desgraciadaviuda, y que usted sola sea la que manejeel dinero. ¿Qué le parece a usted?
—No sé. Es solamente hoy cuandoella... Esto no ocurre más que una vez enla vida... Quería honrar la memoria deldifunto... pero es muy inteligente. Por lodemás, será lo que usted quiera; yo lequedaré a usted muy... muy... todas ellasserán... y Dios... y los huérfanos...
Sonia no acabó y se echó a llorar.
—De modo que es cosa convenida.Ahora dígnese usted aceptar, para la parientade usted, esta suma, que represen[190]tami suscripción personal. Deseo vivamenteque mi nombre no se pronunciepara nada. Siento mucho que, teniendoyo también apuros pecuniarios, no puedahacer más.
Y Pedro Petrovitch alargó a Sonia unbillete de diez rublos, después de haberlodesplegado cuidadosamente.
La joven recibió el billete ruborizándose,balbuceó algunas palabras ininteligiblesy se apresuró a despedirse. PedroPetrovitch la acompañó hasta la puerta.Al cabo la joven salió de la habitación yentró en la de Catalina Ivanovna extraordinariamenteagitada.
Durante toda esta escena, Andrés Semenovitch,no queriendo interrumpir laconversación, permaneció cerca de laventana. En cuanto salió Sonia, se acercóa Pedro Petrovitch y le tendió solemnementela mano.
—Lo he oído y lo he visto todo—dijosubrayando intencionadamente la últimapalabra—. Eso es noble, es humano, quierodecir, porque no admito la palabranoble. Usted ha querido evitar las gracias,lo he visto; y aunque, a decir verdad,soy por principio enemigo de la beneficenciaprivada, que, lejos de extirparradicalmente la miseria, favorece sus progresos,no puedo menos de reconocer quehe visto con gusto el acto de usted. Sí,sí, eso me complace.
—Lo que he hecho no vale nada—murmuróLudjin un poco cortado, y miró aLebeziatnikoff con particular atención.
—Sí, vale, sí vale. Un hombre que, noobstante hallarse bajo la impresión de unaafrenta recibida, es capaz todavía de interesarsepor la desgracia ajena, aunqueproceda en contra de la sana economíasocial, no es por eso menos digno de estima.No esperaba yo semejante cosa deusted, Pedro Petrovitch... ¡Oh, qué influídoestá usted por sus antiguas ideas!¿Por qué turbarse tanto por el asunto deayer?—exclamó Andrés Semenovitch, queexperimentaba un retroceso de viva simpatíahacia Pedro Petrovitch—. ¿Quénecesidad tiene usted de casarse, de casarselegalmente, mi noble y muy queridoPedro Petrovitch? ¿Qué le importa a ustedla uniónlegal? Pégueme usted, siquiere; pero yo me regocijo del fracasode sus relaciones, contento de pensar quees usted libre, que no está usted perdidopor la humanidad... Ya ve si soy franco.
—Me inclino al matrimonio legal, porqueno quiero llevar... nada en la frenteni educar hijos de los cuales yo no sea elpadre, como ocurre con vuestros matrimonioslibres—respondió, por decir algunacosa, Pedro Petrovitch.
Estaba pensativo, y apenas prestabaatención a las palabras que decía.
—¿Los hijos? ¿Usted hace alusión a loshijos?—dijo Andrés Semenovitch, animándosede repente como un caballo enbatalla cuando oye el sonido del clarín—;los hijos son una cuestión social que seráresuelta ulteriormente. Muchos hasta loniegan sin restricción, como todo lo queconcierne a la familia. Hablaremos delos hijos más tarde. Ahora ocupémonos delo otro. Le confieso a usted que es ésa midebilidad. Esa palabra baja y grosera,puesta en circulación por Putskin, paraseñalar a los maridos engañados, no figuraráen los diccionarios del porvenir.En resumen: ¿qué viene a ser eso? ¡Oh,ridículo espanto! ¡Qué cosa tan insignificante!Por el contrario, en el matrimoniolibre, el peligro que usted teme noexistirá. Eso no es más que la consecuencianatural, y, por decirlo así, el correctivodel matrimonio legal, la protestacontra un lazo indisoluble; desde estepunto de vista no tiene nada de humillante...Y si, por acaso, lo que es absurdo,contrajese yo un matrimonio legal, seríapara mí un encanto llevareso a que tieneusted tanto miedo. Yo le diría entoncesa mi mujer: «Hasta el presente, queridamía, sólo había sentido amor por ti: peroahora te estimo, porque has sabido protestar».¿Se ríe usted? ¡Ah! Es porqueno tiene fuerzas para romper con los prejuicios.Comprendo que con la unión legítimasea desagradable ser engañado;pero ése es el efecto miserable de una situaciónque desagrada a los dos esposos.Cuandoeso se yergue sobre nuestra frentecomo en el matrimonio libre, entoncesno existe. Cesan de tener significación ydejan de llevar el nombre que se les da.Antes bien, la mujer de usted le pruebapor ello que le estima, puesto que le creeincapaz de poner obstáculo a su felicidad[191],y demasiado ilustrado es usted para querervengarse de un rival. En verdad, piensomuchas veces que, si llegase a estarcasado (libre o legítimamente, importapoco), y mi mujer tardase en tomar unamante, yo, por mí mismo, se lo proporcionaría.«Querida mía (le diría entonces),te amo; pero deseo, sobre todo, que meestimes.» ¿Tengo o no tengo razón?
Estas palabras apenas hicieron sonreíra Pedro Petrovitch. Su pensamiento estabaen otra parte y se restregaba las manosmuy preocupado. Andrés Semenovitchhabía de acordarse más tarde de lapreocupación de su amigo.
Difícil sería decir con exactitud cómohabía nacido en el cerebro desequilibradode Catalina Ivanovna la idea de aquellainsensata comida. Gastó, en efecto, endicho banquete más de la mitad del dineroque le había dado Raskolnikoff paralas exequias de Marmeladoff. Tal vez secreía obligada a honrar «convenientemente»la memoria de su marido, a fin de demostrara todos los inquilinos, y especialmentea Amalia Ivanovna, que el difuntovalía tanto como ellos, si era que novalía más. Quizá obedecía a ese orgullode los pobres que en determinadas circunstanciasde la vida, como bautizo,matrimonio, entierro, etc., los impulsaa sacrificar sus últimos recursos con elsolo objeto de «hacer las cosas tan biencomo los otros». Permitido es suponerque, en el momento mismo en que seveía reducida a la más extremada miseria,Catalina Ivanovna quería mostrar atoda aquella «gentuza», no solamenteque ella sabía «vivir y recibir», sino que,hija de un coronel, educada «en una casanoble y aristocrática», no había nacidopara fregar el suelo con sus propias manosy lavar por la noche la ropa de sushijos.
Las botellas de vino no eran ni muynumerosas ni de marcas muy variadas;faltaba el Madera. Pedro Petrovitch habíaexagerado. Sin embargo, había aguardiente,ron, Oporto, todo de inferior calidad,pero en abundancia. Elmenú, preparadoen la cocina de Amalia Ivanovna,comprendía, además delkutia, tres o cuatroplatos, principalmenteblines; además,estaban preparados dos samovarspara los convidados que quisieran tomarte o ponche después de la comida. CatalinaIvanovna se ocupó por si misma enlas compras, con ayuda de un inquilinode la casa, un polaco famélico, que habitaba,sabe Dios en qué condiciones, encasa de la señora Lippevechzel.
Desde el primer momento este pobrehombre se puso a disposición de la viuda,y durante treinta y seis horas no dejó dehacer recados con celo que, por otra parte,el bueno del polaco no perdía ripiopara hacerlo notar. A cada instante, porla menor futesa, todo presuroso y atareadoacudía a pedir instrucciones a la viudaMarmeladoff. Después de haber declaradoque sin la solicitud de este «hombreservicial y magnánimo», no hubiera sabidoqué hacer, Catalina Ivanovna acabópor encontrarlo absolutamente insoportable.Era propio de su carácter entusiasmarsede repente por cualquiera; leveía con los colores más brillantes y leatribuía mil méritos que sólo existían ensu imaginación, pero en los cuales creíacon toda buena fe. Después al entusiasmosucedía bruscamente la desilusión, y entoncesse desataba en injurias contraaquel a quien pocas horas antes habíacolmado de excesivas alabanzas.
Amalia Ivanovna tomó también súbitaimportancia a los ojos de Catalina Ivanovna;ésta delegó en ella, cuando se fuéal entierro, todos sus poderes, y la señoraLippevechzel se mostró digna de estaconfianza. Ella fué, en efecto, quien seencargó de preparar la mesa y de suministrarel servicio de la misma. Claro esque la vajilla, los vasos, las tazas, los tenedores,los cuchillos, prestados por losdiversos inquilinos, mostraban en su ricavariedad sus diversos orígenes; peroen aquel momento cada cosa estaba ensu puesto. Cuando volvió a la casa mortuoria,Catalina Ivanovna pudo advertiruna expresión de triunfo en el rostro dela patrona. Orgullosa de haber cumplidotan bien su misión, aquélla se pavoneabacon su traje de duelo completamentenuevo, y su gorrito adornado con lazos.[192]Este orgullo, por legítimo que fuese, noagradó a la viuda: «¡Como si verdaderamenteno se hubiera podido poner lamesa sin Amalia Ivanovna!» El gorritocon sus lazos flamantes también le disgustó:«¡Vaya con la tonta alemana estaque no hace más que estorbar!... ¡Se hadignado, por bondad de alma! ¡Habrásevisto! En casa del padre de Catalina Ivanovna,que era coronel, había algunasveces cuarenta personas a comer, y nose hubiera recibido ni aun para el servicio,a una Amalia Ivanovna, o, mejordicho, Ludvigovna.» La viuda de Marmeladoffno quiso manifestar entoncessus sentimientos; pero se prometió noquedarse con esta impertinencia en elcuerpo.
Otra circunstancia contribuyó tambiéna irritar a Catalina Ivanovna: a excepcióndel polaco que fué hasta el cementerio,casi ninguno de los invitadosacompañó el cadáver hasta su última morada;por el contrario, cuando se tratóde sentarse a la mesa, se vió llegar todolo que había de más pobre y de menos recomendableentre los inquilinos; algunosse presentaron en traje más que descuidado.Los que estaban un poco limpiosse habían dado palabra para no venircomenzando por Ludjin, el más distinguidode todos ellos. Sin embargo, el díaanterior, por la noche, Catalina Ivanovnahabía cantado las excelencias de él atodo el mundo, es decir, a la patrona, aPoletchka, a Sonia y al polaco. Era, segúnaseguraban, un hombre muy nobley muy bueno; además de esto, era inmensamenterico y estaba muy bien relacionado.Afirmaba que había sido amigo desu primer marido, y frecuentado tambiénen otro tiempo la casa de su padre. Aseguraba,además, que había prometidoemplear toda su influencia para conseguirleuna pensión importante.
Raskolnikoff se presentó cuando acababande llegar del cementerio. CatalinaIvanovna quedó encantada al verle, enprimer lugar, porque, de todas las personaspresentes, era el único hombre culto(lo presentó a todos los invitados, diciendoque dentro de dos años sería catedráticode la Universidad de San Petersburgo),y además, por haberse excusado respetuosamentede no haber podido, a pesarde sus deseos, asistir a las exequias.La viuda se apresuró a hacerle sentar asu izquierda, teniendo ya a Amalia Ivanovnasentada a su derecha, y entablóa media voz con el joven una conversacióntan seguida como se lo permitíansus deberes de dueña de casa.
Su enfermedad había tomado desde hacíados días un carácter más alarmanteque nunca, y la tos, que le desgarraba elpecho, le impedía a menudo terminar lasfrases. Sin embargo, se consideraba felizpor tener a quien confiar la indignaciónque experimentaba ante aquel concursode figuras grotescas. Al principio, su cólerase manifestaba en las burlas que dirigíaa los invitados y, sobre todo, a lapropietaria.
—Todo ello es por culpa de esa imbécil.Ya sabe usted de quién hablo—yCatalina Ivanovna mostró con un movimientode cabeza a la patrona—. Mírelausted cómo abre los ojos; adivina quehablamos de ella; pero no puede comprenderlo que decimos; ahí tiene usted porqué pone esos ojos de besugo. ¡Ah, quécoqueta!... ¡Ja, ja, ja! ¿Qué idea le ha dadode ponerse ese bonete? ¡Ja, ja, ja! Quierehacer creer a todo el mundo que mehonra mucho sentándose a mi mesa. Lehabía suplicado que invitase a las personasmás distinguidas, y con preferenciaa aquellas que habían conocido al difunto,y mire usted qué colección de desharrapadosy de perdidos ha reclutado. Fíjeseusted: aquél no se ha lavado, da asco;¿y esos desgraciados polacos?... ¡Ah, ah!¡Je, je, je! Aquí nadie los conoce, y yo losveo por primera vez. Dígame usted: ¿Porqué han venido? Ahí están como una ristrade cebollas. ¡Eh!—gritó a uno deellos—. ¿Ha tomado ustedblines? Tomeusted más; beba usted cerveza. ¿Quiereusted aguardiente? Mire, mire, se ha levantadopara saludarme. Son, sin duda,pobres diablos muertos de hambre. Todoles es igual con tal de comer. Por lo menosno hacen ruido; pero yo estoy temblandopor los cubiertos de la patrona—dijocasi en voz alta, dirigiéndose a AmaliaIvanovna—. Si por acaso roban sus cucharas,le prevengo que yo de nada respondo.
Después de esta satisfacción dada a sussentimientos, volviéndose hacia Raskolnikoff,dijo, burlándose y mostrando a lapatrona:
—¡Ah, ah, ah! No entiende una palabra;ahí se está con la boca abierta. Fíjeseusted; es una verdadera lechuza;una lechuza con lazos de colores. ¡Ja, ja,ja!
La risa acabó con un acceso de tos queduró cinco minutos, se llevó el pañuelo alos labios y después se lo enseñó silenciosamentea Raskolnikoff: estaba manchadode sangre. Gotas de sudor perlaban sufrente; sus pómulos se coloreaban de rojo,y cada vez respiraba con mayor dificultad;sin embargo, continuó hablandoen voz baja con animación extraordinaria.
—Le habían confiado el encargo muydelicado, es verdad, de invitar a esa señoray a su hija. Ya sabe usted a quienesme refiero. Era preciso proceder en estocon bastante tacto... Pues bien, se haarreglado de modo que esa imbécil forastera,esa provinciana, que ha venidoaquí a solicitar una pensión como viudade un mayor, y que, de la mañana a lanoche, anda recorriendo las Cancilleríascon dos dedos de colorete en la cara,y eso que tiene cincuenta años muy corridos...esa remilgada ha rehusado mi invitación,sin excusarse siquiera, como lamás vulgar cortesía exige en un caso comoéste. No acierto a explicarme cómoes que no haya venido tampoco PedroPetrovitch. Pero, ¿dónde está Sonia?¿qué es de ella? ¡Ah! Ahí está. ¿Dónde tehabías metido, Sonia? Es extraño que enun día como éste hayas sido tan pocoexacta. Rodión Romanovitch, déjela ustedcolocarse a su lado, ése es tu sitio,Sonia; toma lo que quieras. Te recomiendoelkabial, está bueno. Ahora te traeránlasblines. ¿No se ha dado de ellas a losniños? Que no se os olvide, Poletchka.Vamos, está bien. Sé formal, Lena; y tú,Kolia, deja quietecitas las piernas. Esoes; así debe de estar un niño bien educado.¿Y qué me cuentas, Sonetchka?
Sonia se apresuró a decir a su madrastralas excusas de Pedro Petrovitch, esforzándoseen hablar alto para que todospudieran oírle. No contenta con reproducirlas fórmulas corteses de que Ludjinse había servido, procuró por su parteamplificarlas. Pedro Petrovitch—añadió—lehabía encargado decir a CatalinaIvanovna que vendría tan prontocomo le fuese posible, para hablar denegocios y entenderse con ella acerca de lamarcha que debía seguir ulteriormente,etcétera, etc.
Sonia sabía que con esto tranquilizaríaa su madrastra, y, sobre todo, que halagaríasu amor propio. La joven se sentóal lado de Raskolnikoff, a quien saludóapresuradamente echándole una rápiday curiosa mirada; pero durante el restode la comida evitó mirarle y aun dirigirlela palabra. Parecía distraída, aunque teníalos ojos fijos en el rostro de CatalinaIvanovna para adivinar sus deseos. Despuésde haber escuchado con complacenciael relato de Sonia, la viuda preguntócon aire de importancia por la salud dePedro Petrovitch; en seguida, sin inquietarsedemasiado de que pudieran oírlalos invitados, hizo observar a Raskolnikoffque un hombre tan respetable y distinguidohubiese estado fuera de su centroen semejante reunión. Se explicabaque no hubiese venido, a pesar de las antiguasrelaciones que le unían a su familia.
—He aquí por qué, Rodión Romanovitch,agradezco tanto que no haya usteddesdeñado mi hospitalidad; por lodemás—añadió—, convencida estoy deque solamente la amistad de usted conmi pobre difunto es lo que ha decidido acumplirme su palabra.
Raskolnikoff escuchaba en silencio.Se encontraba a disgusto. Unicamentepor cortesía y consideración a CatalinaIvanovna probaba la comida, que la propiaviuda le acercaba a la boca.
El joven tenía los ojos fijos en Sonia.Esta, cada vez más pensativa, seguía coninquietud los progresos de la exasperaciónde su madrastra, que había comenzado aburlarse de sus huéspedes, presintiendoque la comida acabaría mal, porque, entreotras cosas, Sonia sabía que era ellala causa principal de que las dos provincianashubieran rehusado la invitación.Amalia Ivanovna habíale dicho que cuandofué a invitar a las dos señoras, la madre,muy resentida, había exclamado que[194]cómo podría permitir ella que su hija sesentase al lado de aquella...señorita. Sospechabala joven que su madrastra teníaya noticia de aquel insulto. Esta injuriaa Sonia era para Catalina Ivanovnapeor que una afrenta hecha a ella, a sushijos, o a la memoria de su padre; era unmortal ultraje. Sonia adivinaba que a CatalinaIvanovna sólo le importaba enaquel momento probar a aquellas imbécilesque ambas eran... Precisamente unconvidado, sentado en el otro extremode la mesa, dió a Sonia un plato, con doscorazones de migas de pan atravesadospor una flecha. Catalina Ivanovna declaróen seguida, con voz sonora, que elautor de aquella burla era, de seguro, un«asno borracho».
Acto seguido anunció su propósito deretirarse en cuanto hubiera obtenido unapensión, a fundar en T***, su ciudad natal,una casa de educación para hijas de nobles.De repente mostró aquel certificadodel cual había hablado Marmeladoff cuandosu encuentro con Rodia en la taberna.En las circunstancias presentes, tal documentodebía establecer el derecho deCatalina Ivanovna a abrir un pensionado;pero lo había sacado con objeto deconfundir a las dos «presumidas», y siéstas hubiesen aceptado su invitación,les hubiera demostrado con pruebas convincentes,que «la hija de un coronel, ladescendiente de una familia noble y aristocrática,valía mucho más que las buscadorasde aventuras, cuyo númeroaumenta cada día». El certificado diópronto la vuelta en derredor de la mesa;los convidados, ya a medios pelos, se lopasaban de mano en mano, sin que CatalinaIvanovna se opusiese a ello, porqueaquel papel la designaba, con todas susletras, como hija de un consejero deCorte, lo que la autorizaba, aproximadamente,a considerarse como hija de uncoronel.
Extendióse después la viuda en enumerarlos encantos de la existencia felizy tranquila que se prometía pasar enT***. Buscaría el concurso de los profesoresdel Gimnasio, entre los cuales se encontrabaun anciano respetable, el señorMangot, que le había enseñado en otrostiempos el francés; este señor no vacilaríaen dar lecciones en su pensionado, ysería módico en sus honorarios. Por último,anunció la intención de llevarse aSonia a T*** y de confiarle la dirección desu establecimiento. Al oír estas palabras,uno de los comensales se echó a reír.
Catalina Ivanovna fingió no haberlooído, pero levantando la voz dijo que SoniaSemenovna poseía cuantas cualidadesson menester para secundarla en sutarea. Después de haber elogiado la dulzurade la joven, su paciencia, su abnegación,su cultura intelectual y su noblezade sentimientos, le dió suavementeunos golpecitos en la mejilla y la besódos veces seguidas con efusión. Soniase ruborizó, y Catalina Ivanovna prorrumpióen llanto.
—Tengo los nervios muy excitados—dijocomo para excusarse—y estoy muyfatigada. La comida ha acabado, se vaa servir el te.
Amalia Ivanovna, muy contrariadapor no haber podido meter baza en la conversaciónprecedente, eligió aquel momentopara aventurar una nueva tentativa,e hizo observar muy juiciosamentea la futura directora de un pensionado,que «debería conceder mucha atencióna la ropa interior de las pensionistase impedir que leyeran novelas durantela noche». El cansancio y la irritación hacíana Catalina Ivanovna poco tolerante;así es que tomó muy a mal aquellos sabiosconsejos; a creerla a ella, la patronano entendía una palabra de lo que estabahablando. «En un pensionado de señoritasnobles, el cuidado de la ropa blancacorrespondía a la mujer encargadade ese servicio, y no a la directora del establecimiento.En cuanto a la observaciónrelativa a la lectura de las novelas,era sencillamente una inconveniencia.»Catalina Ivanovna suplicaba a la patronaque callase.
En lugar de acceder a esta súplica,Amalia Ivanovna respondió con acritudque «no había hablado más que por subien»; que había tenido siempre las mejoresintenciones, y que, desde hacía largotiempo, Catalina Ivanovna no le pagabaun kopek.
—¡Miente usted hablando de buenasintenciones!—replicó la viuda—. Ayer,[195]sin ir más lejos, cuando mi esposo estabade cuerpo presente, vino usted a armarun escándalo a propósito de mis atrasos,y por causa suya no han venido ciertasseñoras...
Al oír esto la patrona observó con muchalógica que ella «había invitado aaquellas señoras, pero no habían venidoporque eran nobles y no podían ir a casade una señora que no lo era». A lo cualsu interlocutora contestó «que una cocinerano tenía criterio para juzgar de laverdadera nobleza».
Herida Amalia Ivanovna en lo vivoreplicó «que suvater[17] era un hombremuy importante en Berlín que se paseabaconstantemente con las manos en losbolsillos y hacía siempre ¡puf! ¡puf!» Paradar una idea más exacta de suvater, laseñora Lippevechzel se levantó, se metiólas manos en los bolsillos e inflando loscarrillos se puso a imitar el ruido de unfuelle de fragua. Aquello provocó unacarcajada general entre los inquilinosque, con la esperanza de una batalla entrelas dos mujeres, se complacían enazuzar a Amalia Ivanovna. La viuda deMarmeladoff, no pudiendo contenersemás, declaró en voz muy alta que «AmaliaIvanovna quizá no había tenido nuncavater, que era sencillamente una finlandesade San Petersburgo, que había debido seren otro tiempo cocinera, o tal vez algomás bajo». Respuesta furiosa de la patrona:«Acaso era Catalina Ivanovna laque no había tenidovater. En cuanto aella, su padre era un berlinés que usabalevitas muy largas y que hacía constantemente¡puf! ¡puf!» Catalina Ivanovnarespondió con tono despreciativo que«su nacimiento era conocido de todo elmundo, y que aquel mismo certificadohonorífico en caracteres impresos, la designabacomo hija de un coronel, y que,en cambio, Amalia Ivanovna (en el supuestode que hubiese tenido padre conocido),debía ser hija de algún vendedorde leche finlandés; pero, según todas lasapariencias, era hospiciana, puesto queno sabía aún cuál era su nombre patronímico,si se llamaba Amalia Ivanovna oAmalia Ludvigovna». La patrona, fuerade sí, gritó, dando puñetazos sobre lamesa, «que ella era Ivanovna y no Ludvigovna;que su padre se llamaba Juan,y que había sido alcalde, cosa que no fuénunca el padre de Catalina Ivanovna».Al oír tales palabras se levantó ésta, ycon voz tranquila, desmentida por la palidezde su rostro y por la agitación de supecho, dijo:
—Si usted se atreve otra vez a poneren parangón a su miserablevater con mipadre, le arranco el gorro y lo pisoteo.
Amalia Ivanovna, ante su amenaza,empezó a correr por la habitación, gritandocon todas sus fuerzas que ella erala propietaria y que Catalina Ivanovnase marcharía de su casa al instante. Despuésse apresuró a recoger los cubiertosde plata que estaban sobre la mesa. Aesto siguió una confusión y un barullo indescriptible;los chiquillos se echaron allorar; Sonia se abalanzó a su madrastrapara impedir que hiciese un disparate,pero como Amalia Ivanovna hubiese lanzadoen alta voz una alusión a lacartillaamarilla, Catalina Ivanovna rechazó ala joven y se fué derecha a la patrona,decidida a arrancarle el moño.
Mas en aquel momento se abrió lapuerta y apareció Pedro Petrovitch Ludjin.
El funcionario dirigió una mirada severaa todos los presentes y Catalina Ivanovnacorrió hacia él.
—¡Pedro Petrovitch!—gritó—. ¡Protéjameusted! Haga comprender a estaimbécil que no tiene derecho para hablarasí a una señora noble y desgraciada; queeso no está permitido. Me quejaré al gobernadorgeneral... y esa mujer tendráque responder ante él de lo que ha dicho.En nombre de la hospitalidad que ustedrecibió de mi padre, venga en ayuda demis huérfanos.
—Permítame usted, señora... permítameusted—dijo Pedro Petrovitch apartandocon un ademán a la solicitante—.Como usted sabe muy bien, no he tenidoel honor de conocer a su padre... Permítameusted, señora (uno de los comensales[196]se echó a reír ruidosamente); no piensotomar parte en las continuas reyertasde usted con Amalia Ivanovna... Vengoaquí por un asunto personal... Deseo tenerinmediatamente una explicación consu hijastra de usted, Sonia... Semenovna...¿no es ése su nombre? Permítame ustedque entre...
Y apartándose de Catalina Ivanovna,Pedro Petrovitch se dirigió al rincón dela sala en que se encontraba Sonia.
La viuda se quedó como clavada en susitio. No podía comprender que PedroPetrovitch negase haber sido huésped desu padre. Aquella hospitalidad, que noexistía más que en su imaginación, se habíaconvertido para ella en artículo defe. Lo que principalmente la impresionó,fué el tono seco, altanero, y hasta amenazadorde Ludjin. Al aparecer este últimose restableció el silencio poco a poco.El pulcro y severo traje del hombre deleyes formaba contraste con la sordidezde los demás inquilinos de Amalia Ivanovna.Cada uno de ellos se daba cuentade que sólo un motivo de gravedad excepcionalpodía explicar la presencia de aquelpersonaje en semejante sitio; todos, pues,esperaban que pasase algo. Raskolnikoff,que estaba sentado al lado de Sonia, selevantó para dejar acercarse a PedroPetrovitch, y éste pareció no reparar enel joven.
Un instante después apareció Lebeziatnikoff;pero en lugar de entrar en lahabitación permaneció en el umbral escuchandocon curiosidad sin acertar acomprender al pronto de qué se trataba.
—Perdónenme ustedes que turbe sureunión; pero me veo obligado a ello porun asunto de bastante importancia—dijoPedro Petrovitch sin dirigirse a nadie enparticular—; en cuanto a mí, me agradapoder explicarme delante de una reuniónnumerosa. Amalia Ivanovna, ruego a ustedque, como propietaria de esta casa,preste atención a la conferencia que voya celebrar con Sonia Semenovna.
Después, dirigiéndose a la joven queestaba extremadamente pálida y bastantesorprendida, añadió:
—Sonia Semenovna, inmediatamentedespués de la visita de usted, he echadode menos un billete de Banco de cien rublos,que había sobre una mesa de la habitaciónde mi amigo Andrés SemenovitchLebeziatnikoff. Si usted sabe lo queha sido de ese billete y me lo dice, doya usted, en presencia de todas estas personas,mi palabra de honor de que esteasunto no tendrá consecuencias; en casocontrario, me veré obligado a recurrir amedidas muy serias, y entonces... no tendráusted que echar la culpa a nadie sinoa sí misma.
Un profundo silencio siguió a estas palabras.Hasta los niños cesaron de llorar.Sonia, mortalmente pálida, miraba aLudjin sin acertar a responder. Parecíano haber comprendido aún. Así pasaronalgunos segundos.
—Vamos, ¿qué responde usted?—preguntóPedro Petrovitch, mirando atentamentea la joven.
—Yo no sé... no sé nada—dijo al cabocon voz débil.
—¿No? ¿Usted no sabe nada?—preguntóLudjin, y dejó pasar nuevamentealgunos segundos.
En seguida añadió con tono severo:
—Piense usted en lo que le digo, señorita;reflexione usted; quiero darletiempo bastante. Si no estuviese completamenteseguro de mi afirmación, meguardaría muy mucho de lanzar contrausted una acusación tan grave. Tengodemasiada experiencia en los negociospara exponerme a una querella por difamación.Esta mañana he ido a negociarunos títulos, que representaban un valornominal de 3.000 rublos. De vuelta enmi alojamiento, me he puesto a contarel dinero; Andrés Semenovitch es testigo.Después de haber contado dos mil trescientosrublos, los he guardado en unacartera que he metido en el bolsillo delpecho de la levita. Quedaban sobre lamesa unos quinientos rublos en billetesde Banco, entre los cuales había tres decien rublos cada uno. Entonces fué cuando,a invitación mía, vino usted a nuestrocuarto, y durante todo el tiempo desu visita ha estado usted extraordinariamenteagitada. Por tres veces se ha levantadousted para salir, aun cuandonuestra conversación no había terminadoaún. Andrés Semenovitch puede dar fede todo esto.
»Usted no negará, así por lo menos locreo, que la he hecho llamar por AndrésSemenovitch con objeto de ocuparme conusted en la situación desgraciada de sumadrastra (a cuya casa no podía veniryo a comer), y de la forma de socorrerlapor medio de subscripción, lotería, o cosaparecida. Usted me dió las gracias conlas lágrimas en los ojos. (Entro en todosestos pormenores, para probarle que nohe olvidado ninguna circunstancia.) Inmediatamentehe tomado de encima dela mesa un billete de diez rublos, y se lohe entregado a usted como primer recursopara su madrastra. Andrés Semenovitchlo ha visto todo. Después la heacompañado hasta la puerta, y usted seha retirado con la misma agitación queantes.
»Cuando usted salió del cuarto, he estadohablando durante diez minutos,aproximadamente, con Andrés Semenovitch.Por último él se marchó y yo meacerqué a la mesa para guardar el restodel dinero, viendo entonces, con gran sorpresa,que me faltaba un billete de cienrublos. Ahora juzgue usted. Yo no puedosospechar de Andrés Semenovitch, ni siquieraconcebir semejante idea. No puedotampoco engañarme en mis cuentas, porque,un momento antes de que usted entrara,acababa de comprobarlas. Comprenderáusted que acordándome de suagitación, de su prontitud en salir y deque tuvo usted durante algún tiempo lasmanos sobre la mesa, y considerando,finalmente, la posición social de usted,he debido, a despecho de mi propia voluntad,dar acogida a una sospecha, cruel,sin duda, pero legítima.
»Por convencido que me halle de la culpabilidadde usted, repito que sé a lo queme expongo dirigiéndole esta acusación.Sin embargo, no vacilo en formularla, sobretodo, señorita, por su negra ingratitud.¿Cómo? La mando llamar a ustedporque me intereso por su infortunadamadrastra y por sus hermanitos; le doyun billete de diez rublos ¡y me recompensausted de esa manera! ¡No! ¡Eso no estábien! Le hace falta una lección que le sirvade escarmiento para lo sucesivo. Reflexioneusted; se lo propongo amistosamente,porque en este momento es lo mejorque puedo hacer en su favor. De locontrario, seré inflexible. Vamos, confieseusted.»
—Yo nada he tomado—murmuró Soniaespantada—; usted me ha dado diez rublos;aquí están, tómelos, se los devuelvo.
La joven sacó el pañuelo del bolsillo,deshizo un nudo, tomó el billete de diezrublos, que estaba allí guardado, y se loalargó a Ludjin.
—¿De modo que insiste usted en negarel robo de esos cien rublos?—dijo en tonode reproche Ludjin, sin tomar el billete.
Sonia dirigió una mirada en tornosuyo, y en todos los rostros de las personasque la rodeaban sorprendió una expresiónsevera, irritada o burlona. Lajoven miró a Raskolnikoff. Este, en pie,apoyado contra la pared, tenía los brazoscruzados y sus ojos llameantes fijos enella.
—¡Señor, señor!—gimió la muchacha.
—Amalia Ivanovna, será menester llamara la policía; por lo tanto, suplico austed humildemente que haga subir aldvornik—dijo Ludjin con voz dulce yhasta cariñosa.
—Gott der barmherzig! ¡Bien sabía yoque ésta era una ladrona!—exclamó laseñora Lippevechzel palmoteando.
—¿Usted lo sabía?—repuso Pedro Petrovitch—;eso quiere decir que ya ciertoshechos anteriores autorizan a usted a deduciresta consecuencia. Suplico a usted,dignísima Amalia Ivanovna, que no olvidelas palabras que acaba de pronunciar.Por lo demás, hay testigos.
En todos lados se hablaba ruidosamente.
—¿Cómo?—exclamó Catalina Ivanovna,saliendo de repente de su estupor, ycon rápido movimiento se precipitó haciaLudjin—. ¿Cómo? ¿La acusa usted de robo?¿A ella? ¿A Sonia? ¡Oh, cobarde!
Después se aproximó vivamente a lajoven y la estrechó entre sus brazos descarnados.
—¿Cómo, Sonia, has podido aceptardiez rublos de él? ¡Oh, tonta! ¡Dámelos!¡Dame en seguida ese dinero! ¡Así!
Catalina tomó el billete de manos deSonia, lo arrugó entre sus dedos y se lotiró a Ludjin a la cara. El papel, hechouna pelota, alcanzó a Pedro Petrovitch[198]y rodó en seguida por el suelo. AmaliaIvanovna se apresuró a levantarlo. Elhombre de negocios se incomodó.
—Contengan ustedes a esa loca.
En aquel momento acudieron muchaspersonas, que se colocaron en el umbral,al lado de Lebeziatnikoff. Entre ellas estabanlas dos señoras provincianas.
—¿Loca dices? ¿Me tratas de loca, imbécil?—vociferóCatalina Ivanovna—.¡Tú, tú eres un imbécil, un vil agente denegocios, un hombre bajo! ¡Sonia! ¿Soniahaber robado dinero? ¿Sonia una ladrona?¡Pero si ella te daría más que valeese dinero, imbécil!—y la viuda rompióa reír de un modo nervioso—. ¿Han vistoustedes a este imbécil?—añadió, yendode uno a otro inquilino y mostrando aLudjin a cada uno de ellos.
De repente vió a Amalia Ivanovna, ysu cólera no tuvo límites.
—¿Cómo, tú también, choricera? ¿Tútambién, infame prusiana, dices que Soniaes una ladrona? ¡Ah! ¿Pero esto es posible?¡Si no ha salido de la habitación!Al venir de tu casa ¡granuja! se puso ala mesa con nosotros; todos la han vistoal lado de Rodión Romanovitch... registradla.Puesto que no ha ido a ningunaparte, tendrá el dinero encima. ¡Busca,busca, busca! ¡Pero si no lo encuentras,querido, tendrás que responder de tuconducta! ¡Me quejaré al emperador, alzar misericordioso! ¡Hoy mismo iré aarrojarme a sus pies! ¡Soy huérfana; medejarán entrar! ¿Crees que no me recibirá?¡Te engañas! Obtendré una audiencia.¿Porque Sonia es tan dulce pensabasque no tenías nada que temer? Tú contabascon su timidez, ¿verdad? ¡Pero siella es tímida, yo, amigo mío, yo no tengomiedo a nada, y así tus cálculos caen portierra! ¡Busca! ¡Vamos, despáchate!
Y al decir esto, Catalina Ivanovna agarrabaa Ludjin por un brazo y le empujabahacia donde estaba Sonia.
—Si estoy pronto, si no deseo otra cosa...pero, tranquilícese usted, señora, cálmeseusted—balbuceaba el funcionario.—Yaveo que no tiene usted miedo. Estodebería hacerse en la oficina de policía.Por lo demás, hay aquí un número másque suficiente de testigos... Sí, yo estoypronto... no obstante, es muy delicadopara un hombre... a causa de su sexo... SiAmalia Ivanovna quisiese prestar su concurso...Sin embargo, no es así como sehacen estas cosas.
—¡Hágala usted registrar por quienquiera!—gritó Catalina Ivanovna—. Sonia,enséñale los bolsillos. ¡Mira, mira,monstruo, ve cómo están vacíos! ¡Aquíno hay más que un pañuelo; mira, nadamás que un pañuelo, puedes convencertede ello! Ahora el otro bolsillo. ¿Ves? ¿ves?
No contenta con vaciar los bolsillos deSonia, Catalina los volvió, uno despuésdel otro, de dentro afuera. Pero en el momentoen que ponía al descubierto el forrodel bolsillo derecho, se escapó de élun papelillo, que, describiendo una parábolaen el aire, fué a caer a los pies deLudjin. Todos lo vieron; muchos lanzaronun grito. Pedro Petrovitch se bajó,tomó el billete con los dedos y lo desplegócoram populo. Era un billete de cienrublos, doblado en ocho partes. Pedro Petrovitchlo enseñó a todos para que noexistiese ninguna duda sobre la culpabilidadde Sonia.
—¡Ladrona, fuera de aquí! ¡La policía,la policía!—aulló Amalia Ivanovna—.¡Es preciso que la lleven a Siberia! ¡A lacalle!
De todas partes brotaban exclamaciones.Raskolnikoff, silencioso, no cesabade mirar a Sonia más que para echar devez en cuando una mirada rápida sobreLudjin. La joven, inmóvil en su sitio, parecíamás bien atontada que sorprendida;de repente enrojeció y se cubrió elrostro con las manos.
—¡No! ¡Yo no soy! ¡Yo no he robadonada! ¡Yo no sé nada!—gritó con voz desgarradoray se precipitó hacia CatalinaIvanovna, que abrió los brazos como unasilo inviolable para la desgraciada criatura.
—¡Sonia, Sonia! ¡No lo creo; te digoque no lo creo!—repetía Catalina Ivanovna,rebelde a la evidencia. (Estas palabrasiban acompañadas de mil caricias;besaba a la joven, le tomaba las manos, lamecía en sus brazos como a un niño.)—¡Túhaber robado nada! ¡pero qué personasmás estúpidas! ¡Oh señor! ¡Sois tontos,tontos!—gritaba a los circunstantes—.¡No sabéis lo que es esta criatura![199]¡Robar ella! ¡Ella, que vendería su últimovestido; ella, que iría descalza antesque dejarnos sin recursos; antes que tuvieraisnecesidad de ellos! ¡Así, así es...!¡Ha llegado hasta tomar cartilla, porquemis hijos se morían de hambre... sevendió por nosotros! ¡Ah, mi pobre difunto;mi pobre difunto! ¡Dios mío, Diosmío! Pero, ¡defendedla vosotros todos,en vez de estar impasibles! Usted, RodiónRomanovitch, ¿por qué no la defiende?¿Usted también la cree culpable?¡Todos vosotros juntos, no valéis lo queel dedo meñique de ella! ¡Dios mío, defiéndelatú!
Las lágrimas, las súplicas, la desesperaciónde la pobre Catalina Ivanovnaparecieron causar una gran impresiónen el público. Aquel rostro de tísica, aquelloslabios secos, aquella voz ahogada, expresabanun sentimiento tan doloroso,que era difícil no sentirse conmovido antetanta desolación. Pedro Petrovitch volvióen seguida a expresar los más dulces sentimientos.
—¡Señora, señora!—dijo con solemnidad—.Este negocio no concierne a usteden lo más mínimo. Nadie piensa en acusarlade culpabilidad; usted misma es laque ha sacado los bolsillos y ha descubiertoel objeto robado; basta esto parademostrar la completa inocencia de usted.Estoy dispuesto a mostrarme indulgentecon un acto a que Sonia Semenovna hapodido ser impulsada por la miseria. Pero,¿por qué se niega usted a confesar, señorita?¿Teme la deshonra? ¿Era éste suprimer hurto? ¿Lo hizo usted trastornada?La cosa se comprende, se comprendemuy bien; vea usted, sin embargo, alo que se exponía. Señores—dijo dirigiéndosea todos los presentes, mudospor un sentimiento de piedad—: Estoypronto a perdonar, a pesar de las injuriasque se me han dirigido.
Después añadió:
—Señorita, que la humillación de hoyle sirva a usted de lección para el porvenir;no daré parte; las cosas no pasaránde aquí.
Pedro Petrovitch dirigió una miradade reojo a Raskolnikoff; sus ojos se encontraron;los del joven despedían llamas.En cuanto a Catalina Ivanovna, parecíano haber oído nada y continuabaabrazando a Sonia con una especie defrenesí. A ejemplo de su madre, los niñosestrechaban entre sus bracitos a la joven;Poletchka, sin comprender lo que pasaba,sollozaba a más no poder, con su lindacarita apoyada en el hombro de Sonia.De repente, en el umbral de la puerta unavoz sonora exclamó:
—¡Qué villanía!
Pedro Petrovitch se volvió vivamente.
—¡Qué villanía!—repitió Lebeziatnikoffmirando fijamente a Ludjin.
Este último se estremeció. Todos loadvirtieron (luego se acordaron de estacircunstancia). Lebeziatnikoff entró enla sala.
—¿Y usted se ha atrevido a invocar mitestimonio?—dijo aproximándose a PedroPetrovitch.
—¿Qué significa esto? ¿De qué hablausted, Andrés Semenovitch?—preguntóLudjin.
—Esto significa que usted es un...calumniador. Ya tiene usted explicado elsentido de mis palabra—replicó arrebatadamenteLebeziatnikoff.
Estaba extremadamente colérico yfijaba en Pedro Petrovitch sus ojillos enfermizos,que tenían dura e indignadaexpresión. Raskolnikoff escuchaba ansiosamentecon la mirada fija en el rostrodel joven socialista.
Hubo una pausa. En el primer momento,Pedro Petrovitch quedó casi desconcertado.
—¿Es a mí a quien...?—murmuró—.¿Pero qué dice usted? ¿Está usted en sujuicio?
—Sí. Estoy en mi juicio, y usted es un...mal hombre. ¡Ah! ¡Qué infamia! Lo heoído todo, y si no he hablado antes, esporque quería comprender bien; hay algunascosas que... lo confieso, no me lasexplico. Me gustaría saber por qué hahecho usted esto.
—¿Pero qué es lo que yo he hecho?¿Acabará de hablar enigmáticamente?¡Usted está borracho!
—¡Hombre ruin! Si alguno de nosotrosestá borracho, es usted. Yo jamás beboaguardiente, porque esto es contrario amis principios. Figúrense ustedes que esél, él mismo quien, con sus propias manos[200]ha dejado el billete de cien rublos a SoniaSemenovna; yo lo he visto; yo he sidotestigo de ello, y lo declararé bajo la fede mi juramento. Es él, él—repetía Lebeziatnikoffdirigiéndose a todos y a cadauno.
—¿Está usted loco? ¿Sí, o no? ¡Mentecato!—replicóviolentamente Ludjin—.Ella misma aquí, hace un momento, haafirmado, en presencia de usted y de todoel mundo, que no había recibido más quediez rublos... ¿Cómo es, pues, posibleque yo le haya dado más dinero?
—Yo lo he visto—repitió con energíaAndrés Semenovitch—; y aunque estopugna a mis principios, estoy dispuesto aprestar juramento ante la justicia; le hevisto a usted deslizar ese dinero con muchodisimulo. Sólo que he sido tan tonto,que he creído que hablaba usted porgenerosidad. Cuando usted le decía adiósen el umbral de la puerta y le ofrecía ustedla mano derecha, le introdujo disimuladamenteen el bolsillo el papelque tenía en la izquierda. Yo lo he visto,yo lo he visto.
Ludjin palideció.
—¿Qué es lo que está usted mintiendo?—replicóinsolentemente—. Estando allado de la ventana, ¿cómo podía ustedver eso del billete? Vaya, como está ustedmal de la vista, ha sido usted objeto deuna ilusión.
—No, yo no he visto visiones. A pesarde la distancia, lo he visto todo muy bien.Desde la ventana, en efecto, era difícildistinguir el billete, en eso tiene usted razón;mas a causa de esa misma circunstancia,sé que era precisamente un billetede cien rublos. Cuando usted dió diez aSonia Semenovna, yo estaba cerca de lamesa y vi a usted tomar al mismo tiempoun billete de cien rublos. No he podidoolvidar este detalle, porque en aquel momentose me ocurrió una idea. Despuésde haber plegado el billete, lo guardó usteden el hueco de la mano, y cuando selevantó se pasó el papel de la mano derechaa la izquierda, y estuvo a punto dedejarlo caer. Me he acordado porque seme ocurrió la misma idea, a saber: queusted quería obligar a Sonia Semenovnasin que yo me enterara; pero no puede ustedimaginarse con qué atención he observadosus gestos y ademanes. Así esque he visto meter el billete en el bolsillode la joven. Lo he visto, lo he visto, ylo repetiré donde sea necesario bajo lafe del juramento.
Lebeziatnikoff estaba casi sofocadopor la indignación. De todos lados se entrecruzabanexclamaciones diversas. Lamayor parte expresaban estupor; peroalgunas eran proferidas en son de amenaza.Todos rodearon a Pedro Petrovitch.Catalina Ivanovna se lanzó hacia Lebeziatnikoff.
—¡Andrés Semenovitch! ¡Yo no leconocía a usted! ¡Usted la defiende; solamenteusted se pone de parte de ella! ¡Diosle envía a usted en socorro de la huérfana!¡Andrés Semenovitch, mi querido amigo,batuchka!
Y Catalina Ivanovna, sin casi tenerconciencia de lo que hacía, cayó de rodillasdelante del joven.
—¡Esas son tonterías!—vociferó Ludjinarrebatado por la cólera—. ¡No diceusted más que necedades! «Yo he olvidado;me he acordado: me acuerdo; meolvido.» ¿Qué significa todo esto? De modoque si fuera verdad lo que usted dice,yo le habría deslizado a propósito esoscien rublos en el bolsillo. ¿Con qué objeto?¿Qué tengo yo de común con esa...?
—¿Por qué? Eso es lo que no comprendo;me limito a referir el hecho tal comoha pasado, sin pretender explicarlo, y,dentro de esos límites, garantizo su exactitud...Tampoco me engaño, malvado,así como me acuerdo de haberme hechoesta misma pregunta en el momento enque felicitaba a usted estrechándole lamano. Me preguntaba por qué razón habíausted hecho ese regalo en forma clandestina.Quizá, me dije, ha querido ocultarmesu buena acción, sabiendo que yo,en virtud de mis principios, soy enemigode la caridad privada y la considero comoun vano paliativo. He pensado despuésque trataba de dar una sorpresa a SoniaSemenovna. Hay, en efecto, personasque se complacen en dar a sus beneficiosel sabor de lo imprevisto. En seguida seme ocurrió otra idea: que la intención deusted era poner a prueba a la joven;que usted quería saber si, cuando ellaencontrara en el bolsillo esos cien rublos,[201]vendría a darle las gracias, o acaso queríausted substraerse a su reconocimiento,siguiendo el precepto de que la mano derechadebe ignorar... En una palabra,Dios sabe las suposiciones que se me ocurrieron.La conducta de usted me preocupabade tal modo, que me proponíareflexionar más tarde sobre ella detenidamente.Además, hubiera creído faltara la delicadeza, dando a entender queconocía su secreto. Pensando en estascosas me asaltó un temor. Sonia Semenovna,ignorando la generosidad de usted,podía perder el billete de Banco. Heaquí por qué me he decidido a venir:porque quería llamarla aparte y decirleque le habían puesto cien rublos en el bolsillo;pero antes he entrado en casa de lasseñoras Kobyliatnikoff, para entregarlesunTratado general sobre el método positivo,y recomendarles el artículo de Piderit(el de Vagner no carece de valor). Unmomento después he llegado aquí y hesido testigo de esta escena. Ahora bien:¿es posible que yo hubiera podido pensaren todo esto y hacerme todos estos razonamientos,si no le hubiera visto a usteddeslizar los cien rublos en el bolsillo deSonia Semenovna?
Cuando Andrés Semenovitch terminósu discurso, no podía ya más y tenía elrostro bañado de sudor. ¡Ah! Aun en rusole costaba trabajo expresarse convenientemente,aunque, por lo demás, no conocíaningún otro idioma. Este esfuerzooratorio le había agotado. Sus palabrasprodujeron, sin embargo, extraordinarioefecto. El acento de sinceridad con quelas había pronunciado llevó el convencimientoal alma de todos los oyentes. PedroPetrovitch comprendió que perdíaterreno.
—¡Qué me importan a mí las tonteríasque se le han ocurrido a usted!—exclamó—;eso no es una prueba. Ha podidousted soñar cuantas necedades quiera.Le digo que miente. ¡Miente usted, y ademásme calumnia para satisfacer susrencores! La verdad es que usted meodia porque me he puesto enfrente delradicalismo impío, de las doctrinas antisocialesque usted sostiene.
Pero, lejos de redundar en favor dePedro Petrovitch, provocó violentos murmullosen su derredor.
—¡Ah! ¿Eso es todo lo que se le ocurreresponder? No es muy fuerte su argumento—replicóLebeziatnikoff—. ¡Llame a lapolicía; prestaré mi juramento! Una solacosa queda obscura para mí: el motivoque le ha impulsado a cometer una accióntan baja. ¡Oh miserable, cobarde!
Raskolnikoff avanzó, separándose delgrupo.
—Yo puedo explicar su conducta, ysi es menester, también prestaré juramento—dijocon voz firme.
A primera vista, la tranquila seguridaddel joven probó al público que conocía afondo el asunto, y que aquel embrolloestaba a punto de llegar a su desenlace.
—Ahora lo comprendo todo—prosiguióRaskolnikoff dirigiéndose a Lebeziatnikoff—.Desde el principio de esteaccidente había sospechado detrás de estoalguna innoble intriga. Se fundaban missospechas en ciertas circunstancias solamentede mí conocidas, y que voy a revelar,porque presentan las cosas en suverdadero aspecto. Usted, Andrés Semenovitch,ha iluminado perfectamente miespíritu; suplico a ustedes que me escuchen.Ese señor—continuó, designandocon un gesto a Pedro Petrovitch—, hapedido recientemente la mano de mi hermanaAdvocia Romanovna Raskolnikoff.Llegado hace poco a San Petersburgo,vino a verme anteayer; pero ya ennuestra primera entrevista tuvimos unchoque y le eché a la calle, como puedendeclarar dos personas que estaban presentes.Ese hombre es muy malo... Anteayerignoraba yo que viviese con usted,Andrés Semenovitch. Gracias a esta circunstancia,anteayer, es decir, el día mismode nuestra cuestión, se encontró presenteaquí en el momento en que, comoamigo del difunto Marmeladoff, le di unpoco de dinero a su viuda Catalina Ivanovnapara atender a los gastos de losfunerales de su marido. Inmediatamenteescribió a mi madre diciéndole que yo habíadado mi dinero, no a Catalina Ivanovna,sino a Sonia Semenovna, calificandoal mismo tiempo a esa joven conlos más ultrajantes adjetivos y dando a[202]entender que yo tenía con ella relacionesíntimas. Su objeto, como comprenderánustedes, era enemistarme con mi familia,insinuándole que yo gasto en disipacionesel dinero de que ella se priva para atendera mis necesidades. Ayer noche, en unaentrevista con mi madre y mi hermana,entrevista a la cual asistía él, he restablecidola verdad de los hechos que este señorhabía desnaturalizado. «El dinero—dije—selo di a Catalina Ivanovna parapagar el entierro de su marido, y no a SoniaSemenovna a quien aquel día habíahablado por primera vez.» Furioso al verque sus calumnias no obtenían el resultadoapetecido, insultó groseramente ami madre y a mi hermana. Siguióse unrompimiento definitivo y se le echó a lacalle. Todo ello pasó anoche. Reflexionenustedes ahora y comprenderán qué interésle guiaba, en las circunstancias presentes,a inculpar a Sonia Semenovna silograba hacer pasar a esta joven por ladrona,y resultaba culpable a los ojos demi madre y de mi hermana, puesto queno tenía temor en comprometer a éstaponiéndola en relaciones con una ladrona;él, por el contrario, al atacarme a mí,salía a la defensa de mi hermana, su futuraesposa. En una palabra, éste era paraél un medio de enemistarme con los míosy de congraciarse con ellos. Con el mismogolpe se vengaba también de mí, pensandoque me intereso vivamente por el honory la tranquilidad de Sonia Semenovna.Tal es el cálculo que ha hecho, y deeste modo es como me explico yo su conducta.
Raskolnikoff terminó su discurso, frecuentementeinterrumpido por las exclamacionesdel público, que no perdíauna sola frase. Pero, a despecho de las interrupciones,su palabra conservó hastael fin una calma, una seguridad y unaclaridad imperturbables. Su voz vibrante,su acento convencido y su rostro severo,conmovieron profundamente alauditorio.
—Sí, sí; eso es—se apresuró a reconocerLebeziatnikoff—, debe usted tenerrazón, porque en el momento mismo enque entró Sonia Semenovna en nuestrocuarto, me preguntó si había visto a ustedy si estaba entre los convidados de su madrastra,llevándome aparte para preguntármeloen voz baja. Tenía, pues, necesidadde que estuviese usted aquí. Sí, esoes.
Ludjin, mortalmente pálido, permanecíasilencioso y sonreía con aire despreciativo.Parecía buscar un medio de salirairosamente de aquel trance. Quizá debuena gana hubiera hurtado el cuerpo enseguida; pero en aquel momento la retiradaera casi imposible: irse equivalía areconocer implícitamente las acusacionesque se le dirigían y confesar que habíacalumniado a Sonia Semenovna.
Por otra parte, la actitud de los circunstantesno era nada tranquilizadora.La mayoría de ellos estaban borrachos.Esta escena atrajo a la habitación unnúmero considerable de inquilinos queno habían comido en casa de la viuda.Los polacos, muy excitados, no cesabande proferir en sus lenguas mil amenazascontra Pedro Petrovitch.
Sonia escuchaba atentamente, pero nodaba señales de haber recobrado su presenciade ánimo; parecía que acababa devolver de un desmayo. No apartaba losojos de Raskolnikoff, comprendiendo queen él estaba todo su apoyo. Catalina Ivanovnasufría atrozmente: cada vez querespiraba se escapaba de su pecho un roncosonido.
La figura más estúpida era la de AmaliaIvanovna, que tenía aspecto de no comprendernada, y con la boca abierta mirabacomo alelada. Tan sólo veía quePedro Petrovitch estaba metido en graveaprieto. Raskolnikoff quiso tomar denuevo la palabra, pero tuvo que renunciara ello a causa de que la gritería no hubierapermitido que le oyeran. De todas partesllovían injurias y amenazas sobre Ludjin,en derredor del cual se había formado uncorro tan hostil como compacto. El hombrede negocios sacó fuerzas de flaqueza, yhaciéndose cargo de que la partida estabadefinitivamente perdida, buscó recursosen la osadía.
—Permítanme ustedes, señores, permítanmeustedes, no me cerquen de estemodo; déjenme pasar—dijo, tratando deabrirse paso al través del grupo que lerodeaba—. Aseguro a ustedes que es inútiltratar de intimidarme con amenazas.[203]No me asusto por tan poca cosa. Por elcontrario, ustedes deben temblar por elamparo con que encubren un delito. Elrobo está más que probado, y yo presentaréla correspondiente denuncia contrala autora y sus encubridores. Los juecesson personas ilustradas y no borrachos,y recusarán el testimonio de dos impíos,de dos revolucionarios declarados queme acusan por un acto de venganza personal,como ellos han cometido la necedadde afirmar. Sí, permítanme ustedes.
—No quiero respirar el mismo aire queusted, y le suplico que deje mi cuarto;todo ha acabado entre nosotros—dijoLebeziatnikoff—. ¡Cuando pienso quedesde hace quince días vengo sudandosangre y agua para exponerle...!
—Antes de ahora, Andrés Semenovitch,le he anunciado yo mismo mi partida, precisamentecuando hacía usted instanciaspara retenerme; ahora me limito a decirleque es usted un imbécil. Le deseo que secure de los ojos y del entendimiento. Permitanustedes, señores.
Logró abrirse paso; pero uno de loscircunstantes, creyendo que las injuriasno eran castigo suficiente, tomó un vasode la mesa y lo lanzó con todas sus fuerzascontra Pedro Petrovitch. Por desgracia,el proyectil alcanzó a Amalia Ivanovna,que se puso a dar gritos horribles.
Al lanzar el vaso, el agresor perdió elequilibrio y cayó pesadamente bajo lamesa. Ludjin entró en el cuarto de Lebeziatnikoff,y una hora después dejó lacasa.
Naturalmente tímida, Sonia sabía yaantes de esta aventura que su situación laexponía a todo género de ataques, y quecualquiera podía ultrajarla casi impunemente.Sin embargo, hasta entonces habíaesperado desarmar la malevolenciade los demás, a fuerza de circunspección,de humildad y de dulzura con todos ycada uno; pero hasta esta ilusión se disipaba.Tenía, sin duda, bastante pacienciapara sufrir aún esto con resignación ycasi sin murmurar; pero en aquel momentola decepción era demasiado cruel. Aunquesu inocencia hubiese triunfado de lacalumnia, y aun cuando su primer terrorhubiera pasado, al darse cuenta de lo ocurridose le oprimió dolorosamente el corazónante el pensamiento de su abandonoy de su soledad en la vida. La joven tuvouna crisis nerviosa, y, no pudiendo contenersemás, salió apresuradamente dela sala y echó a correr a su casa. Su partidafué poco después de la de Ludjin.
El vasazo recibido por Amalia Ivanovnaprodujo hilaridad general; pero la patronatomó muy a mal la cosa y revolviósu cólera contra Catalina Ivanovna, lacual, vencida por el sufrimiento, habíatenido que echarse en su cama.
—¡Fuera de aquí! ¡En seguida! ¡Ea!¡A la calle!
Mientras pronunciaba estas palabrascon voz irritada, la señora Lippevechzeltomaba todos los objetos pertenecientesa su inquilina y los arrojaba en un montónen medio de la sala. Quebrantada,casi desfallecida, la pobre Catalina Ivanovnasaltó de la cama y se lanzó sobrela patrona. Pero la lucha era demasiadodesigual, y a Amalia Ivanovna no le costógran trabajo rechazar este asalto.
—¡Cómo! ¿No es bastante haber calumniadoa Sonia, y esta mujer se revuelveahora contra mí? ¿El día en que hanenterrado a mi marido me expulsa; despuésde haber recibido mi hospitalidad,me arroja a la calle con mis hijos? Pero,¿a dónde voy a ir yo?—sollozaba la infelizmujer—. ¡Señor!—exclamó de repentecon los ojos centelleantes—. ¿Esposible que no haya justicia? ¿A quiéndefenderás Tú, Dios mío, si no nos defiendesa nosotras, pobres huérfanas? Peroya veremos. Jueces y tribunales hay enla tierra; recurriré a ellos; espere un poco,criatura mía. Poletchka, quédate con losniños; yo volveré pronto. Si os echan, esperadmeen la calle. ¡Veremos si hay justiciaen la tierra!
Catalina Ivanovna se puso en la cabezaaquel mismo pañuelo verde de que hablóMarmeladoff en la taberna, y después,hendiendo la multitud ebria y ruidosade los inquilinos, que continuaban llenandola sala, con el rostro inundado delágrimas bajó a la calle resuelta a ir, costaselo que costase, a buscar justicia encualquier parte.
Poletchka, espantada, estrechó entresus brazos a su hermano y a su hermana,y los tres niños, acurrucados en el rin[204]cóninmediato al cofre, esperaron temblandola vuelta de su madre.
Amalia Ivanovna, semejante a una furia,iba y venía por la habitación aullandode rabia y arrojando al suelo cuanto levenía a las manos.
Entre los inquilinos, unos comentabanel acontecimiento, otros disputaban, algunosentonaban canciones...
«Ya es tiempo de que me vaya—pensóRaskolnikoff—. Veremos, Sonia Semenovna,qué es lo que piensas ahora.»
Y se encaminó a casa de la joven.
Aunque Raskolnikoff tenía sus preocupacionesy disgustos, había defendidovalientemente la causa de la joven Soniacontra Ludjin. Aparte del interés que leinspiraba la joven, había aprovechado congusto, después de los tormentos de por lamañana, la impresión de sacudir impresionesque se le hacían insoportables. Porotro lado, su próxima entrevista con Soniale preocupaba y aun le aterraba pormomentos. Tenía que revelarle que habíamatado a Isabel, y presintiendo todo loque esta confesión tendría de penosa, seesforzaba por apartar de ella el pensamiento.
Cuando al salir de casa de CatalinaIvanovna, había exclamado: «Veremos,Sonia Semenovna, lo que piensas ahora»,era el combatiente animado por la lucha,excitado aún por su victoria sobre Ludjin,el que había pronunciado aquella frasede desafío; pero, cosa singular, cuandollegó a la casa de Kapernumoff, su seguridadle abandonó de repente, dejando elpuesto al temor. Se detuvo indeciso antela puerta y se preguntó: «¿Será precisodecir que he matado a Isabel?» La preguntaera extraña, porque en el momentoen que él se la hacía comprendía la imposibilidad,no solamente de no hacer estaconfesión, sino aun la de diferirla un minuto.
No sabía por qué era imposible; únicamentelo sentía y estaba como aplastadopor esta dolorosa conciencia de su debilidadante la necesidad. Para ahorrarsenuevos tormentos, se apresuró a abrir lapuerta, y antes de franquear el umbralmiró a Sonia. La joven estaba sentada,con los codos apoyados en la mesita yel rostro oculto entre las manos. Al ver aRaskolnikoff se levantó en seguida y fuéa su encuentro, como si lo hubiese esperado.
—¿Qué habría sido de mí sin usted?—dijovivamente, en tanto que le hacía pasara la sala.
Parecía que entonces no pensaba másque en el servicio que le había prestadoel joven, y tenía prisa de darle las gracias.Después esperó.
Raskolnikoff se aproximó a la mesa yse sentó en la silla que la joven acababade dejar. Sonia permaneció en pie, a dospasos de él, exactamente como el día anterior.
—Habrá usted observado—dijo advirtiendoque le temblaba la voz—que laacusación no tenía otro fundamento quela posición social de usted y las costumbresque ella implica. ¿Lo ha comprendidousted así?
El rostro de Sonia se ensombreció.
—No me hable usted como ayer, lesuplico que no vuelva a empezar. He sufridoya bastante...
Se apresuró a sonreír, temiendo que elreproche ofendiese al visitante.
—Hace un momento he venido a casacomo una loca. ¿Qué pasa allí ahora? Yoquería volver, pero suponía que vendríausted.
Raskolnikoff le contó que Amalia Ivanovnaacababa de echar de casa a losMarmeladoff, y que Catalina Ivanovnahabía ido a buscar justicia a cualquierparte.
—¡Ah, Dios mío!—exclamó Sonia—.¡Vamos en seguida!—y tomó apresuradamentesu manteleta.
—¡Siempre lo mismo!—replicó Raskolnikoffcontrariado—. Usted no piensamás que en ellos. Quédese usted un momentoconmigo.
—Pero... Catalina Ivanovna...
—Catalina Ivanovna vendrá aquí, notenga usted duda—respondió con tonode enfado el joven—. Culpa de usted serási no la encuentra.
Sentóse Sonia, presa de cruel perple[205]jidad.Raskolnikoff, con los ojos bajos, reflexionaba.
—Hoy Ludjin quería, simplemente,desacreditarla a usted; lo concedo—dijosin mirar a Sonia—; sí, le hubiera convenidometerla a usted en la cárcel, y sino hubiéramos estado allí Lebeziatnikoffy yo, lo habría hecho. ¿No es así?
—Sí—dijo la joven con voz débil—. Sí—repitiómaquinalmente, distraída de laconversación a causa de la inquietud queexperimentaba.
—Podía, en efecto, no haber estado yoallí, y si Lebeziatnikoff se encontró fuépor casualidad.
Sonia guardó silencio.
—Si la hubieran llevado a usted a lacárcel, ¿qué habría sucedido? ¿Se acuerdausted de lo que dije ayer?
Sonia continuó callada, y el joven esperóun momento su respuesta.
—Pensaba que iba usted a exclamar:«¡Ah, no hable usted de eso! ¡No siga usted!»—repusoRaskolnikoff con risa unpoco forzada—. Vamos, ¿no dice ustednada?—preguntó al cabo de un minuto—.Será preciso que sostenga yo solo la conversación.Ahí tiene usted; tendría curiosidadpor saber cómo resolvería usteduna «cuestión», según dice Lebeziatnikoff(comenzaba a ser visible su turbación).No; hablo seriamente. Suponga usted,Sonia, que estuviese enterada de antemanode todos los proyectos de Ludjin;que usted supiese que estos proyectosiban encaminados a asegurar la pérdidade Catalina Ivanovna y de sus hijos, sincontar la de usted (porque usted no hacecaso de sí misma para nada). Supongausted, por consiguiente, que Poletchkafuese condenada a una existencia comola de usted; siendo esto así, si dependiesede usted hacer que pereciese Ludjin, olo que es lo mismo, salvar a CatalinaIvanovna y su familia, o dejar vivo aLudjin para que cumpliese sus infamesdesignios; contésteme, ¿por cuál de lasdos cosas se decidiría usted?
Sonia le miró con inquietud; bajo estaspalabras pronunciadas con voz vacilante,adivinaba algún pensamiento recóndito.
—¿Podría yo esperarme alguna preguntapor el estilo?—dijo la joven interrogándolecon los ojos.
—Es posible; pero conteste: ¿por quiénse decidiría usted?
—¿Qué interés tiene usted en saber loque haría en un caso que no puede presentarse?—exclamóSonia con repugnancia.
—¿De modo que dejaría vivir a Ludjiny que cometiese tales infamias? Notiene usted valor para decirlo con franqueza.
—No conozco los secretos de la divinaProvidencia... ¿por qué me pregunta ustedlo que haría en un caso imposible?¿A qué vienen esas vanas preguntas?¿Cómo la existencia de un hombre puededepender de mi voluntad? ¿Quién meerige a mí árbitro de la vida y la muertede las personas?
—En el momento en que se hace intervenira la divina Providencia, no hay másque hablar—replicó con tono agrio Raskolnikoff.
—¡Dígame usted lo que tenga que decirme!—exclamóSonia angustiada—.¿Otra vez con palabras encubiertas?...¿Ha venido usted sólo a atormentarme?
No pudo contenerse y se puso a llorar.Durante cinco minutos el joven la contemplócon expresión sombría.
—Tienes razón, Sonia—dijo en vozbaja.
Se había operado en él un brusco cambio;su fingida serenidad, el tono ásperoque afectaba hacía un momento, habíadesaparecido de pronto. Ahora, apenas sele oía.
—Te dije ayer que no vendría a pedirperdón, y casi con excusas he comenzadomi entrevista. Al hablarte de Ludjin meacusaba, Sonia.
Quiso sonreír; pero, por más que hizo,su fisonomía permaneció triste. Bajó lacabeza y se cubrió la cara con las manos.De repente creyó advertir que detestabaa Sonia. Sorprendido y hasta aterrado portan extraño descubrimiento, levantó súbitamentela cabeza y contempló de hitoen hito a la joven. Esta fijaba en él unamirada ansiosa, en la cual había amor.El odio desapareció instantáneamente delcorazón de Raskolnikoff. No era eso, ha[206]bíaseengañado sobre la naturaleza desus sentimientos; aquello sólo significabaque había llegado el minuto fatal.
De nuevo ocultó su rostro entre lasmanos y bajó la cabeza; palideció, se levantó,y después de haber mirado a Sonia,fué maquinalmente a sentarse en el lechosin proferir palabra.
La impresión de Raskolnikoff era entoncesexactamente la misma que habíaexperimentado en pie, detrás de la vieja,cuando había sacado el hacha del nudocorredizo, diciendo: «No hay un instanteque perder».
—¿Qué tiene usted?—preguntó Soniasobrecogida.
El joven no pudo responder. Habíacontado con explicarse en muy otras condicionesy no comprendía lo que pasabapor él. Sonia se aproximó suavemente aRaskolnikoff; se sentó a su lado en la cama,y esperó sin dejar de mirarlo. El corazónle latía como si fuera a romperse.La situación se hacía insoportable. Raskolnikoffvolvió hacia la joven su rostro,mortalmente pálido, y movió los labioscon esfuerzo para hablar. Sonia estabaaterrada.
—¿Qué tiene usted?—repitió apartándoseun poco de él.
—Nada, Sonia; no te asustes; esto novale la pena. Verdaderamente, es unatontería—murmuró con aire distraído—.¿Por qué he venido a atormentarte?—añadióde repente mirando a su interlocutora—.Sí, ¿por qué? No ceso de hacermeesta pregunta.
Se la había hecho quizá un cuarto dehora antes; pero en aquel momento eratal su debilidad, que apenas tenía concienciade sí mismo; un temblor continuoagitaba su cuerpo.
—¡Cuánto sufre usted!—dijo la jovenconmovida fijando los ojos en él.
—Esto no es nada. He aquí de lo quese trata, Sonia. (Durante dos segundossonrió tristemente.) ¿Te acuerdas de loque te dije ayer?
Sonia esperaba inquieta.
—Te dije, al separarme de ti, que quizáte diría adiós para siempre; pero, que sivenía hoy, sabrías quién fué el que matóa Isabel.
La joven se echó a temblar.
—Pues bien; ya sabes a lo que he venido.
—En efecto—dijo Sonia con voz temblorosa—;eso fué lo que me dijo ustedayer. ¿Cómo sabe usted eso?—añadióvivamente.
Sonia respiraba trabajosamente y elrostro se le ponía cada vez más pálido.
—Yo lo sé.
—¿Sele ha encontrado?—preguntó tímidamentedespués de un minuto de silencio.
—No, no sele ha encontrado.
Siguióse un corto silencio.
—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?—preguntócon voz casi ininteligible.
Raskolnikoff se volvió hacia la joveny la miró con una fijeza singular.
—Adivina—dijo.
Sonia se estremeció convulsivamente.
—¿Por qué me asusta usted de ese modo?—preguntócon sonrisa infantil.
—Si yo lo sé es porque estoy íntimamenterelacionado con él—repuso Raskolnikoff,cuya mirada seguía fija en lajoven, como si no tuviese fuerza para volverlos ojos—. A esa Isabel no queríaélmatarla; la mató sin premeditación... queríaasesinar a la vieja cuando estuviesesola... Fué a su casa; pero, cuando estabaen ella, entró Isabel y la mató.
A estas palabras siguió un silencio lúgubre;durante un minuto continuaronmirándose.
—¿De modo que no adivinas?—preguntóbruscamente, con la sensación deun hombre que se arroja de lo alto de uncampanario.
—No—balbuceó Sonia con voz apenasdistinta.
—Busca bien.
Al pronunciar estas palabras, Raskolnikoffexperimentó en el fondo de sí mismola impresión de frío glacial que le eratan conocida; miraba a Sonia y de prontole pareció ver a Isabel cuando la desventuradase echó atrás ante el asesino, queavanzaba hacia ella con el hacha levantada.En aquel momento supremo Isabellevantó el brazo como hacen los niñospequeños cuando tienen miedo, y, prontosa echarse a llorar, fijan una miradainmóvil en el objeto que les espanta. Delmismo modo el rostro de Sonia expresaba[207]un terror indecible; también ella extendióel brazo hacia adelante, rechazandoligeramente a Raskolnikoff, y tocándoleel pecho con la mano se apartópoco a poco de él, sin cesar de mirarle fijamente.Su terror se comunicó al joven,que se puso a mirarla asustado.
—¿Lo has adivinado?—murmuró porúltimo.
—¡Dios mío!—exclamó Sonia.
Después se dejó caer sin fuerzas sobreel lecho y hundió el rostro en la almohada.Pero al cabo de un instante se levantócon rápido movimiento, se aproximó aél y tomándole las dos manos que sus deditosestrecharon como tenazas, le mirólargo rato de hito en hito. ¿No se habíaengañado? Así lo esperaba, pero apenashubo fijado los ojos en su interlocutor, lasospecha que había atravesado su almase trocó en certidumbre.
—¡Basta, Sonia, basta! Evítame másexplicaciones—suplicó él con voz quejumbrosa.
Lo que había pasado contrariaba todassus previsiones, porque no era ciertamenteasí como pensó él hacer la confesiónde su crimen.
Sonia parecía que estaba fuera de sí.Saltó de su lecho y se fué al centro de lahabitación retorciéndose las manos; despuésvolvió bruscamente sobre sus pasosy se sentó, hombro con hombro, al ladodel joven. De repente se echó a temblar,lanzó un grito y, sin saber lo que hacía,cayó de rodillas delante de Raskolnikoff.
—¡Está usted perdido!—exclamó conacento desesperado; y levantándose súbitamentese arrojó a su cuello, le besóy le acarició.
Raskolnikoff se separó de ella, y contemplándolacon triste sonrisa, dijo:
—No te comprendo, Sonia. Me abrazasdespués de haberte contado eso... No tienesconciencia de lo que haces.
La joven no oyó esta observación.
—No, no hay en la tierra un hombremás desgraciado que tú—exclamó en unarranque de piedad, y rompió en sollozos.
Raskolnikoff sintió invadida su almapor un sentimiento que desde hacía largotiempo no había experimentado. No tratóde luchar contra esta impresión; doslágrimas brotaron de sus ojos y rodaronsilenciosas por sus mejillas.
—¿No me abandonarás, Sonia?—preguntócon mirada casi suplicante.
—¡No, no! ¡Jamás, jamás!—gritó—.Te seguiré, te seguiré a todas partes. ¡OhDios mío!... ¡Oh, qué desgraciada soy!...¿Por qué? ¿por qué no te he conocidoantes? ¿Por qué no habrás venido...?
—Ya ves que lo he hecho—interrumpióRaskolnikoff.
—¡Ahora! ¡Oh! ¿Qué podemos hacerahora?... ¡Juntos! ¡Juntos!—repitió conuna especie de exaltación y se puso aabrazar al joven—. ¡Iré contigo a presidio!
Estas últimas palabras produjeron enRaskolnikoff una sensación penosa y aparecióen sus labios una sonrisa amarga ycasi altanera.
—Es que yo, malditas las ganas quetengo de ir a presidio.
Sonia volvió rápidamente hacia él losojos. Hasta entonces había sentido unainmensa piedad por aquel hombre desgraciado;pero lo que acababa de decirel joven y el tono con que fué pronunciado,recordaron bruscamente a Sonia queaquel desgraciado era un asesino. La muchachale dirigió una mirada de asombro.No sabía aún cómo ni por qué había llegadoa convertirse en criminal. En aquelmomento, todas estas cuestiones se presentabanante su espíritu y de nuevodudó.
«¡El, él un asesino! ¿Es posible?»
—Pero esto no es verdad; ¿dónde estoy?—dijocomo si despertase de un terriblesueño—. ¿Cómo, siendo usted loque es, ha podido resolverse a hacer eso?...¿Pero por qué lo ha hecho?
—Por robar. Cesa ya, Sonia—respondióalgo contrariado el joven.
La muchacha se quedó estupefacta.
—¿Tenías hambre?—exclamó en seguida—.¿Era para socorrer a tu madre?...¿Sí?
—No, Sonia, no—replicó Raskolnikoffbajando la cabeza—. Mi miseria no eratan grande... Quería, en efecto, ayudar ami madre... pero no fué ésta la verdaderarazón... No me atormentes, Sonia.
—¿Pero es posible que esto sea verdad?[208]—gritóla joven, dando una palmada—.¿Es esto posible? ¿Hay medio de creerlo?¿Ha matado usted para robar? ¡Ustedque se despoja de todo en favor de lospobres! ¡Ah!... ¿El dinero que usted dió ami madrastra...? ¿Ese dinero...?
—¡No, Sonia, no!—interrumpió vivamenteRaskolnikoff—. Ese dinero no procedíadeaquello, tranquilízate; me lo enviómi madre cuando yo estaba enfermo,por medio de un comerciante, y acababade recibirlo cuando lo di... Razumikin lovió. Ese dinero me pertenecía.
Sonia escuchaba perpleja y esforzándosepor comprender.
—Por lo demás, en cuanto al dinerode la vieja... yo no sé lo que había—añadióvacilando—; le quité del cuello unabolsa de piel que parecía bien repleta...pero no me enteré del contenido, sin dudaporque me faltó tiempo... Me apoderéde varias cosas, gemelos, cadenas de reloj...Esos objetos, lo mismo que la bolsa,los oculté al día siguiente bajo unapiedra grande en un corral situado en laperspectiva V***. Todo ello está allí todavía.
Sonia escuchaba con avidez.
—Pero, ¿por qué no ha tomado ustednada, puesto que mató para robar?—replicócomo agarrándose a una últimay muy vaga esperanza.
—No sé... no he decidido aún sí tomaréo no ese dinero—respondió Raskolnikoffcon la misma voz vacilante, y luegosonrió—. ¡Qué historia tan tonta te acabode contar!
«¿Estará loco?», se preguntó Sonia; perorechazó en seguida esta idea. No, allíhabía alguna otra cosa para ella inexplicable;pero en vano ponía en prensa sumente.
—¿Sabes lo que quiero decirte, Sonia?—repusoél con voz vibrante—. Si únicamentela necesidad me hubiese impulsadoal asesinato—prosiguió recalcandocada una de sus palabras, y su miradatenía algo de enigmático—, yo sería ahorafeliz. Sábelo. ¿Qué te importa el motivo,puesto que acabo de confesarte que heobrado mal?—exclamó tras de una cortapausa—. ¿Para qué ese triunfo sobre mí?¡Ah, Sonia! ¿Es para esto para lo que hevenido a tu casa?
La joven quiso hablar, pero se calló.
—Ayer te propuse que vivieses conmigoporque yo no tengo a nadie sino a ti.
—¿Por que querías que viviese contigo?—preguntótímidamente Sonia.
—No para robar ni matar, puedes estartranquila—contestó Raskolnikoffriendo sardónicamente—; nosotros nosomos de la misma cepa... Y mira, acabode comprender ahora por qué te invitéayer a venir conmigo. Cuando te dirigíaesta petición, no sabía cuál era su objeto...lo veo ahora. No tengo nada más que undeseo: ¡Que no me abandones! ¿No medejarás, Sonia?
La joven le apretó la mano.
—¿Y por qué? ¿Por qué te he dicho yoesto? ¿por qué te he hecho esta confesión?—exclamóRaskolnikoff al cabo deunos segundos, mirándole con infinitacompasión a la vez que con la desesperaciónmás profunda—. Veo que esperasmis explicaciones, Sonia; pero, ¿qué he dedecirte? Nada comprenderías, y yo noharía otra cosa que afligirte cada vezmás. Vamos, veo que lloras y que empiezasde nuevo a abrazarme; ¿por qué meabrazas? ¿Es porque, falto de valor parallevar mi cruz, me libro así de este peso,cargando con él a otra persona; porquehe buscado en el sufrimiento ajeno unalivio a mis pesares? ¿Y puedes amar asemejante cobarde?
—¿Pero no sufres tú también?—exclamóSonia.
Hubo de nuevo un acceso de sensibilidad.
—Sonia, tengo el corazón enfermo, recapacita...Esto puede explicar multitudde cosas. Porque soy malo he venido.Hay muchos que no lo hubiesen hecho;pero yo soy cobarde y miserable. ¿Porqué he venido? ¡Jamás me lo perdonaré!
—No, no; has hecho bien en venir—repusoSonia—. Vale más que lo sepa todo;es mucho mejor.
Raskolnikoff la miró con expresión dolorosa.
—He querido ser un Napoleón... poreso he matado. ¿Comprendes ahora?
—No—respondió cándidamente Soniacon voz tímida—; pero habla, habla; locomprenderé todo.
—¿Que lo comprenderás? Está bien;ya veremos.
Durante un momento, Raskolnikoff estuvopensativo recogiendo sus ideas.
—El hecho es que cierto día me hice estapregunta: Si Napoleón, por ejemplo, hubieseestado en mi lugar, si no hubiesetenido para comenzar su carrera ni Tolónni Egipto, ni el paso de San Bernardo,sino que en lugar de estas brillantes empresasse hubiese encontrado ante la necesidadde cometer un asesinato para asegurarsu porvenir, ¿hubiera renunciadoa la idea de matar a una vieja y de robarletres mil rublos? ¿Hubiera pensadoque tal acción era demasiado innobley demasiado criminal? Yo me he devanadodurante algún tiempo los sesos conesta pregunta, y no he podido menos deexperimentar un sentimiento de vergüenza,cuando he reconocido, por fin, queno sólo no hubiera vacilado, sino queno hubiese comprendido la posibilidad deuna vacilación. No teniendo ninguna otrasalida no se hubiera andado con escrúpulos.Desde que me hice esta reflexión yano tenía que vacilar; la autoridad de Napoleónme cubría. ¿Encuentras esto risible?Tienes razón, Sonia.
La joven no tenía el menor deseo dereír.
—Háblame con franqueza, sin ejemplos—dijocon voz tímida y apenas distinta.
Raskolnikoff se volvió hacia ella, lamiró con tristeza y le tomó las manos.
—Tienes razón, Sonia. Todo esto es absurdo,carece de sindéresis, no es más quepalabrería... Mira, mi madre, como sabes,está casi sin recursos. La casualidad quisoque mi hermana recibiese esmerada educacióny estuviera condenada al oficio deinstitutriz. Todas sus esperanzas reposabanexclusivamente sobre mí. Entré enla Universidad; pero, falto de medios,me vi obligado a interrumpir mis estudios.Supongamos que los hubiese continuado;yendo bien las cosas, hubierapodido, en diez o quince años, ser nombradoprofesor de Gimnasio o empleadocon mil rublos de sueldo. (Parecía queestaba recitando una lección). Pero deaquí a entonces, los cuidados y los disgustoshabrían destruído la salud de mimadre y de mi hermana... quizá les hubieraocurrido algo peor. Privarse de todo,dejar a mi madre en la miseria, sufrirel deshonor de mi hermana... ¿es esto vivir?Y todo ello para llegar, ¿a qué? Despuésde haber visto morir a los míos, podríafundar una familia, dejando, al morir,a mi mujer y a mis hijos sin un pedazode pan. Pues bien, yo me dije quecon el dinero de la vieja cesaría de seruna carga para mi madre; que podríavolver a entrar en la Universidad y asegurarun porvenir. Ahí lo tienes explicadotodo. Claro que he hecho mal en matara la vieja... pero, en fin, ¡basta!
Raskolnikoff no tenía ya fuerzas, ybajó la cabeza como agobiado.
—¡Oh, no es eso, no es eso!—gritó Soniacon voz quejumbrosa—. ¡Esto no esposible!... ¡No, no; hay alguna otra causa!...
—¡Supones que hay otra causa! Te engañas,he dicho la verdad.
—¡La verdad! ¡Oh, Dios mío!
—Después de todo, Sonia, yo no hematado más que a un gusano innoble ymalo.
—¡Ese gusano era una criatura humana!
—Ya lo sé que no era un gusano en elsentido literal de la palabra—replicóRaskolnikoff mirándola con singular expresión—.Por otra parte, lo que digo notiene sentido común—añadió—; tienesrazón, Sonia, no es eso, son otros motivoslos que me han impulsado. Desde hacelargo tiempo no he hablado con nadie.Esta conversación me ha dado dolor decabeza.
Los ojos le brillaban a causa de la fiebre.El delirio se había casi apoderado deél y una sonrisa inquieta erraba en suslabios. Bajo su aparente animación seadivinaba verdadero cansancio. Soniacomprendió cuánto sufría. También ellacomenzaba a perder la cabeza. «¡Qué lenguajetan extraño! ¡Presentar como plausiblessemejantes explicaciones!» No acertabaa explicárselo y se retorcía las manosen el acceso de su desesperación.
—No, Sonia, no es eso—prosiguió eljoven, levantando de repente la cabeza;sus ideas habían tomado súbitamentenuevo rumbo y parecía haber adquirido[210]de repente una nueva energía—; no, noes eso. Cree más bien que te amo con locura,que soy envidioso, malo, vengativo,y, además, propenso a la demencia...Acabo de decirte que tuve que dejar laUniversidad. Pues bien; quizá hubierapodido seguir asistiendo a ella. Mi madrehabría pagado las matrículas; yo hubieraganado con mi trabajo para vestir ycomer y habría quizás llegado... Teníalecciones retribuídas con cincuenta kopeks.Razumikin trabaja bien; pero yoestaba exasperado y no quise. Sí, estabaexasperado, ésa es la palabra. Entoncesme metí en mi casa como la araña en surincón. Ya conoces mi tugurio, has estadoen él... ¿Sabes tú, Sonia, que el alma seahoga en las habitaciones bajas y estrechas?¡Oh, lo que yo odiaba ese cuartucho!y, sin embargo, no quería salir deél; me pasaba allí días enteros, sin querertrabajar, no cuidándome ni de comer.«Si Nastachiuska me trae alguna cosa,comeré—me decía—; si no, me pasaré sincomer.» Estaba muy irritado para pedirnada. Había renunciado al estudio y vendidotodos mis libros; una pulgada depolvo hay sobre mis notas y cuadernos.Por la noche no tenía luz. Para compraruna vela me hubiera sido forzoso trabajary no quería; prefería fantasear acostadoen mi sofá. Inútil es decirte cuáleseran mis ocupaciones... Entonces comencéa pensar... No, no es esto; no cuento lascosas como son. Yo me preguntaba siempre:«Puesto que sabes que los demás sonimbéciles, ¿por qué no procuras ser másinteligente que ellos?» Reconocí entonces,Sonia, que si se esperaba el momento quetodo el mundo fuese inteligente, sería forzosoarmarse de muy larga paciencia. Mástarde me convencí de que aquel momentono llegaría jamás; de que los hombres nocambiarían y de que se perdía el tiempotratando de modificarlos. Sí, así es. Essu ley... Yo sé ahora, Sonia, que el amode todos es el que posee una inteligenciapoderosa. Quien se atreve a mucho, tienerazón a sus ojos; quien los desafía ylos desprecia, se impone a su respeto. Eslo que se ha visto y se verá siempre. Espreciso estar ciego para no advertirlo.
Mientras hablaba, Raskolnikoff mirabaa Sonia; pero no se preocupaba por sabersi ella le comprendía. Era presa de unatriste exaltación. Desde largo tiempo nohabía hablado con nadie. La joven comprendióque aquel feroz catecismo eransu fe y su ley.
—Entonces me convencí, Sonia—continuóacalorándose cada vez más—, deque el poder no se toma más que bajándose.Todo estriba en esto. Desde el díaen que se me presentó esa verdad claracomo el sol, he queridoatreverme, y hematado. He tratado de hacer un acto deaudacia, Sonia; tal ha sido el móvil de miacción.
—¡Cállese usted! ¡Cállese usted!—exclamóla joven fuera de sí—. Se ha alejadousted de Dios, y Dios le ha herido yle ha entregado al demonio.
—A propósito, Sonia; cuando todasestas ideas venían a visitarme en la obscuridadde mi cuarto, ¿era el demonioquien me tentaba?
—Cállese usted, no se ría, impío. Nose ría; usted nada comprende. ¡Oh Diosmío, no comprende nada!
—Cállate, Sonia. Ya no me río. Estoyseguro de que el demonio me ha impulsado.Cállate, Sonia, cállate—repetía consombría insistencia—. Lo sé, lo sé todo.Cuanto tú pudieras decirme, me lo he dichoyo mil veces cuando estaba acostadoen la obscuridad. ¡Qué luchas interioreshe sufrido! ¡Cuán insoportables me eranestos sueños, y cómo hubiera querido librarmede ellos para siempre! ¿Crees túque yo obré como un aturdido, como unhombre sin seso? No hay tal cosa; no haytal cosa. Procedí después de madura reflexión,y eso precisamente es lo que meha perdido. Cuando me interrogaba acercade si tenía o no derecho yo al poder,comprendía muy bien que mi derechoera nulo, por lo mismo que lo ponía entela de juicio. Cuando me preguntabasi una criatura humana era un gusano,sabía perfectamente que no lo era paramí, sino para el audaz que no se lo hubiesepreguntado y hubiese seguido elcamino sin atormentarse el espíritu consemejante reflexión. En fin, el solo hechode plantearme este problema: «¿hubieraNapoleón matado a esa vieja?»basta para demostrarme que yo no eraun Napoleón. Por último, he renunciado a[211]buscar justificaciones sutiles. Quise matardejándome de toda casuística; matarpara mí, para mí solo. ¡Si he matado, noha sido para aliviar el infortunio de mimadre, ni para consagrar al bien de lahumanidad el poder y la riqueza que, ami juicio, debían ayudarme a conquistareste asesinato! No, no; todo eso estabalejos de mi espíritu en aquel momento.El dinero no ha sido para mí el principalmóvil del asesinato; otra razón me determinóa ello; lo veo ahora claramente.Compréndeme; siesto estuviese por hacer,quizá no lo intentaría; pero entoncesme corría prisa saber si era yo un gusanocomo los otros, o un hombre en la verdaderaacepción de la palabra, si tenía ono la fuerza de franquear el obstáculo, siera yo una criatura tímida o si tenía elderecho...
—¿El derecho de matar?—exclamóSonia estupefacta.
—¡Sonia!—dijo el joven con cierta irritación;tenía una respuesta en la puntade la lengua; pero se abstuvo desdeñosamentede formularla—. No me interrumpas,Sonia. Quería solamente probarteuna cosa: que el diablo me condujo a casade la vieja, y en seguida me hizo comprenderque yo no tenía el derecho de ir allípuesto que soy un gusano, ni más ni menosque los demás. El demonio se ha burladode mí, y por esa razón he venido atu casa. Si yo no fuese un gusano, ¿tehabría hecho esta visita? Escucha: cuandofuí a casa de la vieja quería hacer solamenteunaexperiencia...
—¡Y ha matado usted...! ¡Y ha matado!
—¿Pero cómo he matado? ¿Es así comose mata? ¿Se hace lo que yo he hechocuando se va a asesinar a una persona?Ya te contaré alguna vez los pormenores.¿Acaso he matado yo a la vieja? No; es amí a quien he matado, a quien he perdidosin remedio... En cuanto a la vieja...ha sido asesinada por el demonio, y nopor mí... ¡Basta, basta, Sonia; basta! ¡Déjame!—exclamócon voz desgarradora—.¡Déjame!
Raskolnikoff apoyó los codos sobre lasrodillas y se oprimió convulsivamente lacabeza entre las manos.
—¡Qué sufrimientos!—gimió Sonia.
—¿Qué hacer ahora? dímelo—preguntóRaskolnikoff levantando la cabeza.
Tenía las facciones terriblemente alteradas.
—¿Qué hacer?—exclamó la joven, yse lanzó hacia él con ardientes lágrimasen los ojos, en los cuales brillaba extrañoresplandor—. Levántate (al decir estotomó a Raskolnikoff por el brazo; el jovense incorporó y miró a Sonia sorprendido);ve en seguida a la próxima encrucijada;prostérnate y besa la tierra quehas contaminado. Después inclínate a unlado y a otro, diciendo en alta voz y atodo el mundo: «Yo he matado». Dios entonceste devolverá la vida. ¿Irás? ¿Irás?—lepreguntó la joven temblando y apretándolelas manos con fuerza centuplicada,mientras fijaba en él sus ojos llameantes.
La súbita exaltación de Sonia sumió aRaskolnikoff en un estupor profundo.
—¿Quieres que vaya a presidio, Sonia?¿Es menester que me denuncie? ¿No eseso?—dijo sombríamente.
—Debes aceptar la expiación y medianteella redimirte.
—No, no iré a denunciarme, Sonia.
—¿Y vivir? ¿Cómo vivirás?—replicóla joven con fuerza—. ¿Ahora es posible?¿Cómo podrás sostener la mirada de tumadre? ¡Oh!, ¿qué será de ellas ahora?¿Pero qué es lo que digo? Has dejado ya atu madre y a tu hermana. Por esa razónhas roto los lazos que te unían con tu familia.¡Oh Dios mío!—exclamó—. ¡Elcomprende todo esto! ¿Cómo estar fuerade la sociedad humana? ¿Qué va a ser deti ahora?
—Sé razonable, Sonia—dijo dulcementeRaskolnikoff—. ¿Por qué he de ir apresentarme a la policía? ¿Qué he de decira esa gente? Todo esto no significa nada...Ellos mismos degüellan a millones dehombres y se ufanan de ello. Son bribonesy cobardes, Sonia... No iré. ¿Qué tendríaque decirles? ¿Que he cometido unasesinato, y que, no atreviéndome a aprovecharmedel dinero robado, lo he ocultadodebajo de una piedra?—añadió conamarga sonrisa—. Se burlarán de mí; medirán que soy un imbécil por no haberhecho uso de lo robado; que soy un imbécily un cobarde. Ellos, Sonia, no com[212]prenderán.Son incapaces de comprenderme;¿por qué he de ir a entregarme?No iré, no. Sé razonable, Sonia.
—¡Soportar semejante peso! ¡Y por todala vida, por toda la vida!
—Ya me acostumbraré—respondió eljoven con feroz expresión—. Escucha—dijoun momento después—. Basta delloriqueos; tiempo es ya de que hablemosformalmente. He venido para decirte queen estos momentos se me busca y van adetenerme.
—¡Ah!—exclamó Sonia espantada.
—¿De qué te asustas? ¿No deseas quevaya a presidio? ¿De qué, pues, te espantas?Solamente que aun no me tienen ensu poder. Les he dado mucho quehacery al fin de cuentas nada conseguirán. Notienen indicios positivos. Ayer corrí ungran peligro y llegué a creer que todo estabaterminado. Por hoy se ha evitado elmal. Todas sus pruebas son de dos filos,es decir, que los cargos formulados contramí, pueden ser explicados en favor mío.¿Me comprendes? No me será difícil hacerlo,porque he adquirido experiencia.Pero de seguro van a meterme en la cárcel.Sin una circunstancia fortuita, esmuy posible que se me hubiera encerradoya, y corro peligro de estar preso antesde que termine el día. Esto no significanada, Sonia; me detendrán, pero se veránobligados a soltarme, porque no tienenverdaderas pruebas, y te doy mi palabrade que no las tendrán. Con simplespresunciones, como son las suyas, no sepuede condenar a un hombre. ¡Ea, basta!Quería solamente prevenirte. En cuantoa mi madre y a mi hermana, me arreglaréde modo que no se inquietarán. Creoque mi hermana está ahora al abrigo dela miseria; puedo estar tranquilo en lo quese refiere a mi madre... Ya lo sabes todo.Sé prudente. ¿Vendrás a verme cuandoesté preso?
—¡Oh, sí, sí!
Estaban sentados uno al lado del otro,tristes y abatidos como los náufragosarrojados por la tempestad en una playadesierta. Contemplando a Sonia, comprendióRaskolnikoff cuánto le amabala joven, y, cosa extraña, aquella ternurainmensa, de la cual se veía objeto,le causó de repente una impresión dolorosa.Había ido a casa de Sonia, pensandoque su sola esperanza, su solo refugio,era ella; había cedido a la necesidad irresistiblede desahogar su pena, y ahora quela joven le había dado todo su corazón,se confesaba que era infinitamente másdesgraciado que antes.
—Sonia—le dijo—, es mejor que novengas a verme mientras esté en la cárcel.
La joven no respondió. Lloraba. Pasaronalgunos minutos.
—¿Llevas alguna cruz encima?—preguntóinopinadamente, como herida desúbita idea.
Al pronto el joven no comprendió lapregunta.
—No, no la tienes. Pues bien, toma ésta,es de madera de ciprés. Yo tengo otrade cobre, que era de Isabel. Hicimos uncambio, ella me dió una cruz y yo le diuna imagen. Quiero llevar ahora la cruzde Isabel y que tú lleves ésta. Tómala...es la mía—insistió—. Juntos iremos porel camino de la expiación; juntos llevaremosla cruz.
—Dámela—dijo Raskolnikoff para nodisgustarla, y extendió la mano; pero laretiró casi en seguida—. Ahora no, Sonia;más tarde será mejor—añadió a manerade concesión.
—Sí, sí, más tarde—respondió ella concalor—; te la daré en el momento de laexpiación. Vendrás a mi casa, te la pondréal cuello, diremos una oración y partiremos.
En el mismo instante sonaron tres golpesen la puerta.
—¿Puedo entrar, Sonia Semenovna?—dijouna voz afable y muy conocida.
Sonia, turbada, corrió a abrir. El quellamaba no era otro que el señor Lebeziatnikoff.
Andrés Semenovitch tenía el rostrodemudado.
—Vengo a buscar a usted, Sonia Semenovna...perdóneme usted... Esperabaencontrarle aquí—dijo bruscamente aRaskolnikoff—. Es decir, nada malo meimaginaba... no vaya usted a creer... pero[213]precisamente pensaba... Catalina Ivanovnaha vuelto a su cuarto; está loca—dijodirigiéndose de nuevo a Sonia.
La joven lanzó un grito.
—Por lo menos así parece. No sabemosqué hacer con ella. La han echado del sitioadonde había ido, quizá dándole golpes...Así lo hace todo suponer. Fué despuésal despacho del jefe de Simón Zakharitch,y no lo encontró. Comía en casa deuno de sus colegas. En seguida, ¿querráusted creerlo? se fué al domicilio del otrogeneral, porfiando que quería ver al jefede su difunto esposo, que estaba sentadoa la mesa. Como era natural, la echaron ala calle. Cuentan que la llenaron de injuriasy aun que le tiraron no sé qué cosa ala cabeza. Es raro que no la hayan detenido.Expone ahora todos sus proyectos atodo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna;pero es tanta su agitación, que nose puede sacar nada en claro de sus palabras.¡Ah, sí! Dice que como no le quedaningún recurso, va a dedicarse a tocar elorganillo por las calles, y que sus hijoscantarán y bailarán para solicitar la caridadde los transeuntes; que todos losdías irá a colocarse bajo las ventanas dela casa del general... «Se verá—dice—a loshijos de una familia noble, pedir limosnapor las calles.» Pega a los niños y leshace llorar. Enseña laPetit Ferme a Alena,y al mismo tiempo da lecciones debaile al niño y a Poletchka... Deshacesus vestidos para improvisar trajes desaltimbanquis, y, a falta de organillo,quiere llevar una cubeta para dar golpesen ella... No tolera que se le haga ningunaobservación... No puede usted imaginarsecómo está.
Lebeziatnikoff hubiese hablado muchomás; pero Sonia, que le había escuchadorespirando apenas, tomó el sombrero yla manteleta, y se lanzó fuera de la sala,poniéndose estas prendas conforme ibaandando. Los dos jóvenes salieron detrásde ella.
—Está positivamente loca—dijo AndrésSemenovitch a Raskolnikoff—. Parano asustar a Sonia he dicho solamente quesólo parecía que lo estaba; pero no hayduda. Creo que suelen formarse tubérculosen el cerebro de los tísicos; es una lástimaque yo no sepa Medicina. He tratadode convencer a Catalina Ivanovna, perono hace caso de nadie.
—¿Le ha hablado usted de tubérculos?
—No, precisamente de tubérculos, no;claro es que no me hubiera entendido.Pero vea usted lo que yo pienso. Si conel auxilio de la lógica usted persuade auno que no tiene motivo para llorar, nollorará. Esto es claro; ¿por qué había decontinuar llorando?
—Si así fuese, la vida sería muy fácil—respondióRaskolnikoff.
Al llegar cerca de su casa saludó a Lebeziatnikoffcon un movimiento de cabezay subió a su cuarto.
Cuando estuvo en él, Raskolnikoff sedejó caer en el sofá.
Jamás había experimentado tan terriblesensación de aislamiento. Sentía denuevo que quizá, en efecto, detestaba aSonia, y que la detestaba después de habercontribuído a aumentar su desgracia.¿Por qué había ido a hacerla llorar? ¿Quénecesidad tenía de emponzoñar su vida?¡Oh cobardía!
«Estaré solo—se dijo resueltamente—,y ella no vendrá a verme en la cárcel.»
Cinco minutos después levantó la cabeza,y una idea que se le ocurrió de repentele hizo sonreír: «Quizá sea, en efecto,mejor que vaya a presidio», pensaba.
¿Cuánto tiempo duró este sueño? Nopudo jamás recordarlo. Súbitamente lapuerta se abrió, dando paso a AdvociaRomanovna. La joven le miró como pocoantes había mirado él a Sonia; despuésse aproximó y se sentó en una silla frentea su hermano, en el mismo sitio que lavíspera. Raskolnikoff la miró en silenciosin que en sus ojos se pudiese leer ningunaidea.
—No te incomodes, hermano mío. Sólovoy a estar un minuto—dijo Dunia.
Su fisonomía estaba seria, pero no severa,y su mirada era dulcemente límpida.
Raskolnikoff comprendió que la miradade su hermana era dictada por elafecto.
—Hermano mío, lo sé todo. DemetrioProkofitch me lo ha contado. Se te persigue,se te atormenta, eres objeto de sospechasinsensatas como odiosas. DemetrioProkofitch asegura que nada tienes[214]que temer y que haces mal en preocupartehasta ese punto. No soy de su opinión; meexplico perfectamente el desbordamientode indignación que se ha producido en tiy no me sorprendería que tu vida enterase resienta de ese golpe. Nos ha dejado.No juzgo tu resolución, no me atrevo ajuzgarla, y te suplico que me perdones losreproches que te he dirigido. Comprendoque si estuviera en tu lugar haría lo quetú haces, me desterraría del mundo. Yoprocuraré que mamá lo ignore; pero lehablaré sin cesar de ti, y le diré de tu parteque no tardarás en ir a verla. No te inquietespor ella, yo la tranquilizaré; perotú, por tu parte, no le causes disgustos.Ve, aunque no sea más que una vez. Consideraque es tu madre. Mi solo objeto,al hacerte esta visita, ha sido el de decirte—acabóAdvocia Romanovna levantándose—,que si por casualidad tienes necesidadde mí, sea para lo que fuere, soytuya en la vida y en la muerte. Llámame,y vendré. Adiós.
Volvió la espalda y se dirigió a la puerta.
—¡Dunia!—dijo Raskolnikoff levantándosey acercándose a su hermana—.Razumikin, Demetrio Prokofitch, es unhombre excelente.
Dunia se ruborizó.
—¿Y qué?—preguntó después de unminuto de espera.
—Es un hombre activo, laborioso y capazde grandes afectos... Adiós, hermana.
La joven se puso encendida como lagrana; pero en seguida sintió cierto temor.
—¿Pero es que nos separamos parasiempre, hermano? Tus palabras son unaespecie de testamento.
—No hagas caso. Adiós.
Se alejó de ella y se dirigió a la ventana.La joven esperó un momento; le miró coninquietud y se retiró conmovida.
No, no era indiferencia lo que experimentabarespecto de su hermana. Huboun momento, el único, en que sintió violentosdeseos de estrecharla entre susbrazos, de despedirse de ella y de confesárselotodo; no se resolvió, sin embargo,ni aun a tenderle la mano.
«Más tarde se estremecía con este recuerdoy pensaría que le he robado unbeso. Y, además, ¿soportaría semejanteconfesión?—añadió mentalmente algunosminutos después—. No, no la soportaría;estas mujeres no saben soportar nada»—ysu pensamiento se fijó en Sonia.
Por la ventana entraba agradable fresco;caía la tarde. Raskolnikoff tomó bruscamentela gorra y salió.
Sin duda no quería ni podía ocuparsede su salud. Pero aquellos terrores, aquellasangustias continuas, por fuerza habíande tener consecuencias, y si la fiebreno se había apoderado de él, era acasomerced a la fuerza ficticia que le prestabamomentáneamente su agitación moral.
Se puso a vagar sin objeto. Se habíapuesto el sol. Desde hacía algún tiempo,Raskolnikoff experimentaba un sufrimientoque, sin ser particularmente agudo,se presentaba con carácter de continuidad.Entreveía largos años pasadosen mortal angustia, «la eternidad en elespacio de un pie cuadrado». De ordinarioera por la noche cuando este pensamientole preocupaba más. «Con el estúpidomalestar físico que produce la puestadel sol, ¿cómo no hacer tonterías? Iré,no solamente a casa de Sonia, sino a lade Dunia», murmuraba con voz irritada.
Oyó que le llamaban y se volvió. Lebeziatnikoffcorría detrás de él.
—He ido a su casa de usted; le buscaba.Ha puesto en ejecución su programa. Seha echado a la calle con sus hijos; a SoniaSemenovna y a mí nos ha costadotrabajo encontrarlos. Va dando golpes enuna sartén, haciendo bailar a los niños.Los pobrecillos lloran. Se detienen en lasencrucijadas y a las puertas de las tiendas.Llevan detrás una caterva de imbéciles.Vamos aprisa.
—¿Y Sonia...?—preguntó con inquietudRodia, que se apresuró a seguir a Lebeziatnikoff.
—Ha perdido la cabeza. Es decir, noes Sonia Semenovna la que ha perdido lacabeza, sino Catalina Ivanovna. Por lodemás, puede decirse lo mismo de la muchacha.En cuanto a Catalina Ivanovna,la locura es completa. Van a llevarla a lacomisaría, y calcule usted el efecto queesto habrá de producirle. Están ahoracerca del canal; al lado del puente***, nolejos de la casa de Sonia Semenovna.Vamos a llegar en seguida.
En el canal, a poca distancia del puen[215]te,había un grupo, compuesto en granparte de chiquillos y chiquillas. La vozronca de Catalina Ivanovna se oía ya enel puente. Verdaderamente el espectáculoera lo bastante extraño para llamar laatención. Tocada con un mal sombrerode paja, vestida con su viejo traje, yechado sobre los hombros un chal de paño,Catalina Ivanovna justificaba plenamentelas palabras de Lebeziatnikoff. Estabaquebrantada, jadeante. Su rostrode tísica manifestaba más sufrimientoque nunca (los tísicos, al sol y en la calletienen siempre peor cara que en su casa);pero, no obstante su debilidad, estabaextraordinariamente excitada.
Se lanzaba sobre sus hijos y los zarandeabacon vivacidad. Se ocupaba allí,delante de todo el mundo, en su educacióncoreográfica y musical; les decía porqué razón era preciso cantar y bailar, ydespués, indignada de verlos tan pocointeligentes, les pegaba furiosamente. Interrumpíasus ejercicios para dirigirse alpúblico; veía en el grupo un hombre vestidocon alguna decencia, y se apresurabaa explicarle a qué extrema miseria estabanreducidos los hijos de una familiacasi aristocrática. Si alguno se reía o burlabade ella, se encaraba al punto con elinsolente y se ponía a disputar con él. Elcaso es que muchos se burlaban, otrosmovían la cabeza, y todos miraban aaquella loca rodeada de niños asustados.Lebeziatnikoff se había engañado al hablarde la sartén; por lo menos Raskolnikoffno la vió. Para hacer el acompañamiento,Catalina Ivanovna llevaba elcompás con las manos, mientras Poletchkacantaba y Alena y Kolia danzaban.Algunas veces trataba de cantar ella, perodesde la segunda nota interrumpíalaun acceso de tos. Entonces se desesperaba,maldecía su enfermedad y no podíacontener las lágrimas.
Lo que sobre todo la ponía fuera de sí,era el llanto de Alena y Kolia. Según dijoLebeziatnikoff, había tratado de vestira sus hijos como se visten los cantadorescallejeros. El chiquillo llevaba en la cabezauna especie de turbante rojo y blanco,para representar a un turco. Faltándoletela para hacer un traje a Alena, sumadre se había limitado a ponerle el gorrode dormir ochapka roja de Marmeladoff.Este gorro estaba adornado con unapluma blanca de avestruz que había pertenecidoa la abuela de Catalina, y queésta había conservado hasta entonces ensu baúl como precioso recuerdo de familia.Poletchka llevaba la ropa de todoslos días. No se separaba de su madre,cuya perturbación intelectual adivinaba,y mirándola tímidamente trataba deocultarle sus lágrimas. La niña estabaespantada al verse allí, en la calle, en mediode aquella multitud. Sonia no se apartabade Catalina Ivanovna y le suplicaballorando que se volviese a su casa; peroCatalina Ivanovna permanecía inflexible.
—¡Cállate, Sonia!—vociferaba tosiendo—.No sabes lo que dices; eres lo mismoque una chiquilla. Ya te he dicho queno vuelvo a casa de esa borracha alemana.Que todo el mundo, que todo SanPetersburgo vea reducidos a la mendicidada los hijos de un padre noble que haservido lealmente toda su vida y que puededecirse que ha muerto en el servicio.
A Catalina Ivanovna se le había metidoesta idea en la cabeza, y hubiera sido imposiblesacársela.
—¡Que ese pillo de general sea testigode nuestra miseria! Pero tú eres tonta,Sonia. Ya te hemos explotado bastante yno quiero explotarte más. ¡Ah, RodiónRomanovitch! ¿es usted?—gritó reparandoen el joven, y se lanzó hacia él—;haga usted comprender, se lo suplico, aesa tontuela, que ésta es la mejor vidaque podíamos hacer. ¿No se da limosnaa los que tocan el organillo? No nos costarátrabajo diferenciarnos de ellos. Alprimer golpe de vista se reconocerá ennosotros una familia noble caída en lamiseria, y ese bribón de general perderásu puesto; ya lo verá usted. Iremos todoslos días a ponernos debajo de sus ventanas;pasará el emperador, y yo me pondréde rodillas delante de él y le mostraréa mis hijos. «¡Padre, protégenos!», lediré. El es el padre de los huérfanos; esmisericordioso; nos protegerá, ya lo veráusted, y ese infame general... Alena,ponte derecha; tú, Kolia, vas a empezarde nuevo este paso. ¿Por qué estás lloriqueando?¿No acabarás nunca? Vamos aver: ¿de qué tienes miedo, imbécil? ¡Dios[216]mío! ¿Qué hacer con ellos? ¡Si supiese usted,Rodión Romanovitch, qué cerradosson de mollera! No hay medio de que hagannada.
Tenía casi las lágrimas en los ojos, loque no la impedía hablar incesantemente,mientras mostraba a Raskolnikoff losniños desconsolados. El joven trató depersuadirla de que se fuese a su casa, ycreyendo interesar su amor propio, le hizoobservar que no era conveniente andarrondando por las calles como los organilleros,siendo así que se proponíaabrir un pensionado para las señoritasnobles.
—¡Un pensionado! ¡Ja, ja, ja! ¡Tienegracia!—exclamó Catalina Ivanovna aquien después de reírse le dió un violentogolpe de tos—; no, Rodión Romanovitch;ese sueño se ha desvanecido. Todo elmundo nos ha abandonado y, ¡ese general!...¿Sabe usted qué le he hecho? Le hetirado a la cara el tintero que estaba sobrela mesa de la antesala, al lado del papelen que los visitantes escriben susnombres. Después de haber puesto el mío,he tirado el tintero y echado a correr.¡Oh, los cobardes; los cobardes! pero yome burlo de ellos. Ahora yo mantendréa mis hijos y no tendré que humillarmeante nadie. Ya la hemos martirizado bastante—añadiódirigiéndose a Sonia—. Poletchka,¿cuánto dinero hemos recogido?Enséñamelo. ¡Cómo! ¿En junto dos kopeks?¡Ladrones! Nada, nada, y se contentancon seguirnos haciéndonos desgañita...¡Oiga! ¿De qué se ríe ese animal?(Señalaba a un hombre del grupo.) Laculpa la tiene Kolia; su torpeza es causade que se burlen de nosotros. ¿Qué quieres,Poletchka? Háblame en francés. Tehe dado lecciones; sabes algunas frases...Sin eso, ¿cómo habrá de conocerse quepertenecéis a una familia noble, que soisniños bien educados y no vulgares músicoscallejeros? Dejaremos a un lado lascanciones triviales; cantaremos sólo noblesromanzas... ¡Ah, sí! Manos a la obra;¿qué vamos a cantar? Ustedes me interrumpensiempre y nosotros... vea usted,Rodión Romanovitch, nos hemos detenidoaquí para elegir nuestro repertorio;porque, como usted comprenderá, estonos ha tomado desprevenidos, no teníamosnada preparado y nos hace falta unensayo previo. Después nos dirigiremosa la perspectiva Neusky donde hay muchasmás personas de la buena sociedad.Se nos echará de ver inmediatamente.Alena sabela Petite Ferme, sólo quelaPetite Ferme comienza a aburrir; portodas partes se oye. Es menester una cosamás distinguida. Pues bien, Poletchka,dame una idea, ven en ayuda de tu madre;yo no tengo memoria... ¿No podríamoscantarEl húsar apoyado en su sable? No;será mejor que cantemos en francésCincosueldos; os lo he enseñado; lo sabéis. Comoes una canción francesa, se verá enseguida que pertenecéis a la nobleza, yesto conmoverá al público. Podremoscantar tambiénMambrú se fué a la guerra,tanto más cuanto que esta canción esabsolutamente infantil y se emplea entodas las casas aristocráticas para dormira los niños—. Y dicho esto comenzó acantar:
pero no, es mejorCinco sueldos. Vamos,Kolia, ponte la mano en la cadera; vamos,pronto. Tú, Alena, ponte enfrentede él. Poletchka y yo haremos el acompañamiento:
Poletchka, levántate la ropa, que se tebaja de los hombros—advirtió mientrastosía—. Ahora se trata de que os presentéisconvenientemente y que mostréisla finura de vuestro pie, para que se veaque sois hijos de un noble. ¡Otro soldado!¡Eh! ¿qué es lo que quieres?
Un vigilante se abrió paso entre la gente,y al mismo tiempo un señor de unoscincuenta años y de aspecto grave, quellevaba bajo el abrigo el uniforme de funcionario,se aproximó también al grupo.El recién llegado, cuyo rostro expresabasincera compasión, llevaba una condecoración,circunstancia que causó granplacer a Catalina Ivanovna, y no dejó deproducir bastante buen efecto en el guardia.El señor condecorado alargó a Ca[217]talinaIvanovna un billete de tres rublos.Al recibir esta dádiva, la pobre loca seinclinó con la cortesía ceremoniosa deuna dama del gran mundo.
—Doy a usted las gracias, señor—empezóa decir en tono lleno de dignidad—.Las causas que nos han conducido... Tomael dinero, Poletchka. ¿Lo ves? Hayhombres generosos y magnánimos, dispuestosa socorrer a una pobre dama queha caído en la desgracia. Los huérfanosque tiene usted delante, señor, son de linajenoble. Puede decirse que están emparentadoscon la más elevada aristocracia...y ese general se estaba comiendoun pollo... Ha dado patadas en el sueloporque yo me permitía molestarle. «Vuecencia—lehe dicho—ha conocido a SimónZakharitch, ampare, pues, a sushuérfanos. El día de su entierro, su hijaha sido calumniada por un malvado...»¿Aún está ahí ese soldado? Protéjameusted—gritó, dirigiéndose al funcionario—;¿por qué ese soldado se ensañaconmigo? Se nos ha echado ya de lacalle de los Burgueses. ¿Qué es lo quequieres, imbécil?
—Está prohibido dar escándalo en lascalles. Ruego a usted que guarde máscompostura.
—Tú sí que no tienes compostura. Estoyen el mismo caso que los organilleros.Déjame en paz.
—Los organilleros deben proveerse deun permiso que usted no tiene. Es ustedcausa de que la gente forme grupos enlas calles. ¿Dónde vive usted?
—¿Cómo? ¿Un permiso?—vociferó CatalinaIvanovna—. Acabo de enterrar ami marido; ¿no es ésta una autorización?
—Señora, señora; cálmese usted—dijoel funcionario—; venga usted conmigo.Yo la acompañaré. No es el sitio de ustedentre esta gente. Está usted mal.
—¡Ah, señor, señor; si usted supiese!—exclamóCatalina Ivanovna—. Tenemosque ir a la perspectiva Neusky. ¿Pordónde andas, Sonia? También está llorando...¿Pero qué les pasa a ustedes?...¡Kolia, Lena! ¿Dónde estáis?—dijo conrepentina inquietud—; ¡tontos de chiquillos!¡Kolia, Lena! ¿Eh dónde se han metido?
Viendo a un guardia que trataba de detenerlos,Kolia y Lena, ya muy aterradoscon la presencia de la multitud y las extravaganciasde su madre, se habían sentidoacometidos de un terror loco. La pobreCatalina Ivanovna, llorando y gimiendo,se lanzó en su persecución; Soniay Poletchka corrieron tras de ella.
—Hazlos volver, Sonia; llámalos. ¡Oh,qué hijos tan tontos y tan ingratos!...Poletchka, alcánzalos; es por vosotrospor lo que yo...
Conforme corría tropezó en un obstáculoy cayó.
—¡Se ha herido! ¡Está bañada en sangre!—gritóSonia inclinándose sobre sumadrastra.
No tardó en formarse un numerosogrupo alrededor de las mujeres, Raskolnikoffy Lebeziatnikoff, así como del funcionarioy del guardia entre ellos.
—Retírense ustedes, retírense ustedes—decíasin cesar este último, tratando derestablecer la circulación.
Pero examinando a Catalina Ivanovna,se veía claramente que no estaba herida,como había temido Sonia, y que la sangrecon que había manchado el suelo lahabía echado por la boca.
—Sé lo que es esto—murmuró el funcionarioal oído de los dos jóvenes—. Esefecto de la tisis; la sangre brota de estemodo y produce la asfixia. No hace muchotiempo he visto un caso parecido;una de mis parientas echó también unjarro de sangre... ¿Qué hacer? Esta señorase está muriendo.
—Aquí, aquí a mi casa—suplicó Sonia—;vivo aquí al lado. La segunda casa;pronto, pronto. Vayan ustedes por unmédico. ¡Oh Dios mío!—repetía asustadayendo de un lado para otro.
Gracias a la activa intervención delfuncionario, se arregló este asunto. Elguardia ayudó a trasportar a CatalinaIvanovna. Estaba como muerta cuandose la depositó en la cama de Sonia. Continuóla hemorragia durante algún tiempo;pero, poco a poco, la enferma comenzóa volver en sí. En la habitación entraron,además, Sonia, Raskolnikoff, Lebeziatnikoffy el funcionario. El guardiase reunió a ellos después de haber disper[218]sadoa los curiosos, muchos de los cualeshabían acompañado el triste cortejo hastala puerta.
Poletchka llegó conduciendo a los dosfugitivos, que temblaban y lloraban.También acudieron los Kapernumoff, elsastre cojo y tuerto. Era un tipo extraño,con el pelo y las patillas de pelos tiesos,como cerdas de puerco; su mujer parecíaasustada; pero éste era su aspecto ordinario.El rostro de los chicos sólo expresabaestúpida sorpresa. Entre los presentesapareció rápidamente Svidrigailoff. Ignorandoque vivía en esta casa y no acordándosede haberle visto en el grupo,Raskolnikoff se quedó sorprendido deverle allí.
Se habló de llamar a un clérigo y a unmédico. El funcionario juzgaba, en lasactuales circunstancias, inútiles los recursosde la ciencia, y así se lo dijo porlo bajo a Raskolnikoff; sin embargo, hizotodo lo necesario por encontrar un doctor.Kapernumoff en persona se encargó de ira buscarlo.
En tanto, Catalina Ivanovna estaba unpoco más tranquila y la hemorragia habíacesado momentáneamente. La infelizfijó una mirada triste y penetrante enla pobre Sonia, que, pálida y, temblorosa,le enjugaba la frente con un pañuelo. Finalmente,la enferma pidió que se la incorporase,y la sentaron en el lecho, sosteniéndolade uno y otro lado.
—¿En dónde están los niños?—preguntócon voz débil—. ¿Los has traído, Poletchka?¡Oh, imbéciles! Decid, ¿por quéhabéis echado a correr?... ¡Oh!
La sangre cubría sus labios abrasados.La enferma miró en derredor suyo.
—¿Es así como vives, Sonia? Ni unasola vez había venido aquí... Ha sido menesterlo que ha ocurrido para que meconduzcan a tu casa.
Al decir esto dirigió a la joven una miradade conmiseración.
—Te hemos comido viva, Sonia... Poletchka,Lena, Kolia, venid aquí... Ahílos tienes, Sonia, tómalos a todos. Lospongo entre tus manos... yo, yo ya tengobastante... el baile ha terminado ya...¡Soltadme, dejadme morir en paz!
La obedecieron y la enferma se dejócaer sobre la almohada.
—¿Cómo un clérigo?... Yo no tengo necesidadde él. ¿Tenéis acaso, ganas de tirarun rublo? Ningún pecado pesa sobremi conciencia... y aunque los tuviera,Dios debe perdonarme. El sabe lo que yohe sufrido. Si no me perdona, tanto peor.
Cada vez se confundían más sus ideas.De cuando en cuando temblaba, mirabaen derredor suyo y reconocía durante unminuto a los que la rodeaban; pero en seguidavolvía a apoderarse de ella el delirio.Respiraba penosamente y se oía comoel ruido de un hervor en su garganta.
—Ya le he dicho «Excelencia»—gritabadeteniéndose a cada palabra—; aquellaAmalia Ludvigovna... ¡Ah! Lena, Kolia...la mano en la cadera. ¡Vivo, vivo! ¡Deslizaos!Llevad el compás con los pies; así,con gracia.
—¡Oh! ¡Cómo me gustaba; cómo megustaba esta romanza, Poletchka!... Delirabapor ella... Tu padre la cantaba antesde nuestro matrimonio... ¡Qué díasaquellos!... Eso es lo que deberíamos cantar...¡Oh, sí! ¿Cómo era? Se me ha olvidado,recordádmelo en seguida.
Presa de una agitación extraordinariapugnaba por incorporarse en el lecho; alcabo, con voz ronca, cascada, siniestra,comenzó, tomando aliento después decada palabra, en tanto que su rostro expresabaun terror creciente:
De pronto, Catalina Ivanovna rompióa llorar, y, con angustia conmovedora,exclamó:
[219]—Excelencia... proteja a los huérfanosaunque no sea más que recordando lahospitalidad que recibió en casa de SimónZaharitch Marmeladoff... una casahasta puede decirse aristocrática... ¡Ah!—exclamótemblando y como tratando derecordar en dónde se encontraba.
Miró con angustia a todos los presentes,y, al reparar en Sonia, pareció sorprendidade verla allí.
—¡Sonia! ¡Sonia!—dijo con voz dulcey tierna—. ¡Sonia querida! ¿Estás aquí?
La incorporaron de nuevo.
—¡Basta, todo ha terminado! ¡Ha reventadola bestia!—gritó la enferma conacento de horrible desesperación y reclinóla cabeza en la almohada.
Catalina Ivanovna volvió a caer enprofundo sopor pero no fué por muchotiempo. Echó hacia atrás su rostro amarillentoy descarnado, abrió la boca, extendióconvulsivamente las piernas, lanzóun suspiro profundo y expiró.
Sonia, más muerta que viva, se precipitósobre el cadáver, lo estrechó entresus brazos, y apoyó la cabeza en el lisopecho de la difunta. Poletchka se puso,sollozando, a besar los pies de su madre.Kolia y Lena, demasiado pequeños paracomprender lo que había ocurrido, nopor eso dejaban de tener el sentimiento deuna terrible catástrofe. Se echaron mutuamentelos brazos al cuello, y, despuésde haberse mirado fijamente, comenzarona gritar. Los dos chiquillos estaban aúnvestidos de saltimbanquis: el uno teníapuesto su turbante; la otra su gorro de dormir,adornado con la pluma de avestruz.
¿Por qué casualidad estaba sobre el lecho,al lado de Catalina Ivanovna, el certificadohonorífico? Se hallaba allí, sobrela almohada; Raskolnikoff lo vió. El jovense dirigió a la ventana, y Lebeziatnikoffse apresuró a juntarse con él.
—¡Ha muerto!—dijo Andrés Semenovitch.
Svidrigailoff se aproximó a ellos.
—Rodión Romanovitch, desearía decirlea usted dos palabras.
Lebeziatnikoff cedió el puesto, y se retiródiscretamente. Sin embargo, Svidrigailoffcreyó conveniente conducir a unrincón a Raskolnikoff, a quien preocupabanaquellas precauciones.
—De todos estos asuntos, es decir, delentierro y de lo demás, yo me encargo.Ya sabe que todo esto es cuestión de dinero,y como ya le he dicho, el que tengono lo necesito para nada. A esa Poletchkay a estos dos pequeños los haré entrar enun asilo de huérfanos, en donde estaránbien, e impondré a nombre de cada unomil quinientos rublos hasta su mayoredad, para que Sonia Semenovna no tengaque ocuparse en sus hermanos. Encuanto a esa joven, la retiraré del cenagalen que se halla, porque es una excelentemuchacha, ¿no es verdad? Bueno, puedeusted decir a Advocia Romanovna quéempleo he hecho de su dinero.
—¿Por qué es usted tan generoso?—preguntóRaskolnikoff.
—¡Qué escéptico es usted!—dijo Svidrigailoff—.Le dije que no necesitabaese dinero. Pues bien: lo hago por humanidad.¿No lo cree usted acaso? Despuésde todo—añadió señalando el rincón enque reposaba la muerta—, esta mujer noes un gusano, como cierta mujer usurera.¿Conviene usted en que sería mejor quemuriese ella y que Ludjin viviese paracometer infamias? Sin mi ayuda, Poletchka,por ejemplo, sería condenada a lamisma existencia que su hermana.
Su tono, alegremente malicioso, estaballeno de reticencias, y cuando hablaba noapartaba los ojos de Raskolnikoff.
Este último palideció y empezó a temblaral oír las frases casi textuales que élmismo había empleado en su conversacióncon Sonia. Así es que se echó bruscamentehacia atrás, y miró a Svidrigailoffcon expresión de asombro.
—¿Cómo sabe usted eso?—balbuceó.
—Porque habito aquí, del otro lado dela pared, en casa de la señora Reslich,mi antigua patrona y excelente amiga.Soy el vecino de Sonia Semenovna.
—¿Usted?
—Yo—continuó Svidrigailoff, que sereía a mandíbula batiente—. Y le doy mipalabra, querido Rodión Romanovitch,de que me ha interesado usted extraordinariamente.Ya le dije que nos encontraríamos.Tenía el presentimiento de ello.Pues bien: ya nos hemos encontrado, yusted verá qué tratable soy. Ya verá ustedcómo se puede vivir conmigo.
La situación de Raskolnikoff era muyextraña; parecía que una especie de nieblale envolvía y aislaba del resto de los hombres.Cuando, andando el tiempo, seacordaba de este período de su vida, adivinabaque había debido de perder muchasveces la conciencia de sí mismo y quetal estado de ánimo hubo de prolongarsey durar, con ciertos intervalos lúcidos,hasta la catástrofe definitiva. Estaba positivamenteconvencido de que había incurridoen muchos desaciertos: por ejemplo,el de no haber advertido a menudo lasucesión cronológica de los acontecimientos.Por lo menos, cuando más adelantequiso coordinar sus recuerdos, fuéle forzosorecurrir a testimonios extraños parasaber muchas particularidades acerca desí mismo.
Confundía marcadamente los hechos,o consideraba tal incidente como consecuenciade otro que sólo existía en su imaginación.A veces sentíase dominado porun temor morboso que degeneraba enterror pánico; pero se acordaba tambiénde que había tenido momentos, horas, ytal vez días, en los cuales, por el contrarioestuvo sumido en una apatía tristesólo comparable con la indiferencia deciertos moribundos.
En general, en este último tiempo, lejosde procurar darse cuenta exacta de susituación, hacía esfuerzos para no pensaren ella. Algunos hechos de la vida corrienteque no admitían dilación, se imponían,a pesar suyo, a su mente; por lo contrario,se complacía en desdeñar cuestionescuyo olvido, en una posición como la suya,por fuerza había de serle fatal.
Tenía, sobre todo, miedo a Svidrigailoff.Desde que este último le había repetidolas palabras por él pronunciadas encasa de Sonia, los pensamientos de Raskolnikofftomaron una dirección nueva.Pero aunque esta complicación imprevistale inquietaba mucho, el joven no seapresuraba a poner las cosas en claro.A veces, cuando vagaba por algún barriolejano y solitario, o cuando se veía solosentado a la mesa de un mal cafetín, sinsaber por qué se encontraba allí, pensabaen Svidrigailoff y se prometía tener lomás pronto posible una explicación decisivacon aquel hombre que era para éluna constante pesadilla.
Cierto día fué casualmente a pasear porlas afueras y se le figuró que había dadocita a Svidrigailoff en aquel lugar. Otravez, al despertarse antes de la aurora,se quedó estupefacto al verse tendido entierra, en medio de un bosquecillo. Porlo demás, durante los dos o tres días quesiguieron a la muerte de Catalina Ivanovna,Raskolnikoff encontró dos o tresveces a Svidrigailoff, primero en el cuartode Sonia, y después en el vestíbulo, al ladode la escalera, del domicilio de lajoven.
En ambas ocasiones los dos hombres selimitaron a cambiar algunas palabrasmuy breves, absteniéndose de tocar elpunto capital, como si, por acuerdo tá[221]cito,se hubiesen entendido para dejarde lado momentáneamente aquella cuestión.El cadáver de Catalina Ivanovnaestaba todavía insepulto. Svidrigailofftomaba las disposiciones relativas a losfunerales. Sonia estaba también ocupadísima.En el último encuentro, Svidrigailoffcontó a Rodia que sus gestiones enfavor de los hijos de Catalina Ivanovnahabían sido coronadas por el éxito: graciasa la influencia de ciertos personajesamigos suyos, pudo, según decía, conseguirla admisión de los tres niños en muybuen asilo. Los mil quinientos rublos colocadosa nombre de ellos no habían contribuídopoco a este resultado, porque seadmitían con muchas menos dificultadesa los huérfanos que poseían un capitalitoque a aquellos otros que carecían de recursos.Añadió algunas palabras a propósitode Sonia, prometió pasar uno deaquellos días por casa de Raskolnikoff, ydió a entender que existían ciertos asuntosde los que quería tratar reservadamentecon él. Mientras hablaba Svidrigailoff,no cesaba de observar a su interlocutor.De repente se calló; pero después preguntó,bajando la voz:
—Pero, ¿qué le pasa a usted, RodiónRomanovitch? Parece que está distraído,no escucha, no mira, diríase que no comprendeusted lo que se le habla... Vaya,recobre ánimos. Será preciso que hablemoslargo y tendido... Desgraciadamenteestoy tan ocupado con mis asuntos comocon los ajenos... ¡Eh, Rodión Romanovitch!—añadióbruscamente—. A todoslos hombres les hace falta aire, muchoaire, aire ante todo.
Se apartó vivamente para dejar pasara un clérigo y a un sacristán, que se disponíana subir la escalera. Iban a rezarel oficio de difuntos. Svidrigailoff habíacuidado de que esta ceremonia se verificaseregularmente dos veces por día.Se alejó luego, y Raskolnikoff, tras unmomento de reflexión, siguió alpope a lahabitación de Sonia. Se quedó, empero,en el umbral. El oficio comenzó con latranquila y triste solemnidad de costumbre.Desde su infancia, Raskolnikoffexperimentaba una especie de terror místicoante el aparato de la muerte, y evitaba,siempre que podía, asistir a laspanikhida. Además, ésta tenía para élun carácter particularmente conmovedor.Miró a los niños, que estaban arrodilladoscerca del ataúd. Poletchka lloraba;detrás de ellos, Sonia rezaba, procurandoocultar sus lágrimas. «Durante todos estosdías no ha levantado una sola vez losojos hasta mí, ni me ha dicho una solapalabra», pensó Raskolnikoff. El sol inundabade viva luz la habitación, y el humodel incienso subía en espesas espirales.
El sacerdote recitó las preces de ritual:«Dale, Señor, el reposo eterno.» Raskolnikoffpermaneció allí hasta el fin. Alechar la bendición y al despedirse, el clérigodirigió una mirada de extrañeza enderredor suyo. Después del oficio, Raskolnikoffse acercó a Sonia. La joven tomólas dos manos de Rodia, y reclinó la cabezasobre su hombro. Aquella demostraciónde amistad dejó estupefacto al queera objeto de ella. ¿Cómo? ¡Sonia no manifestabala menor aversión ni el menorhorror hacia él, ni le temblaban las manos!Aquello era el colmo de la abnegación.Así por lo menos lo juzgó él. La jovenno dijo una palabra. Raskolnikoff leestrechó la mano y salió.
Sentía un profundo malestar. Si enaquel momento le hubiera sido posibleencontrar en alguna parte la soledad,aunque esta soledad hubiese de durar todala vida, se hubiera considerado feliz.¡Ay! Desde hacía ya algún tiempo, aunqueestuviese casi siempre solo, no podíadecirse que estuviese aislado. Le ocurríapasearse fuera de la ciudad o irse por unacarretera adelante. Una vez penetró enlo más intrincado de un bosque; perocuanto más solitario era el lugar, más decerca sentía Raskolnikoff la presencia deun ser invisible, que le irritaba más quele asustaba. Apresurábase a volver a laciudad, se mezclaba con la multitud, entrabaen los cafés y en las tabernas, ibaal Tolkutchy o a la Siennia. Allí se encontrabamás a gusto y hasta más solo.
A la caída de la noche se cantaban cancionesen cierto cafetín. Allí pasó una horaentera, escuchándolas con placer; peroen seguida se apoderó de él nuevamentela inquietud; un pensamiento opresor comoun remordimiento empezó a torturarle.
«¿Debo estarme aquí oyendo canciones?»
Adivinaba que no era aquél su únicocuidado. Había una cuestión que erapreciso resolver sin tardanza; pero, aunquese imponía a su atención, no acertabaa darle una forma precisa.
«No; es preferible la lucha, tener enfrentea Porfirio o a Svidrigailoff. Sí, sí,es mejor un adversario cualquiera, unataque que rechazar.»
Haciéndose estas reflexiones salió presurosodel cafetín. De repente, el pensamientode su madre y de su hermana lellenó de terror. Pasó aquella noche enel bosque de Krestorevesy-Ostroff; sedespertó antes de la aurora, temblandode fiebre y se encaminó a su casa a dondellegó muy temprano. Después de algunashoras de sueño, desapareció la fiebre,pero se despertó tarde: a las dos.
Se acordó de que aquel día era el señaladopara las exequias de CatalinaIvanovna, y se felicitó de no haber asistidoa ellas. Anastasia le trajo la comida;el joven comió y bebió con mucho apetito,casi con avidez. Tenía la cabeza másfresca y disfrutaba de una calma que leera desconocida desde tres días antes.Hubo un instante en que se asombró delos accesos de terror pánico que había experimentado.
La puerta se abrió y entró Razumikin.
—¡Ah! Comes, luego no estás malo—dijoel visitante, tomando una silla y sentándoseenfrente de Raskolnikoff.
Estaba muy agitado, y no trataba deocultarlo. Hablaba con cólera visiblepero con apresuramientos, y sin levantarmucho la voz: se comprendía que su venidaera motivada por alguna causagrave.
—Escucha—comenzó a decir en tonoresuelto—; pienso dejar a todos ustedesen paz, porque veo claramente que el juegoque hacen es indescifrable para mí.No vayas a creer que vengo a interrogarte;no trato de sacarte las palabras delcuerpo. Aunque tú mismo me dijeras todostus secretos, me negaría a oírlos; escupiríay me iría. Vengo con el único objetode estudiar personalmente tu estadomental. Hay personas que te creen locode remate o en vísperas de estarlo, y teconfieso que me sentía inclinado a participarde esa opinión, en vista de que tuproceder es estúpido, bastante feo y completamenteinexplicable. Además, ¿quépensar de tu reciente conducta con tumadre y con tu hermana? ¿Qué hombre,a menos de ser un canalla o un loco, sehubiera portado con ellas como te hasportado tú? Luego estás loco.
—¿Cuándo las has visto?
—Ahora mismo. Y tú, ¿no las ves? Dime,te lo ruego, ¿dónde has estado metidotodo el día? Tres veces he venido hoy.Desde ayer, tu madre se encuentra seriamenteenferma. Ha querido venir a verte.Advocia Romanovna se esforzó por disuadirla,pero Pulkeria Alexandrovna noquiso hacer caso de nada... «Si está malo,si está perturbado—dijo—, ¿quién ha decuidarle sino su madre?» Para no dejarlavenir sola, la acompañamos, suplicándolesin cesar que se tranquilizase. Cuandollegamos, no estabas aquí. Ahí, en esesitio, ha estado sentada por espacio dediez minutos; nosotros en pie, al lado deella, callábamos. «Puesto que sale—dijolevantándose—, es señal de que no estáenfermo y de que olvida a su madre; noestá bien, por lo tanto, que venga yo amendigar las caricias de mi hijo.» Se volvióa su casa y se metió en la cama. Ahoratiene fiebre. «Lo comprendo perfectamente—dice—;le dedica a ella todo el tiempo.»Supone que Sonia Semenovna es tunovia o tu amante. Fuí en seguida a casade esa joven, porque, amigo mío, me corríaprisa comprobar ese punto. Entro, y¿qué es lo que veo? un ataúd, niños quelloran, y a Sonia Semenovna que lesprueba trajes de luto. Tú no estabas allí.Después de haberte buscado con los ojos,he dado mis excusas, he salido y he ido acontar a Advocia Romanovna el resultadode mis pesquisas. Decididamentetodo esto nada significa. Aquí no se tratade ningún amorío; resta, pues, comolo más probable, la hipótesis de la locura.He aquí que ahora te encuentro con trazasde comerte un buey cocido, como sino hubieses tomado nada en cuarenta yocho horas. Sin duda, el estar loco no impidecomer; pero, aunque tú no me hayasdicho una palabra, no estás loco... pondríapor ello la mano en el fuego. Para mí,[223]éste es un punto fuera de discusión. Así,pues, os envío a todos al diablo, en vistade que hay aquí un misterio y de que notengo la intención de romperme la cabezacon vuestros secretos. He venido solamentepara decirte cuatro frescas y aliviarmeel corazón. Por lo demás, yo sé lo quetengo que hacer.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Qué te importa?
—¿Vas a dedicarte a la bebida?
—¿Cómo lo has adivinado?
—No es muy difícil adivinarlo.
Razumikin se quedó un momento silencioso.
—Has sido siempre muy inteligente, ynunca, nunca has estado loco—observóluego—. Has dicho la verdad; voy a dedicarmea la bebida. Adiós.
Y dió un paso hacia la puerta.
—Anteayer, si mal no recuerdo, he habladode ti a mi hermana—dijo Raskolnikoff.
Razumikin se detuvo de repente.
—¿De mí? ¿Dónde has podido verlaanteayer?—preguntó, poniéndose un tantopálido. Estaba agitadísimo.
—Vino aquí sola. Se ha sentado en estesitio, y ha hablado conmigo.
—¿Ella?
—Sí; ella.
—¿Y qué le has dicho?... de mí, por supuesto.
—Le he dicho que eras un hombre excelente,honrado y laborioso. No le he dichoque tú la amabas, porque lo sabe.
—¿Que ella lo sabe?
—Claro que sí. Le he dicho tambiénque, aunque yo me vaya, ocúrrame lo queme ocurra, tú debes ser siempre su Providencia.Yo las pongo, por decirlo así,en tus manos, Razumikin. Te digo esto,porque sé perfectamente que las amas yestoy convencido de la pureza de tus sentimientos.Sé también que ella puedeamarte, si es que ya no te ama. Decideahora si debes o no debes darte a la bebida.
—Rodia... ¿Lo estás viendo?... Puesbien... ¡Demonio! Pero tú, ¿dónde vasa ir? Bueno. Desde el momento que todoesto es un secreto, no hay que hablar deello; pero yo... yo sabré de qué se trata.Estoy convencido de que no es una cosaseria, sino tonterías con las cuales formamonstruos tu imaginación; tú eres unhombre excelente. Sí, un hombre excelente.
—Quería añadir: pero me has interrumpido,que tenías razón hace un momento,cuando declarabas que renunciabas a conocerestos secretos. No te preocupes. Lascosas se descubrirán a su tiempo, y losabrás todo cuando el momento llegue.Ayer me dijo una persona que al hombrele hacía falta aire, aire, aire. Voy a ir enseguida a preguntarle lo que quieren decirsus palabras.
Razumikin reflexionaba, y al cabo sele ocurrió esta idea:
«Es, de seguro, un conspirador políticoy está en vísperas de una tentativaaudaz; no puede ser de otra manera, yDunia lo sabe», pensó de repente.
—¿De modo que Advocia Romanovnaviene a tu casa—repuso recalcando cadafrase—, y tú tratas de ver a alguno quedice que es menester más aire? Probablees que la carta haya sido enviada por esehombre.
—¿Qué carta?
—Ha recibido una que la ha llenado deinquietud. He querido hablarle de ti y meha suplicado que me callase. Después...después me dijo que nos separaríamosdentro de breve plazo, y se ha mostradomuy reconocida conmigo, tras de lo cualse encerró en su cuarto.
—¿Ha recibido una carta?—preguntóRaskolnikoff intrigado.
—Sí. ¿No lo sabías?
Los dos permanecieron callados duranteun minuto.
—Adiós, Rodia, amigo mío... En ciertotiempo... Vamos, adiós... Tengo tambiénque irme; por lo que hace a darme ala bebida, no haré tal cosa: es inútil.
Salió muy de prisa; pero apenas acababade cerrar la puerta, cuando volvióa abrirla de repente, mirando de través.
—A propósito, ¿te acuerdas de aquelcrimen? ¿del asesinato de aquella vieja?Pues has de saber que se ha descubiertoel asesino; él mismo se ha reconocido culpable,y ha suministrado todas las pruebasnecesarias en apoyo de sus afirmaciones.Es... ¡pásmate! uno de aquellos pintoresa los cuales defendía yo con tanto[224]ardor. ¿Querrás creerlo? La persecuciónde los dos obreros, corriendo el uno detrásdel otro en la escalera, mientras subían eldvornik y los dos testigos, los cachetesque se daban riendo, todo ello no eramás que una treta imaginada para evitarsospechas. ¡Qué astucia! ¡Qué presenciade ánimo en ese tunante! Parece imposible;pero lo ha explicado todo; ha confesadopor completo. ¡Qué despistado estabayo! Tengo a ese hombre por el geniodel disimulo y de la astucia. Después deesto, no hay ya nada de qué asombrarse.Fuerza es admitir la existencia de semejantesindividuos. Si no ha sostenido supapel hasta el fin, si ha entrado en el caminode las confesiones, me veo obligadoa admitir la verdad de lo que él dice. ¿Yyo he estado ciego hasta este punto? ¿Yhe roto lanzas yo por esos dos hombres?
—Te ruego que me digas cómo lo hassabido, y por qué te interesa tanto eseasunto—preguntó Raskolnikoff visiblementeagitado.
—¿Que por qué me interesa? ¡Vaya unapregunta! En cuanto a la noticia me lahan dado muchas personas, y principalmentePorfirio. El es quien me lo ha dichocasi todo.
—¿Porfirio?
—Sí.
—¿Y qué es lo que te ha dicho?—preguntóRaskolnikoff inquieto.
—Me lo ha explicado todo a maravilla,procediendo por el método psicológico,según su costumbre.
—¿Y te lo ha explicado él mismo?
—El mismo; adiós. Algo te diré másadelante. Ahora tengo necesidad de dejarte...Hubo un tiempo en que llegué acreer... vamos, ya te lo contaré otro día...¿Qué necesidad tengo de beber ahora?Tus palabras han bastado para embriagarme.En este momento estoy ebrio,ebrio sin haber bebido una gota de vino.Adiós, hasta muy pronto.
Y salió.
«Es un conspirador político; sí, de seguro,de seguro—acabó definitivamenteRazumikin, mientras bajaba la escalera.—Hacomprometido, sin duda, a su hermanaen esta empresa; esta conjetura esmuy probable, dado el carácter de AdvociaRomanovna. Han celebrado entrevistas...Ya me lo habían hecho sospecharciertas palabras... esas alusiones... sí, esoes. De otro modo, ¿cómo encontrar unaexplicación? ¿Y pudo ocurrírseme? ¡Oh,Dios mío, que cosa había imaginado! Sí,había formado un juicio temerario, yosoy culpable respecto de él. La otra noche,en el corredor, al observar su rostroiluminado por la luz de la lámpara, tuveun minuto de alucinación. ¡Oh, quéidea tan horrible pude concebir! Mikolaiha hecho perfectamente en confesar. Sí,al presente se explica todo lo pasado: laenfermedad de Rodia, la extrañeza de suconducta, aquel humor sombrío o ferozque manifestaba ya cuando era estudiante...Pero, ¿qué significa esta carta? ¿dedónde procede? Algo todavía hay ahí...Yo sospecho... no tendré reposo hastaque halle la clave de todo esto.»
Al pensar en Dunia, sintió que se lehelaba el corazón y se quedó como clavadoen el suelo. Tuvo que hacer un violentoesfuerzo sobre sí mismo.
En cuanto se hubo marchado Razumikin,Raskolnikoff se levantó y se acercóa la ventana; luego se paseó de un rincóna otro, como si hubiese olvidado las dimensionesexiguas de su cuartucho. Alfin, volvió a sentarse en el sofá. Un repentinocambio habíase operado en él;tenía aún que luchar; era un recurso.
Sí, un recurso; un medio de escapar desu penosa situación y de la angustia quepadecía desde que vió a Mikolai en el despachode Porfirio. Después de aquel dramáticoincidente, en el mismo día, ocurrióla escena en casa de Sonia, escenacuyas peripecias y desenlaces habían engañadolas previsiones de Raskolnikoff.Se había mostrado débil; había reconocido,de acuerdo con la joven, y reconocidosinceramente, que no podía llevar solosemejante fardo. ¿Y Svidrigailoff? Esteera un enigma que le inquietaba, pero deotra manera; existía quizá medio de desembarazarsede Svidrigailoff; pero dePorfirio era harina de otro costal.
«¿De modo que el mismo Porfirio es elque ha explicado a Razumikin la culpabilidadde Mikolai procediendo por elmétodo psicológico?—continuaba diciéndoseRaskolnikoff—. De seguro hay aquíalgo de esa maldita psicología. ¿Porfirio?[225]¿Cómo Porfirio ha podido creer duranteun solo minuto culpable a Mikolai, despuésde la escena que acababa de pasarentre nosotros, y que no admite más queuna solución? Durante aquella entrevista,sus palabras, sus gestos, sus miradas,el sonido de su voz, todo demostraba enél una convicción tan invencible que noha podido quebrantar ninguna de las pretendidasconfesiones de Mikolai.
»Hasta el mismo Razumikin comenzabaa dudar. El incidente del corredor leha hecho reflexionar, sin duda. Corrió acasa de Porfirio; pero, ¿por qué este últimole ha engañado de este modo? Esevidente que no ha hecho tal cosa sin ningúnmotivo; debe de tener sus intenciones;pero, ¿cuáles son? En verdad, ha pasadoya bastante tiempo desde aquel día,y no tengo aún ni rastro de noticias dePorfirio. Quién sabe, sin embargo, si ésteno será un mal signo...»
Raskolnikoff tomó la gorra, y, despuésde ligera reflexión, se decidió a salir.Aquel día, por primera vez, después demuy largo tiempo, se sentía en plena posesiónde sus facultades intelectuales.
«Es preciso acabar con Svidrigailoff—pensaba—,y, cueste lo que cueste, terminareste asunto lo más pronto posible.Además, parece que espera mi visita.»
En aquel instante se desbordó el odiode tal manera en su corazón, que, si hubiesepodido matar al uno o al otro deaquellos dos seres detestables, Svidrigailoffo Porfirio, acaso no habría vaciladoen hacerlo.
Mas apenas había acabado de abrir lapuerta, cuando se encontró cara a caracon Porfirio en persona. El juez de instrucciónvenía a su casa. Al pronto Raskolnikoffse quedó estupefacto; pero serepuso en seguida. Cosa extraña: aquellavisita, ni le asombró demasiado, ni lecausó casi ningún terror.
«Esto es, acaso, el desenlace; mas, ¿porqué ha amortiguado el ruido de sus pasos?Nada he oído. Quizá estaba escuchandodetrás de la puerta.»
—No esperaba usted mi visita—dijoalegremente Porfirio Petrovitch—. Teníadesde hace mucho tiempo el propósitode venir a verle y, al pasar delante de sucasa, se me ha ocurrido entrar a saludarle.¿Iba usted a salir? No le detendré.Cinco minutos solamente, el tiempo defumar un cigarrillo...
—Siéntese usted, Porfirio Petrovitch,siéntese usted—dijo Raskolnikoff ofreciendouna silla al visitante, con un airetan afable y satisfecho, que él mismo sehubiera sorprendido si hubiese podidoverse.
Habían desaparecido todas las huellasde sus impresiones precedentes. Acontecea veces que el hombre que por espacio demedia hora ha estado luchando con unladrón experimentando angustias mortales,no siente ningún temor cuando el puñaldel bandido llega a su garganta.
El joven se sentó enfrente de Porfirioy fijó en él una mirada tranquila. El juezde instrucción guiñó los ojos y comenzópor encender un cigarrillo.
«¡Ah! ¡Vamos, habla, habla ya!», le gritabamentalmente Raskolnikoff.
—¡Oh, estos cigarrillos—dijo por finPorfirio—son mi muerte, y no puedo renunciara ellos! Toso, tengo un principiode irritación en la garganta, y, además,soy asmático. No hace mucho que me hicevisitar por Botkin, que emplea paraexaminar un enfermo por lo menos mediahora; después de haberme reconocidoatentamente, y auscultado, etc., me dijo,entre otras cosas: «No le prueba a ustedel tabaco; tiene usted los pulmones dilatados.»Está bien; pero, ¿cómo dejar defumar? ¿cómo substituir una costumbre?Yo no bebo. Ahí tiene usted la desgracia;¡je, je, je! Todo es relativo, señor Raskolnikoff.
«He aquí otra vez un preámbulo quedeja traslucir la astucia jurídica», murmuróaparte Raskolnikoff.
Se acordó de su reciente entrevista conel juez de instrucción, y aquel recuerdoaumentó la cólera de que su alma rebosaba.
—Estuve ayer aquí, ¿no lo sabía?—continuóPorfirio Petrovitch, paseandola mirada en derredor suyo;—estuve eneste mismo cuarto. Halléme como hoycasualmente en la calle de usted, y se[226]me ocurrió hacerle una visita. La puertaestaba abierta, entré, le esperé un momento,y fuí después, sin decir mi nombrea la criada. ¿No cierra usted nunca?
La fisonomía de Raskolnikoff se obscurecíacada vez más. Porfirio Petrovitchadivinó, sin duda, lo que Raskolnikoffestaba pensando.
—He venido a explicarme, queridoRodión Romanovitch. Debo a usted unaexplicación—prosiguió sonriendo y dandoun golpecito en la rodilla del joven;pero casi al mismo instante tomó sucara una expresión seria, hasta triste,con gran asombro de Raskolnikoff, aquien el juez de instrucción se mostrabaahora bajo una fase inesperada—. Laúltima vez que nos vimos pasó entrenosotros una extraña escena. Quizá hecometido con usted grandes errores, ylo siento. Recordará usted cómo nos separamos.Ambos teníamos los nerviosmuy excitados. Hemos faltado a las máselementales conveniencias, y, sin embargo,somos caballeros.
«¿A dónde va a parar?»—se preguntabaRaskolnikoff sin apartar los ojos dePorfirio con inquieta curiosidad.
—He pensado que haríamos mejor enadelante en obrar con sinceridad—repusoel juez de instrucción, bajando unpoco los ojos, como si temiese turbarpor esta vez con sus miradas a su víctima—;no es preciso que se renuevensemejantes escenas. El otro día, sin laentrada de Mikolai no se adónde habríanllegado las cosas. Usted es muy irasciblepor temperamento, Rodión Romanovitch,y sobre esto me apoyé, porqueun hombre muy acalorado deja muchasveces escapar sus secretos. ¡Si yo pudiese,me decía, arrancar una prueba cualquiera,aunque fuese la más insignificante,pero real, tangible, palpable, otracosa distinta, en fin, que todas esas induccionespsicológicas! Tal es el cálculoque había yo hecho. Algunas veces estemétodo da el resultado apetecido; peroesto no ocurre siempre, como he tenidoocasión de comprobar. Me hacía muchasilusiones respecto del carácter de usted.
—¿Pero usted, por qué me dice todoeso?—balbuceó Raskolnikoff, sin acabarde darse cuenta de la cuestión que se planteaba—.«¿Me creerá acaso inocente?»—añadiópara sí.
—¿Por qué digo esto? Considero comoun deber sagrado explicar a usted mi conducta,porque le he sometido, y lo reconozco,a una cruel tortura, y no quiero,Rodión Romanovitch, que me considerecomo un monstruo. Voy, pues, para justificarme,a exponer los antecedentes deeste asunto. Al principio circularon rumoresacerca de cuyo origen y naturalezacreo superfluo hablar; inútil creo tambiéndecirle a usted en qué ocasión se hamezclado en este asunto la persona deusted. En cuanto a mí, lo que me ha hechosospechar, es una circunstancia porotra parte puramente fortuita, de la cualno he dicho una palabra. De esos rumoresy de esas circunstancias accidentalesse ha desprendido para mí la misma conclusión.Lo confieso francamente, porque,a decir verdad, yo he sido el primeroque ha puesto su nombre sobre el tapete.Dejo a un lado las anotaciones de los objetosencontrados en casa de la vieja. Talindicio y otros muchos del mismo géneronada significan. Estando en esto, tuveocasión de conocer el incidente ocurridoen el despacho de policía. Aquella escename fué referida con todo género de pormenorespor alguno que había desempeñadosu papel a las mil maravillas. Puesbien; en tales condiciones, ¿cómo no inclinarseen cierta dirección? «Cien conejosno hacen un caballo; cien presuncionesno hacen una prueba», dice el proverbioinglés; esto también es lo que aconsejala razón; pero, ¿quién puede lucharcontra las pasiones? El juez de instrucciónes hombre, y, por consiguiente, apasionado.Me acordé también del trabajoque publicó usted en una Revista. Mehabía gustado mucho como aficionado,por supuesto, aquel primer ensayo de lajuvenil pluma de usted. Se veía allí unaconvicción sincera y un entusiasmo ardiente.Aquel artículo debió de ser escritocon mano febril durante una noche deinsomnio. «El autor no se detendrá aquí»,pensé yo al leerlo. ¿Cómo, dígame usted,no relacionar esto con lo que luego se siguió?La atracción era irresistible. ¡Ah,señor! ¿Digo algo? ¿Afirmo al presente loque esto sea? Me limito a señalar una re[227]flexiónque me hice entonces. ¿Qué es loque pienso ahora? Nada; es decir, pocomenos que nada. Por el momento, tengoentre las manos a Mikolai y hay hechosque le acusan... ¡Valientes hechos! Si ledigo todo esto, es para que no dé ustedtorcida interpretación a mi conducta delotro día. ¿Por qué, me preguntará usted,no se hizo un registro en mi casa? Estuveaquí. ¡Je, je! Estuve cuando se hallabausted enfermo, no como magistrado, sincarácter oficial. El cuarto de usted, desdelas primeras sospechas, fué registradominuciosamente, pero sin resultado. Entoncesme dije: «Este hombre vendrá ami casa, vendrá él mismo a buscarme, ydentro de muy poco tiempo; si es culpable,no puede dejar de venir. Otro no vendría,pero éste no faltará. ¿Se acuerdausted de las palabrerías de Razumikin?Le habíamos comunicado de intento nuestrasconjeturas, con la esperanza de queél excitaría a usted hasta el punto de hacerleconfesar. El señor Zametoff estabaasombrado de la audacia de usted, y,en efecto, mucha se necesitaba para deciren pleno café «yo he matado». Era eso verdaderamentecosa muy arriesgada. Yo leesperaba a usted con impaciencia confiada,y he aquí que Dios le envió. ¡Conqué fuerza latía mi corazón cuando le via usted presentarse! Vamos a ver, ¿quénecesidad tenía usted de ir? Sin duda recordarátambién que entró riéndose acarcajadas. Su risa me dió mucho quepensar; pero si no hubiese estado prevenido,tal vez no hubiera fijado mi atenciónen ello. ¡Y Razumikin! ¿Y qué decirde la piedra? ¿Se acuerda usted? La piedrabajo la cual están ocultos los objetos.Me parece que la estoy viendo desde aquí,no sé dónde, en un huerto. ¿No es de unhuerto de lo que usted habló a Zametoff?Después, cuando hablamos del artículo dela Revista, creímos ver una segunda intencióndetrás de cada una de las palabrasde usted. He aquí cómo, Rodión Romanovitch,mi convicción se ha ido formandopoco a poco. «Ciertamente estopuede explicarse de otra manera», solíadecirme yo, y aun podría ser que fuesemás natural; convengo en ello. Mejor seríauna prueba, por pequeña que fuese.Pero al saber la historia del cordón de lacampanilla, no tuve ya duda alguna; creíposeer la prueba deseada, y ya no he queridoreflexionar más. En aquel momentohubiera dado de buena gana mil rublosde mi bolsillo por verle a usted con mispropios ojos, andando cien pasos, hombrocon hombro con un burgués que lehabía llamado a usted asesino, sin queusted se atreviese a responderle. Cierto;no se debe dar gran importancia a los hechosy gestos de un enfermo que hablabajo una especie de delirio. Sin embargo,después de lo sucedido, ¿cómo ha podidoasombrarse usted, Rodión Romanovitch,de la manera como me he portado? ¿Y porqué, precisamente en aquel momento,vino usted a mi casa? El mismo diablo,sin duda, le impulsó a usted, y si Mikolaino nos hubiese separado... ¿Se acuerdausted de la entrada de Mikolai? Aquellofué como un rayo. ¡Cómo lo recibí! No hiceel menor caso de sus palabras, comopudo usted advertir. Después que ustedse marchó seguí interrogándole. Me respondiósobre ciertos puntos de una maneratan exacta, que me quedé asombrado;a pesar de esto, sus declaraciones nolograron destruir mi incredulidad, y mequedé tan inquebrantable como una roca.»
—Razumikin acaba de decirme queestaba usted ya convencido de la culpabilidadde Mikolai; que usted mismo lehabía asegurado que...
Le faltó el habla y no pudo continuar.
—¡Ah, Razumikin!—exclamó PorfirioPetrovitch, que parecía satisfecho de haberoído, al cabo, que salía una observaciónde labios de Raskolnikoff—. ¡Je, je,je! trataba de verme libre de Razumikin,que venía a mi casa con aires investigadoresy que nada tiene que ver en estenegocio. Dejémosle a un lado, si a ustedle parece. ¿Quiere usted saber la idea quetengo yo formada de Mikolai? Ante todo,es como un niño; aun no ha llegado asu mayor edad. Sin ser precisamente unanaturaleza pusilánime, es impresionablecomo un artista. No se ría usted si le caracterizode ese modo: es cándido, sensible,fantástico. En su pueblo, canta, bailay narra cuentos, que van a oír los campesinosde las aldeas vecinas. Suele beberhasta perder la razón; no porque sea,propiamente hablando, lo que se dice un[228]borracho, sino porque no sabe resistira la influencia del ejemplo cuando se hallaentre amigos. No comprende que hacometido un robo apropiándose de un estucheque ha encontrado. «Puesto que lohe encontrado en el suelo, dice, tenía perfectoderecho a tomarlo.» Según los vecinosde Zaraisk, sus paisanos, era devotohasta la exaltación: pasaba las nochesrezando y leía sin cesar libros religiosos(los viejos, los verdaderos). San Petersburgoha influído mucho en él, y una vezaquí, se ha dado al vino y a las mujeres,lo que le ha hecho olvidar la religión. Séque uno de nuestros artistas ha comenzadoa darle lecciones. En esto ocurre esecrimen. El pobre muchacho se asusta, yse echa una cuerda al cuello. ¿Qué quiereusted? Nuestro pueblo no puede sacudirde su espíritu el prejuicio de que todohombre buscado por la policía es hombrecondenado. En la prisión, Mikolai havuelto al misticismo de sus primerosaños. Ahora tiene sed de expiación, y sólopor eso se ha confesado culpable. Miconvicción en este punto está basada enciertos hechos que él mismo no conoce.Por lo demás, acabará por confesarmetoda la verdad. ¿Cree usted que sostendrásu papel hasta el fin? Espere usted unpoco, y ya verá cómo rectifica sus confesiones.Además, si logra dar sobre ciertospuntos un carácter de verosimilitud a sudeclaración, en cambio sobre otros se encuentraen completa contradicción conlos hechos, y nada sabe de ellos. No, RodiónRomanovitch, no; el culpable no esMikolai. Nos encontraremos frente a unhecho fantástico y sombrío; este crimentiene la marca del siglo y lleva hondamentegrabado el sello de una época que haceconsistir toda la vida en buscar la comodidad.El culpable es un tétrico, una víctimadel libro; ha desplegado en su ensayomucha audacia; pero esta audacia esde un género particular: es la de un hombreque se precipita desde lo alto de unamontaña o de un campanario. Ha olvidadocerrar la puerta detrás de él y hamatado a dos personas para poner enpráctica una teoría. Ha matado y no hasabido aprovecharse de su dinero; lo quepudo tomar fué a ocultarlo bajo una piedra.No bastándole las angustias pasadasen la antesala mientras oía los golpes dadosa la puerta y el sonido repetido de lacampanilla, cediendo a una irresistiblenecesidad de experimentar la misma emoción,fué más tarde a visitar el cuarto vacíoy a tirar del cordón de la campanilla.Atribuyamos esto a la enfermedad, a unsemidelirio, bueno; pero he aquí un puntodigno de notarse; ha matado, y no dejade considerarse como un hombre honrado,desprecia a los demás, y se da airesde ángel pálido. No, no se trata aquí deMikolai, Rodión Romanovitch. Mikolaino es culpable.
Este golpe era tanto más inesperado,cuanto que llegaba después de la especiede honrosa disculpa dada por el juez deinstrucción. Raskolnikoff se echó a temblar.
—Entonces, ¿quién es el que ha matado?—balbuceócon voz entrecortada.
El juez de instrucción se recostó en elrespaldo de la silla, como asombrado desemejante pregunta.
—¿Cómo? ¿Que quién ha matado?—replicó,como si no hubiese dado créditoa sus oídos—. ¿Quién ha de ser? ¡Usted,Rodión Romanovitch, usted es el queha matado! ¡Sí, usted!...—añadió en vozbaja y en tono de profundo convencimiento.
Raskolnikoff se levantó bruscamente,permaneció en pie algunos segundos, ydespués se sentó sin decir una sola palabra.Ligeras convulsiones agitaban losmúsculos de su rostro.
—Le tiemblan a usted las manos comoel otro día—hizo notar con interés Porfirio—.Por lo que veo, usted no se hahecho cargo del objeto de mi visita, RodiónRomanovitch—prosiguió, despuésde una pausa—. De aquí el asombro deusted. He venido precisamente para decirlotodo y esclarecer la verdad.
—¡Yo no he matado!—murmuró el joven,defendiéndose como lo hace un niñosorprendido en falta.
—Sí, ha sido usted, Rodión Romanovitch;ha sido usted, usted solo—replicóseveramente el juez de instrucción.
Ambos se callaron y, cosa extraña,este silencio se prolongó por unos diezminutos.
Apoyado de codos sobre la mesa, Ras[229]kolnikoffse metía los dedos entre el cabello.Porfirio Petrovitch esperaba sindar señal alguna de impaciencia. De repenteel joven miró despreciativamenteal magistrado.
—Vuelve usted a sus antiguas prácticas,Porfirio Petrovitch. ¡Siempre losmismos procedimientos! ¿Cómo no le fastidiana usted ya?
—No se ocupe usted de mis procedimientos.Otra cosa sería si estuviésemosen presencia de testigos; pero aquí hablamosa solas. No he venido para cazarley prenderle como un pajarito. Que ustedconfiese o no, en este momento me esigual. En un caso y en otro, mi convicciónestá formada.
—Si eso es así, ¿por qué ha venido usted?—preguntócon mal gesto Raskolnikoff—;le repito la pregunta que ya enotra ocasión le hice: Si me cree usted culpable,¿por qué no dicta un auto de prisióncontra mí?
—¡Vaya una pregunta! Le responderéa usted punto por punto: en primer lugar,la detención de usted no me serviríapara nada.
—¿Cómo? ¿Que no le serviría a ustedde nada? Puesto que está convencido,debería usted...
—¿Qué importa mi convicción? Hastael presente no descansa más que sobrenubes. ¿Y para qué había de poner a usteden reposo? Usted lo comprende, puestoque pide usted que se le detenga. Supongoque careado con el burgués, usteddiría: «Tú, de seguro, estabas bebido.¿Quién me ha visto contigo? Te tomé sencillamentepor lo que eres, por un borracho.»¿Qué podría yo replicarle entonces,tanto más, cuanto que la respuesta deusted sería más verosímil que la declaraciónde él, que es de pura psicología, yporque, además, la apreciación de ustedsería exacta, puesto que ese hombre esconocido por su afición a los licores? Muchasveces le he confesado a usted confranqueza que toda esta psicología tienedos filos, y que, fuera de eso, yo, por elmomento, ninguna prueba tengo contrausted. Claro es que, al cabo, le detendré,y he venido aquí para avisárselo, y, sinembargo, no vacilo en manifestarle queeso no me servirá de nada. El segundoobjeto de mi venida...
—¿Cuál es?—preguntó Raskolnikoffanhelante.
—... Ya se lo he dicho. Tenía que explicarlemi conducta, porque no quieropasar a los ojos de usted por un monstruo,y además, porque, créalo o no, mis intencionesson muy favorables a usted.En vista, pues, del interés que yo sientopor usted, le propongo francamente vayaa denunciarse. He venido aquí para darleeste consejo. Es el partido más ventajosoque puede tomar, ventajoso para ustedy para mí, que me vería desembarazadode este asunto. ¿Qué le parece a usted?Soy bastante franco?
Raskolnikoff reflexionó durante unminuto.
—Escuche usted, Porfirio Petrovitch;según sus propias palabras, no tiene contramí más que inducciones psicológicasy aspira a la evidencia matemática.¿Quién le dice que no se engaña?
—No, Rodión Romanovitch, no me engaño.Tengo una prueba, que encontréel otro día; Dios me la ha enviado.
—¿Qué prueba es ésa?
—No se lo diré a usted; pero, en todocaso, no tengo el derecho de contemporizar;voy a hacerle detener. Ahora juzgueusted. Cualquier resolución que tomeactualmente, poco me importa; cuantole he dicho es únicamente en interés suyo.La mejor solución es la que yo le indico:créalo usted, Rodión Romanovitch.
El joven se sonrió con expresión decólera.
—El lenguaje de usted es más que ridículo:es impudente. Supongamos quesoy culpable (lo que en modo alguno reconozco):¿por qué he de ir a denunciarme,puesto que, como dice usted mismo,allí, en la cárcel, estaríaen reposo?
—¡Oh Rodión Romanovitch! No tomeusted estas palabras al pie de la letra.Puede usted encontrar allí reposo, y puedeno encontrarlo. Tengo, es cierto, lacreencia de que la prisión tranquiliza alculpable; pero esto no es más que unateoría, y una teoría mía personal. Así,pues, ¿soy yo una autoridad para usted?¡Quién sabe si en este momento mismo no[230]le oculto alguna cosa! No puede ustedexigir que le entregue todos mis secretos,¡je, je, je! Lo incontestable es el provechoque sacará usted haciendo lo que yo lepropongo: irá ganando, puesto que sucondena disminuirá notablemente. Pienseusted un poco en qué momento vendríaa denunciarse: en el que otra personaha asumido sobre sí la responsabilidaddel crimen, embrollando, en ciertomodo, el proceso. Por lo que a mí toca,juro ante Dios dejarle a usted en eltribunal todas las ventajas de su iniciativa.Los jueces ignorarán, se lo prometo,toda esa psicología, todas las sospechasrecaídas sobre usted y su conducta tendráa los ojos de aquellos magistrados uncarácter absolutamente espontáneo. Enel crimen de usted no se verá más que elresultado de una impulsión fatal, y nootra cosa. Soy un hombre honrado, RodiónRomanovitch, y mantendré mi palabra.
Raskolnikoff bajó la cabeza y reflexionódurante largo tiempo; luego sonriósede nuevo; pero esta vez su sonrisa era dulcey melancólica.
—¿Qué me importa?—dijo, sin parecerque se daba cuenta de que su lenguajeequivalía casi a una confesión—, ¿qué meimporta la diminución de pena de que ustedme habla? No la necesito para nada.
—Vamos, lo que yo temía—exclamó,como a pesar suyo, Porfirio—. Ya me temíayo que desdeñaría usted nuestra indulgencia.
Raskolnikoff le miró con expresióngrave y triste.
—No desprecie usted la vida—continuóel juez de instrucción—. Todavía esmuy larga para usted. ¿Cómo? ¿No quiereuna diminución de pena? ¡A fe que no esusted descontentadizo!
—¿Qué tendría yo en adelante en perspectiva?
—La vida. ¿Acaso es usted profeta,para saber lo que la vida le reserva? Busqueusted, y encontrará. Quizá Dios esperabaa usted. Por otra parte, su condenano será perpetua.
—¡Obtendré circunstancias atenuantes!...—dijoriendo Raskolnikoff.
—¿Es quizá, vergüenza burguesa loque le impide a usted confesarse culpable?¡Es preciso sobreponerse a eso!
—¡Eh! ¡Yo me burlo de esa preocupación!—murmurócon tono despreciativoel joven.
Hizo ademán de levantarse; pero sequedó sentado, abatidísimo.
—Es usted desconfiado, y piensa, sinduda, que trato de embaucarle groseramente;pero, ¿acaso ha vivido usted mucho?¿qué sabe usted de la existencia?Ha imaginado usted una teoría que havenido a producir en la práctica consecuenciascuya falta de originalidad leavergüenza ahora. Ha cometido usted uncrimen, es verdad; pero no es usted, nicon mucho, un criminal irremisiblementeperdido. ¿Cuál es mi opinión acerca de usted?Le considero como uno de esos hombresque se dejarían arrancar las entrañassonriendo a sus verdugos, con tal solamentede haber encontrado una fe o unDios. Pues bien: encuéntrelos usted, yvivirá. En primer lugar, tiene usted necesidad,desde hace tiempo, de cambiarde aire. Además, el sufrimiento es unabuena cosa. Sufra usted. Quizá Mikolaitiene razón al querer sufrir. Ya sé yo quees usted un escéptico, pero sin razonar,abandónese usted a la corriente de la vida;esta corriente le llevará a alguna parte.¿A dónde? No se preocupe usted; yallegará a alguna orilla. ¿Cuál? Lo ignoro,creo solamente que usted debe vivirtodavía mucho tiempo. Sin duda, piensausted ahora que estoy representandoel papel de juez; pero acaso más tarde seacuerde usted de mis palabras y saqueprovecho de ellas; por eso le hablo así.Todavía es una ventaja que no haya ustedmatado más que a una mala vieja.Con otra teoría, habría cometido usteduna acción cien mil veces peor. Puedeusted aun dar gracias a Dios. ¡Quién puedesaber cuáles son sus altos designiosacerca de usted! Recobre usted su valor,no retroceda por pusilaminidad ante loque exige la justicia. Sé que usted no mecree; pero con el tiempo volverá a tomargusto a la vida. Ahora lo que le hace faltasolamente es aire, aire, aire.
Raskolnikoff se estremeció.
—Pero, ¿quién es usted—gritó—para[231]hacerme esas profecías? ¿Qué supremasabiduría le permite adivinar mi porvenir?
—¿Que quién soy? Un hombre acabado,y nada más. Un hombre sensible ycompasivo, a quien la experiencia ha enseñadoquizás algo; pero un hombre completamenteacabado. Usted es otra cosa;usted se halla al principio de la existencia,y esta aventura, ¿quién sabe? quizá nodejará ninguna huella en la vida de usted.¿Por qué temer tanto el cambio que va aexperimentar en su situación? ¿Son acasolas comodidades de la vida las que ustedha de echar de menos? ¿Se aflige ustedpensando que ha de estar largo tiempoconfinado en la obscuridad? De usteddepende que esta obscuridad no sea eterna.Sea usted un sol, y todo el mundo leverá. ¿Por qué se sonríe usted? ¿Piensaque éstas son maniobras de juez de instrucción?Es muy posible, ¡je, je! No lepido que me crea bajo mi palabra, RodiónRomanovitch; hago mi oficio, convengoen ello; pero acuérdese de lo quele digo. Los acontecimientos le demostraránsi soy un impostor o un hombre honrado.
—¿Cuándo piensa usted detenerme?
—Puedo dejarle a usted aún día y medioo dos días en libertad. Haga usted susreflexiones, amigo mío; ruegue usted aDios que le inspire. El consejo que le doyes bueno, créalo usted.
—¿Y si me escapase?—preguntó Raskolnikoffcon equívoca sonrisa.
—No se escapará. Unmujik huiría: unrevolucionario de ahora, esclavo de pensamientoajeno, huiría también, porquetiene uncredo ciegamente aceptado paratoda la vida; pero usted no cree en su teoría.¿Qué quedaría de ella si huyera usted?Y, por otra parte, ¿puede darse unaexistencia más innoble y penosa que la deun fugitivo? Si huyese usted, volveríapara entregarse espontáneamente...¡Ustedno puede pasarse sin nosotros! Cuandoyo le detuviese al cabo de un mes o dos,pongamos tres, se acordaría de mis palabrasy confesaría. Vendría usted a parara esto insensiblemente, casi sin darsecuenta de ello. Más aún, estoy persuadidode que, después de haberlo reflexionadousted bien, se decidirá usted a aceptarla expiación. En este momento no locree; pero ya verá. En efecto, Rodión Romanovitch,el sufrimiento es una grancosa. En boca de un hombre que no sepriva de nada, este lenguaje puede parecerridículo. No importa; hay una ideaen el sentimiento. Mikolai tiene razón.Usted no emprenderá la fuga, Rodión Romanovitch.
Raskolnikoff se levantó y tomó la gorra;el juez hizo lo mismo.
—¿Va usted a pasearse? La tarde serábuena; sólo que no hay tormenta. Seríaconveniente, porque refrescaría la temperatura.
—Porfirio Petrovitch—dijo el jovencon tono seco y breve—, le ruego que novaya a figurarse que le he hecho hoy confesiones.Es usted un hombre extraño, yle he escuchado por pura curiosidad; perono he confesado nada... no lo olvide usted.
—Basta, no lo olvidaré. ¡Oh, cómotiembla! No se inquiete usted, querido:tomo nota de su recomendación. Paseeusted un poco; pero no traspase ciertoslímites. En todo caso, tengo un pequeñoencargo que hacer a usted—dijo bajandola voz—; es algo delicado, pero tiene suimportancia: en el caso, poco probablesegún mi creencia, de que durante esascuarenta y ocho horas le dé a usted lahumorada de acabar con su vida (perdónemeesta absurda suposición), dejeusted un billetito, nada más que dos líneas,indicando el sitio donde está la piedra;eso será más noble. Ea, hasta la vista;que Dios le inspire buenos pensamientos.
Porfirio se retiró, evitando mirar a Raskolnikoff,y éste se acercó a la ventana yesperó con impaciencia el momento enque, según sus cálculos, el juez de instruccióndebía de estar lejos de la casa. En seguidasalió de ella apresuradamente.
Tenía prisa de ver a Svidrigailoff. Ignorabaqué era lo que podía esperar deaquel hombre que ejercía sobre él un podertan misterioso. Desde que Raskolnikoffse hubo convencido de ello, le devo[232]rabala inquietud, y al presente no podíaretrasar el momento de una explicación.
Conforme iba andando le preocupaba,sobre todo, esta sospecha: ¿habrá idoSvidrigailoff a casa de Porfirio?
Pero a lo que él se le alcanzaba, Svidrigailoffno debía haber ido. Raskolnikofflo hubiera jurado. Repasando en sumente todas las circunstancias de las visitasde Porfirio, llegaba siempre a la mismaconclusión negativa. Pero el que Svidrigailoffno hubiese ido aún, no queríadecir que no lo haría más tarde.
Sin embargo, en este punto el joven seinclinaba también a creer que no iría.¿Por qué? No habría podido aducir lasrazones en que se fundaba, y aunque hubierapodido explicárselo, no se habríapreocupado demasiado. Todas estas cosasle atormentaban, y al propio tiempole eran casi indiferentes. Cosa extraña,casi increíble: por crítica que fuese su situaciónactual, Raskolnikoff no tenía, acausa de ella, más que una débil inquietud.Lo que le ponía en cuidado era unacuestión mucho más importante, que noera aquélla. Experimentaba, además, uninmenso cansancio moral, aunque pararazonar se hallaba en mucho mejor estadoque los días precedentes.
Después de tantos combates librados,¿sería menester aún nueva lucha paratriunfar de aquellas miserables dificultades?¿Convendría, por ejemplo, ir aponer sitio a Svidrigailoff, ante el temorde que fuese a casa del juez de instrucción?
¡Oh, cuánto le enervaba todo aquello!
Sin embargo, tenía prisa de ver a ArcadioIvanovitch. ¿Esperaba de él algonuevo, un consejo, un medio de salir desu situación? Los náufragos se agarran auna paja. ¿Era el destino o el instinto loque empujaba a estos hombres uno haciael otro? Quizá Raskolnikoff daba estepaso sencillamente porque no sabía a quésanto encomendarse; tal vez tenía necesidadde alguien que no fuese Svidrigailoff,y tomaba a este último a falta deotro mejor. ¿Sonia? ¿Para qué había deir a casa de Sonia? ¿Para hacerla llorarmás? Por otra parte, Sonia le daba espanto.Esta joven era para él el decretoirrevocable, la sentencia sin apelación.En aquel momento no se sentía con fuerzaspara afrontar la vista de la muchacha.No, era mejor hacer una tentativaacerca de Svidrigailoff. Se confesaba interiormenteque desde hacía largo tiempoArcadio Ivanovitch le era en ciertomodo necesario.
No obstante, ¿qué podía haber de comúnentre ellos? Su criminalidad mismano era motivo para aproximarlos. Aquelhombre le desagradaba mucho, pues evidentementeera muy disipado y quizámuy malo. Acerca de él corrían siniestrasleyendas. Cierto que protegía a los huérfanosde Catalina Ivanovna; pero, ¿sabíapor qué obraba de este modo? Tratándosede semejante hombre, había de temersiempre algún tenebroso designio.
Desde muchos días antes no cesaba deinquietarle otro pensamiento, aunque eljoven, por lo penoso que le era, se esforzaseen desecharlo.
«Svidrigailoff anda siempre dando vueltasen derredor mío—se decía—; ha descubiertomi secreto, tuvo intencionesacerca de mi hermana... quizá las tienetodavía. ¿Tratará ahora que posee mi secretode emplearlo como arma contraDunia?»
Este pensamiento, que solía preocuparlehasta en sueños, no se había presentadojamás a su imaginación con tanta claridadcomo en aquel momento en que sedirigía al domicilio de Svidrigailoff. Se leocurrió la idea de decírselo todo a su hermana,lo que cambiaría extraordinariamentela situación. Pensó después queharía bien en denunciarse, para prevenirun paso imprudente por parte de Dunia.¿Y la carta? Aquella mañana Dunia habíarecibido una. ¿Quién, en San Petersburgo,podía escribirle? ¿Acaso Ludjin?En verdad, Razumikin era buen guardián,pero no sabía nada. «¿No debería yocontárselo todo a Razumikin?—se preguntóRaskolnikoff con alivio de corazón—.En todo caso, es preciso ver cuantoantes a Svidrigailoff. Gracias a Dios, lospormenores importan aquí menos que elfondo de la cuestión; pero si Svidrigailofftiene la audacia de intentar algunacosa contra mi hermana, le mataré.»
Tenía el alma oprimida por un penosopresentimiento. Se detuvo en medio de[233]la calle y miró en derredor suyo. ¿Qué caminohabía tomado? ¿En dónde estaba? Seencontraba en la perspectiva***, a treintao cuarenta pasos del Mercado del Heno,que acababa de atravesar. El piso segundode la casa a la izquierda estaba ocupadototalmente por un café; todas las ventanasse hallaban abiertas. A juzgar porlas cabezas que allí se veían, el café debíaestar lleno de gente. En la sala se cantaba,se tocaba el violín, el clarinete y eltambor turco; se oían también gritos demujeres. Sorprendido de verse en aquelsitio, el joven iba a volver sobre sus pasos,cuando, de pronto, en una de las ventanasvió a Svidrigailoff con la pipa en laboca, sentado delante de una mesa detomar te. Aquella vista le causó asombromezclado de terror. Svidrigailoff le contemplabaen silencio y, cosa que asombróaún más a Raskolnikoff, hizo un movimientocomo si tratase de impedir quele viesen. Por su parte Raskolnikoff fingióno verle, y se puso a mirar hacia otrolado; pero continuaba siguiéndole conel rabillo del ojo. La inquietud le hacíalatir el corazón. Evidentemente Svidrigailoffno quería ser visto. Se quitó la pipade la boca y quiso retirarse; pero allevantarse reconoció, sin duda, que erademasiado tarde. Repitióse sobre pocomás o menos la misma escena que al principiode la entrevista en la habitación deRaskolnikoff; cada uno de ellos sabía queera observado por el otro. Una maliciosasonrisa erró en los labios de Svidrigailoff,el cual prorrumpió, al fin, en una estrepitosacarcajada.
—¡Pues bien, entre usted, si quiere;aquí estoy!—gritó desde la ventana.
El joven subió.
Encontró a Svidrigailoff en un gabinetepequeño contiguo a una gran sala,en la cual había muchos parroquianos:comerciantes, funcionarios, y otros estabantomando te y oyendo a los coristasque hacían un estruendo espantoso. Enuna habitación inmediata se jugaba al billar.Svidrigailoff tenía delante una botelladeChampagne empezada y un vasomedio lleno. Le acompañaban dos músicoscallejeros: un organillero y una cantante.Esta, muchacha de diez y ochoaños, fresca y bien portada, llevaba untraje a rayas y un sombrero tirolés adornadode cintas. Acompañada por el organillerocantaba con voz de contralto,bastante fuerte, una canción trivial enmedio del ruido que llegaba de la otrasala.
—¡Ea, basta!—dijo Svidrigailoff cuandoentró el hermano de Dunia.
La cantante se detuvo en seguida y esperóen actitud respetuosa. Antes también,mientras dejaba oír sus vulgaridadesmelódicas, mostraba en su fisonomíacierta expresión de respeto.
—¡Eh, Felipe, un vaso!—gritó Svidrigailoff.
—No bebo vino—dijo Raskolnikoff.
—Como usted guste. Bebe, Katia.Ahora no tengo necesidad de ti; puedesretirarte.
Sirvió un gran vaso de vino y le dió unbilletito de color amarillo. Katia bebióel vaso deChampagne a pequeños sorboscomo suelen hacerlo las mujeres, y despuésde haber tomado el billete, besó lamano de Svidrigailoff, que aceptó conaire grave el testimonio de aquel respetoservil.
Aun no hacía ocho días que ArcadioIvanovitch había llegado a San Petersburgo,y ya se le tenía por un antiguoparroquiano del establecimiento.
—Iba a casa de usted—dijo Raskolnikoff,cuando les dejaron solos—; pero,¿cómo se explica que atravesando elMercado del Heno he tomado por la perspectiva***?Jamás paso por aquí. Tomosiempre la derecha al salir del Mercado.Este no es el camino para ir al domiciliode usted. Apenas he asomado por estaparte, cuando le he visto... ¡Es extraño!
—¿Por qué no añade usted que es unmilagro?
—Porque quizá no es más que una casualidad.
—Esa es la salida a que recurren todos—contestóriendo Svidrigailoff—. Aunqueen el fondo se crea en el milagro, nadiese atreve a confesarlo. Usted mismoacaba de decir que esto «quizá» no es másque una casualidad. No puede usted imaginarse,Rodión Romanovitch, cuán pocovalor hay aquí para sostener una opinión.No lo digo por usted, porque sé quesi tiene una opinión personal, no teme[234]afirmarla; por eso precisamente ha atraídousted mi curiosidad.
—¿Sólo por eso?
—Me parece que es bastante.
Svidrigailoff se hallaba en un visibleestado de excitación, aunque no habíabebido más que un vaso de vino espumoso.
—Creo que cuando usted vino a micasa ignoraba todavía si yo tenía o noeso que llama usted opinión personal—observóRaskolnikoff.
—Entonces era otra cosa. Cada cualtiene su manera de ver; pero, en cuantoal milagro, diré que quizá ha estado usteddurmiendo durante todos estos días. Yomismo le di las señas de este café, y noes sorprendente que haya usted venidoderechamente a él. Le indiqué el caminoque se debe seguir para encontrarme. ¿Nose acuerda usted?
—Lo he olvidado—respondió sorprendidoRaskolnikoff.
—No lo dudo; por dos veces le he dadoestas indicaciones. La dirección se hagrabado maquinalmente en la memoriade usted, y ella le ha guiado a su pesar;pero he aquí que se me ocurre una cosa:estoy seguro de que en San Petersburgomuchas personas andan hablando consigomismas. Es una ciudad de semilocos.Si hubiese en ella sabios, médicos, jurisconsultosy filósofos, podrían hacer curiososestudios, cada cual en su especialidad.No hay otro lugar en el mundo enque el alma humana esté sometida a influenciastan sombrías y tan extrañas; laacción solamente del clima es ya funesta.Desgraciadamente, San Petersburgo esel centro administrativo de la nación, ysu carácter debe reflejarse en toda Rusia.Mas ahora no se trata de eso; quería decirlea usted que le he visto pasar muchasveces por la calle. Al salir de casa llevabausted la cabeza alta; después de andarveinte pasos la baja usted, y cruza losbrazos detrás de la espalda. Mira usted,pero es evidente que no ve cosa alguna.Por último, se pone usted a mover loslabios y a hablar consigo mismo; unas vecesgesticula, otras declama, otras se detieneen medio de la calle, durante máso menos tiempo. Esto, en rigor, nada significa.Sin embargo, se fijan en usted variaspersonas, como yo, y tal cosa no carecede peligros. A mí, ¿qué me importa?No tengo la pretensión de curarle; perousted, sin duda, me comprende.
—¿Sabe usted que se me sigue?—preguntóRaskolnikoff fijando en Svidrigailoffuna mirada investigadora.
—No—respondió éste asombrado—; nosé nada.
—Bueno, no hablemos de mí—murmuróRaskolnikoff frunciendo las cejas.
—Está bien. No hablaremos de usted.
—Dígame más bien si es verdad quepor dos veces me ha indicado estetraktircomo sitio en que podía encontrarle a usted;¿por qué, hace un momento, cuandohe levantado los ojos a la ventana, seha ocultado usted, tratando de que yo nole viera? Lo he advertido perfectamente.
—¡Je, je, je! ¿Y por qué el otro día,cuando entré en el cuarto de usted, sefingió el dormido, aunque estaba despierto?Lo advertí muy bien.
—Podía tener razones... usted lo sabe.
—Y yo, ¿no podía también tener razones,aunque usted no las conociese?
Hacía un minuto que Raskolnikoff contemplabaatentamente el rostro de su interlocutor.Aquella cara le causaba siempreun nuevo asombro. Aunque bella,tenía algo que le hacía profundamenteantipática. Parecía una máscara; el colorera demasiado fresco, los labios demasiadorojos, la barba demasiado rubia,los cabellos demasiado espesos, los ojosdemasiado azules y la mirada demasiadofija. Svidrigailoff vestía un elegante trajede verano y eran irreprochables lablancura y finura de su camisa. Llevabaen uno de los dedos un gran anillo conuna piedra de valor.
—Entre nosotros no sirven las tergiversaciones—dijobruscamente el joven—;aunque esté usted en capacidad dehacerme mucho mal, si tiene deseos demolestarme, quiero hablarle franca yclaramente. Sepa usted, pues, que si siguecon las mismas intenciones acerca demi hermana, y si cuenta usted para labrarsu objeto con el secreto que ha sorprendidoúltimamente, le mataré a ustedantes de que me hayan metido en la cárcel.Le doy a usted mi palabra de honor.En segundo lugar, he creído advertir es[235]tosdías que deseaba usted tener una entrevistaconmigo. Si algo tiene que comunicarme,despáchese, porque el tiempo esprecioso, y quizá bien pronto será demasiadotarde.
—¿Qué es lo que corre a usted tantaprisa?—preguntó Svidrigailoff, mirándolecon curiosidad.
—Cada cual tiene sus negocios—dijoRaskolnikoff con aire sombrío.
—Acaba usted de invitarme a que seafranco, y a la primera pregunta rehusausted responderme—observó Svidrigailoff—.Me supone usted siempre algunosproyectos. En la posición de usted, talcosa se comprende perfectamente; peroaunque tengo el deseo de vivir en buenaarmonía con usted, no me tomaré la molestiade desengañarle. Verdaderamenteno vale la pena; no tengo nada que decirle.
—¿Por qué está usted siempre dandovueltas en derredor mío?
—Sencillamente porque es usted unsujeto muy digno de ser observado. Haexcitado usted mi curiosidad por lo fantásticode su situación. Además, es ustedel hermano de una persona que me interesamucho; ella me ha hablado de ustedvarias veces, y su lenguaje me ha hechopensar que tiene usted una gran influenciasobre ella. ¿No son bastantes razoneséstas? ¡Je, je, je! Por lo demás, lo confieso,la pregunta es para mí compleja, yme es muy difícil responder a ella. Si usted,por ejemplo, ha venido a buscarmeahora, es, no sólo por un negocio, sino enla esperanza de que yo le diga a usted algonuevo; ¿no es verdad? ¿No es verdad?—repitiócon sonrisa equívoca Svidrigailoff—.Pues bien, figúrese usted que yomismo, al volver a San Petersburgo, esperabatambién que me diría usted algonuevo y pensaba en tomar algo prestado.Vea usted cómo somos nosotros los ricos.
—¿Tomarme algo prestado? ¿El qué?
—¿Acaso lo sé yo? Ya ve usted en quémiserabletraktir me paso todo el día—repusoSvidrigailoff—; no crea que medivierto; pero en alguna parte he de pasarel tiempo. Me distraigo con esa pobreKatia que acaba de salir... Si tuviese lasuerte de ser un glotón, un gastrónomode club... pero nada de eso; ahí tiene ustedtodo lo que yo puedo comer (señalócon el dedo una mesita colocada en el rincón,y en ella un plato de hierro galvanizado,que contenía los restos de un malbiftec con patatas). A propósito, ¿ha comidousted? En cuanto al vino sólo beboChampagne, y un vaso me basta para todala noche. Si he pedido esa botella hoy,es porque tengo que ir a cierta parte y hequerido de antemano preparar un pocola cabeza. Hace poco me ocultaba comoun colegial, porque temía que la visitade usted fuera un trastorno para mí; perocreo que puedo pasar una hora con usted.Ahora son las cuatro y media—añadiómirando al reloj—. ¿Querrá usted creerque hay momentos en que me disgustano ser nada; ni fotógrafo, ni periodista...?Suele ser muy fastidioso no tener ningunaespecialidad. Ciertamente, pensabaque me diría usted algo nuevo.
—¿Quién es usted y por qué ha venidoaquí?
—¿Que quién soy? Lo sabe usted; ungentilhombre; he servido dos años en Caballería,después de lo cual me he paseadopor San Petersburgo; más tarde mecasé con Marfa Petrovna, y luego me fuía vivir al campo. Ahí tiene mi biografía.
—Según parece, es usted jugador.
—¿Jugador yo? No diga usted eso; digausted más bien que soy un tahur.
—¡Ah! ¿usted hace trampas en el juego?
—Sí.
—Habrá recibido usted alguna vezbofetadas.
—Sí, alguna que otra. ¿Por qué mepregunta usted eso?
—Pues bien; podría usted batirse enduelo. Eso produce sensaciones.
—No tengo ninguna objeción que hacera usted. Además, yo estoy poco fuerteen discusiones fisiológicas. Confieso quesi he venido aquí, es sólo por las mujeres.
—¿En seguida de haber enterrado aMarfa Petrovna?
Svidrigailoff se sonrió.
—Pues bien, sí—respondió con unafranqueza desconcertante—. Parece quele escandaliza lo que le digo.
—¿Se asombra usted de que me escandalicela disipación?
—¿Por qué no había de seguir mis in[236]clinaciones?¿Por qué he de renunciar alas mujeres, puesto que las amo? Eso esuna ocupación.
Raskolnikoff se levantó. Sentíase a disgustoy se arrepentía de haber venido.Svidrigailoff le parecía el hombre másdepravado del mundo.
—¡Eh! Quédese usted un momento;que le traigan te. Vamos, siéntese. Lecontaré alguna cosa. ¿Quiere que le refieracómo una mujer emprendió la tareade convertirme? Esto será una respuestaa su primera pregunta, puesto que se tratade la hermana de usted. ¿Puedo contarlo?Mataremos el tiempo.
—Sea; mas espero que usted...
—No tenga usted miedo. Aun siendoun hombre tan vicioso, Advocia Romanovnano puede inspirarme más que profundaestimación. Creo haberla comprendido,y de ello me enorgullezco. Pero, ¿sabeusted que cuando no se conoce a laspersonas se corre el riesgo de engañarse?Pues eso es lo que me ha pasado con suhermana de usted. ¡Lléveme el diablo!¿por qué es tan hermosa? Yo no tengo laculpa. En una palabra, esto empezó porun capricho de libertino. Es preciso decirlea usted que Marfa Petrovna me concedíacierta libertad con las campesinas.Acababa de venir a nuestra casa, procedentede una aldea vecina, una muchacha,como camarera, llamada Paratcha.Era muy linda, pero tonta de capirote:sus lágrimas y sus gritos, que alborotabantoda la casa, ocasionaron un escándalo.Cierto día, después de comer, AdvociaRomanovna me llamó aparte, y mirándomecon ojos relampagueantes,exigió demí que dejase en paz a la pobre Paratcha.Quizá fué la primera vez que hablamosa solas. Es claro, me apresuré a deferira su demanda. Traté de parecer conmovidoy turbado; en una palabra, representémi papel a conciencia. A partir de estemomento tuvimos conferencias secretas,en las cuales me predicaba moral, mesuplicaba con las lágrimas en los ojos quecambiase de vida, ¡sí, con las lágrimas enlos ojos! Vea usted hasta dónde llega enalgunas jóvenes, la pasión por la propaganda.Por supuesto, yo imputaba todosmis errores al destino; me considerabacomo un hombre privado de luz, y, finalmente,puse en práctica un medio que nofalla jamás con las mujeres: la adulación.Espero que no se incomodará usted porquele diga que Advocia Romanovna nofué en un principio insensible a los elogiosque yo la prodigaba. Por desgracia,eché a perder todo el negocio por mi impacienciay por mi necedad. Al hablar conella hubiera debido moderar el brillo demis ojos. Su llama le inquietó, y acabó porparecerle odiosa. Sin entrar en detalles,bastará con que le diga a usted, que huboentre nosotros un rompimiento. Despuéshice nuevas tonterías. Me extendíen groseros sarcasmos a propósito de lasmisioneras; Paratcha entró de nuevo enescena y fué seguida de otras muchas.¡Oh, si hubiese usted visto entonces, RodiónRomanovitch, qué relámpagos lanzabanlos ojos de su hermana! Le aseguroque hasta en sueños me perseguíansus miradas. Llegué a no poder soportarel ruido de sus ropas y temí un ataquede epilepsia. Era de todo punto precisoque me reconciliase con Advocia Romanovna,y la reconciliación era imposible.Imagínese usted lo que hice entonces. ¡Aqué grado de estupidez puede llegar elhombre despechado! No emprenda ustednada en ese estado, Rodión Romanovitch.Pensando que Advocia Romanovna erauna mendiga (perdón, no quería decireso; pero la palabra importa poco), que,en fin, vivía de su trabajo y que tenía asu cargo a su madre y a usted (¡ah, caramba!¡vuelve usted a fruncir el entrecejo!),me decidí a ofrecerle toda mi fortuna(podía reunir entonces 30.000 rublos),y a proponerla que huyese conmigo aSan Petersburgo. Una vez aquí por supuesto,la habría jurado amor eterno, etc.,etcétera. ¿Querrá usted creerlo? De talmodo estaba enamorado de ella en estaépoca, que si su hermana de usted mehubiese dicho: «Asesina o envenena aMarfa Petrovna, y cásate conmigo», lohubiera hecho sin vacilar. Pero todoacabó por la catástrofe que usted ya conoce,y no se puede imaginar cómo meirritaría el saber que mi mujer habíanegociado el matrimonio entre AdvociaRomanovna y ese embrollón de Ludjin;porque, bien mirado, tanto hubiera validopara su hermana de usted aceptar mis[237]ofrecimientos, como dar su mano a unhombre como ése. ¿No es verdad? ¿Noes verdad? Advierto que me escucha ustedcon mucha atención... interesantejoven...
Svidrigailoff dió un violento puñetazosobre la mesa. Estaba sofocado, y aunqueapenas había bebido dos vasos deChampagne,empezaba a dar señales de embriaguez.Raskolnikoff lo advirtió y resolvióaprovecharse de esta circunstancia paradescubrir las intenciones de aquel a quienconsideraba como su más peligroso enemigo.
—Pues bien, después de esto, no tengola menor duda de que usted ha venidoaquí por mi hermana—declaró el jovencon tanto más atrevimiento, cuanto quequería llevar a su interlocutor a los últimosextremos.
Svidrigailoff trató de borrar el efectoproducido por sus palabras.
—¡Eh, deje usted! ¿No le he dicho...que su hermana no puede sufrirme?
—Estoy persuadido; pero no se tratade eso.
—¿Está usted persuadido de que ellano puede sufrirme?—replicó Svidrigailoffguiñando los ojos y sonriéndose conaire burlón—. Dice usted bien, no meama. Pero no responda usted jamás delo que pasa entre un marido y su mujero entre dos amantes. Hay siempre unrinconcillo que queda oculto para todoel mundo y sólo es conocido de los interesados.¿Se atrevería usted a afirmarque Advocia Romanovna me miraba conrepugnancia?
—Ciertas palabras de su relato meprueban que todavía tiene usted infamespropósitos acerca de Dunia y que se proponeejecutarlos lo más pronto posible.
—¿Cómo han podido escapárseme talespalabras?—dijo Svidrigailoff poniéndosede repente muy inquieto; pero sin molestarseen lo más mínimo por el epíteto conque se calificaban sus propósitos.
—Pero en este momento mismo se manifiestanlos pensamientos ocultos de usted.¿Por qué tiene miedo? ¿De qué naceese súbito temor que demuestra?
—¿Yo, miedo? ¿Miedo de usted? ¡Vamos,hombre! Usted sí, amigo, que debetener miedo... Por lo demás, estoy borracho,ya lo veo; un poco más, y hubieracometido una tontería. ¡Váyase al diabloel vino! ¡mozo, agua!
Tomó la botella deChampagne, y sinandarse con miramientos la tiró por laventana. Felipe trajo agua.
—Todo esto es absurdo—dijo Svidrigailoffhumedeciendo una toalla y pasándoselapor la cara—. Yo puedo, con unapalabra, reducir a nada todas las sospechasde usted. ¿Sabe usted que voy a casarme?
—Ya me lo había dicho usted.
—¿Que se lo he dicho? pues me habíaolvidado; pero, de todas maneras, cuandole anuncié mi próximo matrimonio,podía hablar de él en forma dubitativa,pues aun no había nada de cierto. Ahoraes cosa hecha, y si en este momento notuviese que hacer, le conduciría a casa demi futura. Me gustaría saber si ustedaprueba mi decisión. ¡Ah, caramba, nocuento más que con diez minutos! Sinembargo, quiero contarle la historia demi matrimonio; es bastante curiosa. Bueno...¿Quiere usted irse aún?
—No, ahora no le dejo a usted.
—¿No? Pues adelante, ya lo veremos.Sin duda, yo le enseñaré a usted mi futura;pero no ahora, porque tenemos quesepararnos muy pronto. Usted va por laizquierda y yo por la derecha. ¿Ha oídousted hablar de cierta señora Reslich, encuya casa estoy actualmente de pupilo?Pues ella es quien cuida de todo. «Tú teaburres—me decía—, y esto será parati una distracción momentánea.» Yo soy,en efecto, un hombre melancólico y huraño.¿Usted cree que soy alegre? Desengáñese,yo tengo el humor sombrío, perono hago mal a nadie. Algunas veces mepaso tres días seguidos en un rincón, sinhablar una palabra; por otra parte, esabribona de Reslich tiene su plan; cuentacon que me disgustaré pronto con mi mujer,que la echaré de mi lado y que ellala lanzará a la circulación. Sé, por ella,que el padre, antiguo funcionario, estáenfermo. Desde hace tres años no puedevalerse de las piernas y no deja la butaca.La madre es una señora muy inteligente;el hijo está empleado en provincias y noayuda lo más mínimo a sus padres; lahija mayor está casada y no da señales[238]de vida. Esta pobre gente tiene que mantenera dos sobrinas de corta edad. Lahija menor ha sido retirada del colegioantes de haber acabado sus estudios; cumplirádiez y seis años antes de un mes, yésta es la que me destinan... Provisto deestos datos, me presento a los padres comoun propietario viudo, de buena familia,que está bien relacionado, y que ademástiene buena fortuna. Mis cincuentaaños no suscitan la más ligera objeción.Había que verme hablando con el papáy la mamá. ¡Fué aquello lo más divertido!Llega la muchacha, vestida con traje corto,y me saluda, poniéndose del color dela amapola (sin duda había aprendido lalección). No conozco el gusto de usted enpunto a rostros femeninos, mas para mí,esos diez y seis años, esos ojos todavíainfantiles, esa timidez, esas lagrimitaspúdicas, todo ello tiene más encanto quela belleza; por otra parte, la muchacha esmuy linda, con sus cabellos claros, susricitos caprichosos, sus labios purpurinosy ligeramente gruesos, unos senos nacientes...Hemos entablado conocimiento.Dije que asuntos de familia me obligabana apresurar mi matrimonio, y al díasiguiente, es decir, anteayer, éramos prometidos.Desde entonces, cuando voy averla, la tengo sentada sobre mis rodillasdurante todo el tiempo que dura mi visitay a cada minuto la beso. La chiquillase pone como la grana, pero se deja querer.Su mamá le ha dado, sin duda, a entenderque un futuro esposo puede permitirseestas libertades. De esta maneracomprendidos los derechos de prometido,no son menos agradables que los de marido.Puede decirse que la naturaleza yla verdad hablan por boca de esta niña.He conversado dos veces con ella; la chiquillano es tonta del todo; tiene una manerade mirarme disimuladamente, queincendia todo mi ser... Su fisonomía separece mucho a la de la Virgen Sixtina.¿Ha reparado usted en la expresión fantásticaque Rafael supo dar a esa cabezade Virgen? Pues algo semejante hay en elrostro de la joven. Desde el día siguientede nuestros esponsales, la he llevado ami futura regalos por valor de 1.500 rublos:diamantes, perlas, un neceser detoilette de plata; la carita de lamadonnaresplandecía. Ayer no me privé de sentarlasobre mis rodillas, y vi en sus ojoslágrimas que trataba de ocultar. Nos dejaronsolos. Entonces me echó un brazoal cuello, y besándome, me juró que seríapara mí una esposa buena, obediente yfiel; que me haría feliz, que me consagraríatodos los instantes de su vida y que,en cambio, no quería de mí más que micariño, nada más: «No tengo necesidadde regalos», me ha dicho. Oír a un ángelde diez y seis años, con las mejillas coloreadasde un pudor virginal, que le hacea usted esta declaración con lágrimas deentusiasmo en los ojos... Esto es delicioso.¡Ah, sí! le llevaré a casa de mi prometida;pero no puedo enseñársela a usteden seguida.
—¿De modo que esa monstruosa diferenciade edad aguijonea la sensibilidadde usted? ¿Es posible que piense seriamenteen contraer semejante matrimonio?
—¡Qué austero moralista!—dijo burlándoseSvidrigailoff—. ¡Dónde va a anidarla virtud! ¡Ja, ja, ja! ¿Sabe usted queme hacen mucha gracia sus exclamacionesde indignación?
Llamó a Felipe, pagó lo que había tomadoy se levantó.
—Siento mucho—continuó—no poderdetenerme más tiempo con usted; peroya volveremos a vernos... Tenga ustedun poco de paciencia.
Salió deltraktir. Raskolnikoff le siguió.La embriaguez de Svidrigailoff se disipabaa ojos vistas. Fruncía el ceño y parecíamuy preocupado, como hombre que estáen vísperas de emprender una cosa muyimportante. Desde hacía algunos instantesse revelaba en sus movimientos ciertaimpaciencia, mientras que su lenguaje sehacía cáustico y agresivo. Todo ello parecíajustificar una vez más las aprensionesde Raskolnikoff, el cual resolvió seguirlos pasos del extraño personaje.
Cuando estuvieron en la calle, Svidrigailoffdijo:
—Aquí nos separamos. Usted se va porla derecha y yo por la izquierda, o al contrario.Adiós, amigo mío, hasta la vista.
Y se dirigió hacia el Mercado del Heno.
Raskolnikoff se puso a seguirle.
—¿Qué significa esto?—preguntó, volviéndose,Svidrigailoff—. Creo haberledicho a usted...
—Esto significa que estoy decidido aacompañarle.
—¿Qué?
Los dos se detuvieron, y durante unminuto se midieron con la vista.
—En la semiembriaguez de usted—replicóRaskolnikoff—me ha dicho lo bastantepara convencerme de que, lejos dehaber renunciado a sus odiosos proyectoscontra mi hermana, le interesan más quenunca. Sé que esta mañana mi hermanaha recibido una carta. ¡No ha perdidousted el tiempo desde su llegada a SanPetersburgo! Que en el curso de las idasy venidas de usted se haya encontradouna mujer, es cosa posible, pero esto nadasignifica, y deseo convencerme por mímismo...
Probablemente Raskolnikoff no hubierasabido decir de qué cosa quería convencerse.
—¿Por lo visto, usted quiere que yollame a la policía?
—Llámela usted.
Se detuvieron de nuevo uno frente alotro. Al fin, el rostro de Svidrigailoff cambióde expresión. Viendo que su amenazano intimidaba en lo más mínimo a Raskolnikoff,tomó de repente un tono másalegre y amistoso.
—¡Qué original es usted! A pesar de lacuriosidad bien natural que ha despertadoen mí, no he querido hablarle de suasunto. Quería dejarlo para ocasión másoportuna; pero, en verdad, es usted capazde hacer perder la paciencia a un muerto...Bueno, venga usted conmigo; pero le adviertoque sólo entro para tomar algúndinero; en seguida saldré, montaré en uncoche y me iré a pasar el resto del día alas Islas... ¿Qué necesidad tiene usted deseguirme?
—Tengo que hacer en casa de usted;pero no es a su cuarto adonde voy, sinoal de Sofía Semenovna; tengo que disculparmede no haber asistido a las exequiasde su madrastra.
—Como usted quiera; pero Sofía Semenovnano está en casa. Ha ido a llevara los tres niños a la casa de una señoraanciana a quien yo conozco hace muchotiempo y que se halla al frente de muchosasilos. He proporcionado un gran placera esa señora remitiéndole el dinero paralos chiquillos de Catalina Ivanovna, ademásde un donativo pecuniario para susestablecimientos; le he contado, por último,la historia de Sofía Semenovna,sin omitir ningún detalle. Mi relato haproducido un efecto indescriptible, y ahítiene usted por qué ha sido invitada Sofíaa dirigirse hoy mismo al hotel X***, enel cual labarinia en cuestión reside provisionalmentedesde su regreso del campo.
—No importa, de todos modos entraréen su casa.
—Haga usted lo que le plazca, pero yono he de acompañarle. ¿Para qué? Estoyseguro de que desconfía de mí, porque hetenido hasta este momento la discreciónde evitarle preguntas escabrosas. ¿Adivinausted a lo que quiero aludir? Apostaríacualquier cosa a que mi discreción leha parecido extraordinaria. ¡Sea usteddelicado para que se le recompense deese modo!...
—¿Le parece a usted delicado escuchardetrás de las puertas?
—¡Ja, ja, ja! Ya me sorprendía que nohubiese usted hecho esta observación—respondióriendo Svidrigailoff—. Si creeusted que no está permitido escuchar detrásde las puertas, pero sí asesinar a mujeresindefensas, puede acontecer que losmagistrados no sean de ese parecer, yharía usted bien en marcharse cuanto antesa América. Parta usted en seguida,joven. Quizá sea todavía tiempo. Le hablocon toda sinceridad. Si necesita usteddinero para el viaje yo se lo daré.
—No pienso en tal cosa—replicó desdeñosamenteRaskolnikoff.
—Lo comprendo. Usted se pregunta siha obrado con arreglo a la moral, comoun buen hombre y como un buen ciudadano.Debiera haberse planteado esacuestión antes, ahora ya es demasiadotarde. ¡Ja, ja! si usted cree haber cometidoun crimen, levántese la tapa de los sesos[240],¿no es eso lo que tiene el propósito dehacer?
—Por lo visto trata usted de exasperarmecon la esperanza de que así le libraréde mi presencia.
—¡Qué original es usted! Pero hemosllegado; tómese el trabajo de subir la escalera.Ahí tiene usted la puerta del cuartode Sofía Semenovna. ¿Ve usted? Nohay nadie. ¿No lo cree usted? Pregúnteseloa los Kapernumoff, ellos tienen la llave.Aquí está precisamente la señora Kapernumoff.¡Eh! (es un poco sorda). ¿SofíaSemenovna ha salido? ¿A dónde ha ido?¿Está usted en lo que digo? «No está aquí,y acaso no vendrá hasta muy tarde.»Vamos, ahora venga usted a mi casa. ¿Notenía usted intención de hacerme unavisita? Henos aquí en mi cuarto. La señoraReslich está ausente. Esta mujertiene siempre mil negocios entre manos;pero es una excelente persona, se lo aseguro;quizá le sería útil si fuese usted másrazonable. ¿Ve usted? Tomo de mi cómodaun título del 5 por 100 (mire ustedcuántos me quedan todavía); voy a convertirloen metálico. ¿Se ha enterado usted?Nada tengo que hacer aquí; cierrola cómoda, cierro el cuarto y hétenos enla escalera. Si a usted le parece, tomaremosun coche y nos iremos a las Islas.¿No le gusta a usted un paseíto en carruaje?¿Lo ve usted? Ordeno al cocheroque me conduzca a la punta de Elaguin.¿Rehusa usted? Se ha cansado usted deacompañarme; vamos, déjese usted tentar.Va a llover; pero, ¿qué importa? Levantaremosla capota.
Svidrigailoff estaba ya en el coche; pormuy desconfiado que fuese Raskolnikoff,pensó que no había peligro inminente;así es que sin responder una palabra, volvióla espalda y tomó la dirección delMercado del Heno. Si hubiese vuelto lacabeza, habría podido ver que Svidrigailoff,después de haber andado cien pasosen coche, se apeaba y pagaba al cochero.Pero el joven caminaba sin mirar haciaatrás. Muy pronto dobló Raskolnikoff laesquina, y, como siempre, cuando se encontrabasolo no tardó en caer en profundaabstracción. Llegado al puente se detuvoen la balaustrada y fijó los ojos enel canal. En pie, a poca distancia de él,le observaba Advocia Romanovna. Alllegar al puente pasó cerca de ella, perosin verla. A la vista de su hermano, Duniaexperimentó un sentimiento de sorpresay aun de inquietud; durante unmomento dudó si se acercaría o no. Depronto echó de ver que, por la parte delMercado del Heno, Svidrigailoff se dirigíarápidamente hacia ella.
Este parecía avanzar con prudencia ymisterio. No subió al puente, se quedó enla acera, procurando no ser visto por Raskolnikoff.Hacía un rato que había reparadoen Dunia y que le hacía señas. Lajoven creyó comprender que la llamaba,indicándole que procurase que su hermanono le viera. Dócil a esta invitación muda,Dunia se alejó, sin hacer ruido, deRaskolnikoff, y se juntó con Svidrigailoff.
—Vamos más de prisa—le dijo por lobajo este último—. Es preciso que RodiónRomanovitch ignore nuestra entrevista.Advierto a usted que ha venido abuscarme, hace poco, a un café que estácerca de aquí, y que me ha costado trabajosepararme de él. Sabe que he escritoa usted una carta y sospecha algo.Indudablemente no es usted quien le hahablado de esto; pero si no es usted,¿quién ha sido, entonces?
—Ya hemos dado vuelta a la esquina—interrumpióDunia—. Ahora mi hermanono puede vernos. Advierto a usted que nopasaré de aquí en su compañía. Dígamelo que quiera, que todo puede decirse enmedio de la calle.
—En primer lugar, no es en la vía publicadonde pueden ni deben hacerse ciertasconfidencias. Además, usted debe oírtambién a Sofía Semenovna, y en tercerlugar, es preciso que yo le muestre ciertaspruebas. En fin, si usted no consienteen venir a mi casa, renuncio a toda explicacióny me retiro ahora mismo. Noolvide usted tampoco que poseo ciertosecreto muy curioso que interesa a suquerido hermano.
Dunia se detuvo indecisa y dirigió unamirada penetrante a Svidrigailoff.
—¿Qué teme usted?—observó tranquilamenteéste—. La ciudad no es elcampo, y aun en el campo mismo me hahecho usted más daño que yo a usted.
—¿Sofía Semenovna está avisada?
—No, no le he dicho una palabra; nisiquiera sé si está en su casa. Creo, sinembargo, que debe de estar, porque hoyse ha verificado el entierro de su madrastra,y no es de suponer que en un día comoéste haga visitas. Por el momento noquiero hablar de eso a nadie, y hasta siento,en cierto modo, haberme clareado conusted. En tales casos, la menor palabrapronunciada a la ligera equivale a unadenuncia. Yo vivo cerca, en esta casa; heaquí nuestro portero; me conoce muybien. ¿Ve usted? me saluda. Ve que vengocon una señora; sin duda se ha fijado yaen la fisonomía de usted. Esta circunstanciadebe tranquilizarla si desconfía demí. Perdóneme si le hablo tan crudamente.Vivo aquí, en un cuarto amueblado;no hay más que un tabique entre el cuartode Semenovna y el mío, y todo el pisoestá habitado por diferentes vecinos. ¿Porqué, pues, tiene usted tanto miedo comoun niño? ¿Qué tengo yo de terrible?
Svidrigailoff trató de sonreírse bondadosamente,pero no lo consiguió. Latíaleel corazón con fuerza y tenía oprimidoel pecho. Afectaba levantar la vozpara ocultar la agitación que experimentaba.Precaución inútil, porque Dunia noadvertía en él nada de particular; las últimaspalabras de su interlocutor habíanirritado demasiado a la orgullosa jovenpara que pensase en otra cosa que en laherida de su amor propio.
—Aunque sé que es usted un hombresin honor, no le temo. Condúzcame usted—dijocon tono tranquilo que desmentía,es verdad, la extrema palidez de su semblante.
Svidrigailoff se detuvo delante delcuarto de Sonia.
—Permítame usted que vea si está enla habitación. No, no está; es una contrariedad;pero sé que vendrá dentro depoco. No ha podido salir más que paraver a una señora que se interesa por loshuérfanos; yo también me he ocupadoen ese asunto. Si Sofía Semenovna no havuelto dentro de diez minutos y usted tienenecesidad de hablarle, la enviaré acasa de usted hoy mismo. Este es mi alojamiento;se compone de estas dos habitaciones.Detrás de esa puerta habita mipatrona, la señora Reslich. Ahora fíjeseusted, voy a mostrarle mis principalespruebas. Mi alcoba tiene esta puerta queconduce a un alojamiento de dos piezas,el cual está enteramente vacío. Entéreseusted; es preciso que tenga un conocimientoexacto de todos los lugares.
Svidrigailoff ocupaba dos habitacionesbastante grandes. Dunia miraba en derredorde sí con desconfianza; pero nodescubría nada sospechoso ni en los mueblesni en la disposición del local. No obstante,pudo advertir que Svidrigailoff habitabaentre dos departamentos en ciertomodo inhabitados. Para llegar hastael suyo había que atravesar dos aposentos,puede decirse que vacíos, que formabanparte de la habitación de su propietaria.Abriendo la puerta que poníaen comunicación su alcoba con el departamentono alquilado, Svidrigailoff mostróeste último a Dunia. La joven se detuvoen el umbral, sin comprender porqué se le invitaba a mirar; pero en seguidale dió Svidrigailoff la explicación.
—¿Ve usted esa habitación grande, lasegunda? fíjese usted en esa puerta cerradacon llave. A su lado hay una silla,la única que se encuentra en las dos habitaciones.Yo la llevé de mi cuarto paraescuchar más cómodamente. La mesa deSofía Semenovna está colocada precisamentedetrás de esta puerta. La jovenestaba sentada ahí y hablaba con RodiónRomanovitch, mientras que aquí,en una silla, escuchaba yo su conversación.He estado sentado en este sitio dostardes seguidas, y cada vez dos horas, yasí he podido enterarme de alguna cosa.¿Qué le parece a usted?
—Que ha sido un espía.
—Sí. Ahora entraremos en mi cuarto.Aquí no puede uno ni sentarse.
Condujo a Dunia a la habitación que leservía de sala, y le ofreció un asiento cercade la mesa. El se sentó a distancia respetuosa;pero le brillaban los ojos con elmismo fuego que en otro tiempo habíaasustado tanto a la joven. Esta estabatemblando, a pesar de la tranquilidadque procuraba demostrar, y dirigió entorno suyo otra mirada de desconfianza.La situación aislada del alojamiento deSvidrigailoff, acabó por atraer su aten[242]ción.Quiso preguntar si, por lo menos,estaba en casa la patrona; pero su orgullono le permitió hacer esta pregunta. Porotra parte, la inquietud relativa a su seguridadpersonal, no era nada en comparaciónde la otra ansiedad que torturabasu corazón.
—Aquí tiene usted su carta—comenzóa decir, depositándola encima de la mesa—.Lo que usted me ha escrito, ¿es posible?Usted me da a entender que mi hermanoha cometido un crimen; las insinuacionesde usted son bien claras; notrate ahora de recurrir a subterfugios.Sepa usted que antes de sus pretendidasrevelaciones he oído hablar de este cuentoabsurdo, del cual no creo una palabra;eso es aún más ridículo que odioso. Conozcoestas sospechas e ignoro la causaque las ha hecho nacer. Usted no puedetener pruebas. Sin embargo, ha prometidodarlas; hable, pues; pero le adviertoque no le creo.
Dunia pronunció estas palabras conextrema rapidez, y por un instante laemoción que experimentaba coloreó derojo sus mejillas.
—Si usted no me creyese, ¿hubiese podidoresolverse a venir sola a mi casa?¿Por qué, pues, ha venido? ¿Por puracuriosidad?
—No me atormente más y hable, hableusted.
—Hay que convenir que es usted unajoven valiente. Creía verdaderamenteque había usted suplicado al señor Razumikinque la acompañase; pero he podidoconvencerme de que no sólo no ha venidocon usted, sino de que no la ha seguidoa distancia. Es usted una mujer discretay valerosa. Ha pensado en Rodión Romanovitchy... Por lo demás, en usted todoes divino. En lo que concierne a suhermano, ¿qué he de decirle a usted siacaba de verle? ¿Cómo le encuentra?
—¿Y es en eso solamente en lo quefunda usted su acusación?
—No; no es en eso precisamente, sinoen las propias palabras de Rodión Romanovitch.Ha venido dos días seguidos ahablar con Sofía Semenovna. Ya he indicadoa usted dónde estuvieron sentados.Lo confesó todo a la joven: es un asesino.Mató a una vieja usurera, en cuya casahabía empeñado algunos objetos. Pocosmomentos después del asesinato, la hermanade la víctima, una vendedora deropa blanca llamada Isabel, entró porcasualidad y también la mató. Se sirviópara asesinar a las dos mujeres, de unhacha que llevaba a prevención. Su propósitoera robar y robó; tomó dinero ydiversos objetos; eso es lo que, palabrapor palabra, ha contado a Sofía Semenovna.Ella sola conoce el secreto; pero noes cómplice del asesinato; todo al contrario,al oírlo referir se quedó tan espantadacomo lo está usted ahora. Puede ustedtranquilizarse; no será ella la que denunciea su hermano de usted.
—¡Eso es imposible!—balbuceó Dunia,jadeante—; no tenía la menor razón ni elmás pequeño motivo para cometer esecrimen... Eso es una mentira.
—El robo explica el móvil del asesinato.Su hermano de usted tomó dineroy joyas. Es verdad que, según su propiaconfesión, ni del uno ni de las otras hasacado el menor provecho, y que hubode ocultarlo todo bajo una piedra, endonde está todavía; pero esto es porqueno se ha atrevido a utilizarlo.
—¿Es verosímil que haya robado? ¿Hapodido tener siquiera este pensamiento?—exclamóDunia levantándose vivamente—.¿Usted lo conoce? ¿Le cree ustedcapaz de ser ladrón?
—Esa categoría, Advocia Romanovna,comprende infinito número de variedades.En general, los rateros tienen concienciade su infamia; he oído hablar,sin embargo, de un hombre muy nobleque desvalijó un correo. ¿Quién sabe sisu hermano de usted pensaba cumplir unaacción laudable? También yo, como usted,no hubiera creído esa historia si lahubiese sabido por un medio indirecto,pero forzoso me es dar crédito al testimoniode mis oídos... ¿A dónde va usted,Advocia Romanovna?
—Voy a ver a Sofía Semenovna—respondiócon voz débil la joven—. ¿Dóndeestá la entrada de su cuarto? Puede queya haya vuelto; quiero verla en seguida.Es menester que ella...
Advocia Romanovna no pudo acabar,se ahogaba materialmente.
—Según todas las apariencias, Sofía[243]Semenovna no estará de vuelta hasta lanoche. Su ausencia debía ser muy corta;pero, puesto que no ha vuelto aún, no regresaráhasta muy tarde.
—¡Ah! ¿De ese modo mientes? Ya loveo, has mentido... no dices más que mentiras...no te creo... no te creo—exclamóDunia en un arranque de cólera que laponía fuera de sí.
Casi desfallecida, se dejó caer sobre unasilla que Svidrigailoff se apresuró a acercarle.
—¿Qué tiene usted, Advocia Romanovna?Tranquilícese; aquí hay agua; bebausted un poco.
Le echó agua en la cara; la joven temblóy volvió en sí.
«Esto ha producido efecto»—murmurabaSvidrigailoff para sí frunciendo el entrecejo—.Cálmese usted, Advocia Romanovna;sepa usted que Rodión Romanovitchtiene amigos; le salvaremos; lesacaremos de este mal paso. ¿Quiere ustedque le lleve yo mismo al extranjero? Tengodinero; de aquí a algunos días habrérealizado todo mi haber. En cuanto alcrimen, su hermano de usted hará unainfinidad de buenas acciones que borraránsu delito. Quizá llegue a ser todavíaun grande hombre. Vamos, ¿cómo estáusted? ¿Cómo se siente?
—¡El miserable! ¡Todavía se burla!¡Déjeme usted!
—¿A dónde quiere usted ir?
—A su lado. ¿En dónde está? ¡Usted losabe! ¿por qué está cerrada esa puerta?Por ella hemos entrado y ahora está cerradacon llave. ¿Cuándo la ha cerradousted?
—No era necesario que toda la casanos oyese. En el estado en que usted seencuentra, ¿para qué quería buscar a suhermano? ¿Quiere usted causar su perdición?La conducta de usted le pondráfurioso, y él mismo irá a denunciarse. Sepausted también que se le vigila, y quela menor imprudencia por parte de ustedle será funesta. Espere un poco. Le hevisto, le he hablado hace un momento;todavía puede salvarse. Siéntese, vamosa examinar juntos lo que hay que hacer;para eso la he invitado a venir a mi casa;pero siéntese usted.
Dunia se sentó. Svidrigailoff tomóasiento cerca de ella.
—¿Cómo podría usted salvarle? ¿Acasoeso es posible?
—Todo depende de usted—comenzó adecir en voz baja.
Brillábanle los ojos, y su emoción eratal, que no podía hablar.
Dunia, aterrada, retiró un tanto susilla.
—Una sola palabra de usted y se salva—continuóél todo tembloroso—. Yo, yole salvaré; tengo dinero y amigos. Le harépartir inmediatamente para el extranjero;le proporcionaré un pasaporte. Buscarédos: uno para él y otro para mí. Tengoamigos con cuya fidelidad e inteligenciapuedo contar... ¿Quiere usted? Tomaréun pasaporte para usted y para sumadre... ¿Qué le importa a usted Razumikin?...Mi amor vale tanto como elsuyo. La amo a usted con toda mi alma...déjeme besar el borde de su vestido... selo ruego. El ruido que hace su falda mevuelve loco. Mande usted; ejecutaré todassus órdenes, cualesquiera que sean;haré lo imposible; las creencias de ustedserán las mías. ¡Oh, no me mire usted deese modo, que me mata!
Comenzaba a delirar. Se hubiera dichoque tenía un ataque de enajenación mental.Dunia dió un salto hacia la puerta yempezó a sacudirla con todas sus fuerzas.
—¡Abrid, abrid!—gritó, creyendo quela oirían fuera—. ¡Abrid! ¿No hay nadieen esta casa?
Svidrigailoff se levantó; había recobradoya en parte su sangre fría, y unasonrisa amarga erraba en sus labios temblorosos.
—No hay nadie aquí—dijo lentamente—.La patrona ha salido y usted seequivoca al gritar de ese modo; se tomausted un trabajo inútil.
—¿Dónde está la llave? ¡Abre la puertaen seguida, en seguida, infame!
—La he perdido y no puedo encontrarla.
—¿De modo que esto era un lazo?—gritóDunia pálida como una muerta, y selanzó a un rincón, en donde se parapetótras de una mesita.
Después se calló; pero sin apartar los[244]ojos de su enemigo, espiando hasta susmás pequeños movimientos. En pie, frentea ella, en el otro extremo de la habitación,Svidrigailoff no se movía de su sitio.Exteriormente, por lo menos, habíalogrado dominarse. No obstante, su rostroestaba pálido y continuaba sonriendoa la joven con aire burlón.
—Ha pronunciado usted la palabra lazo,Advocia Romanovna. En efecto, lahe preparado a usted un lazo, y mis medidasestán bien tomadas. Sofía Semenovnano está en su casa; nos separancinco piezas del cuarto de los Kapernumoff.Además, soy, cuando menos, dosveces más fuerte que usted, e independientementede esto nada tengo que temer,porque si usted se querella contramí, su hermano está perdido. Por otraparte, nadie la creerá; todas las aparienciasarguyen contra una joven que va solaa la caja de un hombre; y aunque ustedse decidiese a sacrificar a su hermano,nada podría usted probar; son muy difícileslas pruebas de una violación, AdvociaRomanovna.
—¡Miserable!—dijo la joven en voz bajapero vibrante de indignación.
—Sí, miserable; pero advierta ustedque yo he razonado sencillamente desdeel punto de vista de su hipótesis. Personalmenteopino como usted, que la violaciónes un delito abominable; cuantohe dicho ha sido para tranquilizar la concienciade usted en el caso en que consintiese,de buen grado, en salvar a suhermano como yo se lo he propuesto.Podrá usted decirse a sí misma que noha cedido más que a las circunstancias,a la fuerza, si es preciso emplear esta palabra.Piense que la suerte de su madre yde su hermano está en sus manos. Seréesclavo de usted durante toda mi vida.Voy a esperar aquí.
Se sentó en el diván a ocho pasos deDunia. La joven conocía muy bien a Svidrigailoff;no tenía la menor duda de queera inquebrantable su resolución.
De repente sacó del bolsillo un revólver,lo montó y lo colocó sobre la mesa,al alcance de su mano.
Svidrigailoff lanzó un gritó de sorpresae hizo un brusco movimiento haciaadelante.
—¿Esas tenemos?—dijo con malignasonrisa—. La situación cambia por completo;usted me simplifica singularmentela tarea; pero, ¿dónde se ha procuradousted ese revólver? ¿Se lo ha prestado austed Razumikin? ¡Calle, si es el mío, loreconozco! Lo había buscado en vano...Las lecciones de tiro que yo tuve el honorde darle en el campo, no habrán sido inútiles.
—Ese revólver no era tuyo, sino deMarfa Petrovna, a quien has matado tú.¡Asesino! ¡Nada te pertenecía en su casa!Yo me apoderé de él cuando comencé asospechar de lo que eras capaz. ¡Si dasun solo paso, te juro que te mato!
Dunia, exasperada, se disponía a poneren práctica su amenaza, si llegaba el caso.
—Bueno, ¿y su hermano de usted? Lehago este pregunta por simple curiosidad—dijoSvidrigailoff, que continuaba enpie en el mismo sitio.
—Denúnciale si quieres. No te acerques,o disparo. Has envenenado a tumujer, lo sé; tú también eres un asesino.
—¿Está usted bien segura de que yohe envenenado a Marfa Petrovna?
—Sí, tú mismo me lo diste a entender;tú me hablaste de veneno... Sé que te loprocuraste... tú, tú, ciertamente, fuiste,infame.
—Aun cuando eso fuese cierto, lo habríahecho por ti... tú habrías sido lacausa.
—¡Mientes; yo te he detestado siempre,siempre!
—Parece que ha olvidado usted, AdvociaRomanovna, que en su celo por convertirmese inclinaba hacia mí con lánguidasmiradas... yo leía en los ojos de usted,¿no se acuerda?, por la noche, al resplandorde la luna, mientras cantaba elruiseñor.
—¡Mientes! (la rabia hacía brillar laspupilas de Dunia). ¡Mientes, calumniador!
—¿Que miento? Está bien. Miento; hementido; las mujeres no gustan que se lesrecuerden ciertas cosillas—repuso sonriendo—.¡Sé que tirarás, precioso monstruo;pues bien, anda!
Dunia le apuntó, no esperando másque un movimiento de él para hacer fuego;el rostro de la joven estaba cubierto[245]de mortal palidez. Agitábasele el labioinferior, movido por la cólera, y llameábanlesus grandes y negros ojos. ¡Jamásla había visto tan hermosa Svidrigailoff!Este avanzó un paso, sonó una detonación,la bala le pasó rozando los cabellos,y fué a incrustarse en la pared, detrás deél. Svidrigailoff se detuvo.
—Una picadura de abeja—dijo riéndose—.Apunta a la cabeza... ¿Qué esesto? Tengo sangre.
Sacó un pañuelo del bolsillo para enjugarsela sangre que le corría a lo largode la sien derecha. La bala le había rozadola piel del cráneo. Dunia bajó el armay miró a Svidrigailoff con una especiede estupor. Parecía no darse cuenta de loque acababa de hacer.
—Pues bien; ha errado usted el tiro.Dispare otra vez; espero—prosiguió Svidrigailoff,cuya alegría tenía algo de siniestro—;si tarda usted en disparar, tendrétiempo de agarrarla antes de que puedausted defenderse.
Temblorosa Dunia, armó rápidamenteel revólver y amenazó de nuevo a su perseguidor.
—¡Déjeme usted!—dijo con desesperación—;¡le juro que voy a disparar otravez! ¡Le mataré!
—A tres pasos, en efecto, es imposibleque usted no haga blanco; pero si no memata, entonces...
En los brillantes ojos de Svidrigailoff sepodía leer el resto de su pensamiento. Diódos pasos hacia adelante. Dunia disparó:pero falló el tiro.
—No está bien cargada el arma, no importa,eso puede repararse. Tiene éstaaún una cápsula; espero.
En pie, a dos pasos de la joven fijabaen ella una mirada ardiente, que expresabaindomable resolución. Dunia comprendióque aquel hombre moriría antes querenunciar a su designio.
Sin duda le mataría ahora que estabasolamente a dos pasos de ella.
De repente la joven tiró el revólver.
—¡No quiere usted tirar!—dijo Svidrigailoffasombrado, y respiró libremente.
No era quizá el temor de la muerte elpeso más grave de que sentía aliviada sualma; sin embargo, no hubiera podido explicarsea sí mismo la naturaleza del alivioque experimentó.
Se acercó a Dunia y la tomó suavementepor el talle. No resistió la joven; pero,toda temblorosa, le miró con ojos suplicantes.Quiso hablar él; pero no pudo proferirningún sonido.
—¡Suéltame!—suplicó Dunia.
Al oírse tutear con una voz que no erala de antes, Svidrigailoff se echó a temblar.
—¿De modo que no me amas?—preguntóen voz baja.
Dunia hizo con la cabeza un signo negativo.
—¿Y no podrás amarme... nunca...?—continuóél con acento desesperado.
—¡Nunca!—murmuró la joven.
Durante pocos instantes se libró unalucha terrible en el alma de Svidrigailoff.Tenía fijos los ojos en la joven con unaexpresión indecible. De repente apartóel brazo que había pasado en derredor deltalle de Dunia, y alejándose rápidamentede ésta, fué a colocarse delante de la ventana.
—Ahí está la llave—dijo después deuna pausa (la sacó del bolsillo izquierdodel gabán y la colocó detrás de él en lamesa sin volverse hacia Dunia)—. Tómelausted, y váyase pronto.
Seguía mirando obstinadamente porla ventana. Dunia se aproximó a la mesapara tomar la llave.
—¡Pronto, pronto!—repitió Svidrigailoff.
No había cambiado de posición, no lamiraba; pero aquella palabra «pronto» habíasido pronunciada de modo tal, que susignificación no dejaba lugar a dudas.
Dunia tomó la llave, dió un salto haciala puerta y salió rápidamente de la habitación;un instante después corría comoloca a lo largo del canal, en la direccióndel puente***.
Svidrigailoff permaneció todavía tresminutos cerca de la ventana. Al cabose volvió con lentitud, dirigió una miradaen derredor suyo, y se pasó la mano porla frente. Sus facciones, desfiguradas poruna extraña sonrisa, expresaban tremendadesesperación. Al advertir que teníasangre en la mano, la miró con cólera,[246]y luego mojó un paño y se lavó la herida.El revólver arrojado por Dunia había rodadohasta la puerta. Svidrigailoff lo levantóy se puso a examinarlo. Era un revólverpequeño de tres tiros, de antiguosistema. Tenía aún dos cápsulas vacíasy una cargada. Después de un momentode reflexión, guardó el arma en el bolsillo,tomó el sombrero y salió.
Hasta las diez de la noche Arcadio IvanovitchSvidrigailoff estuvo recorriendotabernas ytraktirs. Habiendo encontradoa Katia le pagó las consumaciones quequiso tomar, y lo mismo al organillero,a los mozos y a dos dependientes de comerciocon los cuales tenía extraña simpatía.Había notado que estos dos jóvenestenían la nariz ladeada, y que la deuno miraba a la derecha y la del otro a laizquierda. Finalmente se dejó llevar porellos a un «jardín de recreo», donde pagóla entrada a todos. Este establecimiento,que ostentaba pomposamente el nombrede Waus-Hall, era un café cantante deínfima clase. Los dependientes encontraronallí algunos «colegas» y empezaron areñir con ellos; poco faltó para que vinierana las manos. Svidrigailoff fué elegidocomo árbitro. Después de haber escuchado,durante un cuarto de hora, lasrecriminaciones confusas de los contendientes,creyó comprender que uno deellos había robado una cosa, que habíavendido a un judío, pero sin querer darparte a sus camaradas del producto deaquella operacióncomercial. Por último,se averiguó que el objeto robado era unacucharilla de te perteneciente al Waus-Hall.La cuchara fué reconocida por losmozos del establecimiento, y la cosa hubieraacabado mal si Svidrigailoff no hubieraindemnizado a los que se quejaban.Se levantó y salió del jardín. Eran lasdiez. Durante toda la noche no había bebidoni una gota de vino. En el Waus-Hallse había limitado a pedir te, y esoporque allí estaba obligado a hacerse serviralguna cosa. La temperatura era sofocante,y negras nubes se amontonabanen el cielo. Próximamente a las diez estallóuna violenta tempestad. Svidrigailoffllegó a su casa empapado hasta los huesos.Se encerró en su cuarto, abrió el cajón desu cómoda, sacó de él todo el dinero ydesgarró dos o tres papeles. Después dehaberse guardado el dinero pensó en mudarsede ropa; pero, como continuaba lloviendo,juzgó que no valía la pena; tomóel sombrero, salió sin cerrar la puerta desu habitación, y se dirigió al domiciliode Sonia.
La joven no estaba sola; tenía en derredorsuyo los cuatro niños de Kapernumoff,a quienes servía el te. Sonia acogiórespetuosamente al visitante, miró consorpresa sus vestidos mojados, pero nodijo una palabra. A la vista de un extrañotodos los chiquillos huyeron asustados.
Svidrigailoff se sentó cerca de la mesa einvitó a Sonia a que se sentase cerca deél. La joven se preparó tímidamente aescucharlo.
—Sofía Semenovna—empezó a decir—,quizá me vaya a América, y, como segúntodas las probabilidades, nos vemos porúltima vez, he venido a fin de arreglaralgunos asuntos. ¿Ha ido usted esta tardea casa de esa señora? Sé lo que le hadicho usted; es inútil que me lo cuente(Sofía Semenovna hizo un movimientode cabeza y se ruborizó). Esa gente tieneciertos prejuicios. Por lo que hace alas hermanas de usted y a su hermano,su suerte está asegurada. El dinero quedestinaba yo a cada uno de ellos, ha sidodepositado por mí en manos seguras.Aquí tiene usted los recibos. Ahora, parausted, tome estos tres títulos del 5 por 100que representan una suma de 3.000 rublos.Deseo que esto quede entre nosotrosy que nadie sepa nada de ello. El dinerole es necesario, Sofía Semenovna, porqueno puede usted continuar viviendo deeste modo.
—Ha tenido usted tantas bondadescon los huérfanos, con la difunta y conmigo—balbuceóSonia—, que aunqueapenas le haya dado a usted las graciasno crea usted que...
—Bueno, basta; basta...
—En cuanto a este dinero, ArcadioIvanovitch, yo se lo agradezco mucho,pero no lo necesito ahora. No teniendoque pensar más que en mí, podré ir sa[247]liendo;no me considere usted ingrataporque rehuse su ofrecimiento. Puestoque es usted tan caritativo, este dinero...
—Tómelo usted, Sofía Semenovna, selo suplico; no me haga usted objeciones;no tengo tiempo de oírlas. Raskolnikoffse encuentra entre dos alternativas: opegarse un tiro o ir a Siberia.
Al oír estas palabras, Sonia se echó atemblar y miró aterrada a su interlocutor.
—No se inquiete usted—prosiguió Svidrigailoff—.Lo he oído todo de sus propioslabios; no soy hablador y guardaréel terrible secreto. Ha estado usted inspiradaaconsejándole que vaya a denunciarse.Es el mejor partido que puede tomar.Cuando vaya a Siberia, usted leacompañará, ¿no es eso? En tal caso, tendráusted necesidad de dinero. Le haráa usted falta para él. ¿Comprende ahora?La cantidad que le ofrezco se la doy a élpor mediación de usted. Además, ustedha prometido a Amalia Ivanovna pagarlo que se le debe. ¿Por qué asume ustedsiempre, tan ligeramente, semejantescompromisos? La deudora de esa alemanano era usted, sino Catalina Ivanovna;ha debido usted enviar al diablo a la alemana;es preciso más cálculo en la vida.Si mañana, o pasado mañana, le preguntasealguien por mí, no hable de mi visita,ni diga a nadie que le he dado dinero.Y, ahora, hasta la vista (se levantó). Saludeusted de mi parte a Rodión Romanovitch.A propósito: hará usted muy bien,por de pronto, confiando el dinero al señorRazumikin. ¿Conoce usted al señorRazumikin? Es un buen muchacho. Lléveselousted mañana o... cuando tengausted ocasión. Pero, de aquí a entonces,tenga cuidado de que no se lo quiten.
Sonia se había levantado y fijaba unamirada inquieta en el visitante. Teníagrandes deseos de decir alguna cosa, dehacer alguna pregunta; pero estaba tanintimidada, que no sabía por dónde empezar.
—¿De modo... de modo... que va usteda ponerse en camino con un tiempotan malo?
—Cuando se va a América no se preocupauno de la lluvia. Adiós, mi queridaSofía Semenovna; viva usted, viva ustedlargo tiempo; sea usted útil a sus semejantes...dé usted mis recuerdos al señorRazumikin; dígale que Arcadio IvanovitchSvidrigailoff le saluda. No se olvideusted.
Cuando hubo salido Svidrigailoff, Soniaquedóse oprimida por un sentimiento detemor.
La misma noche Svidrigailoff hizo unavisita muy singular y muy inesperada.La lluvia seguía cayendo. A las once yveinte minutos se presentó, todo caladoen casa de los padres de su futura, queocupaban un cuartito en Wasili-Ostroff.Tuvo que llamar muchas veces antes deque le abriesen, y su llegada, a una horatan intempestiva, causó en el primer momentogran sorpresa. Creyóse al principioque aquélla sería una humorada dehombre ebrio; pero en seguida hubieronde desechar esta suposición, porque, cuandose lo proponía, Svidrigailoff tenía modalespor extremo seductores. La inteligentemadre acercó la butaca del padreenfermo y entabló la conversación pormedio de diferentes preguntas. Aquellamujer no iba nunca derecha al asunto;quería, por ejemplo, saber cuándo leagradaría celebrar a Arcadio Ivanovitchel matrimonio, y comenzaba interrogándolecuriosamente acerca de París y sobrelahigh-life parisiense, para conducirlepoco a poco a Wasili-Ostroff.
Otras veces, esta maniobra resultababastante bien; pero en las circunstanciaspresentes, Svidrigailoff se mostró másimpaciente que de costumbre, y quiso verinmediatamente a su futura, a pesar deque se le dijo que estaba ya acostada.Claro es que se apresuraron a satisfacersu deseo. Svidrigailoff dijo a la joven queun negocio urgente le obligaba a ausentarsepor algún tiempo de San Petersburgo,y que le traía 15.000 rublos, suplicándoleque aceptare aquella bagatela, quedesde largo tiempo antes había tenidointención de regalársela en vísperas delmatrimonio. Apenas si había relación lógicaentre este regalo y el anunciado viaje;no parecía que fuese necesaria paraello una visita nocturna mientras llovíatorrencialmente. Sin embargo, por torpesque pudieran ser estas explicaciones,aquella familia se deshizo, por el contra[248]rio,en muestras de gratitud sumamentecalurosas, a las cuales mezcló sus lágrimasla madre. Svidrigailoff se levantó,besó a su prometida, le dió suaves golpecitosen la mejilla, y aseguró que estaríamuy pronto de vuelta. La muchachale miraba perpleja; se leía en sus ojos algomás que una simple curiosidad infantil.Arcadio Ivanovitch notó aquella mirada,besó de nuevo a su futura, y se retiró,pensando con verdadero despechoque su regalo sería, de seguro, conservadobajo llave por la más inteligente de lasmadres.
A media noche volvió a entrar en laciudad por el puente de***. Había cesadola lluvia; pero el viento soplaba con fuerza.Durante cerca de media hora, Svidrigailoffanduvo por la vasta perspectiva***,como si buscase alguna cosa. Poco tiempoantes reparó que al lado derecho de laperspectiva había un hotel que se llamaba,si la memoria no le era infiel, hotelAndrinópolis. Al fin lo encontró. Era ungran edificio de madera, en el cual, a pesarde lo avanzado de la noche, se veíaluz. Entró y pidió habitación a un criadoharapiento que encontró en el corredor.Después de echar una mirada sobre Svidrigailoff,el criado le condujo a un cuartitosituado al extremo del corredor, debajode la escalera; era el único disponible.
—¿Hay te?—preguntó Svidrigailoff.
—Puede hacerse.
—¿Qué hay además?
—Carne, aguardiente, entremeses.
—Tráeme carne y te.
—¿No quiere usted nada más?—preguntócon algo de vacilación el camarero.
—No.
El hombre harapiento se alejó muycontrariado.
«Esa casa debe ser alguna otra cosaque un hotel—pensó Svidrigailoff—; peroyo también debo tener el aspecto de unhombre que vuelve de un café cantante yque ha tenido una aventura en el camino.Sin embargo, me gustaría saber qué clasede gente viene aquí.»
Encendió la vela y empezó a examinardetenidamente la habitación. Era tan estrechay baja, que un hombre de la estaturade Svidrigailoff podía apenas estarde pie. El mobiliario se componía de unacama muy sucia, de una mesa de maderabarnizada y de una silla. La tapiceríadestrozada estaba tan polvorienta, quecon dificultad se adivinaba su primitivocolor. La escalera cortaba diagonalmenteel techo, lo que daba a esta habitación elaspecto de una buhardilla. Svidrigailoffpuso la bujía sobre la mesa, se sentó en lacama y se quedó pensativo; pero un incesanteruido que se oía en el cuarto inmediato,acabó por atraer su atención.Se levantó, tomó la vela, y fué a mirarpor una hendidura del tabique.
En una habitación un poco mayor quela suya vió dos individuos, uno en pie yotro sentado en una silla. El primero estabaen mangas de camisa, era rojo, ytenía el cabello rizado. Reprendía a sucompañero con voz plañidera:
—Tú no tenías posición, estabas en laúltima miseria, te he sacado del fango,y depende de mí el dejarte caer otra vezen él.
El amigo a quien se dirigían estas palabrastenía el aspecto de un hombre quequisiese estornudar y no pudiese; de vezen cuando fijaba una mirada estúpida enel orador; no comprendía una palabra delo que se le decía; quizá tampoco la entendíael que hablaba. Sobre la mesa enque la bujía estaba a punto de consumirse,había un jarro de aguardiente casi vacío,vasos de diversos tamaños, pan, cohombrosy servicio de te. Después de habercontemplado atentamente este cuadro,Svidrigailoff dejó su observatorio yvolvió a sentarse en la cama.
Al traer el te y la carne, el mozo no pudomenos de preguntar de nuevo «si elseñor quería otra cosa». Al oír una respuestanegativa, se retiró definitivamente.Svidrigailoff se apresuró a beber unataza de te para entonarse; pero le fué imposiblecomer. La fiebre, que comenzabaa invadirle, le había quitado el apetito.Despojóse del gabán y el saco, se envolvióen la colcha, y se acostó; estaba quebrantado.
«Mejor sería, por esta vez, estar bien»—sedijo sonriendo.
La atmósfera era sofocante. La velaalumbraba débilmente. El viento zumbabafuera, se oía el ruido de un ratón y[249]llenaba todo el cuarto olor de ratonesy de cuero. Tendido en el lecho, Svidrigailoffsoñaba más bien que pensaba. Susideas se sucedían confusamente, y hubieraquerido fijar en algo su imaginación.
«Debe de haber un jardín bajo la ventana;se percibe rumor de hojas y de ramasde árboles. ¡Cuánto detesto este ruidopor la noche en medio de la tempestady de las tinieblas!»
Se acordó de que un momento antes, alpasar junto al parque Petrovsky, habíaexperimentado la misma penosa impresión.En seguida pensó en el pequeñoNeva, y se estremeció del mismo modoque antes, cuando, de pie sobre el puente,contemplaba el río.
«En mi vida me ha gustado el agua, niaun en los paisajes»—pensó, y de repenteuna idea extraña le hizo sonreír.
«Me parece que ahora debería burlarmede la estética de las comodidades. Sinembargo, heme aquí tan vacilante comoel animal que en parecido caso tiene cuidadode elegir su sitio. ¿Si yo hubiese idohace poco a Petrovsky-Ostroff? La verdades que he tenido miedo al frío y a la obscuridad...¡Je, je! Necesito sensacionesagradables... Pero, ¿por qué no apagar labujía? (la sopló). Mis vecinos estánacostados»—añadió al no ver luz por lahendidura del tabique... Poco a poco seirguió ante su imaginación la figura deDunia, y súbito temblor agitó sus nerviosal recuerdo de la entrevista que pocashoras antes había tenido con la joven.
«No, no pensemos en esto. Cosa extraña,yo no he odiado jamás a nadie; jamástampoco he experimentado vivosdeseos de vengarme... esto es mal signo,mal signo. Jamás he sido tampoco ni pendenciero,ni violento; he aquí otro malsigno. ¡Pero qué promesas he hecho hacepoco! ¡Quién sabe adónde habría llegado!»
Se calló y apretó los dientes. Su imaginaciónle mostró a Dunia tal como la habíavisto, cuando, después de haber dejadoel revólver incapaz en adelante deresistencia, fijaba sobre él una miradade espanto. Acordóse de la piedad quehabía sentido en aquel momento, y de looprimido que tenía el corazón.
«¡Vayan al diablo tales ideas!... ¡Nopensemos más en tal cosa!»
Iba ya a adormecerse; su temblor febrilhabía cesado. De pronto le parecióque por debajo de la colcha corría algunacosa a lo largo del brazo y de la pierna.Se estremeció. «¡Caramba! ¡Es sin dudaun ratón! He dejado la carne sobre la mesa.»Por temor al frío no quería destaparseni levantarse; pero, de repente, uncontacto desagradable le rozó el pie. Arrojóla colcha, encendió la vela, y temblandose incorporó en el lecho y no vió nada.Sacudió la colcha y saltó un ratón sobrela sábana. Trató en seguida de pillarlo,pero sin salir del lecho; el animalito describíazigzags rapidísimos y se deslizabapor entre los dedos que querían apresarlo.Finalmente, el ratón se metió debajode la almohada. Svidrigailoff arrojóal suelo la almohada; pero en el mismoinstante sintió que alguna cosa había saltadosobre él y que se le paseaba sobreel cuerpo debajo de la camisa. Un temblornervioso se apoderó de él y se despabiló.La obscuridad era completa en lahabitación; el seguía echado en la cama,envuelto en la colcha; el viento continuabasilbando en el exterior.
«Esto es insoportable»—se dijo concólera.
Se sentó en el borde del lecho; con la espaldavuelta hacia la ventana.
«Más vale no dormir»—se dijo.
Por la reja entraba un aire húmedo yfrío. Svidrigailoff, sin moverse de su sitio,atrajo hacia sí la colcha y se envolvióen ella. No encendió la luz; no pensaba niquería pensar en nada; pero sueños eideas incoherentes atravesaban confusossu cerebro. Estaba como sumido en semi-sueño.¿Era aquello efecto del frío, de lastinieblas, o del viento que agitaba losárboles? Lo cierto es que estos desvaríostomaban un aspecto fantástico. Le parecíaestar viendo un riente paisaje. Erael día de la Trinidad, y hacía un tiemposoberbio... En medio de floridos arriatesaparecía una elegante quinta de gustoinglés; plantas trepadoras tapizaban elvestíbulo; a los lados de la escalera, cubiertade una rica alfombra se erguíandos jarrones chinescos que contenían flo[250]resexóticas. En las ventanas había vasosmedio llenos de agua en que hundían sustallos ramilletes de jacintos blancos, quese inclinaban esparciendo un perfume embriagador.Aquellos ramilletes atraíanparticularmente la atención de Svidrigailoff,tanto, que no hubiera queridoalejarse de ellos; sin embargo, subió laescalera y entró en una sala grande y alta;allí, como en las ventanas, como cercade la puerta que daba a la terraza, y ena terraza misma, había flores; por todaspartes flores. El pavimento estaba cubiertode hierbas recientemente segadasy que exhalaban suave olor; por las ventanasabiertas penetraba en la habitaciónuna brisa deliciosa, y los pájarosgorjeaban en los alféizares; pero en mediode la sala, sobre una mesa cubierta conun mantel de raso blanco, estaba colocadoun féretro. Le rodeaban guirnaldasde flores, y el interior estaba forradode seda de Nápoles y de encajes blancos;en aquel ataúd reposaba, sobre un lechode flores, una jovencita vestida de blanco.Tenía los ojos cerrados, y cruzados sobreel pecho los brazos, que parecían los deuna estatua de mármol. Sus cabellos, decolor rubio claro, estaban despeinados yhúmedos; ceñíale la cabeza una coronade rosas. El perfil severo y ya rígido delrostro parecía también de mármol; perola sonrisa de sus labios pálidos expresabatan amarga tristeza, una desolación tangrande, que no parecía propia de su edad.Svidrigailoff conocía a aquella jovencita;cerca de su ataúd no había imágenes, nicirios encendidos, ni oraciones. La difuntaera una suicida; a los catorce años teníael corazón herido por un ultraje quehabía destrozado su conciencia infantil,llenado su alma de una inmerecida vergüenzay arrancado de su pecho un gritosupremo de desesperación, grito ahogadopor los mugidos del viento en medio deuna húmeda y fría noche de deshielo.
Svidrigailoff se levantó, dejó el lecho yse aproximó a la ventana. Después dehaber buscado a tientas la falleba, abriólos cristales, exponiendo la cara y el cuerpo,apenas protegido por la camisa, alrigor del viento glacial que penetraba enla estrecha habitación. Bajo la ventanadebía haber, en efecto, un jardín de recreo;allí, sin duda, durante el día, se cantabancanciones y se servía te en mesitas;pero ahora todo estaba sumido en las tinieblas,y los objetos se ofrecían comomanchas negras y apenas distintas. Durantecinco minutos, Svidrigailoff, apoyadode codos en la ventana, trataba dehoradar la obscuridad con la mirada. Enel silencio de la noche retumbaron doscañonazos.
«¡Ah! ¡es una señal! ¡El Neva sube!—pensó—.Esta madrugada los barrios bajosde la ciudad van a inundarse; las ratasse ahogarán en las cuevas; los inquilinosde los pisos bajos, chorreando deagua y renegando, tratarán, en medio dela lluvia y del viento, de salvar sus cachivaches,transportándolos a los pisos superiores...pero, ¿qué hora es?»
En el momento mismo que se hacíaesta pregunta, un reloj vecino dió trescampanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Paraqué esperar? Voy a salir en seguida y adirigirme a la isla Petrovsky.»
Cerró la ventana, encendió la vela y sevistió; luego, con el candelero en la mano,salió de la habitación para ir a despertaral mozo, pagar la cuenta y dejar en seguidala posada.
«Es éste el momento más favorable; nose puede esperar otro mejor.»
Anduvo mucho tiempo por el corredorlargo y estrecho; y como no encontraraa nadie, se puso a llamar en alta voz. Derepente, en un rincón sombrío, entre unarmario viejo y una puerta, descubrió unobjeto extraño, una cosa que parecía viviente.Inclinándose con la luz, reconocióque aquello era una niña de cinco años;temblaba y lloraba. Su ropita estaba empapadacomo una esponja. La presenciade Svidrigailoff no pareció asustarla; perofijó en él los ojos con expresión de insensatasorpresa. Sollozaba a intervalos comosuelen hacerlo los niños que, despuésde haber estado llorando largo rato, comienzana consolarse. Su rostro era pálidoy demacrado; estaba transida defrío; mas, «¿por qué casualidad se encontrabaallí?» Sin duda se había ocultadoen aquel rincón y no había dormido entoda la noche. Svidrigailoff se puso a interrogarla.Animándose de pronto la ni[251]ña,comenzó, con voz infantil y tartajosa,un relato interminable, repitiendo a cadainstante «mamá» «jícara rota». Creyó comprenderSvidrigailoff que era aquélla unaniña poco amada. Su madre, probablementeuna cocinera del hotel, se entregaba,sin duda, a la bebida. La niña habíaroto una jícara, y temiendo el castigo habíahuído la noche del día anterior, enmedio de la lluvia. Después de haber estadomucho tiempo fuera, habría acabadopor entrar furtivamente, ocultándosedetrás del armario, pasando allítoda la noche, temblorosa, llorando, asustadade hallarse en la obscuridad, y másasustada aún ante el temor de que seríacruelmente maltratada, tanto por la jícararota, como por la escapatoria. Svidrigailoffla tomó en sus brazos, y habiéndoladepositado en la cama se puso adesnudarla. La niña no llevaba medias ytenía agujereados los zapatos, tan húmedoscomo si hubiesen estado metidostoda la noche en un charco. Después ladesnudó, la acostó y la envolvió con cuidadoen la colcha. La pequeñuela se durmióen seguida, y después que todo huboterminado, Svidrigailoff volvió a caerotra vez en sus pensamientos sombríos.
«¿Qué me importa a mí eso?—se dijocon un movimiento de cólera—.¡Qué tontería!»
En su irritación tomó la vela y buscóal mozo para dejar cuanto antes el hotel.
«¡Bah! ¡una granujilla!»—dijo, lanzandouna blasfemia en el instante en que lapuerta se abría; pero se volvió para echaruna última mirada sobre la niña, a fin deasegurarse que dormía y cómo dormía.Levantó con precaución la colcha queocultaba la cabeza. La chiquilla dormíacon un sueño profundo; había entrado encalor y sus pálidas mejillas se habían coloreado.Sin embargo, cosa extraña: elencarnado de su tez era mucho más vivoque el que se advierte en el estado normalde los niños.
«Es el color de la fiebre—pensó Svidrigailoff—.Cualquiera diría que ha bebido.»
Sus labios purpurinos parecían arderde repente; el hombre creyó advertir quese movían algo las largas pestañas negrasde la pequeña durmiente; bajo los párpadosmedio cerrados se adivinaban unaspupilas maliciosas, cínicas, en modo algunoinfantiles.
«¿Estará despierta esta chiquilla y fingirádormir?»
En efecto, sus labios sonreían, y temblabancomo cuando se hacen esfuerzospara no reír, pero he aquí que cesa decontenerse y prorrumpe en una carcajada;algo desvergonzado, provocativo,aparece en aquel rostro que no tiene yanada de infantil; es la cara de una prostituta,de unacocotte francesa. Los ojosde la niña se abren; envuelven a Svidrigailoffen una mirada lasciva y apasionada;le llaman y ríen... Nada más repugnanteque aquella cara de niña cuyas faccionesrespiraban lujuria.
«¡Cómo! ¿a los cinco años?—murmuraba,preso de un verdadero espanto—.¿Es posible?»
Pero he aquí que vuelve hacia él lacara inflamada, le tiende los brazos.
«¡Ah, maldita!»—exclamó con horrorSvidrigailoff.
Levanta la mano sobre ella, y en el mismoinstante se despierta.
Se encontró acostado en la cama, envueltoen la manta; la vela no estaba encendida;amanecía.
«He tenido una pesadilla.»
Al incorporarse advirtió con cóleraque estaba cansado y quebrantado. Erancerca de las cinco; Svidrigailoff había dormidodemasiado rato. Se levantó; se pusola ropa, húmeda todavía, y notandoque tenía el revólver en el bolsillo, lo sacópara asegurarse de si las cápsulas estabanbien colocadas. Después se sentó, yen la primera página de su librito de notasescribió algunas líneas de gruesos caracteres.Después de haber releído lo escrito,se apoyó de codos en la mesa y seabsorbió en sus reflexiones. Las moscasse regalaban con la porción de carne quehabía quedado intacta. Las miró durantelargo tiempo y se puso después a darlescaza. Al fin se asombró de aquella ocupación,y recobrando de repente la concienciade sus actos, salió apresurado dela habitación: un instante después estabaen la calle.
Espesa niebla envolvía la ciudad. Svidrigailoffcaminaba en dirección del pe[252]queñoNeva. Mientras andaba por el resbaladizosuelo de madera, veía con laimaginación la isla Petrovsky, con sussenderos, sus céspedes, sus árboles y susbosquecillos... Ni un transeunte, ni uncoche en toda la extensión de la perspectiva.Las casitas amarillas, con las ventanascerradas, tenían triste y sucio aspecto.El frío y la humedad hacían estremeceral madrugador paseante que sedistraía leyendo casi maquinalmente lasmuestras de las tiendas. Llegado al findel piso de madera, a la altura de la grancasa de piedra, vió un perro muy feoque atravesaba el arroyo apretando lacola entre las piernas. Un hombre ebrioyacía tendido en la acera. Svidrigailoffmiró un instante al borracho y siguió adelante.A la izquierda se ofreció a la vistauna torre.
«¡Bah!—pensó—; he aquí un buen sitio;¿para qué ir a la isla Petrovsky? Aquí,a lo menos, la cosa podrá ser confirmadapor un testigo.»
Sonriendo ante esta idea, tomó por lacalle***.
Allí se encontraba el edificio coronadopor la torre. Vió apoyado en la puerta unhombrecillo envuelto en un capote de soldadoy con un gorro turco, quien, al notarque se aproximaba Svidrigailoff, leechó de reojo una mirada huraña. Su fisonomíatenía esa expresión de arisca tristezaque es la marca secular de todos losisraelitas. Los dos hombres se examinaronun momento en silencio. Al fin le parecióextraño al funcionario que un individuoque no estaba ebrio se detuvieseasí, a tres pasos de él, y le mirase sin deciruna palabra.
—¿Qué quiere usted?—preguntó, siemprearrimado a la puerta.
—Nada, amigo mío; ¡buenos días!—respondióSvidrigailoff.
—Siga usted su camino.
—Voy al extranjero.
—¿Cómo al extranjero?
—A América.
—¿A América?
Svidrigailoff sacó el revólver y lo montó.El soldado arqueó las cejas.
—¡Oiga usted! Este no es sitio de andarsecon bromas.
—¿Por qué no?
—Porque éste no es sitio.
—No importa, amigo mío; el lugar esa propósito. Si te preguntan, di que mehe ido a América.
Apoyó el cañón del revólver sobre lasien derecha.
—¡Aquí no se puede hacer eso!—replicóel soldado abriendo desmesuradamentelos ojos.
Svidrigailoff oprimió el gatillo.
Aquel mismo día, entre seis y siete dela tarde, Raskolnikoff se dirigió a casa desu madre y de su hermana. Las dos mujereshabitaban ahora en casa Bakalaieff,en el cuarto de que les había hablado Razumikin.Al subir la escalera, Raskolnikoffparecía vacilar aún. Sin embargo,por nada del mundo se hubiera vueltoatrás. Estaba resuelto a hacer aquellavisita. «Todavía no saben nada—pensó—yestán acostumbradas a ver en mí un seroriginal.»
Tenía el vestido manchado de lodo ydesgarrado; de otra parte, la fatiga física,juntamente con la lucha que se librabaen él desde hacía veinticuatro horas,le había puesto la cara casi desconocida.El joven había pasado la noche en vela.Dios sabe dónde; pero, por lo menos,su partido estaba tomado.
Llamó a la puerta, y su madre salió aabrir. Dunia había salido, y la criada noestaba en aquel momento en la casa. PulkeriaAlexandrovna se quedó muda desorpresa y de alegría; después, tomando asu hijo por la mano, le llevó a la sala.
—¡Ah! ¿Estás aquí?—dijo con voztemblorosa a causa de la emoción—. Note incomodes, Rodia, porque te recibollorando. Es la felicidad la que me haceverter lágrimas. ¿Crees que estoy triste?No; estoy alegre, ya lo ves, me río, sóloque tengo la tonta costumbre de llorar.Desde la muerte de tu padre, lloro porcualquier cosa. ¡Ah, qué sucio estás!
—¡Me cayó ayer tanta lluvia encima!—comenzóa decir Raskolnikoff.
—Deja eso—interrumpió vivamentePulkeria Alexandrovna—. ¿Piensas queiba a preguntarte con curiosidad de an[253]ciana?Puedes estar tranquilo; lo comprendotodo; pues ahora estoy algo iniciadaen las costumbres de San Petersburgoy, verdaderamente, veo que aquíla gente tiene más inteligencia que ennuestras ciudades. Me he dicho, una vezpara todas, que no debo mezclarme en tusnegocios ni pedirte cuentas; mientrastienes tú quizás el espíritu preocupadosabe Dios en qué pensamientos, ¿habríade ir a distraerte con preguntas inoportunas?...¡Ah, Dios mío!... ¿Ves, Rodia?Ahora estaba preparándome a leer, portercera vez, el artículo que has publicadoen una Revista. Demetrio Prokofitch melo ha traído. Ha sido para mí una verdaderarevelación; desde el primer momentolo he comprendido todo y he reconocidolo tonta que he sido. «He aquí lo que lepreocupa, me he dicho; da vueltas en sucabeza a ideas nuevas y no gusta que sele aparte de sus reflexiones; todos losgrandes talentos son así.» A pesar de laatención con que yo lo leo, hay en tu artículo,hijo mío, muchas cosas que noentiendo; pero, como soy ignorante, nome asombra el no comprenderlo todo.
—Enséñamelo, mamá.
Raskolnikoff tomó el número de la Revista,y echó una rápida ojeada sobre suartículo. Todo autor experimenta siempreun vivo placer al verse impreso porla primera vez, sobre todo cuando no tienemás que veintitrés años. Aunque presade las más crueles angustias, nuestro héroeno pudo substraerse a esta impresión;pero sólo le duró un instante. Después dehaber leído algunas líneas, frunció el entrecejoy sintió que le oprimía el corazónterrible sufrimiento. Esta lectura le trajode repente a la memoria todas las agitacionesmorales de los últimos meses; asíes que arrojó con violenta repulsión el periódicosobre la mesa.
—Pero, por tonta que yo sea, Rodia—siguióla madre—, puedo, sin embargo,juzgar que de aquí a poco tiempo ocuparásuno de los primeros puestos, si no elprimero, en el mundo de la ciencia. ¡Y sehan atrevido a suponer que estabas loco!¡Ah! ¿No sabes que se les había ocurridoesa idea? ¡Pobre gente! Por lo demás, ¿cómopodrían comprender qué es la inteligencia?¡Pero decir, sin embargo, que Dunia,sí, la misma Dunia no estaba muydistante de creerlo! ¿Es esto posible? Haceseis o siete días, Rodia, me acongojabaver cómo estabas instalado, vestido, alimentado;pero ahora reconozco que estoera una tontería mía; en cuanto tú quieras,con tu ingenio y tu talento, llegarásal colmo de la fortuna. Por ahora, sin duda,no tratas de eso, sino que te ocupasen cosas más importantes...
—¿Dunia no está aquí, mamá?
—No, hijo; sale con mucha frecuenciay me deja sola. Demetrio Prokofitch tienela bondad de venir a verme y me hablasiempre de ti. Te ama y te estima, hijomío. En cuanto a tu hermana, no me quejode las pocas consideraciones que meguarda; tiene su carácter, como yo tengoel mío. Le agrada que ignore sus cosas;allá ella. Yo, en cambio, no tengo nadaoculto para mis hijos. Persuadida estoyde que Dunia es muy inteligente y de que,además, nos tiene mucho cariño a ti y amí; pero no sé en qué irá a parar todo eso.Siento que no pueda aprovecharse de lavisita que me haces. Cuando vuelva lediré: «Durante tu ausencia ha venido tuhermano; ¿dónde estabas tú en tanto?»Tú, Rodia, no me mimes demasiado; venaquí como puedas, sin desatender tusnegocios; no eres libre; no te molestes;tendré paciencia; me contentaré con saberque me quieres. Leeré tus obras; oiré hablarde ti en todas partes, y de vez encuando recibiré tu visita; ¿qué más puedodesear? Ya veo que hoy has venido aconsolar a tu madre.
Pulkeria Alexandrovna se echó a llorarbruscamente.
—¡Otra vez! ¡No me hagas caso; estoyloca! ¡Ah, Dios mío! ¡No pienso nada!—gritólevantándose de pronto—. Hay café,y no te he ofrecido una taza. ¿Ves quégrande es el egoísmo de los viejos? Voyen seguida...
—No vale la pena, mamá; voy a irme;no he venido para eso; escúchame, te losuplico.
Pulkeria Alexandrovna se aproximó tímidamentea su hijo.
—Mamá, ocurra lo que ocurra, oigas loque oigas de mí, ¿me amarás como ahora?—preguntóde repente.
Estas palabras brotaron espontáneas[254]del fondo de su corazón, aun antes quehubiera tenido tiempo de medir su alcance.
—¡Rodia, Rodia! ¿qué tienes? ¿Cómopuedes hacerme esa pregunta? ¿Quién seatreverá jamás a hablarme mal de ti?Si alguien se permitiese semejante cosa,me negaría a oírle y le arrojaría de mipresencia.
—El objeto de mi visita era asegurarteque te he querido siempre, y ahora mealegro mucho de que estemos tú y yo solos,y aun de que no esté aquí Dunia—prosiguiócon el mismo ímpetu—; quizáseas desgraciada; has de saber que tu hijote ama ahora más que a sí mismo y quete equivocarías si pusieses en duda miternura. Jamás cesaré de quererte... ¡Ea,basta! He creído que debía, ante todo,darte esa seguridad.
Pulkeria Alexandrovna besó a su hijo,le estrechó contra su pecho y lloró silenciosamente.
—No sé lo que te pasa, Rodia—dijo—.Hasta ahora, yo había creído sencillamenteque nuestra presencia te fastidiaba;mas en este momento me doy cuentade que te amenaza una gran desgracia yque vives en la intranquilidad. Ya losospechaba, Rodia. Perdóname que tehable de esto; pienso en ello constantemente,hasta cuando duermo. La nochepasada, tu hermana deliraba y repetíaconstantemente tu nombre. He oído algunaspalabras; pero no he entendidonada. Desde esta mañana hasta el momentode tu visita, he estado como elreo que espera la ejecución; tenía no séqué presentimiento. ¡Rodia, Rodia! ¿Adónde vas? Estás a punto de partir,¿no es verdad?
—Sí.
—Lo había adivinado. Pero, si tienesque partir, yo puedo ir contigo. Dunia nosacompañará; te quiere mucho. Si es menester,llevaremos también a Sofía Semenovna.Ya lo ves, estoy pronta a aceptarlapor hija. Demetrio Prokofitch nosayudará en nuestros preparativos parael viaje... Pero... ¿a dónde vas?
—Adiós, mamá.
—¡Cómo! ¿hoy mismo?—exclamó, comosi se tratase de una separación eterna.
—No puedo quedarme. Es absolutamentepreciso que te deje.
—¿Y no puedo ir contigo?...
—No; pero ponte de rodillas y ruega aDios por mí; Dios oirá acaso tu plegaria.
—¡Ojalá me oiga! Te echaré mi bendición.¡Oh Dios mío!
Sí, estaba contento de que su hermanano asistiese a aquella entrevista. Paradesahogar su ternura, tenía necesidad deestar a solas, y un testigo cualquiera, aunquehubiera sido Dunia, hubiese estorbado.Cayó a los pies de su madre y losbesó. Pulkeria Alexandrovna y su hijose abrazaron llorando; la madre no hizoninguna pregunta; había comprendidoque el joven atravesaba una crisis terribley que su suerte iba a decidirse en seguida.
—¡Rodia, mi querido primogénito!—dijola madre sollozando—; hete ahoracomo eras en tu infancia; de ese modo veníasa hacerme caricias y a darme besos.En otro tiempo, cuando tu padre vivía,no teníamos, en medio de nuestra desgracia,otro consuelo que tu presencia, y despuésque hubo muerto, ¡cuántas veces túy yo hemos llorado sobre su sepulturaabrazados como ahora! Sí, si lloro desdehace tiempo, es porque mi corazón maternaltenía presentimientos siniestros. Latarde en que llegamos a San Petersburgo,desde nuestra primera entrevista, tu carame lo ha revelado todo; cuando teabrí la puerta pensé, al verte, que habíallegado la hora fatal. ¿No te vas en seguida,Rodia?
—No.
—¿Volverás?
—Sí, volveré.
—Hijo, no te enojes; no me atrevo apreguntarte: ¿Te vas muy lejos?
—Muy lejos.
—¿Tendrás allí un empleo, una posición?
—Tendré lo que Dios quiera; ruega solamentepor mí.
Raskolnikoff iba a salir; pero su madrese agarró a él y le miró con expresión dedesesperado dolor.
—¡Basta, mamá!—dijo el joven, queante aquella angustia desgarradora sentíaprofundamente haber venido.
—¿No partes para siempre? ¿No vas aponerte en camino en seguida? ¿Vendrásmañana?
—Sí, sí; adiós.
Al fin logró escapar.
La tarde era calurosa, aunque no sofocante.Por la mañana, el tiempo habíaaclarado. Raskolnikoff volvió apresuradamentea su casa. Quería acabarlo todoantes de la puesta del sol; por el momento,cualquier encuentro le hubiese sidomuy desagradable. Al subir a su cuartoadvirtió que Anastasia, ocupada en prepararel te, había dejado su tarea paramirarle con curiosidad.
«¿Habrá alguien en mi cuarto?» Y, apesar suyo, pensó en el odioso Porfirio;pero, cuando abrió la puerta de la habitación,vió a Dunia. La joven, pensativaestaba sentada en el sofá. Sin duda esperabaa su hermano hacía mucho tiempo.Raskolnikoff se detuvo en el umbral. Dunia,estremecida, se levantó vivamente yle miró con fijeza. En los ojos de la jovense leía inmensa pesadumbre; una solamirada probó a Raskolnikoff que la jovenlo sabía todo.
—¿Puedo acercarme a ti, o debo retirarme?—lepreguntó con voz trémula.
—He pasado el día esperándote en casade Sofía Semenovna; pensábamos verteallí.
Raskolnikoff entró en la habitación, yse dejó caer desfallecido en una silla.
—Me siento débil, Dunia; estoy muyfatigado, y en este momento, sobre todo,tendría necesidad de todas mis fuerzas.
Fijó en su hermana una mirada de desconfianza.
—¿Dónde has pasado la última noche?
—No me acuerdo bien; quería tomarun partido definitivo, y muchas veces mehe aproximado al Neva; de esto sí meacuerdo. Mi intención era acabar así;pero... no he podido resolverme...—dijoen voz baja, tratando de leer en el rostrode Dunia la impresión producida por suspalabras.
—¡Alabado sea Dios! Era precisamentelo que temíamos Sofía Semenovna y yo.¿Crees en la vida? ¡Alabado sea Dios!
Raskolnikoff se sonrió amargamente.
—No creía en ella; pero hace un momentohe estado en casa de nuestra madre,y nos hemos abrazado llorando; soyincrédulo, y, sin embargo, le he pedidoque orase por mí. ¡Sólo Dios sabe lo quesucede en este momento! Yo mismo nosé qué pasa por mí.
—¿Que has estado en casa de nuestramadre? ¿Le has hablado?—exclamó Duniacon espanto—. ¿Es posible que hayastenido valor para decirleaquello?
—No, yo no se lo he dicho, pero sospechaalgo. Te ha oído soñar en voz altala última noche, y creo que ha adivinadola mitad de ese secreto. He cometido unerror al ir a verla; no sé por qué lo he hecho,Dunia. Soy un hombre bajo...
—Sí; pero un hombre dispuesto a aceptarla expiación. La aceptarás, ¿verdad?
—Al instante. Para huir de ese deshonorquería ahogarme, Dunia; pero en elmomento en que iba a arrojarme al agua,me he dicho que un hombre fuerte no debetener miedo al oprobio. ¿Es esto orgullo,Dunia?
—Sí, Rodia.
Le brillaron los ojos a Raskolnikoff conuna especie de relámpago. Se considerabafeliz al pensar que había conservado suorgullo.
—¿Verdad que no crees que he tenidosimplemente miedo al agua?—preguntósonriendo con tristeza.
—¡Oh, Rodia, basta!—respondió la joven,ofendida por tal suposición.
Ambos guardaron silencio durante diezminutos. Raskolnikoff tenía los ojos bajos.Dunia le miraba con expresión de sufrimiento.De repente el joven se levantó.
—La hora avanza. Hay tiempo de partir.Voy a entregarme; pero no sé por quélo hago.
Por las mejillas de Dunia corrierongruesas lágrimas.
—Lloras, hermana mía; pero, ¿puedestenderme la mano?
—¿Lo dudabas?
La joven lo estrechó contra su pecho.
—¿Acaso aceptando la expiación noborras la mitad de tu crimen?—exclamó,al tiempo que abrazaba a su hermano.
—¡Mi crimen! ¿Qué crimen?—repitióen un acceso de cólera—; ¿el de haber matadoa un gusano sucio y malo; a una viejaperversa y perjudicial a todo el mundo;un vampiro que chupaba la sangre a[256]los pobres? Tal asesinato debía servir deindulgencia para cuarenta pecados. Nopienso en modo alguno en borrarlo, aunqueme griten por todos lados: ¡crimen!¡crimen! Ahora que me he decidido aafrontar voluntariamente ese deshonor,ahora sólo es cuando el absurdo de mi cobardedeterminación se me presenta contoda claridad. Es tan sólo por bajeza ypor impotencia por lo que me resuelvo aeste acto, a menos que no sea tambiénpor interés, como me lo aconsejaba Porfirio.
—¡Hermano, hermano! ¿qué estás diciendo?¿No te haces cargo de que hasvertido sangre?—exclamó Dunia consternada.
—¿Y qué? Todo el mundo la vierte—prosiguiócon vehemencia creciente—.Siempre ha corrido a torrentes sobre latierra; las personas que la derramaron comosi fueraChampagne subieron en seguidaal Capitolio y fueron declaradosprotectores de la humanidad. Examinalas cosas un poco más cerca para juzgarlas.También trataba yo de hacer bien alos hombres; centenares, millares de buenasacciones hubiesen compensando ampliamenteaquella única tontería, o, mejordicho, torpeza, porque la idea no eratan tonta como lo parece ahora. Cuandoel éxito falta, los designios mejor concertadosparecen estúpidos. Yo tan sólotrataba de crearme, por medio de aquellatontería, una situación independiente,asegurar mis primeros pasos de la vida,procurarme recursos; después hubieralevantado el vuelo... Pero he fracasado,y por eso soy un miserable. Si hubiese logradomi objeto, se me hubieran dedicadocoronas; al presente no sirvo más quepara que se me arroje a los perros.
—No se trata de eso. ¿Qué estás diciendo,hermano mío?
—Es cierto, no he procedido según lasreglas de la estética. No sé por qué ha deser más glorioso lanzar bombas sobre unaciudad sitiada, que asesinar a una personaa hachazos. El temor de la estéticaes el primer signo de la impotencia.Jamás lo he comprendido tan bien comoahora, ni nunca he comprendido menoscuál es mi crimen. Nunca he sido másfuerte ni he estado más convencido que eneste momento.
Su pálido y demudado rostro se habíade repente coloreado. Pero cuando acababade proferir esta última exclamación,su mirada se encontró por casualidad conla de Dunia, y ésta le miraba con tantatristeza, que su exaltación cayó de repente,no pudiendo menos de pensar que enrigor había hecho la desgracia de aquellasdos pobres mujeres.
—Dunia querida: si soy culpable, perdóname,aunque no merezca ningún perdón,si es que realmente soy culpable.Adiós; no disputemos, ya es tiempo departir. No me sigas, te lo suplico; tengoaún una visita que hacer... Ve al instantea juntarte con nuestra madre, y no tesepares de ella, te lo suplico. Es la últimapetición que te dirijo. Cuando me he separadode ella estaba muy inquieta, y temoque no pueda soportar su desventura:o morirá, o se volverá loca. Vela por ella.Razumikin no os abandonará; ya le hehablado... No llores por mí; aunque asesino,trataré de ser todavía valeroso yhonrado. Quizás oigas hablar de mí algunavez. No os deshonraré; ya verás; aunhe de probar... Ahora, adiós—se apresuróa añadir, advirtiendo, mientras hacíasus promesas, una extraña expresión enlos ojos de Dunia—. ¿Por qué lloras deese modo? No llores; no nos separaremospara siempre... ¡Ah, sí! Espera; me olvidaba...
Tomó de la mesa un grueso libro cubiertode polvo. Lo abrió y sacó una miniatura,pintada en marfil. Era el retratode la hija de su patrona, la joven aquien había amado. Durante un instantecontempló aquel rostro expresivo y triste.Después besó el retrato y se lo dió aDunia.
—Muchas veces he hablado deaquellocon ella—dijo distraídamente—; hicedepositario a su corazón del proyecto quedebía tener tan lamentable resultado. Note alarmes—continuó, dirigiéndose a Dunia—;ella experimentó tanta repugnanciay tanto horror como tú; ahora me alegrode que haya muerto.
Después, volviendo al objeto principalde sus preocupaciones, dijo:
—Lo esencial ahora es saber si he calculadobien lo que voy a hacer, y si estoypronto a aceptar todas las consecuencias.Se asegura que me es necesaria estaprueba. ¿Es cierto? ¿Qué fuerza moralhabré adquirido cuando salga del presidio,quebrantado por veinte años de sufrimiento?¿Valdrá entonces la pena devivir? ¡Y yo he consentido en sobrellevarel peso de semejante existencia! ¡Oh!Esta mañana, al irme a arrojar al Neva,he comprendido que era un cobarde.
Al cabo salieron ambos. Durante estapenosa entrevista Dunia había estadosostenida solamente por el amor de suhermano. Se separaron en la calle. Despuésde haber marchado unos cuantos pasos,la joven se volvió para ver por últimavez a Raskolnikoff. Cuando hubo llegadoa la esquina, el joven se volvió también,pero advirtiendo Raskolnikoff que la miradade su hermana estaba fija en él, hizoun gesto de impaciencia, y aun de cólera,invitándola a que continuase el camino.En seguida dió vuelta a la esquina.
Comenzaba a caer la noche cuando llegabaa casa de Sonia. Durante la mañanay la tarde, la joven le había esperado conansiedad. Por la mañana había recibido lavisita de Dunia. Esta fué a primera hora,habiendo sabido la víspera por Svidrigailoffque Sofía Semenovna lo sabíatodo. No recordaremos minuciosamentela conversación de las dos mujeres; limitémonosa decir que lloraron juntas y sehicieron muy amigas. De esta entrevistasacó Dunia, por lo menos, el consuelo depensar que no estaría solo su hermano.Era Sonia la primera que había recibidosu confesión; a ella se había dirigido cuandosintió la necesidad de confiarse a unser humano, y ella le acompañaría adondequieraque se le enviase. Sin haber hechopreguntas acerca de tales propósitos,Advocia Romanovna estaba segura deello. Consideraba a Sonia con una especiede veneración que dejaba a la pobremuchacha toda confusa, porque se creíaindigna de levantar los ojos hasta Dunia.Después de su visita a casa de Raskolnikoff,la imagen de la encantadora joven,que la había saludado tan graciosamenteaquel día, quedó grabada en su alma comouna visión nueva, dulcísima, la másbella de su vida.
Al fin, Dunia se decidió a ir a esperar asu hermano en el domicilio de este último,pensando que Raskolnikoff no podríamenos de pasar por allí. En cuanto Soniase quedó sola, el pensamiento del suicidioprobable de Raskolnikoff le quitótodo reposo. Este era también el temorde Dunia; pero al hablar las dos jóvenesse habían dado la una a la otra todo génerode razones para tranquilizarse, ylo habían, en parte, conseguido.
Cuando se separaron, volvió la inquietuda apoderarse de cada una de ellas.Sonia se acordó de que Svidrigailoff lehabía dicho: «Raskolnikoff sólo tiene laelección entre dos alternativas: o ir aSiberia, o...» Además, conocía el orgullodel joven y su carencia de sentimientosreligiosos. «¿Es posible que se resigne avivir solamente por pusilanimidad, portemor a la muerte?»—pensaba con desesperación.No dudaba ya que el desgraciadohubiese puesto fin a sus días, cuandoRaskolnikoff entró en su cuarto.
La joven dejó escapar un grito de alegría;pero, cuando hubo observado atentamenteel rostro de Raskolnikoff, palidecióde pronto.
—Vamos, sí—dijo riendo Raskolnikoff—.Vengo a buscar tus cruces, Sonia.Tú has sido quien me ha impulsado a ira entregarme; ahora que voy a hacerlo,¿de qué tienes miedo?
Sonia le miró con asombro. Aquel tonole parecía extraño. Todo su cuerpo se estremeció;pero al cabo de un minuto comprendióque aquella alegría era fingida.Conforme la estaba hablando, Raskolnikoffmiraba a un rincón, y parecía tenermiedo de fijar los ojos en ella.
—Ya lo ves, Sonia; he pensado que esoes lo mejor. Hay una circunstancia... peroesto sería largo de contar, y no tengotiempo. ¿Sabes lo que me irrita? Me ponefurioso pensar que en un instante me vana rodear todos esos brutos; que todos measestarán sus miradas, me dirigirán estúpidaspreguntas, a las cuales tendréque responder; me señalarán con el dedo...[258]No iré a casa de Porfirio; no puedo aguantara ese hombre. Prefiero ir a buscar ami amigoPólvora. ¡Lo que va a sorprenderseéste! Puedo contar de antemano conun excelente éxito de asombro. Pero meconvendría tener más sangre fría. En esteúltimo tiempo me he hecho muy irritable.¿Lo creerás? hace un momentoha faltado muy poco para que amenazasecon el puño a mi hermana, porque se habíavuelto para verme por última vez.Ya ves lo bajo que he caído. Bueno; ¿dóndeestán las cruces?
El joven no parecía que se hallase ensu estado normal. Ni podía permanecerun minuto en su puesto, ni fijar sus pensamientosen un objeto; sus ideas se sucedíansin transición; por mejor decir, deliraba.Le temblaban ligeramente lasmanos.
Sonia guardaba silencio. Sacó de unacaja de cruces una de madera de ciprés yotra de cobre; después se santiguó, yluego de repetir la misma ceremonia en lapersona de Raskolnikoff, le puso al cuellola cruz de ciprés.
—¿Es ésta una manera de expresarque yo cargo con la cruz? ¡Je, je, je! ¡Comosi empezase a sufrir ahora! La cruzde ciprés es la de los humildes. La cruz decobre perteneció a Isabel. Tú la guardaspara ti; déjamela ver. ¿De modo que lallevaba... en aquel momento? Conozcootros dos o tres objetos de piedad: unacruz de plata y una imagen. Los eché entoncessobre el pecho de la vieja. Esosson los que debiera colgarme yo ahoraal cuello. Pero no digo más que tonterías,y olvido mi asunto. Estoy distraído. Hevenido, sobre todo, para prevenirte, afin de que sepas... Pues bien; esto es todo...no he venido más que para eso.(¡Hum! Creía, sin embargo, que teníaque decirle otra cosa.) Vamos a ver: túmisma me has exigido que dé este paso.Voy a entregarme, y tu deseo será satisfecho.¿Por qué lloras entonces? ¡Tú también!¡Basta, basta! ¡Oh, qué penoso mees todo esto!
Al ver llorar a Sonia, se angustió el corazóndel joven. «¿Qué soy yo para ella?—pensaba—.¿Por qué se interesa por mítanto como podría interesarse mi madreo Dunia?»
—Haz la señal de la cruz. Di una oración—suplicócon voz temblorosa la joven.
—Sea. Rezaré cuanto quieras y de buenavoluntad, Sonia, de buena voluntad.
El hizo muchos signos de cruz. Ella sepuso a la cabeza un pañuelo verde, elmismo, probablemente, de que Marmeladoffhabía hablado en la taberna, y queservía entonces para toda la familia.Tal pensamiento cruzó por la mente deRaskolnikoff; pero se abstuvo de preguntarnada a este propósito. Comenzabaa advertir que tenía distracciones continuas,y que estaba extremadamente turbado;esto le inquietaba. De repente advirtióque Sonia se preparaba a salir conél.
—¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¡Quédate,quédate!—exclamó con risa irritaday se dirigió a la puerta—. ¿Qué necesidadtengo de ir allí con acompañamiento?
Sonia no insistió. El, ni siquiera le dijoadiós; se había olvidado de ella, le preocupabatan sólo una idea.
«Realmente, ¿está ya hecho todo?—sepreguntaba al bajar la escalera—. ¿Nohabrá medio de volverse atrás, de arreglarlotodo... y de no ir allí?»
Sin embargo, siguió su camino, comprendiendosúbitamente que había pasadola hora de las vacilaciones. En la callese acordó de que no había dicho adiósa Sonia, que se había detenido en mediode la sala, y de que una orden suya la habíacomo clavado en el suelo. Se planteóentonces otra cuestión, que desde hacíaalgunos minutos flotaba en su espíritusin formularse con claridad.
«¿Por qué le he hecho yo esta visita? Lehe dicho que venía para un asunto: ¿quéasunto? Ninguno tenía con ella. ¿Para decirleque iba allí? ¡Vaya una necesidad!¿Para decirle que la amo? ¡Si acabo de rechazarlacomo a un perro! En cuanto asu cruz, ¿qué necesidad tenía yo de ella?¡Oh, qué bajo he caído! No; lo que yo buscabaeran lágrimas; lo que yo quería eragozar de los desgarramientos de su corazón.¡Acaso he buscado, yendo a verla,ganar tiempo, retardar un momento elinstante fatal! ¡Y me he atrevido a soñarcon altos destinos! ¡Y me he creídollamado a hacer grandes cosas! ¡Yo, tanvil, tan miserable, tan cobarde!»
Caminaba a lo largo del muelle, y notenía que ir más lejos; pero cuando llegóal puente suspendió un instante su marcha,y se dirigió después bruscamentehacia el Mercado del Heno.
Sus miradas se fijaban con avidez en laderecha y en la izquierda. Se esforzabaen examinar cada objeto que encontrabay en nada podía concentrar su atención.
«Dentro de ocho días, dentro de unmes, volveré a pasar por este puente; uncoche celular me llevará yo no sé dónde.¿Con qué ojos contemplaré este canal?¿Me fijaré entonces en esa muestra? Ahíestá escrita la palabraCompañía. ¿Laleeré yo entonces como la leo ahora?¿Cuáles serán mis sensaciones y mis pensamientos?...¡Dios mío, qué mezquinasson todas estas preocupaciones! Sin dudaes curioso esto en su género. ¡Ja, ja, ja!¡De qué cosas me preocupo! Hago comolos niños: me engaño a mí mismo, porque,en efecto, debería sonrojarme de mis pensamientos.¡Qué barullo! Ese hombretón,un alemán, según todas las apariencias,que acaba de empujarme, ¿sabe a quiénha dado con el codo? Esa mujer, que llevaun niño en la mano y que pide limosna,me cree, quizá, más feliz que ella. Casualmentellevo cinco kopeks en el bolsillo.Tómalos,matuchka.»
—Dios te lo pague—dijo la mendigacon tono plañidero.
El Mercado del Heno estaba lleno degente. Esta circunstancia desagradó muchoa Raskolnikoff; sin embargo, se dirigióal sitio en que la multitud era máscompacta. Hubiera comprado la soledada cualquier precio; pero se daba cuentade que no podría gozar de ella ni un soloinstante. Al llegar en medio de la plaza,el joven se acordó de repente de las palabrasde Sonia: «Ve a la encrucijada;besa la tierra que has manchado con tudelito, y di en voz alta a la faz del mundo:¡Soy un asesino!»
Al recordarlo, todo su cuerpo se estremeció.Las angustias de los días anterioresde tal modo habían desecado su alma,que se consideró feliz al encontrarla accesiblea una sensación nueva, y se abandonópor completo a ella. Se apoderó de élun enternecimiento dulcísimo y se le llenaronlos ojos de lágrimas.
Se puso de rodillas en medio de la plaza,se inclinó hasta el suelo, y besó conalegría la tierra fangosa. Después de haberselevantado, se arrodilló de nuevo.
—He ahí uno que ha empinado el codomás de lo regular—exclamó un jovenque estaba a su lado.
Esta observación provocó muchas carcajadas.
—Es un peregrino que va a Jerusalén,amigos míos. Se despide de sus hijos, desu patria; saluda a todo el mundo, y dael beso de la despedida al suelo de la capital—añadióun menestral que estabaligeramente ebrio.
—Es todavía muy joven—dijo un tercero.
—Es un noble—observó gravementeotro.
—En la actualidad, no se distingue alos nobles de los que no lo son.
Viéndose objeto de la atención general,Raskolnikoff perdió un poco de su serenidad,y las palabras «Soy un asesino»,que iban quizá a salir de su boca, expiraronen sus labios. Las exclamacionesy los gestos de la multitud le dejaron, porotra parte, indiferente, y con mucha calmase encaminó a la comisaría de policía.Conforme iba andando, una sola visiónatrajo sus miradas; por lo demás, habíaesperado encontrarla en la calle, y no seasombró.
En el momento en que acababa de prosternarseen el Mercado del Heno por segundavez, vió a Sonia a una distancia decincuenta pasos. La joven trató de substraersea las miradas de Raskolnikoff,ocultándose detrás de una de las barracasde madera que se encuentran en la plaza.¡Así le acompañaba cuando él subía estecalvario! Desde aquel instante, Raskolnikoffadquirió la convicción de que Soniaera suya para siempre, y de que le seguiríaa todas partes, aunque su destinohubiera de conducirle al fin del mundo.
Llegó finalmente al sitio fatal. Entróen el zaguán con paso bastante firme. Laoficina de policía estaba situada en el tercerpiso. «Antes que llegue arriba tengotiempo de volverme»—pensaba el joven.En tanto que nada había confesado, secomplacía en pensar en que podía cambiarde resolución.
Como en su primera visita, encontró laescalera cubierta de suciedad, impregnadade las exhalaciones que vomitaban lascocinas, abiertas sobre cada descansillo.Mientras subía, se le doblaban las piernas,y tuvo que detenerse un instante para tomaraliento, recobrarse un poco, y prepararsu entrada.
«Pero, ¿a qué viene eso? ¿Para qué?—sepreguntó de repente—. Puesto que hayque apurar el vaso, poco importa cómohe de beberlo. Más valdrá cuanto másamargo sea.»
Después se ofrecieron a su espíritu lasimágenes de Ilia Petrovitch y del oficialPólvora. «¿Por qué voy a él? ¿No podríadirigirme a otro? ¿A Nikodim Fomitch,por ejemplo? ¿No sería mejor ir a buscaral comisario a su domicilio particular, ycontárselo todo en una conversación privada?...No, no; hablaré aPólvora, y estose acabará más pronto.»
Con el rostro inundado de frío sudor ycasi sin darse cuenta de lo que hacía,Raskolnikoff abrió la puerta de la comisaría.Esta vez no vió en la antesala másque a undvornik y a un hombre del pueblo.El joven pasó a la otra habitación,donde trabajaban dos escribientes. Zametoffno estaba allí ni Nikodim Fomitchtampoco.
—¿No hay nadie?—dijo Raskolnikoff,dirigiéndose a uno de los empleados.
—¿Por quién pregunta usted?
—A... a...
—Al oír sus palabras, sin ver su rostro,he adivinado la presencia de un ruso...como se dice en no sé qué cuento. Misrespetos—gritó bruscamente una voz conocida.
Raskolnikoff tembló.Pólvora estabadelante de él; acababa de salir de unatercera habitación. «El destino lo ha querido»—pensóel joven.
—¿Usted por aquí? ¿Con qué motivo?—exclamóIlia Petrovitch, que parecíade muy buen humor y muy animado—.Si ha venido por algún asunto, es aún demasiadopronto. Por una casualidad meencuentro aquí yo... ¿En qué puedo...?Confieso que no le... ¿Cómo, cómo es sunombre?... Perdóneme usted.
—Raskolnikoff.
—¡Ah! Sí; Raskolnikoff. ¡Ha podido ustedcreer que le había olvidado! Le suplicoque no me crea tan... Rodión Ra... Radionitch,¿no es eso?
—Rodión Romanovitch.
—Sí, sí; Rodión Radiovitch, RodiónRomanovitch; lo tenía en la punta de lalengua. Confieso a usted que siento sinceramentela manera que tuvimos de portarnoscon usted hace tiempo. Despuésme lo explicaron todo y he sabido que erausted un escritor, un sabio... He tenidotambién noticia de que empezaba ustedla carrera de las letras. ¡Oh Dios mío!¿Cuál es el literato, cuál es el sabio que ensus comienzos no ha hecho más o menosla vida de bohemio? Tanto mi mujer comoyo estimamos la literatura; en mi mujeres una pasión. Es loca por las letrasy las artes. Excepto el nacimiento, todolo demás puede adquirirse por el talento,el saber, la inteligencia, el genio. Un sombrero,por ejemplo, ¿qué significa? Unsombrero lo puedo comprar en casa deZimmermann; pero lo que abriga el sombrero,eso no puedo comprarlo. Confiesoque quería ir a casa de usted a darle explicaciones;pero, he pensado que quizáusted... De todos modos, con estas charlasno le he preguntado el objeto de suvisita. ¿Parece que la familia de usted estáahora en San Petersburgo?
—Sí, mi madre y mi hermana.
—He tenido el honor y el placer deencontrar a su hermana de usted. Es unapersona tan encantadora como distinguida.Verdaderamente deploro con todami alma el altercado que tuvimos aqueldía. En cuanto a las conjeturas fundadasen el desmayo de usted, se ha reconocidosu falsedad. Comprendo la indignaciónde usted. Ahora que su familia vive enSan Petersburgo, ¿va usted, acaso, acambiar de domicilio?
—No, no por el momento. Había venidoa preguntar... Creí encontrar aquí aZametoff.
—¡Ah! Es verdad. Usted es amigo suyo;lo he oído decir. Pues bien: Zametoff noestá ya con nosotros. Sí, lo hemos perdido;nos ha dejado ayer, y antes de supartida ha habido entre él y nosotros unfuerte altercado. Es un galopín sin consistencia;nada más. Había hecho concebiralgunas esperanzas; pero ha tenido[261]la desgracia de frecuentar el trato denuestra brillante juventud, y se le ha metidoen la cabeza sufrir exámenes, parapoder darse tono y echárselas de sabio.Hay que advertir que Zametoff no tienenada de común con usted, con usted ycon el señor Razumikin. Ustedes hanabrazado la carrera de la ciencia, y losreveses de la fortuna no les arredran.Para ustedes los atractivos de la vida novalen nada; hacen la existencia austera,ascética, monacal, del hombre de estudio.Un libro, una pluma detrás de laoreja, una investigación científica, soncosas que bastan para la felicidad de ustedes.Yo mismo, hasta cierto punto...¿Ha leído usted la correspondencia deLivingstone?
—No.
—Yo sí la he leído. Ahora el número delos nihilistas ha aumentado considerablemente,lo cual no es asombroso en unaépoca como la nuestra. De usted para mí...¿no es usted nihilista? Respóndame francamente.
—No.
—No tenga usted temor de ser francoconmigo, como lo sería consigo mismo.Una cosa es el servicio y otra cosa... ¿Ustedcreería que iba a decir laamistad?,pues se engaña. No es la amistad, sino elsentimiento del hombre y del ciudadano,el sentimiento de la humanidad y delamor hacia el Omnipotente. Puedo ser unpersonaje oficial, un funcionario; pero nopor eso debo dejar de sentir en mí elhombre y el ciudadano. ¿Hablaba ustedde Zametoff? Pues bien, Zametoff es unmuchacho que copia elchic francés, queda ruido en los sitios sospechosos cuandoha bebido un vaso deChampagne ode vino del Don. Ahí tiene usted a Zametoff.Quizá he sido un poco vivo con él,pero si mi indignación me ha llevado demasiadolejos, tuvo su origen en un sentimientoelevado: el celo por los interesesdel servicio. Por otra parte, yo poseo uncargo, una posición, cierta importanciasocial; soy casado y padre de familia, ylleno mi deber de hombre y de ciudadano;en tanto que él, ¿qué es él? Permítameusted que se lo pregunte. Me dirijo a ustedcomo a un hombre favorecido con losbeneficios de la educación. Ahí tiene usted;las profesoras en partos, por ejemplo,se han multiplicado de un modo extraordinario.
Raskolnikoff miró al oficial con aireasombrado. Las palabras de Ilia Petrovitch,que violentamente acababa de levantarsede la mesa, produjeron en suánimo una impresión que él no se explicaba.Sin embargo, algo comprendía. Enaquel momento preguntaba con los ojosa su interlocutor e ignoraba cómo acabaríatodo aquello.
—Hablo de estas jóvenes que llevan elcabello corto a lo Tito—continuó el inagotableIlia Petrovitch—. Yo las llamoprofesoras en partos, y el nombre me parecemuy bien aplicado. ¡Je, je! Siguencursos de anatomía. Dígame, si me pusieseenfermo, ¿cree usted que me dejaríatratar por una de esas señoritas? ¡Je, je!
Ilia Petrovitch se echó a reír encantadode su chiste.
—Admito la sed de instrucción; pero,¿no se puede uno instruir sin dar en semejantesexcesos? ¿Por qué ser insolente?¿Por qué insultar a nobles personalidades,como lo hace ese necio de Zametoff? ¿Porqué me ha insultado, le pregunto a usted?Otra epidemia que hace terriblesprogresos, es la del suicidio. Se gasta unotodo lo que tiene, y en seguida se mata.Muchachas, jovenzuelos, viejos. Hemossabido últimamente que un señor reciénllegado aquí acaba de poner fin a susdías. ¡Nil Pavlitch, eh, Nil Pavlitch! ¿cómose llama el caballero que se ha matadoesta mañana en la Petersburgskeria?
—Svidrigailoff—dijo uno que se encontrabaen la habitación inmediata.
Raskolnikoff tembló.
—¡Svidrigailoff! ¡Svidrigailoff se ha levantadola tapa de los sesos!
—¡Cómo! ¿Usted conocía a Svidrigailoff?
—Sí; en efecto, había venido hace poco.Acababa de perder a su esposa; eraun libertino. Se ha pegado el tiro en condicionesmuy escandalosas. Han encontradosobre su cadáver un librito de notasen que estaban escritas estas palabras:«Muero en posesión de mis facultades;que no se acuse a nadie de mi muerte.»Este hombre tenía, según se dice, dinero.¿De qué le conocía usted?
—¿Yo...? Había sido mi hermana institutrizen su casa.
—¡Ah, ah!... Entonces puede usted darnoticias acerca de él. ¿No tenía usted sospechasde su proyecto?
—Le vi ayer. Le encontré bebiendovino... Nada sospeché.
A Raskolnikoff le parecía que teníauna montaña sobre el pecho.
—¿Qué es eso? Se pone usted pálido.¡Está tan cargada la atmósfera de estahabitación!
—Sí; ya es tiempo de que me vaya—balbuceóel joven—. Perdóneme usted sile he molestado.
—Nada de eso. Aquí estamos siempre asu disposición. Me ha causado gran placery me complazco en declararlo.
Al pronunciar estas palabras, Ilia Petrovitchtendió la mano al joven.
—Quería solamente... Tenía un asuntoque tratar con Zametoff.
—Comprendo, comprendo. Tanto gustoen haberle visto.
—También yo lo he tenido... Hasta lavista—dijo Raskolnikoff sonriendo.
Salió tambaleándose. Le daba vueltasla cabeza. Apenas podía tenerse en pie, y,al bajar la escalera, le fué forzoso apoyarseen la pared para no caerse. Le parecióque undvornik, que se dirigía al despachode policía, tropezaba con él al pasar;que un perro ladraba en una habitacióndel primer piso, y que una mujergritaba para hacer callar al animal. Llegadoal pie de la escalera, entró en el patio.Erguida, no lejos de la puerta, Sonia,pálida como la muerte, le miraba conasombro. Se detuvo frente a ella. La jovense retorcía las manos; su fisonomíaexpresaba la más terrible desesperación.Al verla, Raskolnikoff sonrió; pero, ¡conqué sonrisa! Un instante después volvíaa entrar en la oficina de policía.
Ilia Petrovitch estaba ojeando unospapeles. Delante de él se hallaba el mismomujik que un momento antes había tropezadocon Raskolnikoff en la escalera.
—¡Ah! ¿Usted aquí otra vez? ¿Se leha olvidado algo? ¿Qué le pasa?
Con los labios descoloridos, fija la mirada,Raskolnikoff avanzó lentamentehacia Ilia Petrovitch y, apoyándose conla mano en la mesa ante la cual estabasentado el oficial de policía, quiso hablar,pero no pudo pronunciar más que sonidosininteligibles.
—¿Está usted enfermo? ¡Una silla!Aquí está. Siéntese usted. ¡Agua!
Raskolnikoff se dejó caer en el asientoque se le ofrecía; pero sus ojos no se apartabande Ilia Petrovitch, cuyo semblanteexpresaba una sorpresa muy desagradable.Durante un minuto ambos se miraronen silencio. Trajeron agua.
—Yo soy...—empezó a decir Raskolnikoff.
—Beba usted.
El joven rechazó con un ademán elvaso que le presentaban, y en voz bajapero clara, hizo, interrumpiéndose muchasveces, la siguiente declaración:
—Yo soy quien asesinó a hachazos, pararobarlas, a la vieja prestamista y a su hermanaIsabel.
Ilia Petrovitch llamó; acudieron de todaspartes.
Raskolnikoff repitió su confesión.
Siberia. A la orilla de un río ancho y desiertose levanta una ciudad, uno de loscentros administrativos de Rusia. En laciudad hay una fortaleza; en la fortalezauna prisión. En la prisión está, desde hacenueve meses, Rodión RomanovitchRaskolnikoff, condenado a trabajos forzados(segunda categoría). Cerca de diezy ocho meses han pasado desde el díaque cometió su crimen.
En la instrucción de su proceso no huboapenas dificultades. El culpable renovósus confesiones con tanta fuerzacomo claridad y precisión, sin confundirlas circunstancias, sin suavizar el horror,sin falsear los hechos, sin olvidar el menordetalle. Hizo una relación completadel asesinato, esclareció el misterio delobjeto encontrado en manos de la vieja(se recordará que era un trozo de maderajunto con una placa de hierro), contó cómohabía tomado las llaves del bolsillode la víctima, describió estas llaves ydescribió también el asesinato de Isabel,que hasta entonces había sido un enigma.Contó cómo Koch había venido y llamadoa la puerta, y cómo, después de él, habíallegado un estudiante. Refirió minuciosamentela conversación habida entrelos dos hombres; cómo, en seguida, elasesino se había lanzado a la escalera yhabía oído los gritos de Mikolai y de Milka,ocultándose en el cuarto vacío y dirigiéndosedespués a su casa. Finalmente,en cuanto a los objetos robados, manifestóque los había enterrado debajo deuna piedra en un corral que daba a laperspectiva Ascensión. Se encontraronallí, en efecto. En una palabra, todo se esclareció.Lo que, entre otras cosas, asombrabaa los jueces, fué la circunstanciade que el asesino, en vez de aprovecharsede los objetos robados a la víctima, fuesea ocultarlos bajo una piedra. Todavíacomprendían menos que, no solamente nose acordase de los objetos robados porél, sino que hasta se engañase acerca desu número. Se encontraba, sobre todo,inverosímil que no hubiera abierto unasola vez la bolsa, y que ignorase el contenidode ella. (Encerraba ésta trescientosdiez y siete rublos y tres monedas deveinte kopeks cada una; a consecuenciade haber sido enterrados largo tiempo,los billetes se habían deteriorado considerablemente.)Se procuró adivinar porqué únicamente sobre este punto mentíael acusado, cuando en todo lo demás habíadicho espontáneamente la verdad. Enfin, algunos, principalmente entre lospsicólogos, admitieron como posible que,en efecto, no hubiera abierto la bolsa; yque, por consiguiente, se hubiera desembarazadode ella sin saber lo que contenía;pero sacaron asimismo la conclusiónde que el crimen había sido necesariamentecometido bajo la influencia de[264]una locura momentánea. El culpable—dijeron—hacedido a la monomanía morbosadel asesinato y del robo, sin objetoulterior, sin cálculo interesado. Era aquellaocasión excelente para sostener lateoría moderna de la alienación temporal,teoría con la que se busca actualmentetan a menudo explicar los actos deciertos criminales. Además, numerosostestigos habían declarado que Raskolnikoffpadecía hipocondría. Estos testigoseran; el doctor Zosimoff, los antiguoscompañeros del acusado, su patrona, loscriados, etc. Todo esto daba muchosfundamentos para pensar que Raskolnikoffno era un asesino vulgar, unmalhechor ordinario, sino que había algunaotra cosa en aquel proceso. Con grandespecho de los partidarios de esta opinión,el culpable no se cuidó de defenderse.Interrogado acerca de los motivos quehabían podido inducirle al asesinato y alrobo, declaró con brutal franqueza quehabía sido impulsado por la miseria. Esperaba—dijo—encontraren casa de suvíctima lo menos tres mil rublos, y contabacon esta suma asegurar sus primerospasos en la vida; su carácter ligero y bajo,agriado por las privaciones y las contrariedades,había hecho de él un asesino.Cuando se le preguntó por qué había idoa denunciarse, respondió redondamenteque había representado la farsa del arrepentimiento.Todo aquello era casi cínico...
Sin embargo, la sentencia fué menossevera de lo que se hubiera podido presumiren relación con el crimen cometido.Quizá causó buena impresión que el reo,lejos de disculparse, procurase, por elcontrario, empeorar su situación. Fuerontomadas en consideración todas las extrañasparticularidades de la causa. Elestado de enfermedad y estrechez en quese encontraba el acusado antes de la comisiónde su delito, no dejaba lugar a lamenor duda. Como no se había aprovechadode los objetos robados, se supuso,o que los remordimientos se lo habíanimpedido, o que sus facultades intelectualesno estaban intactas cuando cometióel hecho. El asesinato, en modo algunopremeditado, de Isabel, suministróun argumento en apoyo de esta últimahipótesis: un hombre comete dos asesinatos,y se olvida al mismo tiempo de quela puerta está abierta. Por último, habíaido a denunciarse en el momento en quelas falsas confesiones de un fanático de espíritudesequilibrado (Mikolai), acababande desviar completamente la instrucción,y cuando la justicia estaba a cienleguas de sospechar quién era el verdaderoculpable. (Porfirio Petrovitch cumpliófielmente su palabra.) Todas estas circunstanciascontribuyeron a suavizar laseveridad del veredicto.
Por otra parte, los debates dieron a conocermuchos hechos en favor del acusado.Documentos facilitados por el antiguoestudiante Razumikin demostraronque, estando en la Universidad, Raskolnikoffhabía compartido sus escasosrecursos con un compañero pobre y enfermo.Este último había muerto, dejandoen la miseria a un padre enfermo, delcual era, desde la edad de trece años, únicosostén. Raskolnikoff había hecho entraral viejo en un asilo, y más tarde habíacosteado los gastos de su entierro.El testimonio de la viuda Zarnitzin, fuétambién muy favorable al acusado. Declaróque, en la época en que habitabaen los Cinco Rincones con su inquilino,habiéndose declarado un incendio unanoche en cierta casa, Raskolnikoff, conriesgo de su vida, salvó de las llamas a dosniños pequeños, sufriendo graves quemadurasal realizar tal acto de valor. Seabrió una indagatoria a propósito de estehecho, y numerosos testigos certificaronla exactitud de él. En una palabra, eltribunal, teniendo en cuenta las confesionesdel culpable, así como sus buenos antecedentes,le condenó tan sólo a ochoaños de trabajos forzados (segunda categoría).
Desde la apertura de la vista, la madrede Raskolnikoff estaba mala. Dunia yRazumikin encontraron medio de alejarlade San Petersburgo durante todo eltiempo del proceso. Razumikin eligióuna ciudad de la línea férrea, y a pocadistancia de la capital; así podía seguirasiduamente las audiencias y ver a AdvociaRomanovna. La enfermedad dePulkeria Alexandrovna era una afecciónnerviosa bastante extraña, con desarre[265]glo,a lo menos parcial, de las facultadesmentales. De vuelta en su domicilio,después de la última entrevista con suhermano, Dunia había encontrado conmucha fiebre a su madre, y con delirio.Aquella misma noche se puso de acuerdocon Razumikin acerca de lo que habíade responder cuando Pulkeria Alexandrovnapidiese noticias de Raskolnikoff;a tal fin inventaron una historia, esto es,que Rodia había sido enviado muy lejosa los confines de Rusia, con una misiónque debía reportarle mucho honor y provecho.Pero, con gran sorpresa de los jóvenes,ni entonces, ni después, la madreles preguntó nada acerca de este asunto.Ella misma se había forjado en la imaginaciónuna novela, a fin de explicar labrusca desaparición de su hijo. Contaballorando la visita de despedida que éstele había hecho, con cuyo motivo daba aentender que ella solamente conocía circunstanciasmisteriosas y muy graves;Rodia se veía obligado a ocultarse, porquetenía enemigos muy poderosos; porlo demás, no dudaba de que el porvenirde su hijo fuese muy brillante, y de queciertas dificultades serían vencidas. Asegurabaa Razumikin que, con el tiempo,su hijo llegaría a ser un hombre de Estado:tenía prueba de ello en el artículoque el joven había escrito, y que denotabaun talento literario inagotable. Leíasin cesar este artículo, a veces hasta enalta voz; podía decirse que dormía conél; sin embargo, no preguntaba jamásdónde se encontraba Rodia, aunque elcuidado mismo que se ponía para evitaresta conversación hubiese podido parecerlesospechoso. El extraño silencio dePulkeria Alexandrovna sobre ciertos puntos,acabó por inquietar a Dunia y a Razumikin.Aquélla no se quejaba de quesu hijo no la escribiese, siendo así, queantes, en su ciudad natal, esperaba conimpaciencia suma las cartas de su queridoRodia. Tan inexplicable era esta últimacircunstancia, que Dunia llegó a alarmarse.A la joven le ocurrió la idea de que sumadre tenía el presentimiento de una terribledesgracia ocurrida a Rodia, y deque no se atrevía a preguntar, temerosade saber todavía alguna cosa peor. Detodos modos, Dunia veía muy claramenteque su madre tenía trastornado el cerebro.
Dos veces, sin embargo, condujo laconversación de tal manera, que fué imposibleresponderle sin indicar en dóndese encontraba Rodia. A continuación delas respuestas necesariamente equívocasy difíciles que se le dieron, cayó enprofunda tristeza; durante muy largotiempo se le vió sombría y taciturna comonunca había estado. Dunia, al cabo,llegó a advertir que las mentiras y lashistorias inventadas iban contra su propósito,y que lo mejor era encerrarse enun silencio absoluto sobre ciertos puntos;pero llegó a ser cada vez más evidentepara ella que Pulkeria Alexandrovnasospechaba algo espantoso. Dunia sabíafijamente (su hermano se lo había contado)que su madre la oyó hablar en sueñosla noche siguiente a su entrevista conSvidrigailoff. Las palabras que en el deliriose le escaparon a la joven, ¿no habríanderramado una luz siniestra en elespíritu de la pobre mujer? A menudo,después de días, y aun de semanas de continuomutismo y de lágrimas silenciosas,se producía en la enferma una especie deexaltación histérica. Se ponía de repentea hablar alto, sin interrumpirse, de suhijo, de sus esperanzas y del porvenir...sus imaginaciones eran a veces muy extrañas.Se fingía ser de su opinión (quizáno era del todo engañoso este sentimiento);sin embargo, no cesaba de hablar.
La sentencia fué pronunciada cincomeses después de la confesión hecha porel criminal a Ilia Petrovitch. En cuantofué posible, Razumikin visitó al condenadoen la cárcel. Sonia le visitó también.Llegó al fin el momento de la separación.Dunia juró a su hermano que esta separaciónno sería eterna; Razumikin se expresódel mismo modo. El animoso joventenía un proyecto firmemente formadoen su espíritu; cuando ahorrasealgún dinero, durante tres o cuatro añosse trasladaría a Siberia, país en que tantasriquezas no esperan otra cosa, paraser puestas en circulación, que capitalesy brazos. Allí se establecería, en la ciudaden que estuviese Rodia, y juntos comenzaríanuna nueva vida. Todos llo[266]rabanal decirse adiós. Desde hacía algunosdías, Raskolnikoff se mostrabamuy preocupado, multiplicaba las preguntasacerca de su madre, inquietándosecontinuamente por ella. Esta excesivapreocupación de su hermano dabapena a Dunia. Cuando el joven se huboenterado con más detalles del estado enfermizode Pulkeria Alexandrovna, sepuso extremadamente sombrío. Con Soniaestaba siempre taciturno. Provistadel dinero que Svidrigailoff le había entregado,la joven se hallaba dispuesta,desde hacía mucho tiempo, a acompañarel convoy de presos de que había de formarparte Raskolnikoff. Nunca habíamediado una palabra sobre este particularentre ella y él; pero ambos sabíanque sería así. En el momento de la últimadespedida, el condenado se sonrió deun modo extraño al oír hablar a su hermanay a Razumikin del próspero porvenirque se abriría para ellos después de su salidadel presidio. Preveía que la enfermedadde su madre no tardaría en conducirlaal sepulcro.
Dos meses después, Dunia se casó conRazumikin. Sus bodas fueron tranquilasy tristes. Entre los invitados se encontraronPorfirio Petrovitch y Zosimoff. Algúntiempo después, todo denotaba en Razumikinuna resolución enérgica. Duniacreía ciegamente que realizaría todos susdesignios, y no podía menos de creerlo,porque veía en él una voluntad de hierro.Comenzó por entrar de nuevo en la Universidada fin de terminar sus estudios.Los dos esposos elaboraban sin cesar planespara el porvenir; tenían uno y otrala firme resolución de emigrar a Siberiaen un plazo de cinco años. En tanto contabancon que Sonia los reemplazaríacerca del condenado...
Pulkeria Alexandrovna concedió, conalegría, la mano de su hija a Razumikin;pero después de este matrimonio, pareciómás triste y preocupada. Para proporcionarleun momento agradable, Razumikinle contó la noble conducta deRaskolnikoff, a propósito del estudiantey de su anciano padre, y le refirió tambiéncómo el año anterior Rodia habíaexpuesto la vida para salvar a dos niñosque estaban a punto de perecer en un incendio.Estos relatos exaltaron, hasta elmás alto grado, el ya turbado espíritude Pulkeria Alexandrovna. Desde entoncesno hablaba más que de ello, y hastaen la calle refería tales hechos a los transeuntes,aunque la acompañaba siempreDunia. En los ómnibus, en los almacenes,en todas partes en donde se encontrabaun oyente benévolo, hablaba de su hijo,del artículo de su hijo, de la caridad desu hijo con un estudiante, de la valerosaabnegación de que había dado pruebassu hijo en un incendio, etc. Dunia no sabíacómo hacerla callar. Esta morbosalocuacidad no carecía de peligros: ademásde que agotaba las fuerzas de la pobremujer, podía ocurrir que alguno,oyendo alabar de Raskolnikoff, se pusiesea hablar del proceso. Pulkeria Alexandrovnaaveriguó las señas de la mujercuyos hijos habían sido salvados porel suyo, y quiso resueltamente ir a verlos.Finalmente, su exaltación llegó a los últimoslímites. A veces se echaba de repentea llorar, y a veces tenía accesosde fiebre, durante los cuales deliraba.Una mañana declaró redondamente que,según sus cálculos, Rodia debía volvermuy pronto, porque cuando se despidióde ella le había anunciado su vuelta enun plazo de nueve meses. Comenzó entoncesa prepararlo todo en la casa, enatención a la próxima llegada de su hijo,destinándole su propia habitación; quitóel polvo a los muebles, fregó el suelo, cambiólas cortinas, etc. Dunia estaba desolada,pero no decía nada, y hasta ayudabaa su madre en estas diversas ocupaciones.Después de un día lleno todo él de locasvisiones, de sueños gozosos y de lágrimas,Pulkeria Alexandrovna se vió acometidade una fiebre alta y murió al cabo de quincedías. Varias palabras pronunciadas porla enferma durante su delirio, hicieroncreer que había casi adivinado el terriblesecreto que con tanto trabajo trataron deocultarle.
Por mucho tiempo ignoró Raskolnikoffla muerte de su madre, aunque por mediaciónde Sonia recibiese regularmentenoticias de su familia. Cada mes enviabala joven una carta dirigida a Razumikin,y cada mes se le respondía de San Petersburgo.Las cartas de Sonia parecie[267]ronen un principio, a Dunia y Razumikin,algo secas e insuficientes; pero mástarde comprendieron que era imposibleescribirlas mejores, puesto que encontrabanen ellas datos completos y precisosacerca de la situación de su desgraciadohermano. Sonia describía, de una maneramuy sencilla y muy clara, la existenciade Raskolnikoff en la prisión. No hablabade ella ni de sus propias esperanzasni de sus conjeturas respecto al porvenir,ni de sus sentimientos personales.En vez de explicar el estado moral, lavida interior del condenado, se limitabaa citar hechos, es decir, las mismas palabraspronunciadas por él. Daba noticiasdetalladas acerca de su salud, decía quédeseos le había manifestado él, qué preguntasle había dirigido, qué encargos lehabía hecho durante sus entrevistas, etc.
Pero estos datos, por minuciosos quefuesen, no eran, empero, en los primerostiempos sobre todo, muy consoladores.Dunia y su marido supieron, por la correspondenciade Sonia, que su hermanoseguía siempre sombrío y taciturno.Cuando la joven le comunicaba noticiasrecibidas de San Petersburgo, apenas siprestaba atención; algunas veces se informabade su madre, y cuando Sonia,viendo que el preso adivinaba la verdad,le hizo saber la muerte de Pulkeria Alexandrovna,observó con gran sorpresaque se había quedado poco menos queimpasible. «Aunque parezca absorto en símismo y como extraño a todo lo que lerodea—escribía, entre otras cosas, Sonia—sehace cargo de su vida nueva, comprendemuy bien su situación; ni esperanada mejor de aquí a largo tiempo, niacaricia frívolas esperanzas, ni experimentacasi ningún asombro en este nuevomedio que tanto difiere del antiguo...Su salud es satisfactoria. Va al trabajosin repugnancia y sin apresuramiento. Escasi indiferente a la comida; pero, exceptolos domingos y los días de fiesta, estanutrición es tan mala, que ha consentidoen aceptar de mí algún dinero para procurárselatodos los días. En cuanto a lodemás, me suplica que no me inquiete,porque, según asegura, le es desagradableque se ocupen de él.» «En la cárcel—seleía en otra carta—, está instalado conlos otros presos; no he visitado el interiorde la fortaleza, pero tengo motivospara creer que se está allí muy mal, muyestrechamente y en condiciones muy insalubres.Duerme en una cama de campaña,cubierto con una alfombra de fieltro,y no quiere otro lecho. Si rehusa hacertodo lo que podría proporcionarle suexistencia material menos dura y menosgrosera, no es, en lo más mínimo, en virtudde sus principios ni de una idea preconcebida,sino, sencillamente, por apatía,por indiferencia.» Sonia confesabaque, al principio, sobre todo, sus visitas,en vez de causar placer a Raskolnikoff,le producían una especie de irritación;no salía de su mutismo más que para decirgroserías a la joven. Más tarde, esverdad, dichas visitas habían llegado aser para él una costumbre, casi una necesidad,hasta el punto de que había estadomuy triste cuando una indisposiciónde algunos días obligó a Sonia a interrumpirlas.Los días de fiesta se veían,ya en la puerta de la prisión, ya en elcuerpo de guardia, a donde se enviabaalgunos minutos al prisionero, cuando lajoven le hacía llamar. En tiempo ordinario,Sonia iba a buscarle al trabajo enlos talleres, en las tejerías, en los tingladosestablecidos a las orillas del Irtych.En lo tocante a ella, Sonia decía que habíalogrado crearse relaciones en su nuevaresidencia; que se ocupaba en coser, yque, no habiendo en la ciudad casi ningunamodista, se había hecho una buenaclientela. Lo que callaba era que habíaatraído sobre Raskolnikoff el interés dela autoridad, y que, gracias a ella, se ledispensaba de los trabajos más penosos,etcétera. En fin, Razumikin y Dunia recibieronaviso de que Raskolnikoff esquivabaa todo el mundo; que sus compañeros decadena no le querían; que permanecía silenciosodurante horas enteras, y que,de día en día, su palidez era cada vezmayor. Dunia había notado ya cierta inquietuden las últimas cartas de Sonia,la cual no tardó en escribir diciendo queel condenado había caído gravementeenfermo, y que había sido llevado al hospitalde la prisión...
Estaba enfermo desde hacía algúntiempo; pero lo que había quebrantadosus fuerzas no era ni el horror de la prisión,ni el trabajo, ni la mala alimentación,ni la vergüenza de tener la cabezarapada e ir vestido de harapos. ¡Oh! ¿quéle importaban a él tales tribulaciones ymiserias? Lejos de ello, estaba contentode tener que trabajar. La fatiga físicale producía algunas horas de sueño agradable,y, ¿qué significaba para él el rancho,aquella mala sopa de coles en quesolía encontrar hasta escarabajos? Enotro tiempo, siendo estudiante, se hubieradado algunas veces por muy contentode tener tal comida. Sus vestidoseran de abrigo y a propósito para aquelgénero de vida; en cuanto a la cadena,apenas si sentía el peso. Quedaba la humillaciónde tener la cabeza afeitada yllevar el uniforme del presidio; pero,¿ante quién habría de ruborizarse? ¿AnteSonia? La joven tenía miedo de él; ¿cómohabía de ruborizarse ante ella?
Sin embargo, le daba vergüenza de lamisma Sonia; por esta razón se mostrababrutal y despreciativo en sus relacionescon la joven. Pero no procedía esta vergüenzani de su cabeza rapada, ni de sucadena. Su orgullo había sido cruelmenteherido, y Raskolnikoff estaba enfermode esta herida, ¡Oh, qué feliz habría sidosi hubiera podido acusarse a sí mismo!Entonces lo hubiera soportado todo, hastala vergüenza y el deshonor. Pero envano se examinaba severamente; su concienciaendurecida no encontraba en supasado ninguna falta que pudiera ocasionarlegrandes remordimientos. Solamentese echaba en cara haber fracasado, cosaque podía ocurrir a todo el mundo. Loque le humillaba, era verse él, Raskolnikoff,perdido tontamente, sin esperanzade rehabilitación, por una sentencia delciego destino, y debía someterse, resignarseal absurdo de esa sentencia, si queríaencontrar un poco de calma.
Una inquietud sin objeto y sin fin en elpresente, un sacrificio continuo y estérilen el porvenir; esto es lo que le quedabaen la tierra. Vano consuelo para él decirseque, dentro de ocho años, no tendría másque treinta y dos, y que, en esta edad,podría aún recomenzar la vida. ¿Para quévivir? ¿Con qué objeto? ¿Con qué fin? ¿Vivirpara existir? En todo momento habíaestado pronto a dar su existencia por unaidea, por una esperanza, por un capricho.Había hecho siempre poco caso de laexistencia pura y sencilla; siempre habíamirado más allá. Quizá la fuerza sólo delos deseos le había hecho creer en otrotiempo que era uno de esos hombres aquienes les está permitido más que a losotros.
Menos mal si el destino le hubiese enviadoel arrepentimiento, el punzantearrepentimiento que rompe el corazón,que quita el sueño; el arrepentimientocuyos tormentos son tales, que el hombrese ahoga o se ahorca para librarse de ellos.¡Oh! Los hubiera acogido con felicidad.Sufrir y llorar es todavía vivir; pero nose arrepentía de su crimen.
Por lo menos hubiera podido echarseen cara su tontería, como se había reprochadoen otro tiempo las acciones estúpidasy odiosas que le habían conducido apresidio. Pero ahora, que en el vagar dela prisión reflexionaba de nuevo sobre todasu conducta pasada, no la encontrabatan odiosa ni tan estúpida como le habíaparecido en otro tiempo.
«¿Es que—pensaba—mi idea era mástonta que las otras ideas y teorías que batallanen el mundo desde que el mundoexiste? Basta considerar las cosas desdeun punto de vista amplio, independiente,libre de los prejuicios del día, y, entoncesciertamente, mi idea no parecerá tan extraña.¡Oh espíritus sedicentes, libres deprejuicios, filósofos de cinco kopeks! ¿porqué os detenéis a la mitad del camino?
»¿Y por qué les parece tan fea mi conducta?—sepreguntaba—. ¿Por qué es uncrimen? ¿Qué significa la palabra crimen?Mi conciencia está tranquila. Sinduda he cometido una acción ilícita, heviolado la letra de la ley y he vertido sangre...Pues bien, tomad mi cabeza. Ciertoes que, en este caso, aun los bienhechoresde la humanidad, de aquellos a quienes elpoder no ha venido por herencia, sino[269]que se han apoderado de él a viva fuerza,hubieran debido desde sus comienzosser entregados al suplicio. Pero estas personashan ido hasta el fin, y esto es lo quelas justifica, en tanto que yo no he sabidocontinuar; por consiguiente, no tenía elderecho de comenzar.»
Unicamente se reconocía un error: el dehaber cometido la debilidad de ir a denunciarse.
Pero un pensamiento le atormentabatambién: ¿por qué no se había matado?¿Por qué, más bien que arrojarse al agua,había preferido entregarse a la policía?¿Es el amor de la vida un sentimientotan difícil de vencer? Svidrigailoff, sinembargo, había triunfado de él.
Se planteaba dolorosamente esta cuestióny no podía comprender que, cuandoenfrente del Neva, pensaba en el suicidio,quizá era que presentía en sí y en susconvicciones un error profundo. No comprendíaque este pensamiento pudiesecontener en germen un nuevo conceptode la vida, que pudiese ser el preludio deuna revolución en su existencia, la prendade su resurrección.
Admitía más bien que había cedido entoncespor cobardía y defecto de caráctera la fuerza brutal del instinto. El espectáculoofrecido por sus compañeros depresidio le asombraba. ¡Cómo amabantodos ellos la vida! ¡Cómo la apreciaban!Parecía a Raskolnikoff que este sentimientoera más vivo en el preso que en elhombre libre. ¡Qué terribles sufrimientospadecían aquellos desgraciados, los vagabundos,por ejemplo! ¿Era posible queun rayo de sol, un bosque sombrío, unafuente fresca, tuviesen tanto valor a susojos? A medida que los fué estudiando,descubrió hechos aún más inexplicables.
En el penal, en el ambiente que le rodeaba,se le escapaban, sin duda, muchascosas; además, no quería fijar su atenciónen nada. Vivía, por decirlo así, sin levantarjamás los ojos, porque encontraba insoportableel mirar en su derredor. Pero,a la larga, muchas circunstancias le chocaron,e involuntariamente comenzó aadvertir lo que ni siquiera había sospechadoantes. En general, lo que más le asombraba,era el abismo espantoso, infranqueable,que existía entre él y toda aquellagente. Hubiérase dicho que pertenecíanél y ellos a naciones diferentes. Semiraban con desconfianza y hostilidadrecíprocas. Sabía y comprendía las causasgenerales de este fenómeno; pero, hastaentonces, jamás las había supuesto tanfuertes ni tan profundas. Además de loscriminales de derecho común, había enla fortaleza polacos enviados a Siberiapor delitos políticos. Estos últimos considerabancomo brutos a sus compañerosde cadena, para los cuales no tenían másque desprecio; pero Raskolnikoff no participabade esta manera de ver; advertíasemuy bien que, bajo muchos aspectos,aquellos brutos eran más inteligentesque los mismos polacos. Había allí tambiénrusos (un antiguo oficial y dos seminaristas),que despreciaban a la plebe dela prisión. Raskolnikoff advertía igualmenteel error de ellos.
En cuanto a él, no se le amaba, se leesquivaba; hasta se acabó por odiarle;¿por qué? Lo ignoraba. Los malhechores,cien veces más culpables que él, ledespreciaban y hacíanle objeto de susburlas; su crimen era el blanco de sussarcasmos.
—Tú, tú no eres unbarin—le decían—.¿Por qué has asesinado a hachazos? Esono es propio de unbarin.
En la segunda semana de la gran Cuaresma,tuvo que asistir a las funcionesreligiosas con todos los de su cuadra. Fuéa la iglesia y oró como los otros. Un día,sin que se supiese por qué motivo, suscompañeros estuvieron a punto de hacerleuna mala partida. De repente se vióasaltado por ellos.
—Tú eres un ateo.
—Tú no crees en Dios—gritaban losforzados.
—Hay que matarle.
Jamás él les había hablado ni de Dios,ni de la religión, y, sin embargo, queríanmatarle por ateo. Raskolnikoff no lesrespondió ni una palabra. Un forzado,en el colmo de la exasperación, se lanzósobre él; el joven, tranquilo y silencioso,le esperó sin pestañear, sin que ningúnmúsculo de su rostro temblase. Un cabode varas se interpuso a tiempo entre él yel asesino. Un instante más, y hubieracorrido la sangre.
Existía otra cuestión que no acertabaa resolver: ¿por qué amaban todos tantoa Sonia? La joven no trataba de ganarsesus voluntades; no tenían a menudo ocasiónde encontrarla. Sólo la veían algunavez que otra en los patios o en el taller,cuando venía a pasar algunos minutos allado del preso. Sin embargo, todos la conocían.No ignoraban que le había seguido;sabían cómo vivía y dónde estaba alojada.La joven no les daba dinero, apenasles prestaba, propiamente hablando, servicioalguno; solamente una vez, por Nochebuena,hizo un regalo a toda la prisión:pasteles ykalatschi[20]; pero, pocoa poco, entre ellos y Sonia se establecieronciertas relaciones más íntimas. Escribía,por encargo de ellos, cartas a susfamilias, y las ponía en el correo. Cuandosus parientes venían a la ciudad, era enmanos de Sonia en las que, por recomendaciónde los mismos forzados, dejabanlos objetos y hasta el dinero destinado aellos. Las mujeres y las amantes de losdetenidos la conocían e iban a su casa.Cuando visitaba a Raskolnikoff en el trabajo,o en medio de sus compañeros, oencontraba un grupo de presos que se dirigíana la obra, todos se quitaban losgorros y se inclinaban saludándola:
—Matuchka, Sofía Semenovna, tú eresnuestra tierna y querida madre—decíanaquellos presidiarios brutales a la pequeñay débil criatura.
Ella les saludaba sonriendo, y a todosles agradaba su sonrisa. Amaban hastasu manera de andar, y se volvían paraseguirla con los ojos cuando se alejaba.¡Y qué alabanzas le dirigían! Hasta laelogiaban por ser pequeñita de cuerpo; nosabían cómo ensalzarla, y aun la consultabanen sus enfermedades.
Raskolnikoff pasó en el hospital todoel fin de la Cuaresma y la semana de Pascuas.Al recobrar la salud se acordó delos sueños que había tenido en su delirio.Le parecía ver el mundo entero asoladopor un azote terrible y sin precedentes,que, viniendo del fondo de Asia, habíacaído sobre Europa. Todos debían perecer,excepto un número reducidísimo deprivilegiados. Microbios de una nuevaespecie, seres microscópicos, se introducíanen los cuerpos humanos. Pero estosseres estaban dotados de inteligencia yde voluntad. Los individuos atacados porellos se ponían al instante locos furiosos.Sin embargo, ¡cosa extraña! nunca hombrealguno se habría creído tan sabio, tanseguramente en posesión de la verdad,como se creían aquellos infortunados.Jamás nadie había tenido más confianzaen la infalibilidad de sus juicios, en la solidezde sus conclusiones científicas y desus principios morales. Aldeas, ciudades,pueblos enteros, estaban atacados de estemal y perdían la razón. Estaban todosagitados y fuera de estado de comprenderseentre ellos. Cada cual creía poseer solola verdad, y al observar a sus semejantesse entristecía, se golpeaba el pecho,lloraba y se retorcía las manos. No podíanentenderse acerca del bien y del mal;no se sabía qué condenar ni qué absolver.Los hombres se mataban entre sí, bajola impulsión de una cólera ciega. Se reuníanformando grandes ejércitos; perouna vez comenzada la campaña, la divisiónaparecía bruscamente en las tropas,las filas se rompían, los guerreros se degollabany se devoraban. En las ciudadessonaba a todas horas el toque de rebato;mas, ¿para qué esta alarma? ¿Con quépropósito? Nadie lo sabía y todo el mundoestaba inquieto. Se abandonaban losmás ordinarios oficios, porque cada cualproponía sus ideas, sus reformas, y nadiese ponía de acuerdo; la agricultura estabaabandonada; aquí y allá la gente sereunía en grupos, entendiéndose parauna acción común y jurando no separarse;pero un instante después olvidaban laresolución que habían tomado, y comenzabana acusarse, a pegarse y a matarse.Los incendios y el hambre contemplabaneste triste cuadro. Hombres y cosas, todoperecía. Aquel azote se extendía más ymás. Solamente podían salvarse algunoshombres puros, predestinados a rehacer elgénero humano, a renovar la vida y a purificarla tierra; pero nadie veía a estoshombres, nadie oía sus palabras ni suvoz.
Aquellos sueños absurdos dejaban enel ánimo de Raskolnikoff una impresiónpenosa, que tardó mucho en borrarse.[271]Llegó la segunda semana después de Pascuas;el tiempo era templado, sereno, verdaderamenteprimaveral; se abrieron lasventanas del hospital (ventanas enrejadas,bajo las cuales se paseaba un centinela).Durante toda la enfermedad deRaskolnikoff, Sonia no había podido hacerlemás que dos visitas. Cada vez erapreciso pedir una autorización, difícil deobtener; pero, a menudo, sobre todo a lacaída de la tarde, se dirigía al patio delhospital, y durante un minuto estaba allímirando a las ventanas. Un día por latarde, el recluso, ya casi enteramente curado,se había dormido; al despertar seaproximó por casualidad a la reja, y vióa Sonia que, en pie, cerca de la puerta delhospital, parecía esperar algo. Al verlasintió como un golpe en el corazón, estremecióseconvulsivamente y se alejórápidamente de la ventana. Al día siguienteSonia no vino, al otro tampoco.Raskolnikoff advirtió que la esperabacon ansiedad. Finalmente salió del hospital.Cuando volvió a la prisión, sus compañerosle dijeron que Sonia estaba malay que no podía salir de casa.
El joven se inquietó sobremanera, yenvió a buscar noticias de la muchacha.Supo en seguida que la enfermedad noera peligrosa. Por su parte Sonia, sabiendoque Raskolnikoff se preocupaba tantode su salud, le escribió con lápiz una carta,en que le informaba que estaba muchomejor, que había pescado un ligero enfriamiento,y que no tardaría en ir a verleal trabajo. Al leer esta carta, el corazónde Raskolnikoff latió con violencia.
El día era sereno y templado. A las seisde la mañana iba el joven a trabajar ala orilla del río, en donde se había establecido,bajo cobertizo, un horno de coceralabastro. Unicamente tres obrerosfueron enviados allí. Uno de ellos, acompañadode un capataz, fué a buscar uninstrumento a la fortaleza; otro comenzóa calentar el horno. Raskolnikoff salió delcobertizo, se sentó en un banco de madera,y se puso a contemplar el río anchoy desierto. Desde la elevada orilla se descubríauna gran extensión de terreno. Alo lejos, del otro lado de Irtych, resonabancantos cuyos vagos ecos llegaban alos oídos del presidiario. Allá, en la inmensaestepa inundada de sol, aparecíancomo puntitos negros las tiendas de losnómadas. Aquello era la libertad; allívivían otros hombres, que no se parecíanen nada a los que le rodeaban; allá parecíaque el tiempo no había marchado desdeel tiempo de Abraham y sus rebaños.Raskolnikoff soñaba con los ojos fijos enaquella lejana visión; no pensaba en nada,aunque le oprimía una especie de inquietud.
De repente se encontró en presenciade Sonia; la joven se le aproximó sin ruidoy se sentó a su lado. Como empezaba adejarse sentir el fresco de la mañana, Soniallevaba su pobre y viejoburnus y supañuelo verde. Su rostro delgado y pálidodaba testimonio de su reciente enfermedad.Al acercarse al preso, se sonriócon expresión amable y alegre, y conla timidez de costumbre le tendió la mano.
Siempre se la ofrecía tímidamente yalgunas veces no se atrevía a dársela, comosi temiese verla rechazada; parecíaleque ella se la estrechaba con repugnancia,y siempre tenía el aire huraño cuando lajoven se acercaba; a veces, ésta no podíaobtener de él una palabra. Había díasen que temblaba ante él y se retiraba profundamenteafligida; pero en esta ocasiónse estrecharon durante largo ratolas manos. Raskolnikoff miró rápidamentea Sonia. Nada dijo y bajó los ojos.Estaban solos. El cabo de varas se habíaalejado momentáneamente.
De pronto, y sin que el presidiario supiesecómo había ocurrido aquello, unafuerza irresistible le arrojó a los pies dela joven y lloró abrazándole las rodillas.En el primer momento, Sonia, asustada,se puso intensamente pálida, se levantócon presteza, y temblorosa miró a Raskolnikoff;pero a él le bastó esta miradapara comprenderlo todo. En los ojos dela joven parecía resplandecer una felicidadinmensa; no había para ella duda deque Raskolnikoff la amaba con amor infinito.Había llegado, por fin, este momento...
Quisieron hablar y no pudieron. Teníanlágrimas en los ojos. Ambos estabanpálidos y demacrados; pero sobresus rostros enfermizos brillaba ya la aurorade un renacimiento completo. El amor[272]les regeneraba; el corazón del uno encerrabauna inagotable fuente de vida parael corazón del otro.
Resolvieron esperar, tener paciencia.Les quedaban siete años que pasar en Siberia;¡qué sufrimientos intolerables yqué infinita felicidad había de llenar paraellos aquel lapso de tiempo! Pero Raskolnikoffhabía resucitado, lo sabía y lo sentíaen todo su ser, y Sonia no vivía másque para la vida de su amado.
Por la noche, después que se hubo recogidoa los reclusos, el joven se acostóen su camastro, y pensó en ella. Hasta leparecía que aquel día los presos, sus antiguosenemigos, le habían mirado con otrosojos. Les había dirigido primero la palabray le habían respondido con afabilidad;se acordaba de esto ahora, le parecíanatural. ¿Acaso no debía cambiartodo?
Pensaba en ella. Se acordaba de losdisgustos con que continuamente la habíaatormentado; veía con el pensamientola carita pálida y delgada de Sonia; peroestos recuerdos eran un remordimientopara él. Comprendía con qué amor infinitoiba a rescatar en adelante lo quehabía sufrido Sonia.
Sí. ¿Qué significaban para él todas lasmiserias del pasado? En aquel primer díagozoso, de vuelta a la vida, todo, aun sucrimen y su condena, y su relegación aSiberia, todo se le presentaba como un hechoextraño; casi dudaba de que todoaquello hubiera ocurrido realmente.Aquella noche se sintió incapaz de reflexionardetenidamente, de concentrar suatención en un objeto cualquiera, deresolver una cuestión con conocimientode causa; sólo tenía sensaciones. La vidahabía substituído en él al razonamiento.
Tenía elEvangelio debajo de la almohaday lo tomó maquinalmente. Aquellibro pertenecía a Sonia. En él fué dondela joven le había leído la resurrección deLázaro. Al principio de su cautividad esperabauna verdadera persecución religiosapor parte de la joven. Creía que leasediaría constantemente con elEvangelio;pero, con gran asombro suyo, ni unasola vez hizo recaer la conversación sobreeste punto, ni una sola vez le ofreció aquellibro; él mismo fué quien lo pidió pocoantes de su enfermedad, y ella se lo trajosin decir una palabra. Raskolnikoffhasta entonces no lo había abierto.
Ahora tampoco lo abrió; pero un pensamientocruzó por su mente. «Sus convicciones,¿pueden ser, al presente, lasmías? ¿Puedo, yo, por lo menos, tenerotros sentimientos, otras tendencias queella?»
Durante todo este día Sonia estuvotambién muy agitada, y por la noche tuvouna recaída en la enfermedad; pero eratan feliz, y aquella felicidad era para ellauna sorpresa tan grande, que casi le causabaespanto. ¡Siete añossolamente! Enla embriaguez de las primeras horas faltópoco para que ambos no considerasenestos siete años como siete días. Raskolnikoffignoraba que la nueva vida nole sería dada de balde y que tendría queconquistarla al precio de penosos esfuerzos.
Pero comienza aquí una segunda historia.La historia de la lenta renovaciónde un hombre, de su regeneración progresiva,de su paso gradual de una vidaa otra... Esto podría ser el asunto de unnuevo relato; el que hemos querido ofreceral lector, está terminado.
FIN
[1] Es la milla rusa, que equivale pocomás o menos a un kilómetro.
[2] Porteros.
[3] Moneda de diez kopeks equivalente acuatro céntimos de franco. El rublo, que valeunos cuatro francos, se divide en diez kopeks.
[4] Así llaman en Rusia a todos los quepertenecen de una manera u otra a la administraciónpública y constituyen como unacasta especial.
[5] Sonia es la fórmula familiar de Sofía,y Sonetchka diminuto cariñoso del mismonombre.
[6] Diminutivo cariñoso de Dunia.
[7] Carreta de aldeano.
[8] Campesino siervo.
[9] Aproximadamente 1,88 metros.
[10] La piatak es una moneda de cinco kopeks,equivalente a unos cuatro centavos.
[11] Pasaje.
[12] Cafetucho.
[13] Miembro de una sociedad de obreros ode empleados.
[14] Medida de capacidad equivalente aunos 30 centilitros.
[15] Señor.
[16] Especie de galleta.
[17] Padre, en alemán.
[18] Tienes diamantes y perlas.
[19] Tienes los más bellos ojos del mundo,¿qué más quieres, niña?
[20] Panecillos blancos.
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